Publicado en la web de Viento Sur
Comunismo o policía
Reflexiones al hilo de dos artículos del número 100 de Viento Sur ( Capitalismo y ciudadanía:
la anomalía de las clases sociales, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero y “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo, de Antoni Domènech)
John Brown
Er ist vernünftig, jeder versteht ihn. Er ist leicht.
Du bist doch kein Ausbeuter, Du kannst ihn begreifen.
Er ist gut für dich, erkundige dich nach ihm.
Die Dummköpfe nennen ihn dumm, und die Schmutzigen
nennen ihn schmutzig.
Er ist gegen den Schmutz und gegen die Dummheit.
Die Ausbeuter nennen ihn ein Verbrechen.
Wir aber wissen:
Er ist das Ende der Verbrechen.
Er ist keine Tollheit, sondern
das Ende der Tollheit.
Er ist nicht das Rätsel
sondern die Lösung.
Er ist das Einfache
Das schwer zu machen ist.
Bertolt Brecht, Lob des Kommunismus1
En el número 100 de la revista Viento Sur aparecen dos artículos que comparten objetivos similares: defender la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos como un patrimonio ilustrado que la izquierda ha hecho mal en despreciar y considerar ajeno y hostil. Se trata de los textos Capitalismo y ciudadanía: la anomalía de las clases sociales, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero y “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo de Antoni Domènech. La común finalidad de ambos artículos y la conexión de sus argumentos más allá de la manifiesta diferencia de estilos nos brinda una ocasión de discutir las implicaciones teóricas y políticas de este peculiar tipo de planteamientos que se alejan de la socialdemocracia en sus objetivos sociales, coincidiendo, sin embargo con ella al menos en la sacralización de las formas politicas e institucionales de la democracia liberal.
I. Democracia como potencia de clase o como poder de Estado
El texto de Antoni Domènech se centra en el significante democracia burguesa para mostrar, en primer lugar, que éste no pertenece al bagaje terminológico ni conceptual del marxismo inicial. El término compuesto "democracia burguesa" habría reunido dos sentidos opuestos constituyendo lo que se denomina en retórica un oxímoron, pues la palabra « democracia » según diversos testimonios filológicos conservaba su significado antiguo de gobierno de los hombres libres más pobres que integraban el demos. En segundo lugar, afirma Domènech que la renuncia a la democracia y su calificación como « burguesa » por parte de la izquierda es el resultado histórico de la campaña de autodefensa de la revolución bolchevique contra la agresión de las potencias de la Entente. Tendría, por lo tanto, un mero valor propagandístico más que un contenido teórico. Concluye así Domènech: « Lo cierto es que ni para Bernstein, ni para Rosa Luxemburgo –ni para el Lenin de ¿Qué hacer? (1902), pongamos por caso – nombraba todavía la “democracia burguesa”, como luego para el grueso del marxismo vulgar y desmemoriado del siglo XX, una forma de Estado o de gobierno introducida por los burgueses y característica de una entera época de dominación y triunfo político capitalista, ni menos una “sobrestructura” política que adviene necesariamente con el desarrollo de la vida económica capitalista. »
Sobre los aspectos filológicos del texto, en cuanto éste se ocupa del significante « democracia burguesa » no podemos sino coincidir con Domènech. Muy probablemente, el sentido del término « democracia » en Marx y en los primeros marxistas correspondiera con precisión a su significado antiguo. Muy probablemente también las referencias a la « democracia burguesa » en los autores marxistas citados vayan dirigidas al partido o al sector político de los demócratas « puros » burgueses. Con todo, según reconoce sin ambages Domènech, el sentido antiguo -y a menudo despectivo- del término « democracia » se refería, no al gobierno del « pueblo », sino al del « demos », esto es de la parte más pobre de la ciudadanía. Se trata así de una denominación perfectamente clasista, pero en el sentido contrario al de una pretendida « democracia burguesa », pues esta última, al ser un imposible gobierno de los pobres ejercido por los ricos, constituiría según acertadamente apunta Domènech un oxímoron. Este sentido clasista -puesto oportunamente de relieve en la obra de Jacques Rancière (Cf. La haine de la démocratie)- se conserva en Marx y Engels así como en Rosa Luxemburg cuando estos se refieren a la dictadura del proletariado como conquista de la democracia. Este sentido de "pueblo" es directamente antagónico y político; para Jacques Rancière es el que funda la posibilidad misma de la política: "Hay política cuando existe una parte de los sin parte o un partido de los pobres. (…) La exorbitante pretensión del demos de ser la totalidad de la comunidad es sólo la efectuación a su propio modo -el de un partido- la condición de la política."2. El problema aquí es que el término « democracia » no se puede entender en sentido neutral, como gobierno del pueblo en un sentido meramente contable de "totalidad de la población", y, por consiguiente, es imposible considerar sinónimos el término antiguo y el moderno. Demos y pueblo distan de ser lo mismo, por mucho que el sentido moderno del término « pueblo », como oportunamente recuerdan Balibar y Rancière, sea doble, pues se refiere tanto al conjunto de la población como a su parte más pobre, la parte excluida de la democracia. El sentido moderno prevalente, aquel en que se sustentan las teorías de la soberanía popular y las formas jurídicas en que estas se basan, es el de « pueblo » como totalidad de jure homogénea de la poblacion.
La idea de pueblo es, como sabemos desde Hobbes, el correlato directo de la existencia del soberano. Antes de la constitución del soberano no existe pueblo, sino una multitud de individuos que viven en la discordia e incluso en la guerra civil propias del Estado de naturaleza. El pueblo en tanto que sujeto activo -dentro de la lógica hobbesiana de la representación por la que se rige el Estado moderno tanto absolutista como liberal- es quien lo representa. Quien actúa en nombre del pueblo mediante su autorización es el actor, el agente de los actos del pueblo como un todo unificado, mientras que los distintos individuos de la multitud prepolítica son los autores de estos actos, los que los autorizan. En términos de Hobbes: The King is the people. El Rey es el pueblo: sólo el significante soberano hace existir y consistir a la multitud como una unidad, como un todo. Una democracia en el sentido moderno es, así, un gobierno del pueblo, entendido no como el demos o el conjunto de los ciudadanos más pobres, sino como la totalidad de la población. Se trata por consiguiente de un gobierno de la multitud representada por el soberano, en el cual el elemento activo es el propio soberano que actúa en nombre del pueblo. La solución rousseauista consistente en evitar las dificultades de la representación otorgando la soberanía exclusivamente al « peuple assemblé », al pueblo reunido, no elimina la escisión entre el representado y su representante, sino que la desplaza al interior del propio sujeto, del propio individuo de la multitud autor de los actos del actor soberano. Esto hace que en cada individuo del peuple assemblé coexistan dos intereses: su interés particular y el interés general. Una democracia directa basada en esta escisión es tan ciega en lo que al interés particular se refiere como los regímenes basados en la representación/delegación. El ejemplo límite de Rousseau nos muestra que la diferencia ente la democracia antigua y la moderna no está meramente basada como suele afirmarse en la oposición entre democracia directa (griega) y democracia representativa (de los modernos), sino más radicalmente, en la oposición entre una democracia explícitamente clasista, basada en la representación de intereses particulares (como lo estaban todas las formas de gobierno premodernas) y una democracia basada en la representación moderna de un pretendido « interés general ».
