jueves, 13 de diciembre de 2018

El Estado contra la política (reseña)

El título del último libro de Emmanuel Rodríguez, La política contra el Estado (Madrid, Traficantes de sueños, 2018) suena a día de hoy como una paradoja: ¡cómo va a ser posible pensar un política contra el Estado, cuando toda política se concibe dentro del Estado!. Puede ciertamente pensarse una política dirigida contra un Estado determinado, pero siempre desde la referencia a otro Estado como punto de llegada. Puede también pensarse, como lo hace el joven Marx, y probablemente también cierto Marx maduro, llevados ambos de ensueños saintsimonianos, una desaparición a la vez del Estado y de la política en la que “la administración de los hombres queda sustituida por la administración de las cosas”. Afortunadamente, hay bastante en este trabajo constantemente replanteado que es la obra de Marx para criticar esa escalofriante ilusión. Lo que, en el paradigma actual del pensamiento político es apenas pensable es que exista una política fuera del Estado, o más aún, que en realidad solo exista política en ese fuera del Estado y que el Estado sea en cambio un potente instrumento de despolitización de la sociedad. El libro que comentamos navega pues a contracorriente a fin de recuperar ese terreno de la política sin el Estado que, en los inicios del movimiento obrero y en algunos momentos de crisis revolucionaria que sacudieron la modernidad capitalista pudo parecer una evidencia.

Apuntan los primeros capítulos del texto a esos momentos hoy lejanos en que fue posible para el movimiento obrero y para las clases populares pensar la construcción de un mundo al margen del capital y de su Estado. Es algo en lo que existió un acuerdo bastante amplio entre anarquistas y socialistas, más allá de sus importantes diferencias: era preciso, para acabar con la explotación capitalista crear espacios sociales ajenos al orden capitalista, espacios de convivencia, de solidaridad, incluso de producción material y de educación. El florecimiento de sindicatos, clubes, casas del pueblo, ateneos, mutuas, círculos, bibliotecas populares, etcétera que se dio a finales del siglo XIX y aún a principios del XX tenía por objetivo crear una nueva sociedad y una nueva cultura obrera, heredera de las Luces burguesas, de su filosofía y de su ciencia, pero independiente del mando capitalista. Se trataba de llegar a tal acumulación de fuerzas a nivel social que el mundo de los trabajadores pudiera prescindir del de la burguesía, rompiendo con él ya sea mediante la huelga general o, incluso mediante una arrolladora victoria electoral de la socialdemocracia.

Esta perspectiva de lo que denominaba el anarcosindicalista francés Émile Pouget “acción directa” fue progresivamente abandonada y solo pervivió en los movimientos anarquistas. La política socialista -y posteriormente comunista- terminó decantándose exclusivamente a favor de una estrategia de conquista del poder político por el partido obrero. La autonomía política de los trabajadores quedó supeditada a la hegemonía política del partido hasta desaparecer casi completamente. Solo en los episodios insurreccionales volvió a emerger la autonomía bajo la forma de los soviets, los consejos obreros, etc. o en las colectivizaciones y las experiencias de autogestión de la revolución española. Sin embargo, todas estas experiencias acabaron siendo sometidas a la línea de los partidos de vanguardia y a una política centrada en el Estado.

Emmanuel Rodríguez, a lo largo de los capítulos centrales de su libro repasará la larga historia del olvido de la autonomía. Una historia que es la de la autonomía de lo político, que se confunde con la del mito del Estado como autofundación jurídica del derecho. Desde la revolución conservadora a las doctrinas del Estado de derecho nos encontramos con teorías que fundan el derecho en un hecho ya jurídico, sea esta la decisión legisladora del soberano conforme al planteamiento decisionista de la “revolución conservadora” que se refleja en obras como la de Donoso Cortés o Carl Schmitt, sea la subsunción conforme a derecho de toda norma bajo una norma jurídica de rango superior según el normativismo de Kelsen. Lo que describe minuciosamente el libro que comentamos son los vericuetos de este círculo cerrado que es una política basada en el derecho y el Estado. Vericuetos que tienen sus gloriosos antecedentes en las doctrinas contractualistas del siglo XVII en las que el origen del derecho se situaba desde el principio en un acto jurídico como es el contrato. Toda la doctrina jurídica y política de la modernidad burguesa hasta nuestros días se dirige a mantener este cierre, a impedir con él que se piense el origen histórico del derecho y el Estado, así como las dinámicas internas a la multitud, las formas diversas de cooperación -tanto igualitarias como jerárquicas- que producen la ilusión del Estado como orden jurídico que se funda a sí mismo. La historia de la izquierda, sobre todo marxista, ha seguido de cerca estas pautas sentadas por el pensamiento teórico y la ideología del Estado burgués. Con honrosas excepciones como las que representan el pensamiento a contracorriente de Pashukanis, Althusser o el último Poulantzas. En casi todos los demás casos, la izquierda, incluso radical, ha sido presa de los dispositivos de normalización estatal, incluso, con consecuencias a menudo trágicas, durante los episodios revolucionarios. Si algo puede echarse de menos dentro de la recapitulación del pensamiento político moderno que hace este libro, es alguna alusión a la línea alternativa del pensamiento político moderno. Esta es la que en términos de Antonio Negri constituye la línea maldita de la modernidad, la que considera el poder desde el punto de vista de la rigurosa inmanencia como relación y como correlación de fuerzas, al margen del problema de la legitimidad: la línea Maquiavelo-Spinoza-Marx, enfrentada a la línea “bendita” Locke-Rousseau-Hegel. Esto habría permitido comprender mejor cómo muchas posiciones de la línea bendita constituyen respuestas a las de la línea maldita y subterránea y cómo la problemática jurídico-política de la modernidad no se ha constituido sin antagonismo.

Consideración aparte merecen en el libro las tesis sobre la clase media. La clase media se presenta como un producto del Estado, un producto que es a la vez el asiento material de la estabilidad y la legitimidad del propio Estado. La clase media se convierte así en la forma que adopta a través del Estado total y el Estado social del siglo XX, el mito de la autofundación del Estado. Más allá de las luchas de clases, la clase media se presenta a sí misma como un orden jurídico y como el fundamento mismo del orden jurídico. Si tomamos como referencia la tripartición que hace Carl Schmitt de los tipos de pensamiento jurídico entre decisionismo, normativismo y pensamiento del orden concreto, que constituyen formas de autofundación del derecho y del Estado, la clase media sería la materialización de una fundamentación del derecho en un “orden concreto” basado en la redistribución controlada de poder y recursos a través del Estado como medio de autorreproducción de este y del orden social capitalista. La clase media es así un dispositivo clave de normalización y estabilización, de ahí que las crisis capitalistas se vivan como crisis de “la economía” y de la “clase media” y no ya como efectos de la lucha de clases. La lucha de clases queda ocultada tras el dispositivo clase media, pero esto no la hace desaparecer. La lucha de clases sigue produciendo efectos a través de este dispositivo y de sus mediaciones económicas, políticas y jurídicas como una “causa ausente”, ausente tal vez por no existir sino a través de su realización en y por esas mediaciones que pretenden haberla abolido.

En otros libros del mismo autor el dispositivo clase media ha sido correctamente utilizado a la hora de explicar fenómenos complejos como la transición política española o el 15M. La constitución de una clase media como dispositivo a la vez ideológico y material de ocultación de la lucha de clases y de correlativa legitimación del Estado es una de las claves que permite pensar la derrota de la autonomía obrera en la transición o la normalización del 15M en la política institucional de Podemos o de los diversos institucionalismos. Sin embargo, no hay que tomar la clase media como una realidad, sino como un dispositivo ideológico-material. Cuando no se hace esta distinción se acepta una supuesta realidad objetiva de la clase media al margen de su función de normalización y de legitimación del orden capitalista como Estado, con lo que hace mutis por el foro el carácter capitalista de ese orden, desaparecen las relaciones sociales de producción capitalistas, se desvanecen la explotación y la lucha de clases. Se corre así el riesgo de que la política se convierta en una suma de demandas unidas por una lógica equivalencial bajo un significante vacío en “un laclausismo al revés”. A pesar de que se defiende una política “de parte”, un concepto de la multitud no atravesado por la lucha de clases y no inscrito en el marco concreto de las relaciones de producción capitalistas vigentes y de su modo de acumulación actual corre el riesgo de fomentar una ilusión inversa a la de la autonomía de lo político: la “autonomía de lo social”.

