viernes, 24 de febrero de 2012

Valencia: no hay enemigo pequeño

Ambrogio Lorenzetti (1290-1348) El mal gobierno en la ciudad




"Auferre trucidare rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant".
(Roban, matan, saquean, y lo llaman falsamente imperio y a lo que han convertido en un desierto lo llaman paz)
Tácito, Agricola XXX

"Civitas, cuius subditi metu territi arma non capiunt, potius dicenda est, quod sine bello sit, quam quod pacem habeat. Pax enim non belli privatio, sed virtus est, quae ex animi fortitudine oritur ; est namque obsequium (per art. 19. cap. 2.) constans voluntas id exsequendi, quod ex communi civitatis decreto fieri debet. Illa praeterea civitas, cuius pax a subditorum inertia pendet, qui scilicet veluti pecora ducuntur, ut tantum servire discant, rectius solitudo, quam civitas dici potest."
(De una comunidad política cuyos súbditos no toman las armas aterrados por el miedo, más puede decirse que no está en guerra, que que se encuentra en paz. La paz no es, en efecto, la privación de guerra, sino una virtud  que procede de la fortaleza del ánimo; es determinación constante de hacer todo lo que debe hacerse conforme al decreto común de la ciudad. Por otra parte, la ciudad cuya paz depende de la inercia de los súbditos, que son conducidos como ovejas para que sólo aprendan a servir, se denomina más adecuadamente un desierto que una ciudad.)
Spinoza, Tratado político, V.4

Más que un homenaje a Carl Schmitt, el hecho de que el Jefe de Policía de Valencia calificara a los adolescentes que pedían calefacción para sus institutos y protestaban contra los recortes en educación como "el enemigo", debería considerarse un auténtico insulto al muy reaccionario, pero no menos riguroso jurista. El enemigo, es en efecto, un concepto jurídico, concretamente un concepto fundamental del derecho público. Enemigo, como precisa Schmitt en El Concepto de lo Político, no es la persona a quien tenemos una antipatía personal (inimicus) sino, el enemigo público (hostis), quien por estar enfrentado a una comunidad política como tal, supone para esa comunidad un riesgo existencial. Enemigo, en tales condiciones sólo puede serlo un Estado para otro Estado. Al enemigo no se le combate con la policía, pues no es un delincuente: está, por definición, más allá del ámbito de aplicación del derecho de otro soberano. Tampoco es el enemigo schmittiano un ser moralmente malvado, ni tampoco un hereje. La inexistencia de una comunidad de códigos éticos, jurídicos o religiosos entre un soberano y otro hacen imposible la condena del enemigo en función de un valor.  En el contexto de la relación entre esos grandes hombres que son los Estados soberanos europeos de la época clásica (de la Paz de Westphalia hasta la Primera Guerra Mundial), no hay de un Estado soberano a otro ninguna unidad de valor común, ningún universal ético compartido que se pueda reconocer a priori. De ahí que el derecho público europeo que regía los conflictos entre Estados, y se derivaba del simple equilibrio de fuerzas entre ellos, prohibiera explícitamente la "guerra justa", la guerra por valores morales o religiosos que, como las cruzadas, sitúa al enemigo fuera de la moral y fuera de la humanidad. Al enemigo se le hace la guerra sin justificaciones, pero, por ello mismo, sin excesos. La guerra no es justa, pero sí lo puede ser el enemigo. El "enemigo justo" es el otro soberano, el otro Estado a quien se combate violentamente, pero no se puede castigar ni mucho menos exterminar, pues ningún soberano tiene jurisdicción sobre otro. Tal es la grandeza del derecho público europeo que reconstruye e interpreta Carl Schmitt.

Cuando un Jefe de Policía o un responsable político considera que un movimiento de alumnos de instituto es "el enemigo" y manda a la policía a machacarlo, no está en modo alguno ateniéndose a los criterios schmittianos. Los adolescentes -casi niños, en muchos casos- que se manifestaban en Valencia no son un poder soberano, ni son tampoco el ejército de ningún soberano. Son súbditos de un Estado. Por ello, cuando cometen algún delito o falta, interviene contra ellos la policía con el objetivo de restablecer el valor fundamental del Estado que es la paz interior, pero no el ejército ni ningun cuerpo de tipo militar. Todo Estado soberano lo es en la medida en que es capaz de mantener la paz interior y de acabar con la violencia interna. El Estado moderno prohíbe y sofoca las guerras privadas tan frecuentes en el régimen feudal. El Estado tiene el monopolio de la guerra y ejerce su derecho a hacer la guerra hacia el exterior de sus fronteras. Nunca contra su propia población. Un Estado que hace la guerra contra su propia población -por no hablar de sus componentes más débiles como son los niños o los ancianos- pierde por ello mismo la soberanía interior: deja de ser un Estado, pues devuelve la sociedad al estado de naturaleza. Tal es al menos la doctrina clásica. Ciertamente, el propio Carl Schmitt, al prostituirse al régimen nazi tuvo que introducir nefastos cambios en esta doctrina, liquidando su coherencia, al considerar que la guerra de clases o la guerra contra una guerrilla admitían una importación al interior del Estado del nivel de violencia aplicable hacia el exterior, además sin las restricciones que rigen cuando se combate a un "enemigo justo", esto es, a otro Estado. Estas inconsecuencias no tienen sin embargo que ver con el concepto jurídico del enemigo, sino que obedecen a su contaminación en el clima del nacionalsocialismo por el planteamiento biopolítico de la teoría racial. Para la biopolítica y el racismo existe un "enemigo interior", para la teoría política clásica de la soberanía esto es por definición un imposible.