En el contexto institucional moderno, resulta imposible un gobierno como la democracia griega explícitamente basado en los intereses de una clase. Esto no quiere decir que no se defiendan hoy intereses particulares, sino que, en el marco del poder moderno sea este democrático o monárquico, la defensa de un interés parcial debe siempre efectuarse en nombre del interés general. Esto obedece al hecho de que no existe continuidad semántica posible entre el registro antiguo y medieval del gobierno y el moderno del poder. Como afirma con suma pertinencia Giuseppe Duso "entre la democracia de los antiguos y la de los modernos la diferencia no consiste en el modo de ejercitar el poder, sino en el modo general de pensar la política y sus términos fundamentales"3. El gobierno antiguo y medieval es un gobierno basado en el previo reconocimiento de una pluralidad no homogénea, siendo la tarea del gobernante la de armonizar los intereses de los distintos grupos como elementos de un mismo organismo. Del mismo modo que en el Fedro platónico (246-256) el alma racional debe gobernar las otras almas, armonizando así una pluralidad divergente, el buen gobernante debe saber integrar en una acción común las diversas partes de la ciudad y sus divergentes intereses. La fábula de los miembros y el estómago atribuida a Menenio Agrippa (Tito Livio, Ab urbe condita II, 32) y las alegorías medievales del buen gobierno como la de Ambrogio Lorenzetti en el Palazzo Pubblico de Siena, nos muestran claramente la existencia y el explicito reconocimiento de esta pluralidad.
El reconocimiento de la pluralidad social tenía además por consecuencia que los intereses de los grupos fueran representados ante los gobernantes a través de delegados o diputados de los estamentos o estados dotados de un mandato imperativo. El Parlamento convocado por Luis XVI en vísperas de la Revolución de 1789 estaba así compuesto de representantes de los tres estados, algunos de los cuales eran portadores de un mandato imperativo en forma de pliegos de quejas (cahiers de doléances). La reivindicación de un interés parcial, fuera este popular o nobiliario, no debía en el antiguo régimen transitar por su expresión como interés general del « pueblo ». En este mismo orden de cosas, cuando el conde de Boulainvilliers (primer traductor al francés de la Ética de Spinoza) defiende en su Histoire de l’ancien gouvernement de la France los intereses de su clase frente al absolutismo, lo hace en nombre de la existencia de dos naciones, de dos razas, los nobles de origen franco y la plebe de origen galo-romano. En el marco de la polémica nobiliaria contra una monarquía absoluta4 bajo la cual estaban ya incubando el mercado interior y el pueblo homogéneo que le corresponde, Boulainvilliers llega a exacerbar la división de la población dándole un origen biológico. Este planteamiento desembocará en el surgimiento de un discurso que anticipa las temáticas biopolíticas que coexistirá con el poder soberano, pero desde el punto de vista que ahora nos interesa, constituye una forma de exageración o de caricatura del pluralismo y la diversidad que rigen la lógica del « gobierno », frente a la unicidad y la homogeneidad que informan la del poder. Sólo olvidando esta discontinuidad fundamental entre gobierno de los antiguos y poder de los modernos puede operarse el acto de ilusionismo que nos presenta la democracia moderna, democracia que es una forma de poder moderno, una forma de Estado soberano, como algo homólogo a la democracia explícitamente clasista de la antigüedad.
Pero hay más: cuando Marx y Engels se refieren en el Manifiesto del partido comunista a la conquista de la democracia (die Erkämpfung der Demokratie) como riguroso sinónimo de la dictadura del proletariado, no están afirmando con ello que los regímenes capitalistas oligárquicos de su tiempo fueran en ningún sentido « democracias » que hubiera que conquistar. En ningún país de Europa existía nada parecido, pues los regímenes posteriores a la Revolución francesa, por mucho que con frecuencia pretendieran legitimarse en nombre de la nación o del pueblo, eran manifiestamente oligarquías clasistas autoritarias y violentas. Conquistar la democracia no significaba ni podía significar para Marx y Engels conquistar un poder democrático que ya existe en las formas y en las instituciones, con la mera finalidad de darle una nueva base o un nuevo contenido, sino realizar una democracia que no existe mediante la constitución de una fuerza proletaria que suspende el derecho vigente y sienta las bases de una nueva constitución. Dictadura del proletariado es así fuerza constituyente clasista ejercida por los expropiados: algo muy próximo a la democracia en sentido antiguo y ciertamente muy alejado de la democracia en sentido moderno.
La discontinuidad entre la democracia como poder y como Estado y la democracia como potencia constituyente es así un aspecto fundamental de una política marxista, o en general materialista. Que ningún proyecto político anticapitalista deba abandonar el término democracia, ni regalarlo a los poderes capitalistas, no quiere decir que se deba aceptar como neutral y universal el contenido que este término ha heredado del Estado moderno absolutista y liberal. Esto sería quedarse con el regalo, pero con un regalo envenenado. La democracia que Marx propugna, la democracia que premite salir del capitalismo como sistema global -no sólo económico- de dominación, es una democracia que no puede ser burguesa no sólo porque el término « democracia burguesa » constituya un oxímoro desde un punto de vista lógico-formal, sino porque democracia es siempre y sólo un término de clase. En este sentido, la democracia tiene poco que ver con el ámbito semántico del Estado de derecho, de la ciudadanía y de los derechos fundamentales. Intentaremos mostrarlo a partir de una serie de observaciones sobre el segundo de los dos artículos que motivan las presentes reflexiones.