A falta de una perspectiva estratégica que tenga en cuenta la realidad efectiva, el sustrato material -a la vez que el resultado- del dispositivo “clase media” que no es sino la fuerte dispersión espacial, temporal, cultural, sexual, etc. del trabajo vivo en nuestro días, sería imposible plantearse no ya una salida del capitalismo, sino formas efectivas de resistencia. Una de las grandes virtudes del planteamiento de Emmanuel Rodríguez es que permite responder a las políticas de la identidad de clase que hoy proponen las izquierdas de Estado, pero su inconveniente es que, una vez abandonado un concepto sociológico de las clases, abandona también como si lo uno implicase lo otro, la propia lucha de clases. Ahora bien, la lucha de clases no es el enfrentamiento entre dos grupos preexistentes, sino una fractura social originada en las relaciones de producción capitalistas. El que la clase media haya borrado los perfiles sociológicos de las clases no implica que no exista lucha de clases, por mucho que en la fase actual esta produzca y reproduzca un proletariado disperso, múltiple, multitudinario. Es posible pensar el antagonismo social a través de la clase media y del Estado, pero para ello es necesario extraer todas las consecuencias del hecho de que la clase media no es el fin de la lucha de clases, sino el efecto imaginario, ideológico, de la lucha de clases en tiempos de dispersión del trabajo vivo. Un efecto que no cabe atribuir al propio Estado (que forma parte de la ilusión) pues como afirma correctamente Emmanuel Rodríguez: “la clase media es el Estado.”

Ni estrategia ni socialismo. Una lectura althusseriana de Laclau

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Ni estrategia ni socialismo. Una lectura althusseriana de Laclau



Juan Domingo Sánchez Estop


Nos encontramos hoy en varias zonas del mundo al final de un ciclo marcado, ya sea por la acción de gobiernos progresistas de corte populista como en América Latina, ya sea, como en Europa, por movimientos sociales que han traducido la resistencia a la crisis de las clases medias en lenguaje populista. En este contexto definido por el bloqueo o la descomposición de procesos políticos que fueron prometedores es patente la necesidad de pensar la estrategia política y de hacerlo desde el materialismo, esto es desde el reconocimiento de que toda lucha de clases separada de la estrategia política es ciega y que toda estrategia política desligada de la base material que se expresa en la lucha de clases es vacía. La referencia a Ernesto Laclau en este contexto se hace indispensable, en la medida en que muchos de los actores de los mencionados procesos intentaron y aún intentan pensar su práctica política dentro del marco teórico establecido por la obra del pensador populista argentino o en problemáticas muy cercanas. No es aquí nuestra intención hacer una crítica política -que sería seguramente posible y muy necesaria- de las posiciones de Laclau sino discutir algunas de las tesis teóricas en las que se sostienen esas posiciones. Estas tesis fueron desarrolladas en obras como Hegemonía y estrategia socialista (1985) o La razón populista (2005). Por motivos relativos a nuestra propia posición en la teoría y también por motivos internos a la obra de Laclau, discutiremos con estas tesis desde una perspectiva materialista de impronta althusseriana. Esto es particularmente pertinente si se tiene en cuenta que el punto de partida del postmarxismo laclausiano es una crítica de la relación entre la sobredeterminación por la que se rige el todo complejo estructurado que es la formación social según Althusser y la determinación “en última instancia” por la base material de la formación social en su totalidad y en sus distintas instancias.

1. Ruptura con el marxismo

La obra en la que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe consuman su ruptura con el marxismo es Hegemonía y estrategia socialista (1985). Su punto de arranque es una crítica demoledora del determinismo económico de raíz marxista destinada a posibilitar un nuevo planteamiento teórico y estratégico que tuviera en cuenta la complejidad y diversidad de los sujetos sociales en el capitalismo real de los años 80, así como la necesidad de reconocer la autonomía de lo político respecto de los determinantes económicos sin la cual era tarea imposible la integración en la teoría y en la práctica de las diversas potencialidades de los nuevos sujetos del cambio social. Idénticos objetivos, pero ya con el bagaje histórico de las experiencias neopopulistas de América Latina y en el marco de una reivindicación de la autonomía de lo político no frente al marxismo sino frente al consenso neoliberal, son los que 20 años después de Hegemonía, encontramos en La razón populista (2005).


Al logro de los mencionados objetivos se opone en el terreno del marxismo un materialismo que Laclau y Mouffe definen en Hegemonía y estrategia socialista (Laclau, Mouffe, 1987:15-80) en términos de determinismo economicista. Este materialismo se caracteriza por dos grandes rasgos: 1) su necesidad de afirmar una concepción determinista de la historia al considerar a esta como un epifenómeno de las contradicciones económicas, identificadas ya sea como contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el estancamiento de las relaciones de producción, ya por la contradicción entre las clases, esto es la lucha de clases que se da necesariamente en la base económica de las sociedades capitalistas, y 2) la dificultad que experimenta ese marxismo de la tradición a la hora de pensar la política en ese marco determinista y su necesidad, por consiguiente, de introducir en su problemática elementos voluntaristas, empíricos y subjetivos sin encaje posible en el determinismo económico. Si algo ha marcado al marxismo es, como muestran correctamente Mouffe y Laclau, la permanente búsqueda de una conciliación entre estos dos aspectos. Fue necesaria toda la sutileza teleológica de una concepción dialéctica de la historia unida al descaro práctico de las distintas burocracias políticas marxistas para conciliar ambos aspectos en un auténtico desafío a las apariencias, que hace de la política, a pesar de la experiencia histórica, una expresión directa de la base material y reduce la contingencia y aleatoriedad que acompañan a la política y la historia efectivas al despliegue necesario de una esencia económica.

Laclau es perfectamente consciente de que Althusser desarrolla ya desde sus primeras intervenciones teóricas recogidas en Pour Marx (La revolución teórica de Marx) y Lire le Capital (Para leer el Capital), una crítica radical de este planteamiento economicista que atribuye a la IIa y la IIIa Internacionales. Sin embargo, Laclau considerará esta crítica insuficiente pues los dos elementos fundamentales que permiten a Althusser desmontar el determinismo economicista, la sobredeterminación del todo y de cada una de las instancias de la formación social y la idea materialista de la determinación en última instancia por la base material no son compatibles. Afirman así Laclau y Mouffe :
Si el concepto de sobredeterminación no pudo producir la totalidad de sus efectos deconstructivos en el interior del discurso marxista, fue porque desde el comienzo se le intentó hacer compatible con otro momento central del discurso althusseriano, que es, en rigor, contradictorio con el primero: la determinación en última instancia por la economía (Laclau, Mouffe, 1987: 165).
Según Laclau, Althusser tendría que haber optado por uno de estos dos elementos presentados como los términos de una alternativa: o sobredeterminación o determinismo económico. Cualquier intento de mantener la determinación en última instancia junto a la sobredeterminación estaba, según el teórico argentino, condenado a traducirse “en última instancia” en una recaída en el determinismo y en una lógica esencialista devaluadora de la entidad y eficacia propia de las demás instancias de la formación social. La opción de Laclau consistirá en abrazar la sobredeterminación desligándola de cualquier tipo de determinación por la base material. Consecuencia de esta separación es la reducción de la realidad social y política a discurso y la consiguiente introducción de una contingencia generalizada y prácticamente ilimitada en la historia y la política. Historia y política ya no estarán determinadas por la economía, sino por la articulación de significantes asociados a demandas sociales unidas en “cadenas de equivalencia”. La asociación en una cadena de equivalencia de demandas desconexas carentes de cualquier fundamento que les sea a priori común se opera mediante la vinculación de los significantes que representan estas demandas con un término exterior carente de positividad propia que representa y posibilita el conjunto de la cadena, lo que después de Hegemonía, y explícitamanete en La razón populista (Laclau, 2005: 92-97) designará Laclau como “significante vacío”1.