Un heredero legítimo a la vez que crítico interno de esta teoría clásica del Estado que se forja en los siglos XVI y XVII, Baruch Spinoza, se esforzó, siguiendo en ello a Maquiavelo, por dar una base material a la soberanía, más allá de sus supuestos jurídicos, en darle un fundamento en la dinámica de los cuerpos y del deseo de la multitud. Para Spinoza, la paz es el resultado de la obediencia al mandato del soberano, el cual expresa el decreto común de una comunidad política. La obediencia puede, sin embargo, obtenerse de muy diversas maneras: por el simple temor al castigo acompañado siempre de la esperanza de evitar el castigo o por la adhesión interna del súbdito. No es lo mismo obedecer para el sabio que conoce las ventajas de la vida en común y de la paz social que para el hombre pasional que sólo busca su propio interés en una feroz competición con los demás e ignora la existencia de lo común. En ambos casos, subsiste el Estado: en el primero, es débil y frágil. Débil pues no puede contar con la aquiescencia activa de los súbditos, que sólo obedecen por evitar un mal y se ven conducidos por pasiones tristes que limitan su capacidad de actuar tanto en su interés propio como en el del conjunto de la comunidad política. Frágil también, pues es poco capaz de adaptarse a las transformaciones y sucumbe en lugar de renovarse ante cualquier cambio importante del humor de la multitud, ante cualquier forma algo radical de antagonismo interno. Tal es el caso de los grandes imperios que se hunden de la noche a la mañana al no poder plegarse  a las nuevas circunstancias. Ya hemos visto caer algunos que parecían imponentes. Veremos caer otros.

El actual régimen español, heredero del Estado franquista del 18 de julio y de la enorme acumulación de terror que sirvió a aquél de fundamento, es incapaz de incorporar adecuadamente a la multitud a un orden político y social productivo. Su transformación en Estado neoliberal a la vez autoritario en lo político (lo hemos denominado en otros textos de este blog "democracia antiterrorista") y tolerante en materia de costumbres no bastó para dotarlo de una base social movida esencialmente por otra pasión que el terror originario transformado en "respeto por las instituciones", por el "Estado de derecho", etc. El Estado español, hasta ahora ha sido poco capaz de aceptar en su seno formas de antagonismo social radicales sin blandir la amenaza de la violencia contra la población. El periodo comprendido entre el 15 de mayo de 2011 y los primeros meses de gobierno del PP fue sólo un breve paréntesis antes de que la brutalidad habitual de régimen volviera a sus sendas habituales en el brutal escarmiento que quisieron dar a toda la población a través de los cuerpos magullados de los chavales y chavalas del Luis Vives. Y, sin embargo, la fuerza productiva de una multitud activa, formada, despierta e inteligente (el nivel de debate del 15M fue siempre muy superior al del Parlamento) está ahí. El miedo no parece haber calado, a pesar de los sustos iniciales y de las arbitrarias detenciones, en la conciencia de estos adolescentes a quienes siempre se dijo que vivían en una democracia y decidieron tomarse esta afirmación al pie de la letra. Lo que descubrieron, sin embargo es que ese Estado "democrático" estaba en guerra...contra ellos y contra buena parte de su población.

El Estado español no es ni muchos menos el único que sigue esta política brutal contra sus ciudadanos, pero gracias a sus genes franquistas, parece particularmente bien adaptado para practicar la "acumulación por desposesión" neoliberal. La guerra que hace el Estado a la población en nombre del capital y de su sector hegemónico, el capital financiero, tiene como principales objetivos a los jóvenes y a los ancianos, pero no perdona a casi ninguna categoría de la población. Los jóvenes sufren muy en particular la hipoteca sobre sus vidas que supone el endeudamiento financiero masivo tanto público como privado. El capital productivo compraba medios de producción, incluida la fuerza de trabajo, para obtener un beneficio a corto o medio plazo. El capital financiero compra el tiempo y las vidas de las personas, les impone su norma, obligándolas a un pago permanente y sin límites de los intereses y el principal de una deuda sin fin. Por eso, aunque el capital financiero pueda considerar como su enemigo al conjunto de la sociedad cuyo presente coloniza, los jóvenes son su "enemigo" por excelencia, pues encarnan de manera emblemática el futuro que las finanzas ya se han apropiado.