II. El eterno retorno del capitalismo por medio del Estado de derecho
La contribución de Carlos Fernández Liria (CFL) y Luis Alegre Zahonero (LAZ) al número 100 de Viento Sur dedicado a los argumentos anticapitalistas es un exponente de la ya probada capacidad de sus autores de denunciar las incoherencias y contradicciones inherentes a las democracias capitalistas, pero por otro lado, pone de manifiesto el límite que impone a su argumentación su propio planteamiento de partida. Este planteamiento puede describirse como la voluntad obstinada de los autores de hacer encajar en una perspectiva que pretende ser a la vez anticapitalista y marxista la defensa del Estado de derecho, de la democracia representativa y de los derechos fundamentales. Al igual que Antoni Domènech, CFL y LAZ consideran como un regalo a las clases dominantes el que las fuerzas anticapitalistas no asuman como propias estas instituciones, conceptos y valores que consideran un patrimonio propio de la ilustración y no tan sólo del capitalismo. Como elocuentemente afirmaban en su libro Comprender Venezuela: “El protagonista de la sociedad comunista del futuro puede y debe ser el ciudadano exigido por el proyecto político de la Ilustración. La existencia humana en condiciones de derecho implica la defensa de las libertades civiles y de la seguridad jurídica del individuo. Así pues, la utopía que nos proponíamos resulta ser aquello que insensatamente nos proponíamos dejar atrás.”
Lo que nuestros autores afirman reiteradamente a lo largo de sus últimas obras5 es que sólo en un régimen socialista podrán tener pleno sentido la democracia representativa, el Estado de derecho y el conjunto de derechos y libertades en que estos pretenden basarse. Lo que ocurre es que este socialismo basado en la transformación en realidad de unas instituciones que en régimen capitalista carecen de contenido se presenta como una inversión en favor del derecho del orden de hegemonía que según ellos existe entre el ámbito político-jurídico y la economía. Basta que la política y el derecho estén en el puesto de mando para que tengamos algo distinto del capitalismo. A propósito de la experiencia venezolana afirman los autores: “ ... si bien el Socialismo del siglo XXI no intenta en absoluto superar los ideales clásicos de la Ilustración, el Derecho y la Ciudadanía, sí introduce sin embargo la novedad de intentar realmente llevarlos a cabo hasta sus últimas consecuencias.”6
Ahora bien, llevar a sus últimas consecuencias " los ideales clásicos de la Ilustración, el Derecho y la Ciudadanía" significa poner la política como lugar de elaboración del derecho por la soberanía popular en el puesto de mando. Esto es lo que las democracias capitalistas no habrían hecho, puesto que han supeditado siempre la soberanía popular y el derecho a la economía. El problema del capitalismo, según esto, es que la economía decide los destinos de la sociedad y desvirtúa unas instituciones jurídicas y políticas que, en sí mismas constituyen una conquista humana con valor universal e irrenunciable. Por ello mismo deben invertirse las prioridades hoy existentes para « poner en derecho » la sociedad y la economía, llegando, a juicio de los autores, a una situación sociopolítica que realizaría los ideales ilustrados y sería de suyo incompatible con el capitalismo. Podemos afirmar de entrada que esta idea de una inversión de las prioridades que pone del derecho lo que está invertido y pone en derecho lo que no corresponde a derecho nos parece una herramienta insuficiente para salir del capitalismo, tan insuficiente que, a veces, no parece que sea este realmente el objetivo perseguido. Lo que ocurre es que al intentar poner sobre sus pies democráticos el par democracia/capitalismo que hoy reposa evidentemente sobre el capitalismo, la inversión operada no es capaz de deshacerse de los efectos inevitablemente provocados por la unidad del binomio, con independencia de la posición relativa de sus términos. Ello se debe al hecho de que la mera existencia de una esfera económica autónoma y autorregulada recrea necesariamente el capitalismo por mucho que se afirme la supeditación de éste al Estado democrático y a su ordenamiento jurídico. El proyecto de Marx de poner sobre sus pies una dialéctica hegeliana que “se sostenía sobre su cabeza” resultó incapaz , por mucho que invocara la nueva base material de la dialéctica invertida, de superar los límites del idealismo implícito en toda dialéctica. Del mismo modo, el proyecto de CFL y LAZ desemboca en un callejón sin salida semejante, pues su democracia « puesta en derecho » y no « puesta en sociedad » no pueda liberarse de la estructura capitalista fundamental que anima y unifica el, a nuestro juicio, indisoluble binomio Estado de derecho/capitalismo. La democracia « puesta en derecho », convertida en auténtico Estado de derecho en un contexto « socialista », heredaría ineluctablemente estatutos jurídicos, relaciones mercantiles y de propiedad, y formas estatales y jurídicas capitalistas, por mucho que se haya pretendido depurarlas de residuos capitalistas.
Este proyecto de no renunciar al patrimonio ilustrado del Estado de derecho y de los derechos humanos conduce a una versión neokantiana de la democracia radical que no sólo no es incompatible con el capitalismo, sino que recapitula y repite -eso sí, en forma depurada y respetuosa del derecho- las instituciones jurídicas y políticas fundamentales del modo de gobierno liberal que sirve de marco al capitalismo histórico. Lo que sí resulta incompatible con este planteamiento de una democracia de derecho basada en los derechos del individuo del mercado, en la propiedad privada y en los aparatos estatales que garantizan la vigencia de este orden, es un régimen social fundado, no ya en la cooperación mercantil, sino en la cooperación directa, esto es, el comunismo. La cuestión del comunismo -nunca abordada por nuestros autores- va mucho más allá de un mero término más o menos sinónimo de socialismo, constituye un problema político y teórico esencial, pues lo que está en juego en el planteamiento comunista no es ni más ni menos que la posibilidad misma de salir del dispositivo liberal de gobierno, a nuestro juicio inseparable del capitalismo. Por ello mismo, igual que creemos que no hay que regalar el término "democracia" a las clases capitalistas, estimamos que el término "comunismo" tampoco les debe ser abandonado aceptando hacer de él un sinónimo de "totalitarismo colectivista". Si la democracia, según hemos visto, tiene una dimensión de clase que la hace realmente incompatible con el capitalismo, el comunismo no es una mera utopía (negativa), sino la permanente exigencia de autodeterminación social que se enfrenta al orden mercantil (incluso en condiciones de derecho) y al Estado (incluso socialista) en nombre de la apropiación colectiva de lo común.
