martes, 13 de marzo de 2012

Émile Pouget y el momento socialista revolucionario: el otro comunismo






(Prólogo de la recopilación de escritos de Émile Pouget, La Acción Directa, Las Leyes Canallas, El Sabotaje, publicada por Hiru en marzo de 2012)
1.
Tiene el lector que abre estas páginas un objeto raro entre las manos: una selección de tres panfletos históricos del sindicalismo revolucionario francés de finales del siglo XIX. No es el tipo de texto que se suele leer hoy, en una época en que hasta la postmodernidad ha dejado de ser actual. Desempolvar y traducir los folletos que Hiru presenta en este libro al lector castellanohablante del siglo XXI no es, sin embargo, una mera labor museística sino un esfuerzo genuino por recuperar la memoria histórica de un movimiento comunista cuya muerte se anuncia periódicamente y que, sin embargo, renace cada vez con nuevas fisionomías. Memoria histórica no es aquí culto de los muertos, sino restablecimiento del nexo de las luchas y de la vida presentes con un filón vital del pasado que habíamos perdido de vista tras un atormentado período en el que el movimiento comunista ha solido identificarse por parte de sus enemigos -y por desgracia, también, de sus partidarios- con el Estado, el autoritarismo, el dogmatismo y otros fantasmas de la obediencia, con lo más contrario que pensarse pueda a la realidad de un movimiento de liberación.

2.
La liberación social no es un proceso lineal, sino una serie de resistencias y de ofensivas jalonada de derrotas y de errores, pero también de importantes aciertos y de descubrimientos prácticos y teóricos. Ni las victorias, ni los aciertos parciales, pero tampoco las derrotas, son irreversibles. La historia es un proceso sin origen, sin fines y sin sujeto, como nos enseñó Louis Althusser que nos había enseñado Marx, un proceso sin garantías y sin un sentido predefinido. El comunismo no es por lo tanto un ideal que tenga que realizarse imponiendo su supuesta norma a la realidad, sino -en términos de Marx- el « movimiento real » que transforma el estado de cosas existente. Tampoco constituye en modo alguno un fin de la historia. Dentro de este movimiento conflictivo y contradictorio que es la historia real concebida desde un materialismo exigente, el momento histórico situado entre la derrota de la Comuna de París y el comienzo de la primera guerra mundial es particularmente rico en enseñanzas y experiencias, pues en él se escinden el socialismo parlamentario basado en una concepción representativa de la organización de clase, que se configura fundamentalmente como partido, y el socialismo revolucionario que rechaza la representación política y la actividad parlamentaria y defiende la autonomía de clase basada en la solidaridad y la cooperación entre trabajadores. Es importante volver sobre esta escisión, pues tras la revolución rusa y el largo ciclo revolucionario y organizativo que con ella se inaugura, prevalecerá una forma cada vez más rígida de representación política de la clase a través del Partido, que retoma y exaspera las características del viejo socialismo parlamentario con el que habrá de convivir. La autonomía queda relegada, después de la revolución rusa -y, sobre todo, después de la derrota de la Revolución Española de 1936 - a círculos minoritarios que cultivan una identidad anarquista, perdiendo al mismo tiempo todo carácter de movimiento de masas. Sólo en los movimientos de mayo del 68 y del largo mayo italiano volvió este tipo de organización horizontal y no representativa a superar las anquilosadas maquinarias socialdemócratas o leninistas stalinizadas. Hoy, de nuevo, una forma original de autoorganización de clase, la del trabajador postfordista (inmaterial, social, cognitivo, afectivo, desterritorializado...) se manifiesta en la ocupación del espacio público y en la reinvención de una democracia ajena a la representación. De Tahrir a Sol, a Sintagma y al Wall Street ocupado, oímos de nuevo las palabras que hace más de un siglo pronunciaran Pouget y sus camaradas socialistas y sindicalistas revolucionarios y que habían sido sofocadas por un siglo de representación política y de culto del Estado -burgués o supuestamente « proletario »- dentro de la izquierda hegemónica.
3.
Ciertamente, Émile Pouget pertenece a otra época que queda hoy muy lejos. Periodista precoz, militante anarquista y posteriormente socialista revolucionario y sindicalista, Émile Pouget conoció la cárcel y el exilio antes de figurar entre los fundadores de la Confederación General del Trabajo en el Congreso de Limoges (1895). Incansable propagandista, dirigirá el periódico de la CGT, La Voix du Peuple desde su creación en 1900 y fundará el almanaque del Père Peinard, un antepasado de la prensa satírica actual. El período que tocó vivir a Pouget es aquel en que se constituye la izquierda francesa como tal, pasando de ser la izquierda del republicanismo heredero de la revolución francesa a constituirse como un movimiento explícitamente de clase. Ya no se trataba de que la izquierda fuese la verdadera representante del Tercer Estado, del pueblo, o de la nación, como pretendieron serlo los jacobinos en la Convención, sino de que la principal clase explotada del capitalismo industrial, la clase obrera, accediese a su organización política y pudiese aspirar a la hegemonía social. La ambición de representar adecuadamente al pueblo se ve desplazada en esta época de manera consecuente por un proyecto de autoorganización y de liberación social de los explotados. Este proyecto se materializó en el sindicato revolucionario como instrumento explícito de la división de la nación y de la lucha de clases.
4.
Tras la derogación en 1864 de la ley Le Chapelier, que había prohibido las asociaciones obreras desde los primeros tiempos de la Revolución francesa en nombre de la unidad de la nación, los sindicatos y otras organizaciones de solidaridad de los trabajadores como las « bolsas del trabajo » se desarrollan en toda Francia. El proceso de autoorganización tiene lugar en estos primeros momentos bajo la hegemonía de la tendencia libertaria, aunque la separación tajante entre socialistas y libertarios que conocemos hoy no existiera aún. Cuando en nuestras calles resuenan voces multitudinarias que gritan « ¡Qué no nos representan! » o « Le llaman democracia y no lo es », estas voces son sin saberlo un eco de ese pasado, un pasado de lucha y de organización, de antagonismo, de dignidad, de constitución de la potencia autónoma de los trabajadores. La reivindicación de la Acción Directa como método principal de la acción política de clase que encontramos en el panfleto de Pouget del mismo nombre tiene hoy la máxima actualidad. Su época, como la nuestra fue un tiempo de desengaños. En la Francia del cambio de siglo del XIX al XX, las ilusiones republicanas y « democratistas » -por utilizar un término caro a Pouget- se habían visto definitivamente disipadas por el largo Termidor en que la burguesía francesa desvió en su propio favor las conquistas políticas de la revolución. La revolución de 1789 y sus fases posteriores y más radicales encabezadas por los jacobinos no fue como suele decirse una « revolución burguesa », sino una revolución contra el absolutismo y el feudalismo dirigida por un bloque histórico sumamente complejo que incluía representantes de numerosas clases sociales entre los que destacaba un importante componente plebeyo de trabajadores manuales, artesanos, campesinos, etc. Tras la contrarrevolución termidoriana, el Imperio napoleónico y las sucesivas restauraciones monárquicas, fue definiéndose un bloque de poder en torno a una defensa clara de la hegemonía del derecho de propiedad sobre los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad. La revolución no fue inicialmente burguesa, pero sí que lo fue el régimen de dominación social y política que sucedió a su fase democrática y radical. Esto no fue óbice para que la exigencia de realización práctica del programa y de los valores de la revolución siguiese siendo el principal eje de organización de las fuerzas populares. Ya desde los últimos momentos de la Revolución y hasta bien entrado el siglo XIX, la lucha contra la sociedad de clases y el orden burgués se concibieron bajo el prisma de una « repetición » de la revolución, de una realización de sus ideales. Esto se refleja incluso en ciertos elementos del lenguaje de Pouget que emplea un tono de sátira casi idéntico al que utilizara la literatura de propaganda jacobina contra los restos del antiguo régimen y muy concretamente al que popularizó el periódico  Le Père Duchesne , fuente directa de inspiración del Père Peinard de Pouget. En ambos periódicos prevalece un lenguaje populista, lleno de expresiones de argot y dirigido contra las clases dominantes. Su propio título hace referencia a un personaje considerado como el prototipo del hombre del pueblo, con el tratamiento de « père », apelativo popular que en castellano equivaldría al de « tío » usado en los medios rurales. En cuanto al apelativo « Peinard », tiene un doble sentido en francés de la época: inicialmente se refiere al trabajador esforzado el « currelante » (peinard deriva de la peine, el esfuerzo), pero por otro, desde la perspectiva de la burguesía, tiene el sentido de vago y despreocupado, como los huelguistas que pasaban largos periodos sin trabajar. Este segundo sentido es el que ha prevalecido hoy, pero en la época de Pouget, convivía con el sentido originario del término. En cualquier caso, un indicio del ya mencionado afán de repetir la experiencia de la Gran Revolución francesa y, en particular, de su momento jacobino, es precisamente el renacer en los distintos episodios revolucionarios del siglo XIX de periódicos con el título Le Père Duchesne (o como el de Pouget, con un título inspirado en él) que vieron la luz en la revolución de 1848 y en la Comuna de París. Aunque el Père Peinard sea ya más proletario que ciudadano y jacobino, no puede ignorarse esta genealogía literaria e ideológica.