La teoría de la hegemonía es para Laclau la base de una ontología social basada en el discurso. En el marco de esta ontología, la inversión del determinismo marxista, con la que se pretendía evitar todo tipo de esencialismo en favor de una libre contingencia, termina haciendo de la base material una contingencia política más, cuando no la ignora sin más teniéndola por ajena y externa a la teorización de lo social en términos de hegemonía. Consecuencia de esto será que resulte tan imposible pensar en el marco de la teoría de la hegemonía de Laclau las relaciones sociales de producción como imposible era en el determinismo marxista pensar la política. Dado que la crítica de la teoría althusseriana de la sobredeterminación es el punto de partida declarado de la teorización laclausiana de la hegemonía, es necesario, antes de pasar a exponer y criticar las posiciones de Laclau, aclarar qué entiende Althusser por sobredeterminación y determinación en última instancia.

2. Sobredeterminación
Es importante cuando se trata de comprender la ruptura de Laclau con Althusser fijarse en la reinterpretación que hace aquél de la “sobredeterminación”, que pasa de ser un concepto clave de la causalidad histórica a convertirse en un mero hecho de discurso. Laclau, como veremos, se apoyará para ello en el reconocimiento por parte de Althusser de su deuda hacia Freud, quien introdujo en el psicoanálisis el concepto de sobredeterminación para pensar el “trabajo” mediante el cual un trauma reprimido llega a representarse de manera enteramente transformada en los sueños. Althusser se vale del concepto de sobredeterminación para elaborar una concepción materialista de la contradicción en su artículo Contradicción y sobredeterminación (Althusser, 1967) . Se trata de una teoría de la contradicción que se libera de la ontología de la expresión hegeliana y de su entorno de categorías teleológicas como las de sujeto, negación y fines. Llega así Althusser al concepto de “contradicción sobredeterminada”, esto es a una contradicción que se manifiesta en una instancia del todo social, pero que desplaza otro tipo de contradicciones a la vez que las condensa convirtiéndose así en contradicción dominante. Huelga aclarar que la contradicción althusseriana, al tiempo que se desplaza entre diversas instancias determinando así cambios en la contradicción dominante que permiten distinguir la especificidad de las disitntas coyunturas, está siempre determinada por una contradicción “determinante” constitutiva de las relaciones de producción de una sociedad de clases. Esta contradicción determinante se expresa como lucha de clases y define el rasgo esencial de las relaciones de producción. Hay que aclarar que la lucha de clases solo es determinante, según una expresión de Engels recuperada y reinterpretada por Althusser, “en última instancia”. Esto no significa que exista una ley histórica “normal” que rija la lucha de clases en la instancia económica y que los distintos desplazamientos de dominancia sean excepciones a esa ley, meras anomalías, pues en un contexto de sobredeterminación no hay más que singularidades,, nada más quee xcepciones. Esto obedece a que, en realidad, la determinación en última instancia nunca funciona en estado puro o, en palabras de Althusser (1967: 93) “ni en el primer instante ni en el último, suena jamás la hora solitaria de la última instancia”.

La hora de esta instancia nunca llega porque la última instancia, que determina a todas las demás, es no menos que las otras una instancia sobredeterminada. Althusser explicará este hecho acudiendo al concepto de “causalidad estructural” conforme al cual 1) existe una eficacia de la estructura determinante sobre todas y cada una de sus instancias, pero 2) simultáneamente esta estructura determinante solo existe en tanto que está sometida a la eficacia sobre ella misma de las demás instancias del todo social. El todo social no es así ni un efecto ni una expresión de la base material, pues esta base no existiría sin la intervención de las demás instancias, esto es de la política, el derecho, la ideología, etc. No se trata de la existencia separada de una estructura que produce efectos sobre otras, sino de la eficacia de una estructura que solo tiene existencia “en sus efectos” (Althusser, 1969: 203). No existen así fuerzas productivas en abstracto, ni relaciones de producción desconectadas del todo de la formación social, ni en general una base material fuera de estos efectos necesarios.


Althusser revelará que este concepto de causalidad estructural tiene menos que ver con los campos de estudio relacionados con el estructuralismo o el psicoanálisis lacaniano que con una inspiración declaradamente spinozista2. El Dios de Spinoza servirá de modelo para la formación social tal como la piensa Althusser. El Dios de la Ética, en tanto que sustancia única es causa de sí mismo, pero solo lo es en cuanto lo es de todas las cosas en una serie infinita de registros del ser que expresan una esencia infinita en infinitos modos. Que Dios es causa inmanente significa así dos cosas: 1) que Dios se expresa en las cosas finitas que no son sino modos de Dios o Dios mismo en tanto que esas mismas cosas (Deus quatenus…), y 2) que las cosas finitas permanecen en Dios y lo constituyen como un proceso causal inmanente infinito.

Lo anterior nos permite comprender el sentido que puede tener la determinación en última instancia en Althusser. Esta no puede en modo alguno concebirse como la determinación de una instancia económica respecto de las demás instancias de la formación social. En realidad, lo que hace imposible este determinismo económico es la propia imposibilidad de que una economía sirva de fundamento al todo social. Nadie menos que Marx, en efecto, ha defendido un determinismo económico: Marx al levantar el materialismo histórico sobre el concepto de “relaciones sociales de producción” afirma contra la economía política la inexistencia de una economía en general como esfera autorregulada independiente de la historia (Althusser, 1969: 198). El concepto de relaciones sociales de producción es muy precisamente el marcador de la aleatoriedad histórica y política de todo orden económico y no el significante de un determinismo económico. Una vez se introduce este concepto, resulta imposible ya naturalizar las relaciones que rigen los ámbitos de la producción y del intercambio de riqueza. Para el Marx maduro existen solo las relaciones sociales de producción en plural, marcadas además por la aleatoriedad de su constitución y no por un orden de sucesión teleológico. La contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción se expresa “siempre ya” como lucha de clases y no como un proceso definido por una causalidad lineal que va de las fuerzas productivas a las relaciones de producción y a las demás instancias del todo social. Las relaciones de producción, además, no están determinadas por las posiciones relativas en el circuito económico de los agentes de la relación como podían estarlo en el Tableau économique de Quesnay, sino que los agentes de la relación son constituidos por la propia lucha de clases. La lucha de clases funciona así como motor de la historia en cuanto no es un proceso natural sino político, en el que se determinan y reproducen relaciones de poder. La lucha de clases como relación de producción sirve de base a las formaciones sociales de clase, pero también puede poner fin a estas al hilo de determinadas coyunturas marcadas por la acumulación de contradicciones sobredeterminadas.


3. Sobredeterminación en Laclau
La crítica de Laclau al esencialismo constituye uno de los pilares de su obra. Con ella pretende ir más allá de las formas limitadas de materialismo que, como el marxismo que se describe en Hegemonía, sometieron el devenir social al desarrollo de una esencia, y cayeron por ello en la trampa más sutil del idealismo. De ahí que Laclau (1993: 127) se proponga « reformular el programa materialista de un modo mucho más radical de lo que era posible para Marx. » Esta crítica, como hemos podido ver, la formula también Althusser, si bien en términos algo distintos. La diferencia entre Laclau y Althusser es que Laclau se propone liberar la sobredeterminación del lastre, supuestamente esencialista y metafísico, de la determinación en última instancia, mientras que Althusser insiste en asociar ambos elementos, haciendo de la base material la causa immanente (pero nunca presente como tal) de un todo social articulado en diversas instancias (Althusser, 1969: 203-204).