1. La propiedad privada
No hay mejor modo de reconocer el callejón sin salida en que desembocan CFL y LAZ que examinar su argumentación relativa al tema central del artículo: la propiedad. Nuestros autores realizan en su texto una defensa de la propiedad -privada- como condición indispensable de la independencia del ciudadano. Recordando las tesis de Kant en esta materia, que en lo fundamental recogen las del Segundo Tratado de Locke, sostienen que sólo puede ser un ciudadano autónomo quien no dependa de otro y, por consiguiente, quien sea propietario de sus medios de subsistencia. Afirman así que: «Debemos ante todo recordar que la mejor tradición ilustrada consideró siempre la propiedad privada una condición de la ciudadanía. Ciertamente, resulta fácil comprender las sólidas razones que llevaron a establecer esta conexión entre la propiedad y la autonomía ciudadana: sólo quien no depende del arbitrio de otro para garantizar su subsistencia (porque puede asegurarla por sus propios medios) puede considerarse verdaderamente independiente. Por el contrario, aquél cuya subsistencia misma depende de la voluntad de otro –es decir, de la propiedad de otro que puede hacer siempre lo que quiera con lo suyo— cabe decir que tiene su autonomía y, por lo tanto, todos sus derechos de ciudadanía hipotecados.»
Se sostiene de ese modo que la ciudadanía depende de la propiedad y más concretamente, de la propiedad privada. Ello obliga a los autores a introducir, siguiendo a Kant, algunas precisiones sobre el contenido y el objeto de esta propiedad. En primer lugar, el objeto de la propiedad privada no puede verse reducido a la propia persona o al propio cuerpo, pues debe ser algo que se posea independientemente de uno mismo y que, por consiguiente, pueda intercambiarse con los bienes de otros en el mercado. La venta, aun temporal, de la propia persona o del propio cuerpo genera una situación de dependencia incompatible con la "independencia civil".Los bienes intercambiados pueden ser materiales o intelectuales pues, según recuerda Kant -citado por lo autores- en el concepto de propiedad cabe “toda habilidad, oficio, arte o ciencia” que permita al individuo ganarse la vida sin depender de otro. Se trata de poder vender un opus (un producto, material o intelectual) y no una opera (una capacidad de trabajar que se pondría al servicio del comprador).
De entrada podemos decir que lo que aquí se sostiene no vale como principio general y que la relación entre propiedad y ciudadanía no ha sido históricamente tan clara como aquí se supone, ni siquiera en la modernidad capitalista. En períodos anteriores al surgimiento del capitalismo, la falta de relación entre propiedad (distinguida del dominium) y ciudadanía resultaba patente, pues tanto en Grecia como en Roma los esclavos podían perfectamente ser propietarios e incluso ricos propietarios sin que por ello su vida tuviese la más mínima dimensión pública. La oscuridad y la tristeza de la esclavitud no consistían, como recuerda Hannah Arendt, en el hecho de que el esclavo fuese pobre o que estuviera completamente expropiado, sino en su exclusión de la vida pública y su encierro en el ámbito de la economía. La condición servil no consistía necesariamente en una falta de propiedad, sino en una mucho más radical falta de libertad. Más cerca de nosotros, en los regímenes liberales anteriores al siglo XX, un porcentaje importantísimo de la población propietaria quedó apartado de la ciudadanía activa mediante el sufragio censitario. Si la mayoría de los propietarios independientes, pequeños y medianos empresarios, campesinos y comerciantes no participaban en los mecanismos de representación política, mal puede afirmarse que lo que Kant propone sea algo que se haya visto realizado en la historia. Se trata más bien de una condición que es del orden del deber ser, una ilusión necesaria generada por la lógica misma del mercado y por el discurso jurídico que en ella se basa. Ninguna sociedad realmente existente se ha basado en el intercambio simple que constituye el mito fundacional del derecho moderno y, sin embargo, para que el orden jurídico se sostenga, el discurso jurídico ha de actuar como si las relaciones mercantiles interindividuales se basaran en el intercambio de valores iguales entre personas libres e iguales.
Para que hubiera independencia civil tendrían que haberse dado esas condiciones, pero ¿se han llegado a dar efectivamente en algún momento de la historia? Nuestros autores parecen creerlo. Sostienen efectivamente que: "Debemos notar que sólo sobre la base de la expropiación generalizada (es decir, sólo una vez suprimida la “independencia civil” de la mayoría de la población) es posible poner en operación la lógica capitalista de producción e intercambio. No hay capitalismo sin clase obrera. Y no hay clase obrera si la posibilidad misma de la independencia civil no ha sido destruida". Ello supondría que antes del capitalismo, que la habría suprimido, habría existido independencia civil para la mayoría de la población. Es olvidar que la sociedad feudal que precedió al capitalismo era una sociedad de clases basada en la dependencia personal. Pensar que en el régimen feudal que imperaba en casi toda Europa en los albores del capitalismo existía "independencia civil" para la mayoría de la población es ignorar enteramente la historia real en nombre de las necesidades internas de un planteamiento teórico. Ni Kant ni nadie sensato ha podido nunca decir que, por mucho que los campesinos feudales tuvieran acceso a los "comunes" en forma de tierras, aguas y bosques o pudieran utilizar en régimen de enfiteusis una tierra de la que en ningún caso eran propietarios en sentido moderno, tuvieran estos campesinos la más mínima independencia civil. Lo que el capitalismo destruyó no fue la independencia civil sino el régimen de dependencia personal que unía a los trabajadores con sus señores y con las tierras de estos, régimen en cuyo marco los trabajadores organizaban en muchos casos de manera directa y autónoma el proceso de trabajo y podían subsistir sin verse obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Las tierras seguían siendo, con todo, del señor, el cual extraía su tributo como señor y amo de las personas y como dueño de las tierras. Ciertamente, Marx describirá en el capítulo del Capital sobre la acumulación originaria la situación inglesa en términos que podrían sugerir que existió ese acceso masivo a una propiedad fundamento de la independencia civil: "La inmensa mayoría de la población se componía entonces y aun más en el siglo XV de campesinos libres que cultivaban su propia tierra, cualquiera que fuere el rótulo feudal que encubriera su propiedad. En las grandes fincas señoriales el arrendatario libre había desplazado al bailiff (bailío), siervo él mismo en otros tiempos. Los trabajadores asalariados agrícolas se componían en parte de campesinos que valorizaban su tiempo libre trabajando en las fincas de los grandes terratenientes, en parte de una clase independiente poco numerosa tanto en términos absolutos como en relativos de asalariados propiamente dichos. Pero también estos últimos eran de hecho, a la vez, campesinos que trabajaban para sí mismos, pues además de su salario se les asignaba tierras de labor con una extensión de 4 acres y más, y asimismo cottages. Disfrutaban además, a la par de los campesinos propiamente dichos, del usufructo de la tierra comunal, sobre la que pacía su ganado y que les proporcionaba a la vez el combustible: leña, turba, etc." Por mucho que Marx describa una situación de transición que ya no es feudal y aún no es capitalista en la cual una buena parte del campesinado es libre, esta libertad no se basa en la propiedad, ni se traduce en libertad política ni independencia civil. Incluso los campesinos independientes necesitaban algún "rótulo feudal" para justificar la apropiación de sus tierras y, por otra parte, en las grandes fincas señoriales los arrendatarios libres de la tierra habían desplazado a los siervos de la gleba. Todo ello son consecuencias momentáneas de la generalización del intercambio mercantil y de la sustitución del tributo feudal por la renta de la tierra. El capitalismo liberará a los trabajadores en un doble sentido, en buena medida irónico: los liberará de la dependencia personal pero también de la posesión de sus medios de producción. No sorprende que entre los adalides de un socialismo respetuoso de la propiedad privada figure un mitificador del pasado precapitalista como Chesterton, un encantador reaccionario que ve en la sociedad feudal un paraíso de pequeños propietarios que vivían de labrar sus parcelas y ordeñar sus vacas. Tampoco olvidemos que el mismo Chesterton partidario de la creación de una Liga Distribucionista destinada a ®establecer esta utopía era un gran admirador de los cuentos de hadas.