sábado, 18 de febrero de 2012

La destrucción del derecho laboral (comentarios sobre un artículo publicado en el País)



http://elpais.com/elpais/2012/02/16/opinion/1329403129_054950.html

Es excelente y de muy provechosa lectura el artículo de Francesc Casares i Potau y otros tres juristas que publica hoy el País. En este artículo, desde un punto de vista que recuerda al de los "usos alternativos del derecho", constatan los autores que las últimas medidas de reforma laboral del gobierno de Mariano Rajoy contribuyen a la destrucción en curso del derecho laboral. Para los cuatro juristas, las últimas reformas suponen una casi completa liquidación de la especificidad de ese ámbito del derecho, en el que la intervención de los poderes públicos restablecía entre un patrón y un trabajador con poderes sociales desiguales "el equilibrio en que se basa toda rama del Derecho". Es discutible, sin embargo, que lo logrado por el derecho laboral sea realmente un equilibrio, en el sentido de una igualdad de las partes ante el derecho: esta igualdad ya se encuentra en el derecho civil normal en cuanto este rige los contratos. Un contrato se celebra, en efecto entre sujetos libres e iguales. El derecho laboral viene a establecer, por el contrario, una desigualdad de derechos entre personas socialmente desiguales. Esta desigualdad es la que permite a una sociedad seguir siendo una comunidad y no un sinfin de individuos unidos por lazos meramente comerciales y a los trabajadores sustraerse a una opresión ilimitada. Si no existiesen el derecho laboral y la contratación colectiva, la inferioridad social de unos trabajadores desprovistos de medios de producción propios los condenaría a unas condiciones de explotación incompatibles con una vida civilizada. El derecho laboral, más que una conquista jurídica es claramente una conquista de la lucha de clases frente al derecho, una imposición de esa desigualdad de derechos entre desiguales, a que se refiere Marx en la Crítica del Programa de Gotha para caracterizar el comunismo, por encima de la norma jurídica de la igualdad que establece una igualdad -mercantil, contractual- entre personas efectivamente desiguales. El derecho laboral era ya una norma comunitaria y en cierto modo comunista dentro de una sociedad que se rige fundamentalmente por las relaciones mercantiles. Esta desigualdad propia de todo vínculo comunitario, y no una supuesta igualdad, es lo que realmente se pierde con la desaparición del derecho laboral. 


El planteamiento del artículo diagnostica bien el desastre, pero no es suficiente. Se limita a lamentar la pérdida de una importante conquista social, pero no analiza ni sus causas ni el nuevo terreno en que se inscribe. Lo que hoy estamos viendo no es una mera conculcación del derecho y una violación del principio de igualdad, sino sólo la realización del programa máximo neoliberal que nunca ha considerado la empresa como un lugar de "convivencia", como ese "terreno de colaboración constructiva" de que hablan los autores del artículo, sino como una suplencia temporal del mercado,  un islote dentro del mercado que sólo resulta útil cuando los costes de transacción son demasiado elevados (Ronald Coase). Existen en efecto situaciones en las que resulta más provechoso a una empresa producir algo ella misma que recurrir al mercado para adquirirlo: se trata de aquellas circunstancias en que un capitalista no dispone de garantías necesarias sobre la existencia, la calidad o el tiempo de entrega de un determinado bien o servicio. Lo que justifica la existencia de la empresa como marco de cooperación directa - si bien no libre- es la incertidumbre de las transacciones, que se traduce para el productor-vendedor capitalista en costes adicionales de producción.


La empresa aparece como un marco de cooperación, pero en  el capitalismo, la cooperación directa sólo es concebible bajo dos parámetros que la desvirtúan: la jerarquía y el mando de fábrica o la relación mercantil en la que el dinero y/o la mercancía son mediaciones necesarias de la cooperación. Hoy, los famosos costes de transacción que justificaban la existencia de la empresa (firm, en la terminología de Coase) se han reducido de manera drástica debido a la estructura comunicativa y de red del sistema económico: el coste del transporte ha disminuido enormemente, pero sobre todo, la circulación de la información ha experimentado una vertiginosa aceleración. Un capitalismo sin costes de transacción es hoy una "utopía" posible, que supone la realización del ideal hayekiano de un capitalismo sin empresas. La relación jurídica específicamente laboral puede, en estas circunstancias, sustituirse por una relación contractual normal entre agentes del mercado con iguales derechos, la explotación por el capitalista industrial individual puede verse sustituida por la explotación global del trabajo/vida por parte del capital financiero, que funciona como una auténtica organización "comunista" del capital. De la empresa, privada de interior, queda sólo un nodo de gestión de la explotación financiera de un trabajo cada vez más "externalizado".


El trabajador, en lugar de ser, como lo era dentro de la empresa, un elemento de un organismo de cooperación, pasa a ser "empresario de sí mismo" y titular de un capital humano que se vende a sí mismo en el mercado (Gary Becker). La explotación se desterritorializa y se hace abstracta y general. 99% frente a 1% es una imagen torpe de lo que está ocurriendo: la de un capital que se ha hecho colectivo y que manda indirectamente a través de los circuitos financieros al trabajador colectivo. El enfrentamiento es, paradójicamente el de un 100% con un 100%, no es una oposición especular sino un desgarro, pues la relación capital atraviesa hoy a cada individuo, a los explotados también. Así se explica que la mayoría de ellos sientan aprensión ante el hundimiento de las bolsas o la suspensión de pagos de su país. En un régimen de mando donde predomina la lógica de la deuda, la sumisión se interioriza y se convierte en "responsabilidad personal" de un sujeto supuestamente libre.