5.
Sin embargo, la repetición del acontecimiento revolucionario era a la vez imposible e insuficiente: los valores de la revolución quedaron por todas partes enunciados, grabados en las fachadas de los ayuntamientos y de las escuelas, pero la libertad, la igualdad y la fraternidad habían adquirido otro sentido, habían sido integrados en la realidad de una sociedad de clases capitalista y servían no para realizar los objetivos de las clases populares, sino para extender las relaciones de mercado. Libertad, igualdad y fraternidad no eran ni podían ser ya, después de la degeneración de la revolución del 1848 y del sangriento aplastamiento de la Comuna en 1871 los únicos lemas del movimiento democrático. Libertad, igualdad y fraternidad podían y debían expresar para los demócratas radicales, entre los que se incluían los trabajadores comunistas y socialistas revolucionarios, algo distinto de lo que representaban para la burguesía y las demás clases dominantes. La libertad no podía tener ya como base el mercado, pues el movimiento obrero naciente fue descubriendo la absoluta incompatibilidad de éste con cualquier forma de democracia. El mercado es compatible con los « derechos humanos », incluso requiere que estos se enuncien -pues libertad, igualdad y propiedad constituyen las condiciones básicas de todo contrato mercantil- pero es hostil a la reivindicación de una sociedad democrática donde los trabajadores y las mayorías sociales puedan decidir libremente sobre la organización de la economía. El mercado se basa en la propiedad, la democracia que aspira a decidir sobre la economía se funda en cambio en el libre acceso de todos a los comunes productivos.

6.
La República de la propiedad o de los propietarios, el régimen postrevolucionario que conoce y padece la generación de Émile Pouget, no sólo se basa en la expropiación a los trabajadores de los medios de producción, sino coincidentemente, en la confiscación de su libertad política por el Estado. La democracia de los propietarios tardó en aplicar el principio del sufragio universal: aunque el sufragio universal masculino estuviera reconocido por la Constitución francesa de la Convención (1793), nunca se aplicó hasta que la revolución de 1848 acabara imponiéndolo. Habría que esperar, además, hasta después de la segunda guerra mundial para que se incorporasen a este derecho las mujeres. No tardaron, sin embargo en hacerse evidentes los límites de esta conquista, pues el sufragio se convirtió en el único acto político del ciudadano. Pouget se burlaba así, en un panfleto publicado en su almanaque del Père Peinard de 1896 bajo el título «El amordazamiento universal » (Le Muselage universel) del poco tiempo de libertad política efectiva que las democracias representativas conceden a los supuestos ciudadanos: contando por lo alto, serían unos « cinco minutos » en una hipotética vida de cien años, si sumamos el tiempo que se tarda en depositar una papeleta en una urna en todas las elecciones posibles. Este es todo el tiempo que se es « soberano »... Por no hablar de la escasa relación de la representación política con la voluntad de los electores. Las democracias realmente existentes del capitalismo permiten hablar de casi todo en sus parlamentos, pero hacen imposible decidir nada que contravenga el orden imperante. En conclusión, dice Pouget en su artículo del Père Peinard: « Ya que tanto nos dicen que somos soberanos, guardémonos la soberanía en el bolsillo, no seamos tan idiotas como para delegarla ». Ante una República que había pervertido el sentido de la libertad, la mera reivindicación de los principios republicanos era inútil, sólo quedaba como salida para los trabajadores una nueva fundación de la libertad en lo común, en el libre acceso a los medios de producción y la asociación directa de los trabajadores, al margen del mercado y del Estado. La práctica política constituyente que conduce a este nuevo Estado de cosas ya no puede ser la búsqueda de una buena y adecuada representación de toda la nación, sino la autonomía y la autodeterminación de los trabajadores como clase mediante la acción directa y el instrumento privilegiado de esta, el sindicato revolucionario. Como sostiene Pouget en la Acción Directa: « contra la sociedad actual que sólo conoce al ciudadano, se alza hoy el productor ». No se trata sólo de procurar, a partir de una enunciación de los derechos humanos basados en el derecho natural, que estos se realicen en el derecho positivo, sino de reconocer que la humanidad está dividida: que no existe el hombre genérico, sino la lucha de clases y que la reivindicación de los derechos humanos es esencialmente mistificadora.

7.
El sindicalismo revolucionario se presenta como una fuerza antagonista frente al capital y su Estado. Un antagonismo sin concesiones que se expresa abiertamente en el crudo lenguaje del almanaque satírico-político Le Père Peinard, pero sobre todo en la constitución del sindicato CGT (Confédération générale du travail) como potente organización revolucionaria. La tradición leninista siempre despreció el sindicalismo por considerar que la organización independiente de los trabajadores nunca podría ir más allá del trade-unionismo inglés, es decir de una forma moderada e integrada de representación de los intereses obreros dentro del capitalismo. Desde la perspectiva de las realidades del sindicalismo europeo del siglo XXI, la apreciación de Lenin parece confirmarse, pues el sindicalismo mayoritario suele estar hoy controlado por un aparato corporativista que defiende los privilegios de una casta burocrática y no duda en hacerlo a costa de los intereses de sus bases. Nada más alejado de la idea de revolución que la triste imagen de unos dirigentes sindicales que negocian con la patronal y sus gobiernos los recortes de derechos sociales. Sin embargo, el lector de Pouget se encuentra con otra realidad, la de un sindicalismo cuyo objetivo no es la mera defensa del valor de la mercancía fuerza de trabajo, sino la abolición de la compraventa de esa mercancía, concebida como “esclavitud salarial”, y la libre asociación de los productores. El folleto de Pouget titulado La Confederación General del Trabajo (1908) aclara la naturaleza y la finalidad del sindicato:
« Desde que en el congreso corporativo de Limoges de 1895, la clase obrera se diera una organización autónoma, independiente de todos los partidos democráticos,ha tenido una tendencia permanente a liberarse cada vez más de todas las tutelas ya sean del Estado o de los ayuntamientos. Es que la clase obrera no sueña con adaptarse al mundo capitalista, con integrarse en el sistema de producción actual para desarrollarse de la forma más favorable par sus intereses. Tiene ambiciones más elevadas -ambiciones de transformación social- y son estas aspiraciones revolucionarias las que la han conducido a transformarse en partido de clase, en oposición a todos los demás partidos políticos y en oposición a todas las demás clases. Así, además de que la clase obrera se haya constituido un instrumento para luchar día a día contra las fuerzas de la explotación y de la opresión, pretende también crear y fortalecer grupos aptos para realizar la expropiación de los capitalistas y capaces de llevar a cabo una reorganización de la sociedad en un plano comunista. » Las categorías habituales de la política del siglo XX se reconocen difícilmente en este curioso lenguaje.
En primer lugar, el sindicato no se distingue del « partido » de la clase obrera. Pouget da al término « partido » un sentido muy próximo al que tenía en el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, donde el partido se basa en la organización de la clase como « parte » y no en la representación/sustitución de esta clase por una dirección política. Tampoco existe la distinción propia de las socialdemocracias entre un programa mínimo y un programa máximo, pues el comunismo es ya la forma de la organización y no sólo el objetivo de la organización. La política se piensa desde la inmanencia absoluta, rechazando las figuras de la representación y el futuro como promesa. El mundo nuevo debe estar ya presente en el corazón mismo del movimiento, o jamás lo llegaremos a ver. La Huelga General es el momento definitivo de liberación, pero no es sino el resultado de la autodeterminación de clase como liberación cotidiana; la autodeterminación no es una mera preparación de la revolución, no es un instrumento para un fin, sino un fin en sí misma.

8.
El sindicato revolucionario no es un agente del mercado -aunque no desdeñe tácticamente la conquista de mejoras en las condiciones laborales- sino un agente contra la relación de mercado como relación social fundamental y contra el poder estatal que reproduce esta relación mediante el derecho, la ideología o la violencia. El objetivo del sindicato, unido a organizaciones de clase basadas en el apoyo mutuo como las Bolsas del Trabajo, era doble. Por un lado, se trataba de combatir día a día la explotación, luchando contra los patronos y el Estado en conflictos parciales y limitados y de organizar la resistencia contra la opresión social. Para ello, era necesario desarrollar la potencia de los trabajadores como clase: evitar la miseria y la desmoralización que ella implica, pues « el exceso del mal no es fermento de revuelta ». Por otro lado, era también preciso organizar la solidaridad, incluso dirigir cuando fuera posible la producción, mediante estructuras autogestionadas y desarrollar en paralelo una cultura y una sociedad proletarias autónomas respecto del mundo burgués. El sindicalismo revolucionario francés -al igual que el anarcosindicalismo español- tenía como aspiración explícita que los propios trabajadores recuperasen los medios comunes de producción y se asociaran libremente para utilizarlos. Sin embargo, más allá del día a día, en el que la potencia, la autonomía y la cultura de clase se desplegaban en el embrión de mundo nuevo creado en torno al sindicato, era necesario plantearse la transformación global del sistema basado en el mercado y el Estado. Esta transformación se centraba en dos aspectos: la expropiación de los capitalistas y la liquidación del Estado. La expropiación del capital es un acto inseparable de la apropiación obrera de los medios de producción. Al día siguiente de la revolución, « los trenes seguirán circulando » y todos los engranajes de una sociedad rica y compleja seguirán funcionando pero lo harán bajo el control de los propios trabajadores asociados. De ahí la importancia de esa escuela de libertad, de solidaridad y de dignidad que es el sindicato revolucionario y del principio que lo inspira: la Acción Directa. La liquidación del Estado es la consecuencia directa de la desaparición de su única verdadera base social: la apropiación por los capitalistas de los medios de producción y del excedente.