2. Comunismo y propiedad
Lo sorprendente en la línea de argumentación de CFL y LAZ es que no sólo intenten basar su defensa de la propiedad privada en Kant o en Chesterton, sino que se sirvan de Marx con el mismo fin, pues lo menos que se puede decir de Marx es que no es uno de los grandes defensores de la propiedad privada. Recuerdan así los autores en favor de sus tesis la afirmación de Marx en el Capital conforme a la cual “la economía política procura, por principio, mantener en pie la más agradable de las confusiones entre la propiedad privada que se funda en el trabajo personal y la propiedad privada capitalista –diametralmente contrapuesta– que se funda en el aniquilamiento de la primera”. (MEGA, II, 6, p. 683). El problema es que dan a la afirmación de Marx un valor histórico, como si antes del capitalismo hubiera existido una Arcadia feliz en la que los trabajadores independientes gozaban de una propiedad privada basada en el trabajo personal. Esta utopía del pasado constituye desde la obra de Locke uno de los elementos básicos de justificación del orden de mercado. El problema de esta utopía de la propiedad privada es que, partiendo de ella, sería difícil negar a los individuos más laboriosos, que con su esfuerzo hubiesen conseguido crear más riqueza, el derecho a comprar a los más perezosos la escasa propiedad de que éstos dispusieran. Esta progresiva adquisición por los laboriosos del patrimonio de los perezosos es la explicación mítica y moralizante de la acumulación primitiva de capital que circula en el pensamiento burgués desde Locke hasta Adam Smith y que aún hoy utilizan las distintas patronales cuando defienden el "workfare" y la flexiguridad frente al Estado del bienestar (Welfare). Es muy exactamente la que Marx combate en su capítulo del Capital sobre la denominada "acumulación primitiva" donde muestra con abundantes argumentos que la acumulación originaria fue el resultado de un violentísimo proceso de expropiación de los trabajadores7. Que enemigos reaccionarios del capitalismo como Chesterton presentasen esta utopía moral de la propiedad basada en el trabajo como el marco de un nuevo socialismo católico y feudal sólo muestra el callejón sin salida al que conduce toda reivindicación con pretensiones anticapitalistas de la igualdad y la propiedad derivadas de la lógica del mercado. En la Crítica del programa de Gotha, Marx se opondrá a estos mismos puntos de vista expresados por Ferdinand Lassalle y sus seguidores que exigían en nombre de la relación entre trabajo y propiedad que los trabajadores obtuvieran "el fruto íntegro de su trabajo" olvidando el carácter social que tiene el trabajo en el propio capitalismo.
En la actualidad, en el marco de un sistema productivo altamente socializado, la reivindicación de la propiedad privada como condición de la ciudadanía resulta sumamente problemática. De hecho, las modalidades más extremas de expropiación y de sumisión que ha logrado el liberalismo han adoptado la forma de la subcontratación de los servicios de trabajadores autónomos por parte de las grandes empresas que los empleaban. De hecho, el gran objetivo del capitalismo neoliberal es convertir a todo trabajador en empresario, esto es en propietario de algún tipo de capital, aunque este consista exclusivamente en un capital inmaterial de conocimientos y capacidades que Gary Becker denomina “capital humano”. En un momento en que, precisamente, el instrumento productivo fundamental es el conocimiento, cuyo carácter es irremediablemente social y colectivo, la expropiación del trabajador adopta paradójicamente la forma de una imposible apropiación privada de “sus” medios de producción.
No porque Marx y Engels afirmaran en el Manifiesto del partido comunista que los capitalistas ya habían suprimido la propiedad privada de los medios de producción para la aplastante mayoría de la sociedad, cabe concluir que la tarea de los comunistas sea restablecerla. La respuesta de Marx y Engels en el Manifiesto a las críticas burguesas contra el programa comunista es inequívoca: "Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.
Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad."
Por ello mismo, la principal tarea de los comunistas es culminar de manera activa la socialización de los medios de producción realizada pasivamente por el capital: "El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas."
El grado de socialización de la producción ya alcanzado por el capital sólo es reversible mediante la implantación de la barbarie, sea esta la de Pol Pot o la explícitamente reivindicada por Kaczinsky (Unabomber) y los primitivistas. Para Marx la propiedad privada de los medios de producción para la mayoría de la población carece en el capitalismo de actualidad e incluso de realidad. La idea de una sociedad de propietarios libres e iguales que intercambian con seguridad material y jurídica sus propiedades en un mercado cuya libertad es garantizada por un Estado de derecho corresponde además demasiado fielmente a la ilusión necesaria que produce el derecho privado como para haber existido en ninguna fase de la historia de la humanidad. Más que una realidad histórica abolida por el capitalismo, constituye el ideal utópico del propio capitalismo, ideal que a la vez contrasta con la dura realidad de la explotación y mantiene toda esperanza de superación de esta dentro del propio sistema, y, por otro lado, mantiene día a día la operatividad de las ficciones del derecho. El derecho tiene que funcionar para que la ley del valor siga siendo operativa, pues como sabemos, el origen de la plusvalía, de la generación de valor nuevo está a la vez dentro y fuera del intercambio mercantil. La evolución postfordista del sistema capitalista con la generalización de la relación contractual y la desaparición progresiva de la relación laboral regulada por la ley y por convenios con valor legal en favor de la contratación generalizada entre propietarios independientes muestra muy claramente hacia dónde conduce esta utopía. No fuera del sistema, sino hacia su imposible ideal. Pero la persecución de este ideal no lleva, como reconocen CFL y LAZ, a una atenuación, sino a un incremento de la explotación, de la precariedad, de la inseguridad, y por consiguiente de la dependencia efectiva. Todo ello bajo los colores de la independencia y de la propiedad privada. La búsqueda aparente de la utopía propia del régimen, sólo conduce de manera cada vez más radical a sus propios fundamentos en la violencia, la expropiación y la explotación. Podemos decir aquí con Pascal que “quien hace el ángel hace la bestia”.