El capital no tiene ningún espacio privilegiado, ha abandonado toda limitación territorial a escala de los Estados o del planeta. También debe hacerlo la resistencia. Ya no cabe exigir el "derecho al trabajo", pues hoy ello equivale a reivindicar la explotación sin límites. Cuando se pide trabajo, el poder ofrece mini-jobs o, mejor aún, una serie infinita de prácticas no pagadas o de "trabajos de utilidad social" en régimen de semiesclavitud. Frente a un derecho al trabajo que no implica ya ninguna solidaridad social ni comunitaria, sólo cabe reivindicar un derecho a la renta independiente del trabajo; una renta que remunere la actividad productiva de todos, incluso los que no trabajan bajo relación salarial, y garantice en el conjunto de la sociedad y no ya en la empresa/fábrica la reproducción de la comunidad de productores. 


A la lógica triste y mortífera de la finanza y de la deuda que es la lógica del "comunismo del capital", sólo cabe oponer otra lógica comunista, la de la renta básica como medida de transición a la abolición de la relación salarial. Un comunismo de la multitud. Tampoco cabe reivindicar la limitación de los derechos a los nacionales: el derecho a la libre circulación de los trabajadores debe ser tan ilimitado como el que se ha arrogado el propio capital. No tiene, pues, sentido añorar un nuevo consenso nacional-fordista, pero sí constituir unas relaciones sociales que amparen la reproducción del trabajador colectivo como tal, que protejan su humus -que él mismo produce- que no es sino esa inmensa acumulación de comunes productivos que hoy se realiza a escala del planeta.

viernes, 10 de febrero de 2012

Baltasar Garzón y la trampa de la Transición

 


Français, english, português and Deutsch in Tlaxcala (Thanks to the Tlaxcala team, specially to Manuel Talens, Machetera ,Vila Vudu and Susanne Schuster)


Je suis la plaie et le couteau !
Je suis le soufflet et la joue !
Je suis les membres et la roue, 
Et la victime et le bourreau !
(¡Soy la herida y el cuchillo!
¡Soy la bofetada y la mejilla!
Soy los miembros y la rueda del tormento
y la víctima y el verdugo.)
Charles Baudelaire
L'héautontimorouménos (el verdugo de sí mismo)


Puede decirse, con la distancia de más de treinta años que hoy nos separa de ella, que la Transición española fue una trampa para las mayorías sociales y para las fuerzas que quisieron sustituir el régimen franquista por una democracia efectiva. Una trampa es, en efecto, un dispositivo en el que es muy fácil entrar y del que resulta difícil o incluso imposible salir. La liga en que se posan los pájaros atraidos por la comida, o la ratonera que se cierra sobre el ratón que acude al olor del queso son ejemplos comunes de trampas, pero tal vez la mejor trampa es la más sutil, la más ligera y casi inmaterial: la red. Cuando los peces entran en la red, esta los acoge sin violencia: sólo cuando intentan liberarse de ella quedan apresados en las mallas de manera que ya no pueden moverse. Así nos cogió la transición. Lo más fácil para unos movimientos sociales débiles y desorientados y unas direcciones políticas de la izquierda más ambiciosas en lo personal que decentes en lo político era aceptar la oferta del régimen: legitimación de las estructuras y cargos fundamentales del Estado del 18 de julio y de su continuidad legal a cambio de una transformación interna de éste que diese un lugar a las direcciones de los partidos y sindicatos de la oposición dentro de un marco de poder ampliado. Inicialmente el coste de eta opción no parecía excesivo. A pesar de los centenares de muertos y los miles de heridos en manifestaciones en el quinquenio posterior a la muerte de Franco y de las acciones armadas de ETA, la transición hacia un régimen de libertades controladas fue relativamente "pacífica" si se compara con la caida del Shah en Irán o la de Somoza en Nicaragua. Bastante menos si se toma como punto de comparación la revolución portuguesa que sí representó una auténtica ruptura con el régimen anterior y que se realizó sin muertes (salvo la de un agente de la PIDE que se suicidó). Todo es relativo.

El régimen se convirtió así, por un lado en una partitocracia en la que la vida parlamentaria está secuestrada por las direcciones de los partidos políticos que hicieron la transición y en una "democracia antiterrorista" que mantiene, renovándolo, el conjunto de los cuerpos represivos y de las leyes y tribunales de excepción de la fase anterior. La excusa ideal para mantener este aparato fue la -a menudo brutal y políticamente absurda- lucha armada de ETA, pero la legislación de excepción y sus instancias judiciales podían utilizarse también en cualquier momento contra cualquier ciudadano. Las clases dominantes españolas que en algún momento llegaron a concebir temor por la "incertidumbre" de la transición podían dormir tranquilas: allí estaba el rey que puso Franco, alli estaba su fiel Fraga Iribarne, allí estaban la policía y el ejército de la dictadura intactos, allí estaba también la pieza más sensible del aparato judicial, el Tribunal de Orden Público sucesor del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo y denominado ahora Audiencia Nacional. El poder social pertenecía a los de siempre con el añadido de algunos advenedizos que hicieron fortuna con la transición. A los de siempre vinieron a juntarse los "para siempre", uniendo íntimamente sus intereses a los del régimen.