La liberación por parte de Laclau de la sobredeterminación respecto de la determinación en última instancia se presenta como un retorno a la fuente freudiana del concepto de sobredeterminación. La sobredeterminación (Überdeterminierung), que Freud había considerado característica fundamental de los sueños y base de la intrínseca polisemia de estos, tendría que conservar, según Laclau su función estrictamente lingüística o simbólica y no someterse al dictado de una determinación en última instancia que se presentase como « la verdad » de los múltiples significados del sueño. En efecto, si la determinación en última instancia fuese una « verdad de... », la sobredeterminación del significado del sueño quedaría arruinada, pues la pluralidad de determinaciones se reduciría a la unidad de una determinación última.3 Laclau aplicará el concepto de sobredeterminación a otro tipo de articulaciones de significantes distintas del « trabajo del sueño » y, en concreto, a las que, según él, configuran la realidad social. Dado que, a su juicio, la sobredeterminación solo es aplicable al ámbito discursivo, esto requerirá una gran operación de reducción del conjunto de la realidad social a discurso. La reducción discursiva permitirá independizar lo social de cualquier tipo de base material y afirmar la radical contingencia de las articulaciones discursivas que configuran la realidad social conforme a la lógica hegemónica. En cierto modo, Laclau opera una reducción de toda la realidad social a la política entendida como práctica de la articulación hegemónica, y a su vez de la práctica hegemónica a práctica discursiva.

Partiendo del todo social articulado en diversas instancias propio de la « tópica » de Marx, podemos decir que el empeño de Laclau consiste en 1) desconectar el todo social de la base « económica » y 2) concebir la sociedad como el resultado de una articulación hegemónica contingente. Las dos operaciones son coherentes entre sí, en la medida en que el todo social solo es un todo debido a la « determinación en última instancia » por la base económica, sin la cual las distintas instancias del todo serían esferas independientes cuya relación estaría gobernada por la más radical contingencia. Esta conexión contingente de las instancias es, por lo demás, el principio por el que se rigen las sociologías no marxistas como la de Max Weber o la teoría política de Carl Schmitt. Laclau, sin embargo, abandona esta problemática de las instancias para radicalizar aún más la desontologización y la contingencia de la realidad social. La idea de una diferenciación de instancias le resulta demasiado « esencialista » y, de lo que se trata es de pensar lo social como una práctica discursiva, única práctica capaz de satisfacer las condiciones de desconexión de la determinación económica (desontologización) y contingencia radical.

He aquí el conjunto de definiciones que sirven de punto de partida a la construcción hegemónica tal y como la entiende Laclau:

En el contexto de esta discusión, llamaremos articulación a toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica. A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso. Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elemento a toda diferencia que no se articula discursivamente(Laclau, Mouffe, 1987: 176-177).

Esta batería de definiciones altamente abstractas permite a Laclau introducir una serie de distinciones en su teoría del discurso, gracias a las cuales las relaciones entre elementos articulados se distinguen de las relaciones internas a un sistema cerrado como el sistema lingüístico. A diferencia de un sistema lingüístico, en el cual los distintos elementos se definen entre sí exhaustivamente mediante la oposición de una serie de rasgos, un discurso no agota las posibilidades de articulación entre sus elementos, pues estos son suceptibles de incorporarse en otros muchos discursos y no se reducen a momentos internos de un discurso determinado. Toda articulación crea, por consiguiente, una relación contingente e inestable, no sostenida por ningún tipo de esencia común a los elementos. Esto tiene como consecuencia en el terreno social que la sociedad como tal carezca de esencia, pues la propia sociedad es siempre el resultado de una práctica de articulación entre elementos que Laclau denomina « hegemónica ». Esta práctica articulatoria, clave del concepto laclausiano de hegemonía, unifica mediante relaciones de equivalencia una serie abierta de demandas sociales expresadas a través de lo que Laclau denomina « significantes flotantes », esto es de significantes cuyo sentido no está fijado en un sistema determinado y están disponibles para su incorporación a diferentes cadenas de equivalencia. Cuando una articulación hegemónica pone estos significantes flotantes en equivalencia, lo que hace es poner entre paréntesis sus diferencias y establecer la ficción de su comunidad, necesaria incluso para que entre ellos puedan definirse diferencias. El reto es pensar qué es lo que unifica la cadena de equivalencias:

El problema es, pues, en qué consiste ese algo idéntico, presente en los varios términos de la equivalencia. Si a través de la cadena de equivalencias se han perdido todas las determinaciones objetivas diferenciales de sus términos, la identidad sólo puede estar dada, o bien por una determinación positiva presente en todos ellos, o bien por su referencia común a algo exterior. Lo primero está excluido: una determinación positiva común se expresa en forma directa, sin requerir mostrarse en una relación de equivalencia. Pero la referencia común a algo exterior tampoco puede ser la referencia a algo positivo, pues en tal caso la relación entre los dos polos podría construirse también en forma directa y positiva, y esto haría imposible la anulación completa de diferencias que implica una relación de equivalencia total (Laclau, Mouffe, 1987: 218-219) .

La existencia de un sistema de diferencias tiene como condición la constitución de una cadena de equivalencias y la exclusión de esta cadena de toda una serie de elementos flotantes que no han podido incorporarse en la articulación y con los que los elementos articulados mantienen una relación de antagonismo. No hay así relación hegemónica que no sea a la vez antagónica. La sociedad es así, por un lado posible, en la medida en que puede establecerse una cadena de equivalencias y una articulación hegemónica inestable, pero no por ello es una realidad estable pues el antagonismo también se ve precarizado por la posibilidad siempre presente de la creación de nuevas equivalencias. Esta concepción no esencialista de lo social hace imposible pensar una sociedad como un todo dotado de una esencia, así como la existencia correlativa de instancias diferenciadas del todo social, por no hablar de una determinación en última instancia por la base material.

El principal reproche de Laclau y Mouffe al esencialismo es, como dijimos, el determinismo que de él deriva. El esencialismo pensaría la sociedad como un todo suturado, como un sistema en el que los distintos elementos se convierten en meros momentos internos de un todo cerrado en el que se determina diferencialmente su sentido. Laclau considera por el contrario que la propia existencia de un sistema de diferencias requiere un exterior así como el establecimiento dentro del propio sistema de una relación de equivalencia que lo fundamenta. Esta relación, como afirmará Laclau en obras posteriores a Hegemonía, solo podrá ser representada por un significante del que haya quedado excluida toda diferencia con los demás términos de la relación equivalencial : un « significante vacío ».

El postmarxismo de Laclau acaba así pareciéndose a una especie de inversión de ese mismo marxismo que denuncia por su incurable esencialismo. Por un lado, existe un elemento que unifica, en última instancia, aunque de manera inestable el conjunto del sistema : el significante vacío o la cadena equivalencial que este representa. Por otro, lo social aparece como esencialmente escindido al constituir la relación de equivalencia simultáneamente una relación de antagonismo con su exterior. En esa inversión, el laclausismo abandona cualquier consideración de la base material de la sociedad, así como el estudio de cualquier tipo de institución social y el antagonismo que se situaba en la lucha de clases se desplaza libremente al albur de las articulaciones contingentes de demandas. Al interesarse fundamentalmente por los procesos de articulación hegemónica, cuyos tiempos coinciden con los tiempos breves de la política, Laclau excluye de su problemática otras formas de articulación de lo social como las relaciones sociales de producción y el conjunto de instituciones en que estas se encarnan. Si las hubiera tenido en cuenta, le habría resultado difícil encajarlas en su marco teórico, pues se trata de los aspectos de la vida social que, según el materialismo histórico, son la “base material” ineludible del conjunto de las demás prácticas.

No es cierto, sin embargo, que Laclau reduzca lo discursivo al lenguaje o al sujeto : el discurso para Laclau se inscribe en dispositivos materiales, en prácticas que hacen intervenir cuerpos y objetos. Como afirman Laclau y Mouffe (Laclau, Mouffe, 1987: 182) :

El hecho de que todo objeto se constituya como objeto de discurso no tiene nada que ver con la cuestión acerca de un mundo exterior al pensamiento, ni con la alternativa realismo/ idealismo. Un terremoto o la caída de un ladrillo son hechos perfectamente existentesen el sentido de que ocurren aquí y ahora, independientemente de mi voluntad. Pero el hecho de que su especificidad como objetos se construya en términos de «fenómenos naturales» o de «expresión de la ira de Dios», depende de la estructuración de un campo discursivo. Lo que se niega no es la existencia, externa al pensamiento, de dichos objetos, sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia. 