3. La mala conciencia de la izquierda produce monstruos
La adopción como ideal anticapitalista de lo que no es sino el ideal del propio capitalismo se presenta como la única posibilidad de no recaer en la utopía y el totalitarismo. Aquí la mala conciencia de izquierdas vuelve a hacer estragos y desorienta en la designación del enemigo real. Ningún totalitarismo, ni el nazi, ni el fascista ni el staliniano, es independiente de la forma Estado y del dispositivo de gobierno biopolítico y económico que le sirve de necesario complemento. No es el temido colectivismo lo que hace del stalinismo un régimen totalitario, sino el mantenimiento e incluso la elevación al paroxismo del aislamiento de los individuos, la destrucción de todo lazo social entre ellos que no estuviera mediado por la relación con el soberano. El totalitarismo no es el resultado de una apropiación colectiva de unos medios de producción altamente socializados, sino, por el contrario, el dispositivo que hace imposible esta apropiación. En ello el Estado socialista soviético es una forma de excepción del Estado expropiador capitalista. La relación con el comunismo que tiene la muchedumbre solitaria de los desfiles de la Plaza Roja o la que participa en los actos de linchamiento de la revolución cultural maoista no es mayor que la de las ordenadas masas nacionalsocialistas filmadas por Lenny Riefenstahl en el congreso del partido nacionalsocialista. Ciertamente, en la Rusia y la China revolucionarias, el régimen sigue manteniendo ciertas apariencias revolucionarias indispensables para su legitimación, en cierto modo siegue cabalgando un impulso revolucionario vencido, pero sobre todo impide el desarrollo de las formas no estatales de apropiación pública de los bienes comunes. Los socialismos reales cercenan el impulso revolucionario de la democracia clasista mediante un ordenamiento estatal basado en la expropiación de los trabajadores por el Estado. La expropiación colectiva de los trabajadores es correlativa a la reproducción voluntarista y policial de su aislamiento social. Se trata en todos estos casos de formas de individualidad cuyo aislamiento obedece a su dependencia respecto de un Estado soberano encarnado en un caudillo. En este aspecto, nada cambia el hecho de que se reconozca la propiedad privada como hacía el nacionalsocialismo o que esta quedase abolida en el caso del stalinismo.
La confusión del comunismo con una de las formas excepcionales, “totalitarias” del Estado capitalista es un pesado lastre para el pensamiento y la práctica anticapitalista. Esto y no otra cosa es lo que explica la voluntad de defender a toda costa la estructura jurídica y política del capitalismo, buscando en su contenido "auténtico" una salida del propio capitalismo. Como lo que se considera el comunismo histórico encarnado en los socialismos reales conduce a la esterilidad totalitaria, de lo que se trata, para dar un nuevo aliento al pensamiento y la práctica política de la izquierda es de reivindicar lo que estos totalitarismos habían rechazado: el Estado de derecho, la ciudadanía, los derechos humanos, la propiedad privada etc. Se confunde así el rechazo de la normalidad liberal por las formas excepcionales del poder capitalista con una forma de ruptura con este poder. Ahora bien, en el stalinismo no hay un error histórico de la izquierda, sino una estructura de poder perfectamente coherente y perfectamente emparentada con el Estado capitalista tanto normal como excepcional.
Revivimos hoy lo que ya viviera la Edad Media al descubrir la obra política de Aristóteles: para escándalo de quienes, siguiendo la tradición de la escolástica consideraron la tiranía como un mal y un pecado, la Política de Aristóteles la situaba entre las formas de gobierno, describiendo su esencia. La superación de este escándalo es el principio de la reflexión política moderna. Hoy tenemos ante nosotros una tarea semejante cuando se trata de entender la formas políticas totalitarias y de manera muy particular, el stalinismo. Se trata de salir de la lógica religiosa y moral del pecado y de la traición y de seguir la máxima materialista que Spinoza proponía para la política, incluso cuando esta manifestaba aparentemente el vicio o la maldad de una supuesta naturaleza humana: “no reir, no llorar ni detestar, sino entender.”
El presunto regalo que la izquierda habría hecho al orden capitalista rechazando sus instituciones políticas y jurídicas “normales” no es ni mucho menos el origen del despotismo staliniano. Podemos incluso afirmar lo contrario: tanto en su lado de poder soberano, como en su aspecto de gobierno biopolítico, el stalinismo no sale nunca del marco del Estado moderno y del poder capitalista. La propia estatalización de los medios de producción no permite afirmar que se haya salido de este marco de poder. El stalinismo, como régimen capitalista de excepción, limita el mercado a su mínima expresión, expropia de manera generalizada los medios de producción de grandes y pequeños propietarios, probablemente incluso dentro de una cierta inercia revolucionaria o buscando con ello una legitimidad revolucionaria para la restauración del orden. Todo ello no impide que la relación de los individuos con los medios de producción estatalizados sea básicamente la misma que la que estos experimentaban en el capitalismo de régimen normal con los medios de producción de sus patrones privados. El individuo productor se enfrenta al capital tanto bajo las formas políticas y jurídicas normales como bajo las excepcionales como a un poder ajeno. Tanto bajo el stalinismo como bajo el capitalismo liberal, el Estado es el garante jurídico y político de esta expropiación permanente.
¿Conclusión?
"Try again, fail again, fail better"
(Inténtalo de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor)
(Samuel Beckett)
¿Por qué regalar el “comunismo” a las clases dominantes? ¿Por qué aceptar sin más su confusión con las tiranías socialistas del siglo XX? A pesar de los fracasos de las revoluciones aplastadas bajo un orden totalitario capitalista a la vez soberano y biopolítico, el comunismo sigue siendo hoy una exigencia política y ética. Sin la hipótesis comunista, sin un planteamiento de apropiación colectiva de los comunes sin mediación mercantil ni estatal, ninguna política tendría hoy sentido. Renunciar al comunismo es, en efecto, reducir la política que es reivindicación de la parte de los sin parte, a mera gestión de las partes ya asignadas por el Estado y el mercado, a lo que denomina Jacques Rancière: "policía" por oposición a una política basada en el antagonismo promovido por la exigencia comunista. El comunismo no es ni puede ser un modelo ni una utopía, sino la liberación de una exigencia irrenunciable que está siempre ya presente en la existencia social de los humanos. El comunismo no es el objeto de un deseo utópico, sino la causa y el motor de un deseo político que sólo podrá extinguirse con la especie humana. Imponerle como marco el Estado democrático, el Estado de derecho e incluso las libertades fundamentales propias del individuo de mercado que se centran en la propiedad privada, es acabar con cualquier posibilidad de política.