En cuanto a la monstruosa represión franquista, rayana en el genocidio en sus primeros años y mantenida como signo de identidad a través de un largo rosario de asesinatos legales (Grimau, Puig Antich, los cinco de  1975 etc.) y de actos sistemáticos de tortura tuvo que desaparecer de la memoria oficial. Toda responsabilidad quedó borrada por la ley de amnistía. A cambio, otros personajes como Santiago Carrillo no tendrían que dar cuenta ante la justicia de sus responsabilidades en crímenes de guerra y, en concreto, en el asesinato masivo de presos del bando franquista en Paracuellos del Jarama que Paul Preston ha documentado en un libro reciente. El holocausto español del que habla Preston quedó así saldado y se fortaleció el mito de que los centenares de miles de muertos eran el resultado del encono y el odio propios de una guerra civil en la que "ambos bandos fueron igualmente responsables". Esta versión ha quedado enteramente demolida por los más recientes trabajos de historiadores del período que han demostrado con abundante documentación que, si bien la violencia del lado republicano obedecía a los "excesos" propios de una guerra civil, las matanzas franquistas formaban parte de un plan de exterminio premeditado. El exterminio franquista de los "rojos" era, en efecto, como demuestra Gustau Nerín en La guerra que vino de África una matanza colonial operada por el ejército africanista y sus oficiales sobre unos españoles republicanos que los oficiales de Franco llegaron a denominar "los moros del norte". El abandono de la memoria histórica a los vencedores del 39 fue también una de las gravísimas concesiones efectuadas por la izquierda mayoritaria  en la transición.

La trampa de la transición surtió sus primeros efectos en los pactos de la Moncloa en los que las direcciones sindicales y políticas de la izquierda decidieron "luchar contra la inflación" conteniendo el aumento de los salarios que trajo consigo la libertad sindical. La misma trampa volvió a capturar los cuerpos y las mentes de la población, cuando, el 23 de febrero de 1981, apoyaron a un rey que, como mínimo vio con simpatía el intento de golpe de Estado, como salvador de la "democracia".Tras un golpe no tan fallido y que había sido precedido por la defenestración de un Adolfo Suárez que se había tomado demasiado en serio la democratización del país, el PSOE aplicó en buena parte el programa de los golpistas frenando el desarrollo autonómico, organizando una respuesta legal e ilegal contundente frente a las acciones de ETA y poniendo en marcha la contrarrevolución neoliberal. La política, que parecía haber ganado un cierto espacio en los primeros años de la transición se vio engullida por una gestión partitocrática y esencialmente bipartidista del régimen (transfranquista y capitalista) que consiguió su objetivo: mantener a raya a la población.

El juez Baltasar Garzón que hoy juzga el Tribunal Supremo por varios presuntos delitos de prevaricación fue uno de los máximos paladines de la democracia antiterrorista. Sus diversos sumarios contra ETA, pero también contra el independentismo político vasco cimentaron su carrera de juez. En estos sumarios, el "juez estrella" se tomó, al amparo de las leyes de excepción y de cierto consenso público antiterrorista, todas las libertades posibles en cuanto a conculcación del derecho de defensa y en cuanto al uso "creativo" de los tipos delictivos. El resultado es la presencia, aún hoy en las cárceles españolas de varios centenares de presos políticos vascos que nunca tuvieron que ver con la preparación de ningún atentado y cumplen condena debido a la aplicación de leyes de excepción que establecen antijurídicamente una analogía entre los atentados y otras conductas con idénticos fines políticos. La aplicación de la "analogía" al derecho penal por parte de Garzón y sus colegas de la Audiencia Nacional viola los principios básicos de todo ordenamiento jurídico liberal. Rara vez en un régimen que se denomina "democrático" se ha hecho un uso tan extenso de la amalgama en materia de derecho penal como el que hizo Baltasar Garzón con su famosa teoría del "entorno". En cuanto a las alegaciones de tortura de muchos de sus encausados, jamás se dignó Garzón a investigarlas seriamente.