De manera más precisa, y dando un ejemplo que tiene que ver con la producción material, Laclau definirá el discurso como la unión de prácticas lingüísticas y no lingüísticas :

Supongamos que estoy construyendo un muro con otro albañil. En un cierto momento le pido a mi compañero que me pase un ladrillo y luego pongo este último en el muro. El primer acto —pedir el ladrillo—es lingüístico; el segundo —poner el ladrillo en la pared— es extralingüístico. Al establecer la distinción entre los dos actos en términos de la oposición lingüístico/extralingüístico, ¿agoto la realidad de ambos? Evidentemente no, porque a pesar de su diferenciación en esos términos, ambas acciones comparten algo que permite compararlas, y es el hecho de que ambas son parte de una operación total que es la construcción de la pared. ¿Cómo caracterizamos entonces a esta totalidad, de la cual pedir el ladrillo y ponerlo en la pared son momentos parciales? Obviamente, si esta totalidad incluye dentro de sí elementos lingüísticos y no lingüísticos, ella debe ser anterior a esta distinción. Esta totalidad que incluye dentro de sí a lo lingüístico y a lo extra- lingüístico, es lo que llamamos discurso (Laclau, 1993: 111-145).


4. El imperativo de sentido

Las prácticas que acabamos de mencionar están dominadas por un imperativo de « sentido » , por lo cual solo pueden concebirse como discursivas, negándose toda pertinencia a lo extradiscursivo. Lo que sí hace Laclau por consiguiente, es reducir toda práctica a discurso impulsado por el imperativo de sentido. Laclau responderá a las críticas de Norman Geras (Geras, 1987: 40-82) sobre su “idealismo” en un artículo coescrito con Chantal Mouffe titulado Postmarxismo sin pedido de disculpa , cuya tesis central es que no existen prácticas sociales no discursivas :

 Nuestro análisis rechaza la distinción entre prácticas discursivas y no discursivas y afirma: a) que todo objeto se constituye como objeto de discurso, en la medida en que ningún objeto se da al margen de toda superficie discursiva de emergencia; b) que toda distinción entre los que usualmente se denominan aspectos lingüísticos y prácticos (de acción) de una práctica social, o bien son distinciones incorrectas, o bien deben tener lugar como diferenciaciones internas a la producción social de sentido, que se estructura bajo la forma de totalidades discursivas. (Laclau, 1993: 111-145)

Sin embargo, este imperativo de discursividad puede entenderse de dos maneras : o bien el discurso es el todo de esa práctica, o bien esa práctica tiene un aspecto discursivo necesario pero no exhaustivo. El discurso sería en este segundo caso « algo de la práctica social » sin identificarse con esta. Es importante esa distinción, pues si bien toda práctica tiene necesariamente una dimensión lingüística, lo que determina las prácticas humanas no es el sentido, sino un orden de causalidad social que se inscribe en el marco más amplio de la causalidad natural. Si Laclau es idealista, no es un idealista del sujeto o de la idea, sino un idealista del sentido. Ahora bien, un idealismo del sentido excluye las prácticas humanas del orden de los fenómenos naturales comunes estableciendo un orden del sentido y del discurso situado al margen del orden general de la naturaleza. El sentido, para Laclau, no puede, por consiguiente, ser un efecto de otras realidades sin sentido, sino necesariamente, el principio mismo de toda realidad. El sentido es originario.

Esto tiene una consecuencia inmediata : si bien Laclau niega que el sujeto de la construcción hegemónica sea un sujeto fundacional o trascendental, no es menos cierto que el discurso de Laclau se basa en una interpelación al lector, interpelación que constituye su argumento definitivo : ¿Cómo puedes conocer la realidad fuera del discurso y del sentido ? Este Laclau que se erige en sujeto de una interpelación, interpela a un sujeto donante de sentido, que no figura en su texto, pero que lo sostiene desde su exterior, el sujeto que tiene que decidir entre una descripción conductista de una acción y una descripción de esta misma acción en términos discursivos :

De todos modos, es al lector a quien corresponde decidir de qué modo podemos describir mejor la construcción de un muro: o bien partiendo de la totalidad discursiva de la que cada una de sus operaciones parciales es un momento provisto de sentido, o bien usando descripciones tales como: X emitió una serie de sonidos; Y dio un objeto cúbico a X; X incorporó este objeto cúbico a un conjunto de otros objetos cúbicos, etcétera (Laclau, 1993: 115).

O bien aceptamos una práctica « con sentido » o bien acabamos en el ridículo de una descripción puramente behaviorista. Lo que descarta aquí el argumento ad hominem que nos dirige Laclau es la posibilidad de que la práctica realizada por unos sujetos formados en y por el discurso se inscriba en otras relaciones más amplias, en las que el discurso mismo es aspecto parcial y a la vez efecto de un proceso social y natural que lo determina. No existen para Laclau ni una naturaleza no discursiva, ni una ciencia que, accediendo a lo que no tiene sentido para nosotros, sea capaz de conocer la naturaleza y el modo en que las sociedades humanas se ven determinadas por ella. Por este motivo, frente a la distinción entre ciencia e ideología en la que la ciencia se ve al menos parcialmente liberada de la ideología, Laclau opta por el anarquismo epistemológico que ignora esa distinción y la ahoga en el sentido :

Si no hubiera seres humanos sobre la Tierra, estos objetos que llamamos piedras estarían pese a todo allí; pero no serían “piedras” porque no habría ni mineralogía ni un lenguaje capaz de clasificarlos y de distinguirlos de otros objetos. No necesitamos detenemos largamente en este punto. Todo el desarrollo de la epistemología contemporánea ha establecido que no hay ningún hecho cuyo sentido pueda ser leído transparentemente. La crítica de Popper al verificacionismo ha mostrado que no hay ningún hecho que pueda probar una teoría, dado que no hay garantías de que ese hecho no pueda ser explicado de un modo más adecuado —es decir, determinado en su sentido— por una teoría posterior y más comprensiva. (Esta línea de pensamiento ha ido mucho más allá de los límites del popperismo: baste mencionar el avance representado por los paradigmas de Kuhn y por el anarquismo epistemológico de Feyerabend) (Laclau, 1993: 117).

Consecuencia de este anarquismo epistemológico es que resulte imposible distinguir entre un conocimiento científico y un prejuicio supersticioso, pues ambos dependen de clasificaciones de la realidad de carácter discursivo, esto es determinadas por el sentido :

Un terremoto o la caída de un ladrillo son hechos perfectamente existentes en el sentido de que ocurren aquí y ahora, independientemente de mi voluntad. Pero el hecho de que su especificidad como objetos se construya en términos de «fenómenos naturales» o de «expresión de la ira de Dios», depende de la estructuración de un campo discursivo. Lo que se niega no es la existencia, externa al pensamiento, de dichos objetos, sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia (Laclau, Mouffe, 1987).

El epistemólogo francés Gaston Bachelard consideraba en La formación del espíritu científico que la sobredeterminación, entendida como exigencia de reconocer una multiplicidad contingente de causas y de sentidos a las realidades naturales, tal y como lo hacen la magia o la astrología, que ponen en relación las virtudes de los astros, de los minerales o de los órganos del cuerpo humano, era uno de los principales resortes del pensamiento no científico, y como tal un obstáculo al desarrollo del conocimiento racional. Sostiene Bachelard que la sobredeterminación en estos contextos de indefinición enmascara la determinación:

Y si se quiere juzgar acerca de las dificultades de la formación del espíritu científico ¿no ha de escrutarse ante todo a los espíritus confusos, tratando de trazar los limites entre el error y la verdad ? Ahora bien, nos parece muy característico que en la época precientífica la supradeterrnínación llegue a enmascarar a la determinación. Entonces lo vago se impone a lo preciso (Bachelard, 2000: 107).