Renunciar al comunismo es asimismo renunciar a unas libertades y una independencia individual no basadas en el mercado sino en el libre acceso a los comunes, a la productividad común del intelecto general y del trabajo libremente asociado. Sólo un acceso igual por parte de todos a las capacidades productivas colectivas y a la riqueza que estas producen puede servir de base a una libertad individual no sometida al chantaje del mercado y permite pensar una libre asociación de los individuos. Renunciar al comunismo es renunciar a la política, a la democracia y a la libertad en el sentido más radical de estos términos en favor de la triste utopía social de una sociedad de comerciantes libres, iguales y solitarios necesaria al funcionamiento del derecho mercado. Es aceptar un orden policial cuyos efectos letales ya se dejan sentir, renunciando a las exigencias vitales del animal político.
martes, 24 de marzo de 2009
miércoles, 4 de marzo de 2009
El terrorismo como residuo de la política
En nombre de la lucha contra el terrorismo, los poderes ejecutivo y judicial españoles han prohibido la expresión pública y la representación política del sector mayoritario del independentismo vasco de izquierda. Esto ha permitido que, con poco más de 40% de los votos emitidos (contando naturalmente los votos a la candidatura independentista prohibida que fueron anulados), pueda constituirse en la Comunidad Autónoma Vasca un gobierno no nacionalista. El 60% de los ciudadanos, que ha votado a favor de candidaturas que, de un modo o de otro, son favorables al derecho de autodeterminación de Euskal-Herria, no podrá ver reflejada su mayoría social ni en el parlamento ni en el gobierno de su comunidad. La crisis de la representación política que esta situación ilustra es reflejo de una crisis mucho más amplia, que afecta al conjunto de los mecanismos de representación y legitimación del Estado capitalista no sólo en Euskal Herria y en España, sino a nivel mundial.
Puede afirmarse que la crisis de la representación política es resultado directo del éxito de un modelo de gobierno liberal que, con mayores o menores matices y con algunos episodios marcados por gobiernos de excepción (nazismo, franquismo etc.) ha sido el modo normal de gobierno en el capitalismo. Este modo de gobierno se caracteriza por la autolimitación del poder soberano en favor de la autorregulación de la esfera económica y de la autonomía de la sociedad civil, ambas articuladas en torno a la institución central que constituye el mercado. La función residual del poder soberano es la de policía, pero esta no representa tan sólo una tarea represiva, sino fundamentalmente el conjunto sumamente complejo de tareas que permiten el funcionamiento del mercado y regeneran la ilusión naturalista de su "autorregulación". Entre ellas está la represión de la delincuencia, pero también la generación de marcos jurídicos y políticos que salvaguardan la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos. Esto, si se quiere es, a muy grandes trazos, el esquema transhistórico de base en que se funda este modo de gobierno liberal, el único que hace posible el funcionamiento del mercado universal (que incluye la compraventa de fuerza de trabajo) y del capitalismo. Con todo, según la historia concreta de cada país, las condiciones mínimas de reproducción del régimen pueden variar en función de alianzas relativamente estables o contingentes entre los sectores sociales dominantes o incluso de formas de negociación con los dominados. En el Estado Español, un elemento fundamental de la autorreproducción del régimen es el mantenimiento de su unidad territorial, lo cual es comprensible cuando el Estado Español fue inicialmente un Imperio y sólo muy tardiamente pretendió -en vano- dotarse de una legitimidad nacional. De ahí que la propia supervivencia del poder soberano y su posibilidad misma de realizar sus funciones de policía dependan de una particularmente frágil y en gran parte mítica "unidad nacional". Esto es lo que explica la "centralidad" de la cuestión vasca.
Según el aforismo de Ludwig Wittgenstein "de lo que no se puede hablar, más vale callar". Y es que sobre las condiciones mismas que hacen posible el hablar no es posible decir nada mediante el propio lenguaje. Sobre los fundamentos del lenguaje no existe un metalenguaje que los explicite. El territorio de un lenguaje que denota hechos es el de la mera facticidad. Paralelamente a esto, en el régimen liberal, sólo es articulable aquello que no se opone a la reproducción del propio régimen en sus elementos básicos que son el poder soberano/policial, el mercado y los derechos individuales de los agentes de mercado. Consecuencia de ello es que la política, sustituida por la policía, tienda a experimentar un eclipse: sólo existen problemas de gestión, pero no hay nada que decidir en cuanto al modelo de sociedad y de organización política, pues este se considera definitivo.
Naturalmente, esto genera una repetición de prácticas y procesos normales y una exclusión de aquellos que resultan anómalos. Entre los que se ven designados como anómalos figuran en lugar destacado los que tienen que ver con la supervivencia de la política más allá de su neutralización policial y económica. La política, en la medida en que tiene que ver no ya con la simple vida (Zoé), sino con el "buen vivir" -según nos enseña Aristóteles- supone siempre una distancia respecto de la facticidad de la naturaleza. La capacidad humana de decisión -y de fundación- de las formas políticas del "buen vivir" no establece nada de manera definitiva. La política en este sentido radical es esa persecución del "buen vivir" siempre abierta a nuevas perspectivas. Más allá del "fin de la historia" que el liberalismo ha procurado imponer desde sus albores mediante el comercio, la finanza y las armas, está la historia concreta que necesariamente hace fracasar este proyecto al igual que todo otro proyecto totalitario. La politicidad y la historicidad de la especie humana arraigan en la imposibilidad de una definición naturalista y "objetiva" del "buen vivir". Para una especie sustraida por el lenguaje a la naturaleza, el objetivo de la ciudad será siempre objeto de disputa e incluso de antagonismo.