9.
La acción directa se sitúa respecto del derecho y del Estado en una posición de exterioridad. No se trata para Pouget de legitimarla en términos jurídicos ni siquiera en los de una moral universal, sino en cuanto es capaz de crear un nuevo orden social y político basado en la autodeterminación de los trabajadores al margen del Estado, del derecho y del mercado. Como auténtico poder constituyente, la Acción Directa está al margen de la ley, pues es el fundamento de una nueva ley, de un nuevo orden social: «La Acción Directa es la fuerza obrera que se convierte en trabajo creador. Es la fuerza que da a luz un derecho nuevo, la que crea el derecho social. »  Este proceso constituyente en germen entrará en colisión directa con un marco jurídico que pretende regular de manera exhaustiva el conjunto de las relaciones sociales subsumiéndolas en un orden basado en la propiedad. La comunidad obrera que crea el sindicato, su capacidad de resistencia al capital, resultan así inmediatamente criminalizadas. El espacio fuera del orden de la propiedad que constituye el libre acceso a los comunes productivos es inasimilable por el ordenamiento jurídico de la república de los propietarios. La colisión no tardará en producirse cuando esta república sufra los ataques de algunos desesperados e iluminados. Estamos en la gran época de los atentados anarquistas, sobre todo en Rusia, pero en otros muchos países europeos, incluida la España de la Restauración, miles de bombas, centenares de asesinatos de responsables políticos y patronales puntúan la actualidad creando un clima de terror entre las clases dominantes. Los atentados en sí son un fracaso político: la propaganda por la acción, más que alentar a la construcción de la nueva sociedad, desmoviliza y legitima el orden burgués y la seguridad que este ofrece a cambio de la obediencia. Como mucho, los autores de los atentados -que aún no se denominan "terroristas"- suscitan la vaga simpatía popular que sentían las masas por los grandes delincuentes, y que obligó a las autoridades a suspender las ejecuciones públicas, pues más que aleccionar a la multitud, la hacían participar en el goce de la enorme transgresión en la que poder y delincuencia se igualan al compartir un espacio más allá de la ley. Este goce no es, sin embargo, una pasión política, sino algo estrictamente individual. La corriente sindicalista revolucionaria se distanció siempre de estas formas individualistas de acción. La acción directa, si bien tiene entre sus objetivos desarrollar la dignidad moral y política del trabajador como singularidad frente a su serialización en el marco de la representación política, parte del principio de la solidaridad y de la acción colectiva.

10.
Todo esto no impidió a las autoridades aprovechar la oleada de atentados de principios de los años 1890 en Francia para modificar la legislación en un sentido represivo, no sólo para golpear a los autores de los atentados, sino, sobre todo, para liquidar el brote de nueva sociedad que estaba surgiendo en la resistencia obrera en el marco del sindicalismo revolucionario, pero también en el de las distintas organizaciones de solidaridad y agrupacions culturales, deportivas, etc. Este entramado solidario se consideraba en medios políticos y policiales como el entorno y el caldo de cultivo del anarquismo individualista violento y el Estado decidió atacarlo a través de sus asociaciones y de su prensa. El panfleto titulado Las leyes canallas que figura en este volumen sólo es parcialmente obra de Émile Pouget. Su coautor es un jurista, Francis de Pressensé, personaje que, tras una carrera diplomática y periodística, inicia su vida política en el marco de las encnedidas y violentísimas polémicas en torno al asunto Dreyfus. En ese asunto judicial, pronto convertido en batalla política, se dirimía la cuestión de la inocencia o culpabilidad de un oficial francés de origen judío, el capitán Alfred Dreyfus, falsamente acusado por otros oficiales de transmitir información confidencial a la embajada alemana. La acusación se basa en pruebas muy endebles y, sobre todo, en un telegrama que había sido claramente falsificado. Esto no impidió que la presión de una nueva extrema derecha, menos monárquica que ultracatólica y antisemita arrancara una injusta condena. En una Francia dividida, de Pressensé tomará claramente partido por Dreyfus junto a su amigo el socialista Jean Jaurès y dirigirá el periódico « dreyfusista » l'Aurore. En el marco del Asunto (l'Affaire, el asunto por excelencia cuya crónica literaria encontramos en Las memorias de una sirvienta de Octave Mirbeau) surgirá la Liga de los Derechos Humanos cuyo vicepresidente será el propio Pressensé. Si bien los sindicalistas revolucionarios vieron en un primer momento con antipatía al militar Dreyfus, veterano de carnicerías coloniales y representante del orden burgués, algunos de ellos tomaron partido abiertamente por Deyfus y sobre todo contra la nueva extrema derecha en ascenso organizada en torno a la Action Française y a las publicaciones antisemitas de Édouard Drumont. La coincidencia del asunto Dreyfus con la promulgación de una batería de leyes de excepción contra los anarquistas, las « leyes canallas » (lois scélérates) facilitó la convergencia entre un socialista parlamentario jauresiano como Pressensé y un socialista revolucionario como Pouget.
11.
Los tres textos sobre las leyes canallas recogidos en el folleto que figura aquí traducido son de una sorprendente actualidad y reflejan la insólita colaboración entre tres personajes que nada llamaba a converger en la defensa de una misma causa: Émile Pouget, Francis de Pressensé y, bajo un pseudónimo, Léon Blum, el futuro presidente socialista del gobierno del Frente Popular. Este último, en aquel momento joven auditor del Consejo de Estado, está dando sus primeros pasos políticos en el contexto del asunto Dreyfus y acepta participar anónimamente en la campaña contra las leyes canallas realizada por la Revue Blanche, en aquel momento la revista literaria y cultural más importante e innovadora del panorama francés en la que publicaban autores como Proust, Gide, Claudel, Jarry o Apollinaire y de la que el propio Blum llegó a ser director . Cada uno de los tres personajes tiene sus propios intereses, pero los tres coinciden en reconocer el gran peligro que el ascenso de la extrema derecha y la promulgación de leyes de excepción suponía para las libertades y para la propia terecera República. Los artículos publicados posteriormente como folleto separado por la Revue Blanche contienen respectivamente un análisis jurídico de las leyes realizado por Pressensé, un segundo estudio realizado por « un jurista » (Léon Blum) sobre su muy anómalo proceso legislativo y un tercer artículo en el que Pouget da ejemplos de su aplicación al movimiento revolucionario. La parte analítica muestra cómo las leyes de excepción subvierten, en nombre de la seguridad, la esencia misma del derecho penal liberal, el principio « nullum crimen sine lege » (no hay crimen sin ley) conforme al cual toda condena penal debe realizarse conforme a una tipificación previa de los actos punibles. Esta tipificación debía ser precisa, quedando prohibido el recurso a la analogía, pues esta es una puerta abierta a cualquier tipo de arbitrariedad. Como afirma Pressensé anticipando al pastor Martin Niemöller del famoso poema “Vinieron por un comunista”: « Ayer eran los anarquistas. Los socialistas revolucionarios están ya en el punto de mira. Luego les llegará el turno a esos intrépidos campeones de la justicia cuyo pecado inexcusable es no tener una fe ciega en la infalibilidad de los consejos de guerra. ¿Quién sabe si mañana los simples republicanos no caerán también bajo los embates de estas leyes? Imaginemos por un momento estas armas terribles en manos de un dictador militar y el estado de sitio aderezado con la aplicación de las leyes canallas, o, dando la vuelta a la hipótesis, imaginemos que una facción revolucionaria, un Comité de Salvación Pública jacobino, aplica estas temibles disposiciones contra unos conservadores incapaces de oponerse a este patere legem quam ipse fecisti [padecer la ley que tú mismo hiciste]. La prueba de que esto no son desvaríos de una mente enferma, divagaciones de un abogado sin escrúpulos, es la frase con que un jurisconsulto, Fabreguette, recoce expresamente que hay casos en que, pese a la enmienda de Bourgeois que nombraba a los anarquistas, la ley debería ampliar el alcance de sus definiciones para castigar crímenes o delitos semejantes. Ya sabemos adónde puede llevar el método de la analogía aplicado por mentes astutas. » Lo sabemos perfectamente hoy, después de que los nazis a quienes dedicaba Niemöller su célebre poema sustituyeran la prohibición de la analogía en el código penal alemán por la obligación de recurrir a la analogía, después de que, repitiendo este gesto, la España franquista promulgara -y mantuviera hasta hoy bajo distintas formas- leyes contra el novedoso delito de « terrorismo » que en sí mismo es ya una aplicación del principio de analogía a la tipificación penal y de que las « democracias de nuestro entorno » se dotaran también, aprovechando los atentados del 11 de septiembre de 2001 de un arsenal jurídico semejante. De lo que se trata con el antiterrorismo, hoy como en esa época inicial de las leyes canallas, es de mantener el monopolio estatal de la violencia, esto es, el monopolio de la violencia por parte de la clase dominante y caracterizar como violentas e ilegítimas todas las formas de acción política que se opongan a la dominación de esta. Hoy sabemos perfectamente que no sólo los actos de violencia política homicida, sino un sinfín de otros actos, e incluso de ideas se ven golpeados por unas normas antijurídicas y antidemocráticas. Una democracia que reconozca abiertamente el monopolio de la violencia a una clase y que sólo está al servicio de la dominación de esta, una democracia que no sea capaz de integrar en su seno el conflicto político y la lucha de clases, e ilegaliza el antagonismo, queda desnaturalizada y se convierte en un mero régimen policial. Eso lo sabían muy bien estos sindicalistas o socialistas revolucionarios de finales del XIX y principios del XX que, sin el más mínimo pudor, defendían con Émile Pouget en los primeros congresos de la CGT el sabotaje como arma de la lucha de clases y como instrumento de autovalorización de la fuerza de trabajo. El folleto El sabotaje de émile Pouget reconoce la legitimidad, frente a la explotación capitalista, de un instrumento de resistencia que hoy es unánimemente repudiado por el sindicalismo oficial. El sabotaje es la otra cara de la violencia patronal, pero también el calco de las prácticas de mercado desleales de los propios capitalistas que no dudan en adulterar sus productos para rebajar sus costes de producción y competir así en mejores condiciones con los otros capitalistas. La violencia y el fraude dominan los intercambios entre capitalistas así como la “libre compraventa” de fuerza de trabajo; con el sabotaje, la clase obrera se adapta sencillamente a ese entorno brutal. El moralismo y la legislación represiva de las clases dominantes y la colaboración de clase las direcciones sindicales reformistas contribuyeron a que estas prácticas se considerasen impropias de “trabajadores honrados”. Sin embargo, la reivindicación del sabotaje por la primera gran confederación sindical de Francia a lo largo de sus primeros congresos, junto a su lucha decidida contra las leyes de excepción, muestran que los socialistas revolucionarios de esta época no ignoraban una verdad fundamental de la política materialista, que conocemos desde Maquiavelo y Spinoza: que un régimen que criminaliza indiscriminadamente la violencia de quienes resisten a una dominación impuesta por la violencia destruye con ello la política, la libertad y la potencia común. ¡Cuán lejos estamos hoy de esa libertad y esa frescura!