Este juez desmesuradamente politizado, pretendió convertirse en defensor de la democracia contra las dictaduras encausando al viejo dictador chileno Augusto Pinochet por delitos de genocidio. La cosa tenía algo de humor involuntario, pues el juez que perseguía al dictador chileno autor de la muerte de 3000 de sus ciudadanos era el representante de la continuidad legal e institucional de un régimen que había exterminado fríamente en sus momentos fundacionales a más de 300.000 ciudadanos y había acogido con todos los honores al mismo Pinochet cuando éste acudió al funeral del general Franco. La causa contra Pinochet no siguió adelante, en parte por defectos del sumario, pero también por las presiones políticas internacionales, y el sanguinario "Tata" pudo morir en su país y en su cama. Tras hacerse famoso gracias a la causa contra Pinochet, Garzón siguió persiguiendo a integrantes de la izquierda abertzale y de otros sectores de la izquierda radical , cerrando periódicos, prohibiendo organizaciones políticas y culturales, etc. en nombre de la defensa del Estado de derecho. La incoación por parte de Garzón de un sumario sobre las matanzas y desapariciones del franquismo parecía confirmar su toma de partido contra todas las dictaduras y en favor de la democracia. Muchas esperanzas de familiares de desaparecidos y asesinados se depositaron en él. Tras instruir un primer sumario con excelente documentación aportada por prestigiosos historiadores, abandonó sin embargo el caso al no considerarlo competencia de la Audiencia Nacional. Esto no impidió al pseudosindicato "Manos Limpias" y a Falange española acusar a Garzón de prevaricación por haber aceptado la causa. Investigar los crímenes del franquismo no tendría sentido según estos grupos derechistas, pues los crímenes ya habrían prescrito y Garzón sólo habría aceptado instruir este sumario por razones políticas.

Hoy, el Tribunal Supremo ha juzgado a Baltasar Garzón por otra causa: las escuchas de Gürtel. En flagrante violación del derecho de defensa, Garzón habría ordenado que se escucharan algunas de las conversaciones de los acusados en el sumario Gürtel con sus abogados. Esto, es una práctica ordinaria cuando se trata de la izquierda abertzale, pero si se aplican los mismos métodos a los poderosos, a personas que tienen relaciones directas con el PP y, de forma más indirecta, con la familia real, los poderosos encausados encausan al juez. Se ha visto exactamente lo mismo en el caso del yerno del rey, Iñaki Urdangarín, contra cuyo juez se ha abierto recientemente una investigación. En el caso de las escuchas de Gürtel, Garzón ya ha sido condenado a 11 años de inhabilitación. Grande ha sido el revuelo en la izquierda oficial. Ciertamente, sorprende que el primer condenado del caso Gürtel sea el propio juez, pero esta condena, perfectamente justificada, debe servir para compensar un fallo más "clemente" en la causa relativa a los crímenes del franquismo, en la cual una condena excesivamente supondría un auténtico escándalo internacional nocivo para la imagen del régimen.

En cualquier caso, es un buen ejemplo de cómo funciona la trampa de la transición la imagen de los dirigentes de izquierda y de una parte de la población de izquierda apoyando a Baltasar Garzón con consignas y canciones como "Yo estoy con Garzón". Como si la causa de este burócrata judicial del propio régimen pudiera tener alguna conexión con la justicia que reclaman los familiares de centenares de miles de víctimas. Las manifestaciones en torno a este muy mediático juicio son una buena ocasión para promover la causa de la verdad histórica en un sistema político basado en la "negación" de un genocidio, pero todo apoyo a Garzón como paladín de la verdad y la justicia es peligroso. Cada vez que se apoya al juez que elaboró la doctrina del "entorno" se apoya al conjunto de instituciones y normas que se edificaron sobre las cunetas rellenas de cadáveres y sobre la cancelación de su memoria. Apoyar a Garzón es incluir toda política en el régimen, no salir de un sistema que no puede hacer justicia ni al pasado ni al presente, renunciar a romper con el régimen de las cunetas. Las dos Españas existen, pero hoy por hoy, la otra, la democrática que no se atreve a ser republicana, está presa en la trampa de la transición: cuando más se esfuerza por salir de la red, más se ve atrapada en ella. Para salir de esta trampa hay que colocarse fuera de ella negando toda legitimidad al régimen criminal del 18 de julio: hace falta para ello otro 14 de abril, seguido de un largo y potente 15M. 

jueves, 9 de febrero de 2012

Le “ changement ” du Parti Socialiste Ouvrier Espagnol (PSOE) au Parti Populaire (PP) en Espagne : un bilan provisoire


Traducción al francés del último artículo del blog. Gracias a Manuel Talens, 
Franco Giudice, Jorge Alaminos y demás compañeros de Tlaxcala.



http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=6782




domingo, 5 de febrero de 2012

El "cambio" del PSOE al PP: un balance provisional (Castellano, english, français)

English version: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=6801
Version française: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=6782