Y de manera aún más tajante afirma el epistemólogo francés (Bachelard, 2000: 106)  : «todo pensamiento no-científico es un pensamiento supradeterminado. » Sin embargo, todo pensamiento sobredeterminado (supradeterminado) no es necesariamente un pensamiento ajeno a la racionalidad científica. Es posible un lógica de la sobredeterminación que se reconozca a sí misma un exterior, una determinación. Solo de este modo se puede evitar incurrir en el delirio del sentido resultante de esta forma de conocimiento que se identifica con el reconocimiento exhaustivo de un sentido del mundo por parte de un sujeto.

Para la ideología del discurso, todo debe tener sentido, todo debe tener sentido para un sujeto. Opera en esta ideología una matriz común a los diferentes discursos ideológicos : la teleología, la idea de que toda realidad está ordenada a fines, entre los cuales está el ser conocida gracias al sentido que alberga. Spinoza fue el primero en describir esta matriz de la ideología que él denomina imaginación en el apéndice de la primera parte de la Ética. En este texto, afirma que la idea de fines en la naturaleza procede del hecho de que deseamos y somos concientes de nuestro deseo, pero ignoramos enteramente las causas de este. Esto nos encierra en un laberinto de sentido en el que solo « conocemos » lo que tiene alguna finalidad para nosotros y que otro sujeto ha hecho para nosotros. Solo conocemos, en el delirio teleológico basado en una proliferante multiplicación y articulación del sentido, aquello que tiene estructura discursiva. Esto nos hace invertir el orden de la naturaleza y hacer de las causas efectos, y viceversa, al pensar que la naturaleza y Dios mismo nos acompañan en nuestro delirio4. Existe, sin embargo, una salida de este laberinto del sentido, es posible según el autor de la Ética, situarse en otro espacio no dominado a priori por el sentido y en el que podemos conocer las relaciones constitutivas de la naturaleza sin referencia alguna a un sentido preexistente : se trata de la matemática (mathesis) y de otras prácticas caracterizadas por ser ajenas a la teleología entre las que habría que situar probablemente la propia ética y la política spinozistas, teorías de la práctica singular y de la coyuntura y no de los fines del hombre o de la colectividad.

5. El sujeto oculto del sentido y la política del laclausismo

El laclausismo no solo tiene consecuencias epistemológicas, sino también políticas. La propia operación articulatoria se nos presenta como una operación sin sujeto declarado, y, sin embargo, detrás del significante vacío se sitúan grupos humanos e individuos perfectamente reales que actúan como agentes de la interpelación ideológica que sirve de base a la cadena de equivalencias. Alguien dice : « Tú eres un X situado bajo el significante Y ». Ese alguien que interpela es un sujeto escamoteado, un grupo dominante que no dice su nombre. En la historia del marxismo -del peor marxismo- existe un precedente de esta forma de ocultación de la dominación de clase y la dominación política bajo un significante vacío. La constitución soviética de 1936 va precedida por una introducción de Stalin en la cual este afirma una paradoja : la desaparición de todas las clases explotadoras (nobleza, burguesía, etc.) y la permanencia del proletariado y el campesinado pobre como clases explotadas. Cuando el marxismo afirma que la propia existencia de una clase explotada depende de su relación con una clase explotadora, Stalin convierte al proletariado en una realidad meramente sociológica y despolitizada, ajena a la lucha de clases. En el mismo texto en que afirma la pervivencia de las clases explotadas, Stalin nos ofrece, sin embargo, una clave importante para arrojar luz sobre este misterio : entre las clases que « quedan » está la « intelligentsia », esto es el conjunto de intelectuales que dirige el partido y el Estado. Dejemos la palabra a Stalin:

La clase de los terratenientes, como es sabido, fue ya suprimida gracias a la victoria obtenida en la guerra civil. En lo que respecta a las demás clases explotadoras, han compartido la suerte de la clase de los terratenientes. Ya no existe la clase de los capitalistas en la esfera de la industria. Ya no existe la clase de los kulaks en la esfera de la agricultura. Ya no hay comerciantes y especuladores en la esfera de la circulación de mercancías. Todas las clases explotadoras han sido, pues, suprimidas. Queda la clase obrera.
Queda la clase campesina.
Quedan los intelectuales. (Stalin, 2013: 11-12)


Bajo la máscara del saber, la intelligentsia (“los intelectuales”) hace las funciones de una nueva clase dominante. El laclausismo describió correctamente la posición de saber-poder propia de los dirigentes marxistas (Laclau, Mouffe, 1987: 97-98), pero lo hizo para reproducirla de otra manera, pues el nuevo dirigente populista no es quien posee un saber sobre la sociedad, sino quien tiene un saber sobre el discurso y la producción de sentido. El dirigente marxista se legitimaba por la ciencia, el populista por su capacidad de producir un discurso ideológico hegemónico, de ser él mismo el centro vacío de ese discurso.

La teoría laclausiana del discurso constituye una fenomenología de lo ideológico desde el interior de la propia ideología, desde el sentido. Laclau desarrolla, desde dentro de la ideología y a partir de sus mecanismos de interpelación, un auténtico discurso de la ideología que es un discurso sin exterior. El discurso se convierte así en fundamento no confesado de la realidad, algo así como la economía para el marxismo vulgar. El discurso no tiene un exterior enunciable, pues un discurso es algo que tiene necesariamente sentido para un sujeto a su vez constituido como sujeto por el propio discurso que lo interpela. Esa carencia de exterior hace imposible inscribir el discurso en un orden causal general, en el orden de la naturaleza. El discurso se convierte así en la materia de la que está hecho nuestro mundo, algo que considera el propio Laclau como irreductible e incondicionado, pues cualquier intento de determinar las causas del discurso obligaría a salir fuera del ámbito de lo que tiene sentido. Por esta razón, Laclau desestima como no pertinente cualquier oposición ideología- razón o ideología-ciencia. Solo existe el sentido, la ideología, el discurso como portador de sentido y la ciencia es un mero pliegue interno de la ideología, nunca un posible exterior del sentido y del discurso.

Una posición filosófica nunca tiene efectos políticos directos. La eficacia de la filosofía radica en su capacidad de abrir o cerrar posibilidades de acción, perspectivas prácticas. Consideramos la obra de Laclau como una obra filosófica en cuanto no se refiere directamente a objetos sociales sino a las condiciones de posibilidad de esos objetos. Desde este punto de vista la teoría de Laclau no nos dice gran cosa sobre cómo están hechas nuestras sociedades sino sobre el modo en que en ellas, a través del discurso se organiza el sentido. Este sentido se articula en cadenas de equivalencia hegemónicas y Laclau nos invita a pensar el conjunto de las realidades sociales en términos de hegemonía. Lo que de sociedad existe -la sociedad como tal no existe, pues carece de esencia propia- es según Laclau constructo discursivo hegemónico.

Incluso la esfera « económica » está marcada, en tanto que hecho social por la articulación hegemónica, por la politización que constituye lo social (Laclau, Mouffe, 1987: 135). Laclau parece con esto haber liberado un amplio espacio para la acción política de los movimientos de emancipación social que no quedan ya supeditados a los estrechos límites del socialismo clùasico y la política supuestamente de clase. Pensar esta posibilidad abre ciertamente posibilidades prácticas pues entraña una enorme flexibilidad a la hora de constituir articulaciones hegemónicas. Prácticamente casi todo es posible bajo un significante vacío : desde las reivindicaciones de los más variados grupos sociales, a las ideologías e intereses más contrastados. Prueba de esta enorme capacidad de aglutinación es un movimiento político como el peronismo con sus facciones que iban desde la izquierda radical a la extrema derecha. Una organización política que se dota de esa enorme flexibilidad puede, pues, constituirse en fuerza hegemónica con mayor facilidad que otra que estuviera atada por vínculos esencialistas con determinadas fuerzas sociales. El laclausismo permite poner término desde la representación política a esa enojosa dependencia social.

