lunes, 8 de febrero de 2016

Honor a los titiriteros, guardianes de la democracia.

(Publicado en el blog Contraparte del diario Público)
Los regímenes sociales que ha conocido la humanidad son regímenes imperfectos, precarios. Todos ellos tienen puntos de fragilidad y deben protegerse frente a esa fragilidad. Algunos rituales comunes a la mayoría de las civilizaciones humanas están destinados a suturar las inconsistencias de nuestras sociedades, a comar sus brechas. En las sociedades comunistas primitivas, según nos las describen los etnógrafos como Boas o Mauss, una práctica común era la destrucción ritual de los excedentes de riqueza, o la igualación ritual de la riqueza mediante donaciones suntuarias (potlatch). El "munus" romano -"munus" es el término de donde proviene la institución de la "com-munitas" como espacio de intercambio de "munus"- puede asociarse a estas prácticas, de las que constituye una supervivencia. Frente a las prácticas de reducción de las diferencias de riqueza de las sociedades comunistas, las sociedades de clase desarrollaron otro tipo de rituales que les permitían reconstituir simbólicamente la comunidad rota por la dominación de una clase sobre otras. El Carnaval es una de estas prácticas. La igualdad simbólica que sirve de base a la comunidad no se restablece aquí mediante el regalo suntuario, sino mediante la inversión por un tiempo de los roles sociales: por unos días, los pobres son reyes o arzobispos y los ricos y poderosos son locos o mendigos, las mujeres son hombres y los hombres mujeres, en un mundo al revés. Lo que escenifica el carnaval es la no naturalidad de las diferencias sociales, su reversibilidad ilustrada por el potente símbolo medieval de la Rueda de la Fortuna cuyos giros ponían abajo a los de arriba y arriba a los de abajo. El Carnaval escenificaba así la reversibilidad de la desigualdad humana, la no naturalidad de la falta de comunidad real entre los seres humanos. La violencia con la que establecieron y siguen reproduciendo su poder los dominantes es escenificada de manera caricatural por los pobres y el pueblo, para regocijo de todas las edades. El guiñol, los espectáculos de títeres o de marionetas populares, sean de la tradición napolitana o de la escuela de Lyon, se inscribe en este marco carnavalesco. En el teatrillo de la antigua farsa representada por los títeres se exhibe a través de la risa el anhelo de igualdad y de comunidad del pueblo, siempre de manera provocadora, no ocultando sino exhibiendo la violencia de las jerarquías, de las clases, del Estado, de la propia resistencia popular. Nada más alejado de la "responsabilidad de Estado" que un Carnaval o un espectáculo de títeres.

Se dice que el espectáculo "Don Cristóbal y la bruja" presentado con gran escándalo de las autoridades municipales madrileñas durante la programación de Carnaval es un "disparate político y educativo". El guiñol, como el Carnaval, es un disparate político y educativo siempre. El guiñol no educa para vivir en esta sociedad, sino para tomar distancia de ella. En el guiñol se apalea a policías, se apuñala y se ahorca a gente que apalea, apuñala y ahorca; se permite a la gente del pueblo contemplar la violencia de quienes los gobiernan e incluso responder simbólicamente a esta violencia. En el guiñol, que los niños contemplan con deleite, se escenifican dos violencias: la del poder y la de la gente del pueblo oprimida por los poderosos. Es algo propio de las tradiciones del carnaval, pero de manera más general, es un desahogo para quienes sienten muy de cerca la violencia del Estado. Solo quedan traumatizados con este espectáculo las gentes de poder, quienes intentan ocultar por todos los medios que estamos en una sociedad de clases, basada estructuralmente en la violencia. Entre esas gentes del poder cabe incluir en lugar destacado a sus representantes "progresistas" o de izquierdas que suelen hacer méritos para demostrar su "sentido del Estado", esto es su apego a una sociedad de clases. Esa violencia estructural inseparable de la sociedad de clases es algo que todos sentimos a diario, pero que el discurso oficial hace invisible, inexpresable. Para el sentido común dominante los mensajes del Carnaval o de los titiriteros son obscenos, pues desvelan una realidad que no se puede contemplar cara a cara sin hacer peligrar un orden desigual. Por eso mismo son gozosos para la gente del pueblo, y para los niños, para toda la gente que no ha perdido la "decencia común", siempre incompatible con esa disimulación de la violencia estructural que se denomina "responsabilidad de Estado". El Carnaval y los títeres siempre son motivo de risa y de burla, no son una cosa seria, pues destituyen de su gravedad, de su respetabilidad a todas las instituciones del orden social existente. Ninguna seriedad, ninguna gravedad permite un acceso a lo real.




Franco prohibió el Carnaval: sabía perfectamente lo que hacía. Borraba con esa prohibición la expresión de un anhelo popular de igualdad, el ansia algo utópica que todos tenemos de vivir en una comunidad libre de la violencia estructural que la desgarra. Prohibiendo el Carnaval, Franco naturalizó su propia violencia, el exceso de muerte y destrucción sobre el que se asentó su largo régimen. Quienes hoy consideran "terroristas" a unos titiriteros y quienes, desde un gobierno municipal de izquierdas, los entregaron al brazo secular, comparten la seriedad del sanguinario Caudillo y se hacen herederos contra el Carnaval y contra el pueblo, de una España negra que había suprimido, junto al Carnaval, la propia política. Toda política auténtica, como nos enseña Jacques Rancière, implica un momento de rechazo del reparto actual del poder y de la riqueza, en nombre del "partido democrático", el partido de los excluidos del reparto. La política, inseparable de la democracia, exhibe así un espíritu muy cercano al del Carnaval y al de los obscenos espectáculos de los tinglados de títeres. Honor a los titiriteros, guardianes de la democracia.


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