Juan Domingo Sánchez Estop
Bruselas, febrero de 2012


lunes, 12 de marzo de 2012

El 29M ¿contra la reforma laboral o contra el 15M?


1.
Casi un año después del inicio de un nuevo movimiento social contra el neoliberalismo en la fecha ya emblemática del 15M, los dos sindicatos mayoritarios del Estado español, Comisiones Obreras y UGT, han decidido convocar una huelga general. Vale la pena recordar que esta huelga viene impulsándose en distintos sectores sociales desde hace más de un año. Ya con el gobierno anterior, la gestión neoliberal de la crisis se hizo sentir entre los trabajadores en términos de deterioro de los salarios y de las condiciones de trabajo, pero también de adaptación del texto de la constitución a la hegemonía del capital financiero. La constitución formal del Estado español, gracias a la reforma impulsada por el PSOE y apoyada en su momento por el PP, dio oficialmente la prioridad a la deuda financiera sobre la deuda social, haciendo constitucionalmente imperativo el pago de la deuda pública por encima de cualquier otra consideración de interés general o de atención a los derechos y necesidades de los ciudadanos. La reforma laboral del PP que hoy rechazan -parcialmente- los sindicatos mayoritarios es un paso más hacia la realización del programa neoliberal. Después de un siglo de conquistas sociales del movimiento obrero que introdujeron en el ámbito jurídico esa anomalía que se denomina « contratación colectiva », la actual reforma pretende limitar el ámbito de aplicación de esta última lo más posible hasta acercar el contrato laboral (enmarcado por una contratación colectiva) al contrato mercantil ordinario en el que se asocian las voluntades de dos personas físicas o jurídicas cualesquiera sin tener en cuenta sus diferencias sociales. Por otra parte, la flexibilización del despido que introduce la nueva ley incide en el mismo sentido, liquidando la especificidad social de las relaciones empresariales y disolviéndolas en las relaciones ordinarias de mercado. Los sindicatos mayoritarios, por fin, han reaccionado a esta nueva ofensiva convocando una huelga general con el objetivo de "negociar" con el gobierno "cambios" en la ley de reforma laboral, pero sin exigir la retirada o la derogación del texto.

2.
La posición de los sindicatos es defensiva: de lo que se trata para ellos no es de conquistar o preservar un espacio de libertades y derechos para los trabajadores, sino de lograr que sólo se imponga un mal menor, que la reforma sea algo menos lesiva para los intereses de los trabajadores asalariados con contrato de duración indefinida que constituyen las bases de los grandes sindicatos. Las burocracias sindicales forman parte de los aparatos del Estado capitalista que las financia y les da rango de intelocutores válidos. Su función como aparatos de Estado es ejercer un arbitraje entre los intereses de sus bases -cada vez más exiguas- y los del capital. Su único programa en positivo consiste en una serie de reivindicaciones utópicas y nostálgicas: pleno empleo, contratación indefinida, Estado del bienestar basado en el trabajo etc. Su espacio político y mental es el del viejo compromiso fordista-keynesiano que garantizó hasta los años 70 en los países de la Europa democrática -no en el nuestro, donde el franquismo sólo produjo una caricatura- niveles importantes de bienestar social, de reparto de la riqueza y de presencia política de los trabajadores representados a través de las grandes organizaciones de la izquierda. Hoy, queda ya bastante poco cuantitativa y cualitativamente de ese viejo compromiso que la burguesía se apresuró a liquidar cuando el ascenso del nuevo movimiento obrero de finales de los 60 y principios de lo 70 ya lo había puesto en jaque. A partir de un determinado nivel de hegemonía social de los trabajadores, el fordismo y el keynesianismo habían generado, como bien explica el informe de la Comisión Trilateral sobre « La crisis de la democracia » (1975) unas sociedades "ingobernables" para el capital. "Ingobernables" significaba aquí que el trabajo en estas sociedades producía cada vez menos ganancia para el capital. De ahí que fuera necesario un programa general de desregulación del trabajo como el que hoy estamos viendo culminar en Europa al calor de la crisis financiera y de la explotación terrorista de la deuda por los Estados y las distintas instancias del mando capitalista.

3.
El neoliberalismo -como lo fuera en su tiempo el fascismo- constituyó lo que en términos de Antonio Gramsci se denomina una "revolución pasiva", esto es el aprovechamiento de la energía de un movimiento revolucionario insuficientemente fuerte- como el de finales de los 60 en Europa- para provocar una ruptura del sistema, para reorganizar los mecanismos de dominación de manera más eficaz y logrando ciertos niveles de consenso sobre nuevas bases. Los más de 30 años de neoliberalismo lograron capturar a la vez la capacidad de integración social de los asalariados propia de las burocracias políticas y sindicales -que representaban a la vieja clase obrera en el compromiso fordista- y la insurrección contra la disciplina y la rigidez de esta misma representación protagonizada por las franjas juveniles del proletariado y por el movimiento estudiantil. El resultado fue el tipo de sociedad y de organización económica que hoy conocemos en los países industriales y que se ha extendido progresivamente casi al conjunto del planeta : una combinación de trabajo precario, economía cognitiva e inmaterial, cooperación en red, multiplicación de las formas de "empresarialidad individual" y desdibujamiento de las instancias de mando del capital, sustituidas en gran parte por los mecanismos de la finanza y de la deuda. Mercado y sociedad se confunden como un gran organismo productivo que hace de todo momento de la vida un acto de producción para el capital. Durante casi treinta años, la nueva configuración de clase del proletariado ha vivido secuestrada bajo las dinámicas cruzadas de la disciplina de mercado como orden que sobredetermina la cooperación directa en red y la representación política y sindical « zombi » de una vieja clase obrera que ya no tenía la más mínima capacidad real de hegemonía. La crisis de la izquierda guarda directamente relación con esta circunstancia: en un contexto donde era ya imposible que la representación de la vieja clase obrera fuese un instrumento de hegemonía y donde el nuevo proletariado se había vuelto irrepresentable, la izquierda sólo podía gestionar la difícil supervivencia de un modelo de relaciones sociales abocado a la desaparición. De este modo, la izquierda de gobierno siempre gestionó el nuevo marco neoliberal intentando a partir de él mantener -desde una lógica distinta- unos derechos "fordistas" cada vez más vacíos y aplicables a cada vez menos ciudadanos. El caso límite de esta imposible política socialdemócrata dentro del neoliberalismo es el de los sucesivos gobiernos de Tony Blair.