Por lo demás, al no existir una base material de las formaciones sociales, sino una economía que es un espacio más de la articulación hegemónica sin ningún privilegio particular, la economía se encuentra en una extraña situación. Por un lado, lo económico es también directamente objeto de la lógica hegemónica y, por consiguiente, determina « posiciones de sujeto » como la de trabajador o capitalista que « funcionan » dentro del orden vigente como elementos relativamente dóciles de este.La explotación puede acontecer, pero no la considera Laclau un momento antagónico, por lo cual no muestra ningún interés por las resistencias al mando capitalista. Estas no tienen sentido político si no se articulan en una trama hegemónica, poniéndose en equivalencia con otras muchas. Por otra parte, la resistencia de los trabajadores solo puede existir como « demanda » dirigida a un poder, nunca como acción propia de la clase. De este modo, el laclausismo se ve encerrado en una lógica que le impide superar las relaciones de producción capitalistas que su paradigma teórico hace estrictamente impensables como tales y obliga a pensar la economía como algo ahistórico, no tanto por su fijeza denunciada por Marx en la economía clásica, sino por su extrema fluidez.

Esto impide, por consiguiente, fijarse una estrategia política de transformación radical de las relaciones sociales de producción. La estrategia que se propone Laclau no puede por consiguiente ser ni estrategia propiamente dicha, pues la contingencia de la construcción hegemónica hace imposible pensar determinaciones materiales y tiempos largos, ni menos aún « socialista », pues es imposible transformar unas relaciones sociales de producción que no se está en condiciones de tan siquiera considerar. Queda de todo esto desde el punto de vista político una teorùia del discurso de la ideología que se confunde con su propio objeto, convirtiéndose en una ideología del discurso. Ahora bien, esa ideología, como toda ideología, invisibiliza para los sujetos sus propias relaciones sociales sustituyéndolas por una fantasmagoría política y jurídica ajena a toda base material efectiva. De ahí que la única política laclausiana sea una política de conquista de la igualdad y de los derechos dentro del marco del Estado capitalista democrático. No es de despreciar este tipo de conquistas, pero es abusivo denominarlas socialistas. Todo ello sin olvidar que, si las luchas sociales se concretan en demandas, estas son dirigidas a un mando político que es el constituido a través de la articulación hegemónica cuando esta tiene éxito. De tal modo que la « radicalidad democrática » no resulta separable de una relación de mando y obediencia, de intercambio de la satisfacción de demandas (dentro de los límites ya indicados) por obediencia. Desde este punto de vista, el laclausismo acompaña bien el recambio de élites políticas -más o menos progresistas- pero obstaculiza la perspectiva de una transformación real efectiva. Es una teoría que, en el mejor de los casos permite producir leviatanes filantrópicos y, en el peor otros tipos más peligrosos de la especie Leviatán.

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Bibliografía
Althusser, L.(1975). Elementos de autocrítica. Barcelona: Laia
Althusser, L. (1967). La revolución teórica de Marx. México: Siglo XXI
Althusser, L. Balibar É. (1969). Para leer el Capital. México: Siglo XXI
Bachelard, Gaston (2000). La formación del espíritu científico. México: Siglo XXI
Geras, Norman (1987). Post-marxism?, New Left Review, I/163, 40-82
Laclau, E, (1996). Emancipación y diferencia, Buenos Aires: Ariel
Laclau, E.; Mouffe, C. (1987). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI
Laclau, E. (1993) Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires: Nueva Visión
Laclau, E. (2005) La razón populista, México: Fondo de Cultura Económica
Spinoza, Baruch (1975), Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid: Editora Nacional
Stalin, J. (2013 ) Sobre el proyecto de Constitución de la Unión Soviética, Informe ante el VIIIº Congreso Extraordinario de los soviets de la Unión Soviética 25 de noviembre de 1936. Ciudad de edición no indicada: Bitácora Marxista-Leninista



1 Laclau dará mayor desarrollo a este concepto en el artículo: “¿Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?” incluido en el volumen Emancipación y diferencia (Laclau, 1996: 69-86)
2 cf. Althusser, 1969: 202. Años después, en sus Elementos de autocrítica (Althusser, 1975:44): “Si no fuimos estructuralistas, podemos decir ya por qué; por qué parecimos serlo, pero sin serlo, y por qué este singular malentendido. Fuimos culpables de una pasión fuerte y comprometedora: fuimos spinozistas.”
3 No insistiremos aquí en el hecho de que, para Freud, la sobredeterminación del sueño está precisamente asociada a una « determinación en última instancia », a un contenido inconsciente que nunca llega a expresarse, pero cuyo representante en la escena del sueño es una serie de significados diversos e incluso contradictorios. No estaríamos así demasiado lejos del concepto de determinación en última instancia que propone Althusser, pero quien se alejaría de Freud con su idea del sueño como mera sobredeterminación de contenidos simbólicos sería Laclau, pues el sueño quedaría reducido a lo que denomina Freud « trabajo del sueño », esto es el juego del desplazamiento y la condensación de los significantes que expresan y eluden a la vez el contenido inconsciente del sueño, cuyo centro (el ombligo del sueño) escapa a toda expresión simbólica.
4 Todo el apéndice de Ética I está dedicado a escribir un universo pletórico de sentido regido por las causas finales con la consecuencia de que el universo mismo se vuelve delirante: “Spinoza, 1975:99: “[...]esta doctrina acerca del fin trastorna por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que es en realidad causa, y viceversa.”

martes, 11 de diciembre de 2018

Fin du mois, fin de régime, fin du monde



(publié en espagnol dans le journal El Salto Diario)

Les gilets jaunes sont apparus en France il y a trois semaines. Une bien curieuse explosion de couleurs dans la grisaille de l’automne, mais aussi une demande massive d’aide, ou plutôt qu’une demande une constatation du refus d'assistance à personnes en danger de la part des pouvoirs  publics qui auraient dû la prêter. Un gilet jaune est un vêtement que l’automobiliste français - et celui de la plupart des pays européens - doit avoir dans sa voiture pour être visible s’il doit quitter son véhicule en cas de panne ou d’autres urgences. Le gilet jaune est quelque chose que "tout le monde" a dans sa voiture et qui, lorsqu'il est porté, indique un état de besoin. Les deux éléments de la sémiotique du gilet jaune, son universalité inséparable d'un vide idéologique et son utilisation en tant qu'indicateur de danger ont été déterminants pour le succès de la mobilisation. Ce mouvement spontané et hétéroclite a disposé immédiatement d'un nom: "les gilets jaunes" et le simple affichage d'un gilet jaune derrière le pare-brise est un signe simple de solidarité qui a été utilisé depuis les premiers jours par des millions d'automobilistes français. Le gilet jaune est un "signifiant vide" qui prend la forme d'un objet fétiche et non celle d'un leader, et admet donc derrière lui ou dessous de lui une pluralité de discours difficilement compatibles avec une représentation personnelle. Le gilet jaune ne parle pas, ce qui fait que chacun doit "le faire parler", lui donner un sens.

La base matérielle du mouvement est une révolte anti-fiscale contre une taxe sur le gazole et autres carburants destinée à favoriser la "transition écologique". Rien ne devrait s'opposer à une telle taxe si, malgré sa justification officielle, sa véritable fonction n'était en réalité de combler le vide laissé dans les caisses de l'État par une forte réduction des impôts des plus riches. L'association d'un prétexte "progressiste" et "écologiste" avec une manœuvre fiscale de redistribution de la richesse vers le haut était trop grossière pour de nombreux citoyens. Ils étaient menacés de précipiter la fin du monde en refusant de contribuer à la transition écologique, mais le pouvoir a ignoré que, pour une majorité sociale, la "fin du mois" est un problème beaucoup plus immédiat et oppressif. De nombreux Français, notamment dans les provinces et les périphéries urbaines, doivent utiliser une voiture tous les jours pour travailler ou faire leurs courses. Le coût d'utilisation quotidienne d'une voiture peut être très élevé et représenter facilement un tiers d'un salaire médian de 1400 euros si on y additionne la taxe de circulation, les assurances, les taxes municipales et le carburant. Une augmentation de ces coûts peut suffire à expulser un très grand nombre de citoyens de la "classe moyenne". Le diagnostic immédiat de beaucoup de bonnes âmes de gauche devant ce mouvement est qu’il s’agit d’un «mouvement petit-bourgeois typique» plus ou moins fasciste, que l’on peut identifier à certains mouvements anti-fiscaux d’extrême droite tels que le poujadisme, quand ils ne représenteraient pas simplement la terreur du déclassement qu'exprime le personnage brechtien d'Arturo Ui. L'ampleur du soutien social au mouvement et l'énorme diversité de ses expressions ne nous permettent pas d'arriver à cette conclusion.