Hay aún quien se sorprende por el silencio de Mariano Rajoy respecto de su "programa económico". Lo sorprendente, sin embargo, es que  haya sorpresa, pues, desde hace muchos años está claro que el "programa económico" no lo define el gobierno, sino que se elabora y decide "en otro escenario". Si el PSOE nunca cumplió su programa económico y social entre socialdemócrata y neoliberal y tuvo que apartar muy pronto en la segunda legislatura de Zapatero lo poco que quedaba de socialdemocracia en sus políticas, ello se debió a la supeditación de toda la acción de gobierno a los dictados del sector hegemónico del capital: el capital financiero. La deuda pública y privada se ha convertido así en el gran resorte del gobierno real de nuestras sociedades. Con la retórica de la "presión" de los mercados y la culpabilización colectiva a propósito de la deuda y del gasto excesivo "que nos nos podíamos permitir" se intentaba justificar el cambio de política como una reacción a un fenómeno a la vez natural y moral en el que los mercados castigaban nuestros "excesos" mediante la justicia inmanente del encarecimiento indefinido de la deuda. Tras esta moral natural es fácil reconocer la opción preferencial de los distintos gobiernos españoles y europeos por el capitalismo y su variante financiera. Es patético hoy escuchar a José Luis Rodríguez Zapatero en una entrevista reciente de la cadena SER afirmando que "incluso una política socialdemócrata determinada" tiene sus límites y que ese límite él lo encontró en la amenaza de intervención de la economía española. Para evitar esa intervención, todo fue doblegamiento ante el capital financiero y sus gestores, denominados púdicamente "los mercados". Era necesario poner todos los medios para salvar la banca y mantener la confianza de los mercados en la solvencia del Estado.

En otros términos, los mencionados  "límites" residen en el hecho de que se ha optado por una política "socialdemócrata" cuya base económica es el neoliberalismo más extremo. La socialdemocracia de Zapatero -al igual que la de Felipe González- nunca fue una auténtica socialdemocracia, sino un régimen que contaba con la renta de la especulación financiera e inmobiliaria para redistribuir entre la masa de la población algo de riqueza, manteniendo o agravando la disparidad de ingresos entre las capas más altas y las más bajas. Era la política neoliberal del "trickle down", del "goteo" de arriba hacia abajo, basada en la la vieja idea de los fisiócratas de que el incremento de la riqueza de los más ricos tendría efectos positivos sobre los más pobres. Esa política no es, sin embargo, una política socialdemócrata, como tampoco lo es la compensación de la congelación de los salarios reales mediante la renta especulativa financiera o inmobiliaria, pues en ese caso habría que integrar en la socialdemocracia a George W. Bush o a José María Aznar. Tal vez el pequeño matiz socialdemócrata que añadió el zapaterismo a una práctica genuinamente neoliberal fue la gestión parcialmente estatal de esta riqueza financiera, aunque esto tuvo también su otra vertiente, que fue la financiación de redes clientelares mediante los propios instrumentos de redistribución.

Zapatero insiste, sin embargo, en su entrevista en los aspectos realmente "de izquierda" de sus políticas. Entre ellos destaca el cambio liberalizador de la ley del aborto, el matrimonio gay, la leyes contra la violencia "de género" etc. Lo que no se hizo a nivel económico quedaba así compensado a nivel "social" o de "costumbres" mediante la legislación más progresista de Europa o, tal vez del mundo. Ciertamente, estas leyes, a las que hay que añadir una tímida pero real ley de memoria histórica suscitaron gran escándalo en las filas de las derechas y en las jerarquías eclesiásticas, pero en lo esencial no afectaron en nada a la estructura de base del sistema económico y social que siguió rigiéndose por una fidelidad sin quiebras al mando del capital financiero y un discurso abiertamente neoliberal en política económica. En ningún momento se planteó Zapatero un cambio efectivo de las correlaciones de fuerzas económicas y sociales, un cambio en la constitución material como el que acometieron las auténticas socialdemocracias en los países nórdicos o en la propia Alemania.

El zapaterismo, como los demás neoliberalismos, de izquierdas o de derechas, mantuvo rígidamente las prioridades del capitalismo actual. Ya no se trataba de dar garantías a la población, en el marco de un régimen de seguridad social y en general de un Estado del bienestar, frente a los "excesos" del capitalismo, sino de fomentar estos propios excesos esperando poder redistribuir algo de la riqueza generada por la sobreexplotación de los trabajadores dentro y fuera de las fronteras. La seguridad y la garantía pública pasan de amparar al trabajador y el ciudadano a proteger al propio capital financiero. En el neoliberalismo, existe un sistema de "seguridad social" para el capital que se traduce en políticas de preservación de altas tasas de ganancia del capital financiero y de traslado de los riesgos de la especulación desde los titulares del capital financiero al conjunto de la población. No hay mejor ejemplo de estas políticas y de sus consecuencias que la salvación pública de los bancos amenazados de quiebra por la crisis de los "créditos basura" y la inscripción en la constitución del carácter prioritario del pago de la deuda. Desde la segunda legislatura de Zapatero, y hoy mismo con el gobierno del PP, la prioridad casi exclusiva es el pago de la deuda, lo que supone dar garantías al capital financiero de que sus títulos de deuda (inflados por la especulación) serán pagados religiosamente, a costa, por supuesto de los derechos sociales de los trabajadores y del gasto público en bienes de interés general como la enseñanza o la salud.