4.
El resultado del proceso antes esbozado es la existencia de dos sectores claramente diferenciados en una población "trabajadora" cuyos límites de "clase" son cada vez más indiferenciados: por un lado, la decaída fortaleza exfordista/exsocialista de la izquierda política y sindical, y por otro la muy diversa multitud de trabajadores postfordistas. La huelga del día 29 será no sólo un pulso de los sindicatos mayoritarios al gobierno destinado a intentar preservar algo de los antiguos estatutos laborales -sin por ello cuestionar la lógica fundamental del neoliberalismo- sino también una competición entre las direcciones sindicales mayoritarias y las nuevas formas de organización política de la multitud postfordista (15M, los componentes no cooptados de las distintas « mareas » etc.). Los sindicatos mayoritarios así lo entienden. Lo ha afirmado con rotundidad la dirección de CCOO en un documento interno que ha circulado entre las bases. En este documento con fecha de 24 de febrero de 2012 y titulado Nota informativa de la reunión de secretarios/as generales se afirma abiertamente que exite una "persistente e infantiloide campaña de deslegitimación desde quienes se arrogan de (sic) la marca del 15M." y que "De todo ello se establece una gran conclusión: Es necesario “gobernar” la estrategia de rechazo a la reforma desde el sindicalismo confederal.".

Esta abierta voluntad que expresan las direcciones sindicales de plantear la cuestión de la hegemonía responde a la gravísima crisis de representación abierta por el 15M y los demás movimientos sociales concomitantes. Desde el 15M, los sindicatos pueden cada vez con mayor dificultad utilizar la lógica del mal menor. El movimiento social de las nuevos sujetos del trabajo postfordista ha venido a reactualizar un planteamiento de ruptura con el sistema expresado como ruptura con el neoliberalismo o, incluso, en algunos sectores con el capitalismo como tal. El hecho de que el sector social al que pertenece la gente del 15M sea ampliamente mayoritario entre los trabajadores españoles y europeos pone en grave peligro la legitimidad de los sindicatos. Estos han convocado la huelga del 29M por la presión de sus bases, deseosas de defender activamente sus derechos, pero también por la presión de las calles y plazas. Resultaría sencillamente intolerable para las direcciones sindicales que el movimiento de las plazas asumiera la iniciativa de una huelga general o de una movilización equivalente, sobre todo en una cuestión como la de la reforma laboral y las modificaciones de la contratación colectiva que afecta directamente a los intereses más vitales de sus bases. Ciertamente, la nueva legislación afecta menos al trabajador ya precario -aunque degrada sus condiciones laborales- que al trabajador tradicional con contrato indefinido y derechos reconocidos por convenio, pero el resultado de la reforma laboral sería a medio plazo una unificación bajo la norma de la precariedad del conjunto de los trabajadores, lo cual equivaldría a la desaparición del espacio en que los sindicatos mayoritarios tienen un papel dirigente. De ahí la honda y justificada inquietud de estos últimos, pues el desbordamiento previsible no sería momentáneo sino irreversible, estratégico.

5.
Es necesario introducir algunas observaciones sobre la « huelga » como método de lucha de los trabajadores. La huelga general fue el mito fundamental del sindicalismo revolucionario. Se basa en la hipótesis formulada por Emile Pouget y los clásicos del anarcosindicalismo de que el mismo movimiento por el cual los trabajadores cesan enteramente la producción para una sociedad dirigida por los patronos, es el que puede en el mismo instante asumir las funciones de dirección y de gestión del conjunto de la producción. Ese modelo originario compartido por los socialistas revolucionarios y por el anarcosindicalismo tenía sus limitaciones teóricas y políticas como método de liquidación de la dominación en una sociedad compleja, y fue progresivamente abandonado en la izquierda mayoritaria en favor de la representación política de la clase por el partido y el Estado. La huelga general siguió existiendo como arma de clase, pero siempre separada de su objetivo inicial de destrucción del poder burgués mediante la acción directa de los trabajadores. La huelga general representaba el último recurso dentro del repertorio de la defensa del valor de la fuerza de trabajo en el mercado, en lo que Gramsci llamaba la dimensión "económico-corporativa" propia de los sindicatos en el contexto socialdemócrata o leninista. Este es el caso de la huelga general convocada por los sindicatos mayoritarios españoles para el 29 de marzo. Su objetivo es, como siempre, arbitrar entre los intereses del capital y los de sus bases, no desafiar los principios mismos del régimen neoliberal. Efectivamente, se buscará en vano en las plataformas reivindicativas de los sindicatos mayoritarios para la huelga del 29M la más mínima alusión a un más allá de la perpetuación de la relación salarial o, en general del orden de mercado o, incluso del orden neoliberal o de la dominación del capital financiero. Cuando las distintas formas de salario indirecto (sanidad, educación, demás servicos públicos) están siendo progresivamente desmanteladas en nombre de la reducción del gasto público y del pago de la deuda como deber sagrado de la nación, la legitimidad de la deuda que justifica estos recortes es asumida por los sindicatos como algo natural. En ningún momento se plantea la necesidad de una auditoría de la deuda pública a los distintos niveles de la administración, ni de la deuda privada "odiosa" generada de manera irresponsable por los bancos, sobre todo en el sector de la vivienda mediante los créditos hipotecarios basura. Tampoco se tiene en cuenta la necesidad imperativa para la vida « en condiciones civilizadas » de numerosos sectores sociales de que existan ingresos desvinculados de cualquier prestación laboral en una sociedad que, desde hace tiempo, ha abandonado cualquier proyecto de pleno empleo y donde la mayor parte de la nueva contratación ha sido precaria en los últimos diez años. Estas y otras cuestiones vitales para todos aquellos ciudadanos que ya viven en las condiciones de precariedad e intermitencia laboral que la nueva ley pretende generalizar son ignoradas en las convocatorias sindicales mayoritarias. 

6.
Las reivindicaciones del trabajador social, inmaterial, cognitivo, precario, afectivo, del trabajador en red, de todas las nuevas formas de trabajo postfordista tienen un enorme potencial transformador y permiten defender todos los derechos laborales que tan mal defienden los sindicatos, añadiéndoles una nueva generación de derechos propios de las nuevas formas de trabajo. Entre estos derechos debe contarse la renta básica independiente de cualquier prestación laboral presente o pasada, el derecho a la vivienda y la prohibición del desahucio de personas insolventes, la anulación de deudas odiosas como las generadas por las « hipotecas basura », y toda una serie de reivindicaciones que no guardan relación con el trabajo individual asalariado sino con el trabajo social de producción y reproducción de formas de vida productivas. Al mismo tiempo, debido a las formas de vida y de producción específicas del postfordismo, las nuevas figuras plurales del proletariado, sólo pueden articular modalidades de lucha que ocupen el conjunto del espacio social. Ya no es posible una huelga en determinados sectores que se consideran como los únicos sectores productivos. Hoy la huelga es interrupción de los flujos de circulación de personas y de mercancías organizados por el capital, en favor de nuevos flujos con otros sentidos, de ocupaciones de todo tipo de espacios: lo que los compañeros italianos denominan con acierto "huelga metropolitana". Una huelga que abarca todo el tejido urbano, todos los espacios de vida de las grandes urbes y de sus ramificaciones territoriales "rurales". Hoy todo espacio y cualquier espacio es productivo. Por ello mismo, la huelga general vuelve a tener -como en el período del sindicalismo revolucionario- una dimensión política que supera el marco "económico-corporativo".

La articulación de una huelga clásica como la organizada por los sindicatos mayoritarios y sus afiliados con una nueva edición ampliada del 15M puede tener efectos imprevisibles. Para conseguir que estos efectos sean positivos y modifiquen las correlaciones de fuerzas actuales es esencial evitar toda posición identitaria y excluyente que intente contraponerse a la posición identitaria que pretenden cultivar los sindicatos mayoritarios con el fin de "gobernar" el 15M. Los sindicatos oficialistas deben verse desbordados y hegemonizados por la nueva lógica democrática de la multitud desplegada desde hace un año en las calles y plazas. Más vale comprender las causas que determinan la actuación de los aparatos y direcciones sindicales que dedicarse a descalificar como "traidores" a los dirigentes más destacados.  No porque no lo sean, sino porque el que lo sean no es la causa de la situación actual de impotencia y degeneración en que se encuentra el movimiento obrero tradicional, sino uno de sus efectos.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Grecia: un nacionalismo contra la nación








(Ελληνική μετάφραση της Σοφίας Λαλοπούλος σε συνεργασία με τον Ακη Γαυριηλίδη στη σελίδα Nomadic Universality:  http://nomadicuniversality.wordpress.com/2012/03/26/%CE%B5%CE%BB%CE%BB%CE%AC%CE%B4%CE%B1-%CE%AD%CE%BD%CE%B1%CF%82-%CE%B5%CE%B8%CE%BD%CE%B9%CE%BA%CE%B9%CF%83%CE%BC%CF%8C%CF%82-%CE%B5%CE%BD%CE%AC%CE%BD%CF%84%CE%B9%CE%B1-%CF%83%CF%84%CE%BF-%CE%AD%CE%B8/ )


"Η ΕΘΝΙΚΗ ΕΝΟΤΗΤΑ ΕΙΝΑΙ ΜΙΑ ΑΠΑΤΗ…ΝΟΜΟΣ ΕΙΝΑΙ ΤΟ ΔΙΚΙΟ ΤΟΥ ΕΡΓΑΤΗ"
(La unidad nacional es un engaño, la ley es el derecho del trabajador)
(Consigna del movimiento griego)

En la lucha del pueblo griego y de los demás pueblos europeos contra la dictadura del capital financiero, nos encontramos con diversas formulaciones ideológicas e imaginarias del conflicto. Este se interpreta a menudo en términos de una muy particular versión de la lucha de clases: la del 99% contra el 1%. La imagen es torpe pues intenta restablecer una línea de frente con contrincantes a ambos lados a pesar del gigantesco desequilibrio, pero en su ingenua y caricatural oposición entre casi todos y casi nadie, logra apuntar a otra realidad, la de la fractura social: más que dos partes que se enfrentan, lo que hay es un todo social que se fractura sin llegar a constituir dos bandos. Basta prescindir de ese 1% externo y resituarlo en el interior de una única sociedad, para ver que la lucha de clases no es nunca pelea entre dos bandos, sino desgarro de una comunidad. Como mostró La Boétie, sólo la obediencia de los muchos al Uno determina el poder de éste, pero esa obediencia significa división en cada uno de los muchos, pues a la vez, acatan voluntariamente el mando y doblegan su voluntad ante éste. El uno de una sociedad donde existe dominación social o política es un uno fisurado que no llega a ser dos.

