En un momento en que Marine Le Pen defiende la "soberanía popular" apelando a un electorado de izquierda que también la defiende, es necesario hacer algunas precisiones sobre este concepto dado erróneamente por el fundamento mismo de la democracia. El "o" de la expresión "soberanía o democracia" alegremente manejada a derecha e izquierda, no puede, sin engaño, ser inclusivo ni explicativo, no es en latín ni un "vel" ni un "sive", sino un "o" exclusivo, en latín un "aut".Quien todavía sueña con la soberanía puede vivir a su despertar auténticas pesadillas, en concreto la realidad de un orden nuevo pardo al que la izquierda no pueda oponerse con un discurso propio.
Si algo nos enseña la historia de la filosofía política, es que la soberanía es el otro nombre del absolutismo. La soberanía popular no es, por consiguiente, la democracia, sino un cambio de titular de la monarquía absolutista. Soberanía y democracia son contradictorias, pues el supuesto pueblo soberano es -Rousseau da testimonio de ello- la creación del propio pueblo puesto en en lugar del soberano. Lo que este escamoteo del pueblo esconde es que lo que hace la soberanía no es el titular de la soberanía sino un dispositivo por el que se determina el lugar de la soberanía: ese lugar trascendente respecto de la multitud diversa y pluriforme que constituye la sociedad real. El lugar de la soberanía se fija a través de la representación de la multitud, esto es de su exclusión de la soberanía, dentro de un dispositivo en el que se considera que los actos del soberano representante son los de cada miembro de la multitud.
Peligrosa ficción esta que destituye de vida política y neutraliza cívicamente a los individuos y grupos, instituyendo para el soberano un monopolio de la política. Que el soberano sea el pueblo no modifica nada, pues "pueblo" se dice de dos maneras, antes y después de la representación: 1) antes es una multitud irreductible, 2) después es una voluntad única que pretende ser la "voluntad general". Si la primera forma del pueblo corresponde a la realidad, la segunda es una mera ficción legitimadora del mando. Lo único decisivo es el propio dispositivo que reparte los lugares: el de la soberanía y el de la obediencia al mando soberano.
La democracia puede y debe pensarse sobre otra base que desbarata ese dispositivo de la soberanía, y sale completamente del marco absolutista. Esa otra base es lo común de la cooperación productiva, una cooperación que no solo produce bienes materiales sino que produce institucionalidad. Lo común existe en y por la cooperación que lo produce. La lengua griega antigua tenía un verbo que expresaba ese constituirse de lo común a través de una práctica colectiva de coperación: politeuein, hacer polis, hacer ciudad. La ciudad no aparece así nunca como realidad trascendente y soberana, sino como efecto de un hacer común reiterado. A través del politeuein se pudo pensar la democracia como máxima tensión a la vez incluyente y antagonista en la constitución de la ciudad por sus ciudadanos. Si hay dos lecciones de Grecia que hoy tenemos que recordar estas son: 1) que no hay soberanía democrática, 2) que no existe la democracia sin la práctica de lo común.
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