El silencio de Rajoy responde en gran medida a la estricta continuidad de su política económica con la del PSOE. Las prioridades son las mismas, aunque tal vez puedan ahora aplicarse de manera más descarnada, con menos matices. Ya se tuvo en Cataluña un anticipo de lo que el PP haría a escala estatal: una ofensiva brutal contra la enseñanza y la sanidad públicas y contra el conjunto de bienes comunes gestionados por el Estado. Esta ofensiva ya ha empezado a nivel estatal. El Estado recupera así de manera abierta su carácter de clase y se convierte en una máquina de liquidación de bienes públicos y en un gigantesco "cobrador del frac" que garantiza, a veces con métodos poco elegantes, el pago de la deuda pública o privada a las instituciones financieras y demás titulares de capital financiero. En cierto modo, nada nuevo respecto de lo que ya hiciera el PSOE, salvo una radicalización de las medidas de "austeridad" según el ya conocido sendero griego, que con toda seguridad el PSOE se habría visto obligado a tomar cabo en la hipótesis improbable de que hubiese ganado las elecciones. En lo esencial PSOE y PP tienen la misma política, porque en realidad no es su política, sino la dictada por el capital financiero. La más clara demostración de que no se trata de una "política" sino de la mera administración de la explotación financiera de la riqueza social la tenemos en aquellos casos como el italiano o el griego donde los ejecutivos están presididos por representantes directos de la banca y de las instituciones financieras. Hombres como Monti o Papadimos se presentan como "técnicos" y no ya como políticos, pero son los agentes directos de una "dictadura comisaria" del capital.

La alternancia izquierda-derecha carece así de cualquier contenido real a nivel social o económico. Para preservarla y para mantener con ella la "legitimidad" de la representación política en la partitocracia española, hay que desplazar la diferenciación a otro terreno que no es ya el económico sino el de las "costumbres". En este terreno, las "conquistas" de Zapatero corren hoy grave peligro, pues sólo en ese terreno, puede visibilizarse el "cambio" del PP. La jerarquía eclesiástica y el PP tienen abiertamente entre sus objetivos la reforma o la derogación de leyes como la del aborto o la del matrimonio gay  que afectan al control biopolítico de la esfera de la reproducción. También en el terreno de la reproducción ideológica, es esencial en el caso español que la privatización progresiva de la enseñanza se vea acompañada por el control cada vez mayor de la Iglesia Católica sobre este negocio. En este aspecto, la polémica sobre la asignatura de "educación para la ciudadanía" es reveladora. La asignatura se planteaba como un contrapeso laico y cívico al adoctrinamiento religioso practicado en las escuelas a través de la asignatura de religión. La Iglesia siempre vio con recelo esta amenaza a su monopolio y acusó al goberno de Zapatero -sin ningún sentido del ridículo- de querer adoctrinar con ella a niños y adolescentes. Hoy, el nuevo ministro de educación se plantea suprimirla devolviendo así el monopolio ideológico a la doctrina católica.

Son sumamente ilustrativas del cambio ideológico que vivimos unas recientes declaraciones de la Viceconsejera de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Patricia Flores, en las que se preguntaba si "tiene sentido que un enfermo crónico viva gratis del sistema". A nadie escapa que una racionalización del sistema conforme a este planteamiento condenaría a muerte a numerosas personas y degradaría la calidad de vida de otras muchas. Esto parece contradictorio con el planteamiento de una corriente ideológica católica en la que se enmarca el PP, que defiende el "derecho a la vida" para oponerse al derecho al aborto. Sin embargo, la contradicción no es tal. Si se atiende a que la misma derecha católica también se opone al derecho a optar por una muerte digna, se puede inferir que lo que defiende el PP es una especie de autoritarismo biopolítico en el que la vida es obligatoria: es ilícito según este planteamiento no dar la vida o quitarse a sí mismo la vida, porque la vida es un don de Dios. Esto no significa, sin embargo que, los enfermos crónicos tengan derecho a asistencia para mantenerse en vida, pues con ello no cumplen la obligación de estar vivos mientras Dios lo quiera, sino que se aferran a un sospechoso y económicamente costoso deseo de vivir. A lo que se oponen estas políticas oscurantistas del PP es a la libertad del individuo de elegir en lo que a la vida se refiere, tanto respecto a su propia vida como a la vida que puede dar. La vida, según este planteamiento es obligatoria para el individuo, pero ello no implica que el poder no pueda dejarlo morir, sobre todo si ello va en interés de la austeridad y del pago de la deuda. La única vida verdaderamente tutelada es la que el poder puede imponer como obligatoria.

No cabe duda de que, movido por la misma prioridad de dar "seguridad" a los mercados, un hipotético gobierno del PSOE también habría recortado -como ya se hizo en Grecia con el gobierno socialdemócrata de Papandreu- la financiación de los tratamientos para los enfermos crónicos. Probablemente habría intentado disimular y maquillarlo como una racionalización administrativa, pero lo habría hecho. La diferencia del PP con el PSOE es que el PP es capaz de asumir ideológicamente estas medidas, de convertir lo que era para la pseudosocialdemocracia una especie de imperativo natural en una auténtica virtud moral en nada reñida con la racionalidad económica. Si el PSOE consideraba el imperio del capital financiero como una fatalidad natural, el PP lo interpreta como una virtud teológica, como el fuego donde todos purgamos el pecado de la deuda. Entre las necesidades de la naturaleza y  de la teología, lo que ha desaparecido es la política.