La lucha de clases, ese desgarro inmanente a las sociedades de clases no puede representarse como tal. Para representarla de algún modo accesible a la imaginación, se le ha de dar la forma de una dualidad interna o externa: el partido de fútbol entre dos equipos previamente formados e identificados por sus uniformes o la guerra contra un enemigo interior o exterior son las representaciones más corrientes. Se representa lo que puede expresarse directamente como Uno, a partir de un otro exterior preexistente o de un otro interno producido por el discurso y la práctica del racismo. Cuando existe un desgarro, éste queda ocultado bajo la forma de dos Unos que se oponen. Ninguna representación puede alojarse en la falla interna del Uno, en el propio desgarro que constituye a la sociedad de clases como tal.

Existen, sin embargo, otras interpretaciones del antagonismo que, para mantenerlo en su dimensión imaginaria, lo exportan, transformándolo en un conflicto entre la nación y sus enemigos internos o exteriores. Esta externalización (intern o externa) del conflicto puede tomar la forma de un racismo contra una comunidad que se considera "ajena" a la nación, como el que alimentó el antisemitismo de los siglos XIX y XX, acertadamente calificado por Bebel como el "socialismo de los imbéciles". Una variante de esta externalización es la consistente en denunciar los males del capital financiero frente a las virtudes de otros sectores capitalistas "productivos", como si ambos sectores pudieran tener una existencia separada. Muchas veces, incluso en tiempos recientes, esta denuncia abstracta y no anticapitalista del capital financiero se ha integrado en el presunto desvelamiento de un complot, (Trilateral, Bilderberg, Illuminati etc.) cuyas características no son muy distintas de las del viejo "complot judeomasónico" del que Franco y los suyos tanto nos hablaran. El antagonismo contra el capital queda así transferido a una parte de la población considerada como enemiga mortal de la nación "auténtica". Este enemigo externalizado puede ser también otra nación o un conjunto de otras naciones. Es lo que dio lugar en los años 20 a la idea mussoliniana de Italia como "nación proletaria" contrapuesta a las "naciones plutocráticas". La condición de nación proletaria en que Italia se veía sumida se manifestaba en su exclusión del reparto colonial y, en general, de la esfera de las grandes potencias imperialistas. Sabemos lo que hizo el fascismo italiano, seguido por sus émulos alemanes por corregir esta situación en países como Libia, Somalia o Etiopía..



En el caso griego, el nacionalismo se ha convertido en el más precioso aliado del Estado capitalista y del capital financiero mundializado. Este nacionalismo está presente en casi todos los sectores políticos representados en el parlamento como fantasía victimista de la nación de glorioso pasado, aislada y maltratada por países más poderosos, en una nueva edición del tema mussoliniano de la "nación proletaria". Últimamente, el compositor Mikis Theodorakis se ha convertido en uno de los mejores representantes de esta posición ideológica. Sus últimas declaraciones en un un artículo titulado "La verdad sobre Grecia" son a la vez inquietantes y sintomáticas. Afirma así el renombrado músico: 

"Existe una conspiración internacional cuyo objetivo es darle a mi país el golpe de gracia. El asalto se inició en 1975 contra la cultura griega moderna; luego continuó con la descomposición de nuestra historia reciente y nuestra identidad nacional y, ahora, trata de exterminarnos físicamente con el desempleo, el hambre y la miseria. Si los griegos no se sublevan para detenerlos, el riesgo de extinción de Grecia es real. Podría ocurrir en los próximos diez años. Lo único que sobreviviría a nuestro país sería el recuerdo de nuestra civilización y de nuestras luchas por la libertad."

No se sabe muy bien si el primer "asalto" de los "conspiradores" consistió en la reforma ortográfica "monotónica" que, simplificando la grafía y acercándola a la pronunciación real del griego moderno demótico, al mismo tiempo la alejaba icónicamente de las formas anteriores del idioma y, en particular, del griego clásico. Esta cuestión es de vital importancia para un nacionalismo griego que insiste -contra todos los datos históricos- en afirmar la continuidad racial y cultural entre la civilización griega clásica y la cultura moderna del Estado griego. Esta supuesta continuidad y pureza racial es uno de los mitos fundadores del Estado griego independiente y se ha impuesto como verdad oficial por encima de la realidad multiétnica de los distintos territorios incorporados al Estado griego. Como suele ocurrir, la limpieza étnica y el ocultamiento administrativo de las realidades culturales complejas, sirvieron para imponer la imagen de una Grecia eterna que ha atravesado incólume los siglos. Sin embargo, Grecia, a pesar de las pretensiones de sus clases dominantes y de sus dirigentes políticos y religiosos, no es menos una "comunidad imaginaria" que cualquier otro Estado nación moderno.

Se refiere después Theodorakis a "la descomposición de nuestra historia reciente y nuestra identidad nacional" (την διαστροφή της νεότερης ιστορίας μας και της εθνικής μας ταυτότητας). Aquí hay que precisar que por "historia reciente" (νεότερη ιστορία) se suele entender en la Grecia actual la de la Grecia moderna, el Estado griego independiente, en contraposición con la antigüedad, el helenismo o la época bizantina, sin que, sintomáticamente, el largo período en que los griegos vivieron bajo el Imperio Otomano forme parte de la historia. Este período en el cual el territorio griego -como otros tantos territorios incluidos en imperios- estaba habitado por multitud de etnias que convivían entre sí, suele pasarse por alto, como si la vida de los pueblos helenófonos durante más de cuatro siglos fuera un hiato histórico en el que no hubiese ocurrido nada decisivo. La "descomposición de nuestra historia reciente", o más bien "moderna" se produce, según Theodorakis, después del 75, esto es, probablemente, con la incorporación a la UE y la rápida modernización del país. La nostalgia de un pasado perdido es la nota dominante. Un pasado que, sin embargo, no se quiere buscar en la vida real del pueblo, sino en grandes mitos: la Grecia clásica, la Revolución contra los turcos -cuya dimensión de limpieza étnica se oculta- o, desde la independencia de la República de Macedonia, la gesta de Alejandro Magno. Un pasado con el que el pueblo griego realmente existente no guarda continuidad ni étnica ni cultural. El nacionalismo griego, como todos los demás nacionalismos de Estado, es un oficio de difuntos en el cual se llora la pérdida de algo que nunca se poseyó. Como enseña Benedict Anderson, el más elocuente monumento del nacionalismo oficial es el cenotafio, la tumba vacía del héroe o del soldado inexistente muerto por la patria. Nostalgia de una nada, duelo imposible e infinito por un vacío. Mi amigo Akis Gavriilidis hizo en un libro de hace unos años un cuidadoso análisis filológico de la literatura griega de la izquierda mayoritaria. El título del ensayo es elocuente: La Incurable necrofilia del patriotismo radical. Ritsos-Elytis-Theodorakis-Svoronos (futura, Atenas 2006). Theodorakis aparece entre los principales sacerdotes de ese culto funerario.

Hoy, la defensa de Grecia como nación frente al "ataque extranjero" se ha convertido en un tema abiertamente reaccionario. Esto se ha podido comprobar en algunas de las manifestaciones de "Solidaridad con Grecia" realizadas últimamente. En la del 18 de febrero en Bruselas, apenas hubo críticas contra el “memorándum” de la troika, ni contra la dictadura comisaria de Papademos: el presidente de la Comunidad Griega en Bélgica afirmó que "Grecia es una gran país y saldrá adelante con el esfuerzo de todos" y sostuvo que es un país fiable y trabajador. Con auténtico orgullo nacional, afirmó que su patria era digna de las expectativas de sus acreedores más exigentes. El mismo lenguaje servil de Papandreu o de Papademos, apenas ocultado por la invocación de la dignidad nacional. En ningún momento se dejó un espacio al antagonismo -que sí exisitió en otras manifestaciones como la de Berlín o la de Londres- y todo concluyó con el himno nacional, el ondear de banderas crucíferas y el baile del "sirtaki"... (Por cierto, el sirtaki no es un baile popular real, sino una invención de Theodorakis/Anthony Quinn. La música está en gran parte plagiada de la composición de un músico cretense. De todas formas, para los turistas, es un "símbolo" de Grecia como puede serlo el ¡Qué viva España! de otro país Mediterráneo. Para los turistas.)