La supresión del antagonismo real, aquél en que lo que está en juego no es el cambio de un gobierno liberal y capitalista por otro sino la constitución de un orden político y social distinto, equivale a una eliminación de la política. Esta pretendida eliminación es un objetivo totalitario que el orden capitalista siempre ha querido alcanzar, pero que por motivos que tienen que ver con la antinatural naturaleza de la especie humana, siempre se ha visto frustrada. Cada vez que se ha pretendido hacerlo, se ha podido establecer una ficción de orden, pero a costa de generar un residuo irreductible. Este residuo es lo que se denomina "terrorismo" y que no representa una forma concreta de acción política marcada por la violencia, sino -si se atiende a los contenidos de la legislación vigente- cualquier acción política que pretenda subvertir el orden existente. Poco importa que pretenda hacerlo por las armas o por las urnas o incluso que busque alcanzar sus objetivos por medios enteramente pacíficos, tampoco es determinante que la acción vaya dirigida contra el centro neurálgico del capitalismo o que ponga en peligro la constitución históricamente y geográficamente aleatoria, pero esencial en términos de dominación, de sus aparatos estatales. Lo decisivo para calificar una actividad de terrorista es su finalidad política, en sentido fuerte, su desafío al orden policial. De este modo el terrorismo, en el sentido amplio en que lo conciben los actuales poderes ejecutivo-judiciales del capitalismo de la crisis, no es sino el resto irreductible de la política. Lo que queda cuando se pretende suprimir todo cuestionamiento sobre el "buen vivir"en nombre de un gobierno basado en la gestión policial de la vida y la economía.
Puede afirmarse que la crisis de la representación política es resultado directo del éxito de un modelo de gobierno liberal que, con mayores o menores matices y con algunos episodios marcados por gobiernos de excepción (nazismo, franquismo etc.) ha sido el modo normal de gobierno en el capitalismo. Este modo de gobierno se caracteriza por la autolimitación del poder soberano en favor de la autorregulación de la esfera económica y de la autonomía de la sociedad civil, ambas articuladas en torno a la institución central que constituye el mercado. La función residual del poder soberano es la de policía, pero esta no representa tan sólo una tarea represiva, sino fundamentalmente el conjunto sumamente complejo de tareas que permiten el funcionamiento del mercado y regeneran la ilusión naturalista de su "autorregulación". Entre ellas está la represión de la delincuencia, pero también la generación de marcos jurídicos y políticos que salvaguardan la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos. Esto, si se quiere es, a muy grandes trazos, el esquema transhistórico de base en que se funda este modo de gobierno liberal, el único que hace posible el funcionamiento del mercado universal (que incluye la compraventa de fuerza de trabajo) y del capitalismo. Con todo, según la historia concreta de cada país, las condiciones mínimas de reproducción del régimen pueden variar en función de alianzas relativamente estables o contingentes entre los sectores sociales dominantes o incluso de formas de negociación con los dominados. En el Estado Español, un elemento fundamental de la autorreproducción del régimen es el mantenimiento de su unidad territorial, lo cual es comprensible cuando el Estado Español fue inicialmente un Imperio y sólo muy tardiamente pretendió -en vano- dotarse de una legitimidad nacional. De ahí que la propia supervivencia del poder soberano y su posibilidad misma de realizar sus funciones de policía dependan de una particularmente frágil y en gran parte mítica "unidad nacional". Esto es lo que explica la "centralidad" de la cuestión vasca.
Según el aforismo de Ludwig Wittgenstein "de lo que no se puede hablar, más vale callar". Y es que sobre las condiciones mismas que hacen posible el hablar no es posible decir nada mediante el propio lenguaje. Sobre los fundamentos del lenguaje no existe un metalenguaje que los explicite. El territorio de un lenguaje que denota hechos es el de la mera facticidad. Paralelamente a esto, en el régimen liberal, sólo es articulable aquello que no se opone a la reproducción del propio régimen en sus elementos básicos que son el poder soberano/policial, el mercado y los derechos individuales de los agentes de mercado. Consecuencia de ello es que la política, sustituida por la policía, tienda a experimentar un eclipse: sólo existen problemas de gestión, pero no hay nada que decidir en cuanto al modelo de sociedad y de organización política, pues este se considera definitivo.
Naturalmente, esto genera una repetición de prácticas y procesos normales y una exclusión de aquellos que resultan anómalos. Entre los que se ven designados como anómalos figuran en lugar destacado los que tienen que ver con la supervivencia de la política más allá de su neutralización policial y económica. La política, en la medida en que tiene que ver no ya con la simple vida (Zoé), sino con el "buen vivir" -según nos enseña Aristóteles- supone siempre una distancia respecto de la facticidad de la naturaleza. La capacidad humana de decisión -y de fundación- de las formas políticas del "buen vivir" no establece nada de manera definitiva. La política en este sentido radical es esa persecución del "buen vivir" siempre abierta a nuevas perspectivas. Más allá del "fin de la historia" que el liberalismo ha procurado imponer desde sus albores mediante el comercio, la finanza y las armas, está la historia concreta que necesariamente hace fracasar este proyecto al igual que todo otro proyecto totalitario. La politicidad y la historicidad de la especie humana arraigan en la imposibilidad de una definición naturalista y "objetiva" del "buen vivir". Para una especie sustraida por el lenguaje a la naturaleza, el objetivo de la ciudad será siempre objeto de disputa e incluso de antagonismo.
La supresión del antagonismo real, aquél en que lo que está en juego no es el cambio de un gobierno liberal y capitalista por otro sino la constitución de un orden político y social distinto, equivale a una eliminación de la política. Esta pretendida eliminación es un objetivo totalitario que el orden capitalista siempre ha querido alcanzar, pero que por motivos que tienen que ver con la antinatural naturaleza de la especie humana, siempre se ha visto frustrada. Cada vez que se ha pretendido hacerlo, se ha podido establecer una ficción de orden, pero a costa de generar un residuo irreductible. Este residuo es lo que se denomina "terrorismo" y que no representa una forma concreta de acción política marcada por la violencia, sino -si se atiende a los contenidos de la legislación vigente- cualquier acción política que pretenda subvertir el orden existente. Poco importa que pretenda hacerlo por las armas o por las urnas o incluso que busque alcanzar sus objetivos por medios enteramente pacíficos, tampoco es determinante que la acción vaya dirigida contra el centro neurálgico del capitalismo o que ponga en peligro la constitución históricamente y geográficamente aleatoria, pero esencial en términos de dominación, de sus aparatos estatales. Lo decisivo para calificar una actividad de terrorista es su finalidad política, en sentido fuerte, su desafío al orden policial. De este modo el terrorismo, en el sentido amplio en que lo conciben los actuales poderes ejecutivo-judiciales del capitalismo de la crisis, no es sino el resto irreductible de la política. Lo que queda cuando se pretende suprimir todo cuestionamiento sobre el "buen vivir"en nombre de un gobierno basado en la gestión policial de la vida y la economía.
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