El cierre de filas de la nación frente al "complot extranjero" establece una continuidad paradójica entre los que están por el pago de la deuda y los que se oponen a él en nombre ambos de la "dignidad nacional". Peligrosa actitud, que desvía el antagonismo de los poderes económicos y el propio Estado griego y sus instituciones puestos al servicio del capital financiero, hacia un enemigo exterior poco definible. Esto explica, por ejemplo, que el Partido Comunista griego (KKE), defendiese el parlamento griego cuando votaba el anterior "memorando" del asalto de los manifestantes. Era necesario defender un símbolo de la nación y una institución de la democracia. También esto explica que el presupuesto militar sea el único que en vez de disminuir haya aumentado a pesar de los recortes y que las críticas, incluso en la izquierda oficial, no hayan sido excesivas: la defensa de la patria es primordial, sobre todo cuando esta se arma con material alemán y francés. Por otra parte, el nacionalismo de la izquierda oficial frena la muy necesaria unidad de acción de los movimientos sociales a escala europea promovida por los acampados de Sintagma y demás "Indignados". Ante una auténtica emergencia de la lucha de clases a escala europea y mundial, el marco ideológico y político nacionalista en que la izquierda griega oficial se esfuerza por mantener la admirable lucha del pueblo griego, quita a ésta gran parte de su eficacia y engendra confusión política. Tanto desde el gobierno que impone las políticas de austeridad en nombre de la solvencia del país, como desde la oposición que defiende las instituciones del Estado y los símbolos de la nación, el nacionalismo es un muy peligroso enemigo...de la nación. No es Grecia el único lugar donde esto ocurre: en Cataluña, los bestiales recortes de CiU se justifican culpando a España de la falta de recursos mientras el gobierno español del PP juega a defender el "interés nacional" en Bruselas, proponiendo unos recortes "un poco más moderados" que los propuestos por la Comisión Europea...


viernes, 24 de febrero de 2012

Valencia: no hay enemigo pequeño

Ambrogio Lorenzetti (1290-1348) El mal gobierno en la ciudad




"Auferre trucidare rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant".
(Roban, matan, saquean, y lo llaman falsamente imperio y a lo que han convertido en un desierto lo llaman paz)
Tácito, Agricola XXX

"Civitas, cuius subditi metu territi arma non capiunt, potius dicenda est, quod sine bello sit, quam quod pacem habeat. Pax enim non belli privatio, sed virtus est, quae ex animi fortitudine oritur ; est namque obsequium (per art. 19. cap. 2.) constans voluntas id exsequendi, quod ex communi civitatis decreto fieri debet. Illa praeterea civitas, cuius pax a subditorum inertia pendet, qui scilicet veluti pecora ducuntur, ut tantum servire discant, rectius solitudo, quam civitas dici potest."
(De una comunidad política cuyos súbditos no toman las armas aterrados por el miedo, más puede decirse que no está en guerra, que que se encuentra en paz. La paz no es, en efecto, la privación de guerra, sino una virtud  que procede de la fortaleza del ánimo; es determinación constante de hacer todo lo que debe hacerse conforme al decreto común de la ciudad. Por otra parte, la ciudad cuya paz depende de la inercia de los súbditos, que son conducidos como ovejas para que sólo aprendan a servir, se denomina más adecuadamente un desierto que una ciudad.)
Spinoza, Tratado político, V.4

Más que un homenaje a Carl Schmitt, el hecho de que el Jefe de Policía de Valencia calificara a los adolescentes que pedían calefacción para sus institutos y protestaban contra los recortes en educación como "el enemigo", debería considerarse un auténtico insulto al muy reaccionario, pero no menos riguroso jurista. El enemigo, es en efecto, un concepto jurídico, concretamente un concepto fundamental del derecho público. Enemigo, como precisa Schmitt en El Concepto de lo Político, no es la persona a quien tenemos una antipatía personal (inimicus) sino, el enemigo público (hostis), quien por estar enfrentado a una comunidad política como tal, supone para esa comunidad un riesgo existencial. Enemigo, en tales condiciones sólo puede serlo un Estado para otro Estado. Al enemigo no se le combate con la policía, pues no es un delincuente: está, por definición, más allá del ámbito de aplicación del derecho de otro soberano. Tampoco es el enemigo schmittiano un ser moralmente malvado, ni tampoco un hereje. La inexistencia de una comunidad de códigos éticos, jurídicos o religiosos entre un soberano y otro hacen imposible la condena del enemigo en función de un valor.  En el contexto de la relación entre esos grandes hombres que son los Estados soberanos europeos de la época clásica (de la Paz de Westphalia hasta la Primera Guerra Mundial), no hay de un Estado soberano a otro ninguna unidad de valor común, ningún universal ético compartido que se pueda reconocer a priori. De ahí que el derecho público europeo que regía los conflictos entre Estados, y se derivaba del simple equilibrio de fuerzas entre ellos, prohibiera explícitamente la "guerra justa", la guerra por valores morales o religiosos que, como las cruzadas, sitúa al enemigo fuera de la moral y fuera de la humanidad. Al enemigo se le hace la guerra sin justificaciones, pero, por ello mismo, sin excesos. La guerra no es justa, pero sí lo puede ser el enemigo. El "enemigo justo" es el otro soberano, el otro Estado a quien se combate violentamente, pero no se puede castigar ni mucho menos exterminar, pues ningún soberano tiene jurisdicción sobre otro. Tal es la grandeza del derecho público europeo que reconstruye e interpreta Carl Schmitt.

Cuando un Jefe de Policía o un responsable político considera que un movimiento de alumnos de instituto es "el enemigo" y manda a la policía a machacarlo, no está en modo alguno ateniéndose a los criterios schmittianos. Los adolescentes -casi niños, en muchos casos- que se manifestaban en Valencia no son un poder soberano, ni son tampoco el ejército de ningún soberano. Son súbditos de un Estado. Por ello, cuando cometen algún delito o falta, interviene contra ellos la policía con el objetivo de restablecer el valor fundamental del Estado que es la paz interior, pero no el ejército ni ningun cuerpo de tipo militar. Todo Estado soberano lo es en la medida en que es capaz de mantener la paz interior y de acabar con la violencia interna. El Estado moderno prohíbe y sofoca las guerras privadas tan frecuentes en el régimen feudal. El Estado tiene el monopolio de la guerra y ejerce su derecho a hacer la guerra hacia el exterior de sus fronteras. Nunca contra su propia población. Un Estado que hace la guerra contra su propia población -por no hablar de sus componentes más débiles como son los niños o los ancianos- pierde por ello mismo la soberanía interior: deja de ser un Estado, pues devuelve la sociedad al estado de naturaleza. Tal es al menos la doctrina clásica. Ciertamente, el propio Carl Schmitt, al prostituirse al régimen nazi tuvo que introducir nefastos cambios en esta doctrina, liquidando su coherencia, al considerar que la guerra de clases o la guerra contra una guerrilla admitían una importación al interior del Estado del nivel de violencia aplicable hacia el exterior, además sin las restricciones que rigen cuando se combate a un "enemigo justo", esto es, a otro Estado. Estas inconsecuencias no tienen sin embargo que ver con el concepto jurídico del enemigo, sino que obedecen a su contaminación en el clima del nacionalsocialismo por el planteamiento biopolítico de la teoría racial. Para la biopolítica y el racismo existe un "enemigo interior", para la teoría política clásica de la soberanía esto es por definición un imposible.

Un heredero legítimo a la vez que crítico interno de esta teoría clásica del Estado que se forja en los siglos XVI y XVII, Baruch Spinoza, se esforzó, siguiendo en ello a Maquiavelo, por dar una base material a la soberanía, más allá de sus supuestos jurídicos, en darle un fundamento en la dinámica de los cuerpos y del deseo de la multitud. Para Spinoza, la paz es el resultado de la obediencia al mandato del soberano, el cual expresa el decreto común de una comunidad política. La obediencia puede, sin embargo, obtenerse de muy diversas maneras: por el simple temor al castigo acompañado siempre de la esperanza de evitar el castigo o por la adhesión interna del súbdito. No es lo mismo obedecer para el sabio que conoce las ventajas de la vida en común y de la paz social que para el hombre pasional que sólo busca su propio interés en una feroz competición con los demás e ignora la existencia de lo común. En ambos casos, subsiste el Estado: en el primero, es débil y frágil. Débil pues no puede contar con la aquiescencia activa de los súbditos, que sólo obedecen por evitar un mal y se ven conducidos por pasiones tristes que limitan su capacidad de actuar tanto en su interés propio como en el del conjunto de la comunidad política. Frágil también, pues es poco capaz de adaptarse a las transformaciones y sucumbe en lugar de renovarse ante cualquier cambio importante del humor de la multitud, ante cualquier forma algo radical de antagonismo interno. Tal es el caso de los grandes imperios que se hunden de la noche a la mañana al no poder plegarse  a las nuevas circunstancias. Ya hemos visto caer algunos que parecían imponentes. Veremos caer otros.

El actual régimen español, heredero del Estado franquista del 18 de julio y de la enorme acumulación de terror que sirvió a aquél de fundamento, es incapaz de incorporar adecuadamente a la multitud a un orden político y social productivo. Su transformación en Estado neoliberal a la vez autoritario en lo político (lo hemos denominado en otros textos de este blog "democracia antiterrorista") y tolerante en materia de costumbres no bastó para dotarlo de una base social movida esencialmente por otra pasión que el terror originario transformado en "respeto por las instituciones", por el "Estado de derecho", etc. El Estado español, hasta ahora ha sido poco capaz de aceptar en su seno formas de antagonismo social radicales sin blandir la amenaza de la violencia contra la población. El periodo comprendido entre el 15 de mayo de 2011 y los primeros meses de gobierno del PP fue sólo un breve paréntesis antes de que la brutalidad habitual de régimen volviera a sus sendas habituales en el brutal escarmiento que quisieron dar a toda la población a través de los cuerpos magullados de los chavales y chavalas del Luis Vives. Y, sin embargo, la fuerza productiva de una multitud activa, formada, despierta e inteligente (el nivel de debate del 15M fue siempre muy superior al del Parlamento) está ahí. El miedo no parece haber calado, a pesar de los sustos iniciales y de las arbitrarias detenciones, en la conciencia de estos adolescentes a quienes siempre se dijo que vivían en una democracia y decidieron tomarse esta afirmación al pie de la letra. Lo que descubrieron, sin embargo es que ese Estado "democrático" estaba en guerra...contra ellos y contra buena parte de su población.

El Estado español no es ni muchos menos el único que sigue esta política brutal contra sus ciudadanos, pero gracias a sus genes franquistas, parece particularmente bien adaptado para practicar la "acumulación por desposesión" neoliberal. La guerra que hace el Estado a la población en nombre del capital y de su sector hegemónico, el capital financiero, tiene como principales objetivos a los jóvenes y a los ancianos, pero no perdona a casi ninguna categoría de la población. Los jóvenes sufren muy en particular la hipoteca sobre sus vidas que supone el endeudamiento financiero masivo tanto público como privado. El capital productivo compraba medios de producción, incluida la fuerza de trabajo, para obtener un beneficio a corto o medio plazo. El capital financiero compra el tiempo y las vidas de las personas, les impone su norma, obligándolas a un pago permanente y sin límites de los intereses y el principal de una deuda sin fin. Por eso, aunque el capital financiero pueda considerar como su enemigo al conjunto de la sociedad cuyo presente coloniza, los jóvenes son su "enemigo" por excelencia, pues encarnan de manera emblemática el futuro que las finanzas ya se han apropiado.


sábado, 18 de febrero de 2012

La destrucción del derecho laboral (comentarios sobre un artículo publicado en el País)



http://elpais.com/elpais/2012/02/16/opinion/1329403129_054950.html

Es excelente y de muy provechosa lectura el artículo de Francesc Casares i Potau y otros tres juristas que publica hoy el País. En este artículo, desde un punto de vista que recuerda al de los "usos alternativos del derecho", constatan los autores que las últimas medidas de reforma laboral del gobierno de Mariano Rajoy contribuyen a la destrucción en curso del derecho laboral. Para los cuatro juristas, las últimas reformas suponen una casi completa liquidación de la especificidad de ese ámbito del derecho, en el que la intervención de los poderes públicos restablecía entre un patrón y un trabajador con poderes sociales desiguales "el equilibrio en que se basa toda rama del Derecho". Es discutible, sin embargo, que lo logrado por el derecho laboral sea realmente un equilibrio, en el sentido de una igualdad de las partes ante el derecho: esta igualdad ya se encuentra en el derecho civil normal en cuanto este rige los contratos. Un contrato se celebra, en efecto entre sujetos libres e iguales. El derecho laboral viene a establecer, por el contrario, una desigualdad de derechos entre personas socialmente desiguales. Esta desigualdad es la que permite a una sociedad seguir siendo una comunidad y no un sinfin de individuos unidos por lazos meramente comerciales y a los trabajadores sustraerse a una opresión ilimitada. Si no existiesen el derecho laboral y la contratación colectiva, la inferioridad social de unos trabajadores desprovistos de medios de producción propios los condenaría a unas condiciones de explotación incompatibles con una vida civilizada. El derecho laboral, más que una conquista jurídica es claramente una conquista de la lucha de clases frente al derecho, una imposición de esa desigualdad de derechos entre desiguales, a que se refiere Marx en la Crítica del Programa de Gotha para caracterizar el comunismo, por encima de la norma jurídica de la igualdad que establece una igualdad -mercantil, contractual- entre personas efectivamente desiguales. El derecho laboral era ya una norma comunitaria y en cierto modo comunista dentro de una sociedad que se rige fundamentalmente por las relaciones mercantiles. Esta desigualdad propia de todo vínculo comunitario, y no una supuesta igualdad, es lo que realmente se pierde con la desaparición del derecho laboral. 


El planteamiento del artículo diagnostica bien el desastre, pero no es suficiente. Se limita a lamentar la pérdida de una importante conquista social, pero no analiza ni sus causas ni el nuevo terreno en que se inscribe. Lo que hoy estamos viendo no es una mera conculcación del derecho y una violación del principio de igualdad, sino sólo la realización del programa máximo neoliberal que nunca ha considerado la empresa como un lugar de "convivencia", como ese "terreno de colaboración constructiva" de que hablan los autores del artículo, sino como una suplencia temporal del mercado,  un islote dentro del mercado que sólo resulta útil cuando los costes de transacción son demasiado elevados (Ronald Coase). Existen en efecto situaciones en las que resulta más provechoso a una empresa producir algo ella misma que recurrir al mercado para adquirirlo: se trata de aquellas circunstancias en que un capitalista no dispone de garantías necesarias sobre la existencia, la calidad o el tiempo de entrega de un determinado bien o servicio. Lo que justifica la existencia de la empresa como marco de cooperación directa - si bien no libre- es la incertidumbre de las transacciones, que se traduce para el productor-vendedor capitalista en costes adicionales de producción.


La empresa aparece como un marco de cooperación, pero en  el capitalismo, la cooperación directa sólo es concebible bajo dos parámetros que la desvirtúan: la jerarquía y el mando de fábrica o la relación mercantil en la que el dinero y/o la mercancía son mediaciones necesarias de la cooperación. Hoy, los famosos costes de transacción que justificaban la existencia de la empresa (firm, en la terminología de Coase) se han reducido de manera drástica debido a la estructura comunicativa y de red del sistema económico: el coste del transporte ha disminuido enormemente, pero sobre todo, la circulación de la información ha experimentado una vertiginosa aceleración. Un capitalismo sin costes de transacción es hoy una "utopía" posible, que supone la realización del ideal hayekiano de un capitalismo sin empresas. La relación jurídica específicamente laboral puede, en estas circunstancias, sustituirse por una relación contractual normal entre agentes del mercado con iguales derechos, la explotación por el capitalista industrial individual puede verse sustituida por la explotación global del trabajo/vida por parte del capital financiero, que funciona como una auténtica organización "comunista" del capital. De la empresa, privada de interior, queda sólo un nodo de gestión de la explotación financiera de un trabajo cada vez más "externalizado".


El trabajador, en lugar de ser, como lo era dentro de la empresa, un elemento de un organismo de cooperación, pasa a ser "empresario de sí mismo" y titular de un capital humano que se vende a sí mismo en el mercado (Gary Becker). La explotación se desterritorializa y se hace abstracta y general. 99% frente a 1% es una imagen torpe de lo que está ocurriendo: la de un capital que se ha hecho colectivo y que manda indirectamente a través de los circuitos financieros al trabajador colectivo. El enfrentamiento es, paradójicamente el de un 100% con un 100%, no es una oposición especular sino un desgarro, pues la relación capital atraviesa hoy a cada individuo, a los explotados también. Así se explica que la mayoría de ellos sientan aprensión ante el hundimiento de las bolsas o la suspensión de pagos de su país. En un régimen de mando donde predomina la lógica de la deuda, la sumisión se interioriza y se convierte en "responsabilidad personal" de un sujeto supuestamente libre.


El capital no tiene ningún espacio privilegiado, ha abandonado toda limitación territorial a escala de los Estados o del planeta. También debe hacerlo la resistencia. Ya no cabe exigir el "derecho al trabajo", pues hoy ello equivale a reivindicar la explotación sin límites. Cuando se pide trabajo, el poder ofrece mini-jobs o, mejor aún, una serie infinita de prácticas no pagadas o de "trabajos de utilidad social" en régimen de semiesclavitud. Frente a un derecho al trabajo que no implica ya ninguna solidaridad social ni comunitaria, sólo cabe reivindicar un derecho a la renta independiente del trabajo; una renta que remunere la actividad productiva de todos, incluso los que no trabajan bajo relación salarial, y garantice en el conjunto de la sociedad y no ya en la empresa/fábrica la reproducción de la comunidad de productores. 


A la lógica triste y mortífera de la finanza y de la deuda que es la lógica del "comunismo del capital", sólo cabe oponer otra lógica comunista, la de la renta básica como medida de transición a la abolición de la relación salarial. Un comunismo de la multitud. Tampoco cabe reivindicar la limitación de los derechos a los nacionales: el derecho a la libre circulación de los trabajadores debe ser tan ilimitado como el que se ha arrogado el propio capital. No tiene, pues, sentido añorar un nuevo consenso nacional-fordista, pero sí constituir unas relaciones sociales que amparen la reproducción del trabajador colectivo como tal, que protejan su humus -que él mismo produce- que no es sino esa inmensa acumulación de comunes productivos que hoy se realiza a escala del planeta.