La gauche aime l'impôt, elle l'aime trop. Pour elle, l'impôt est le sang de l'État et l'État est le moyen privilégié de transformation sociale. Peu importe qu’aujourd’hui l’État soit le principal agent de la dépossession de la société quand il privatise massivement des biens communs, ou que l'impôt soit aujourd’hui utilisé pour payer la dette financière de l’État avec une priorité absolue sur toute dépense sociale. La fétichisation de l'Etat par la gauche empêche la gauche de percevoir un mouvement de la multitude comme celui qui se déroule en France. L’identification de la gauche avec l’État se soutenait dans  les diverses expressions historiques de la gauche, y compris le socialisme réel d'Union soviétique, dans le mythe de la classe moyenne. Le sociologue espagnol Emmanuel Rodríguez a déclaré dans un livre récent: "L’État est la classe moyenne". Il s'agit d'une thèse forte qui possède une grande valeur explicative par rapport à la réalité que nous vivons. Le dispositif  "classe moyenne" est en effet l'instrument le plus efficace des classes capitalistes organisées en 'État pour rendre la lutte des classes invisible et la gauche est elle-même un élément fondamental de ce dispositif. La gauche est le résultat historique de la perte d'autonomie d'un mouvement ouvrier dont les dirigeants ont été cooptés par un secteur "radical" de la classe politique bourgeoise. En partageant la position de ce secteur dans les appareils d'État ainsi que leur idéologie, la gauche a historiquement contribué à transformer les problèmes d'exploitation et de lutte de classe en problèmes de droits et de revenus, créant ainsi l'image d'une grande classe moyenne soutenue par l’État médiateur qui constitue la base sociale de ce même État, qu’il s’agisse de l’État-providence occidental ou de «l’État stalinien». Quand disparaissent les conditions de répartition de la richesse qui rendent possible le fonctionnement du dispositif "classe moyenne", ce n'est pas seulement le gouvernement en place qui est en danger, mais également le système de domination, y compris ses appareils d'États "de gauche" (partis et syndicats).

Les gilets jaunes mettent en scène un retour du réel de la lutte de classe dans une crise sans précédent de la classe moyenne et de l'État dont celle-ci est l'expression. Naturellement, la lutte des classes n’est plus celle des ouvriers, elle ne se situe pas directement au niveau du salaire: c’est la lutte d’un nouveau travailleur mobile, flexible, précaire, unie à celle de secteurs de la petite bourgeoisie (commerçants, petits entrepreneurs) dont le destin n’est pas matériellement très différent de celui des précaires. Il s’agit d’une lutte anti-fiscale contre un impôt qui n’est plus utilisé pour redistribuer la richesse, mais pour la pomper vers le haut de l'échelle sociale, au profit d’une minorité de plus en plus réduite. Il s’agit d’une lutte qui se déroule dans l'ensemble de la société, dans un espace qui n'est plus un espace spécifique de travail comme l'usine ou le bureau, d’une lutte qui exige des droits déconnectés du travail, même dans de nombreux cas, un revenu de la citoyenneté. Cette lutte a été activement rejointe la semaine dernière par des étudiants, dont l'horizon, si rien ne change, est également marqué par la précarité. Toni Negri a affirmé dans un article récent que l'actuel mouvement français rappelait plus que d'autres mouvements sociaux qui possédaient un certain horizon utopique, les "révoltes des prisons". Des révoltes où le manque d'espoir est manifeste, où le corps s'affirme contre les forces qui le détruisent. Et c'est à une prison que ressemble la vie des très nombreuses personnes qui passent plusieurs heures par jour enfermées dans une voiture pour se rendre au travail, restent enfermées pendant de longues heures dans un lieu de travail, circulent dans l'espace contrôlé d'un supermarché et rentrent chez eux, dans un environnement de banlieue qui ne favorise aucun type de vie sociale. Cet enfermement, ce manque de perspectives, cette lourdeur et cet ennui marquent l’existence de majorités sociales que le pouvoir ignore. La révolte contre ce cadre de vie qui constitue une des caractéristiques principales de la quasi-insurrection que vit la France ces dernières semaines. Le blocage des flux de personnes et de marchandises reproduisent ce type de vie par des actions dans les ronds-points et les péages autoroutiers est, pour ces personnes en transit vers l'exclusion de la classe moyenne, un des rares moyens de recréer un lien social.

On a beaucoup parlé des éléments d'extrême droite présents parmi les gilets jaunes, mais leur présence, qui est inévitable, n'est pourtant pas hégémonique. Elle est inévitable, à cause du nihilisme qui les domine, mais elle n'est pas hégémonique justement à cause de la radicalité de ce même nihilisme. La France connaît aujourd'hui un moment de rejet du pouvoir et d'indignation face aux actes des pouvoirs publics. On n'assiste pas à une révolution, du moins au sens romantique, jacobin et léniniste du terme, mais à l'effondrement d'un régime. Lorsqu'un régime s'effondre, de nouvelles formes d'organisation de l'animal politique apparaissent, dans les réseaux mais aussi dans les points de blocage des vestes jaunes: des formes extérieures à la représentation  qui peuvent suivre des itinéraires politiques très différents. Rien n'est garanti, il n'y a pas de sécurité concernant le résultat final de "tout cela". Il n'est même pas possible de faire appel à la "multitude", qui n'est pas une personne, mais un processus ouvert d'interconnexions et de relations variables au niveau de la coopération matérielle et de la communication. On ne découvrira pas aujourd’hui que la multitude n’est pas angélique et qu’elle peut vivre des passions tristes. Spinoza disait d'elle: "Elle est à craindre quand elle n'a pas peur", mais Spinoza lui-même nous apprend que ce n'est que lorsque la multitude intervient d'une manière ou d'une autre dans le gouvernement qu'existent la liberté et la rationalité en politique.

Fin de mes, fin de régimen, fin del mundo. Reflexiones sobre los Chalecos Amarillos






Fin de mes, fin de régimen, fin del mundo. Reflexiones sobre los Chalecos Amarillos

(Texto publicado en El Salto Diario)

Los chalecos amarillos surgieron en Francia hace tres semanas. Una curiosa eclosión de color en el otoño gris, pero también una masiva petición de auxilio, o tal vez, más que una petición la constatación de una denegación de auxilio por los poderes que debían haberlo prestado. Un chaleco amarillo es una prenda que el automovilista francés -y el de la mayoría de los países europeos- debe tener en su coche para ser visible si tiene que salir de él en caso de avería o de otras emergencias. El chaleco amarillo es algo que « todo el mundo » tiene en su automóvil y que, cuando se exhibe indica un estado de necesidad. Esos dos elementos de la semiótica del chaleco amarillo, su universalidad indisociable de un vacío ideológico y su uso como indicador de peligro han sido determinantes para el éxito de la movilización. El movimiento espontáneo y variopinto tenía inmediatamente un nombre : « los chalecos amarillos » y la mera exhibición de un chaleco amarillo detrás del parabrisas era un signo sencillo de solidaridad utilizado desde los primeros días por milllones de automovilistas franceses. El chaleco amarillo es un significante vacío que toma la forma de un fetiche y no la de un líder y por ello admite detrás o debajo de él una pluralidad de discursos difícilmente compatible con una representación personal. El chaleco amarillo no habla, por lo cual cada uno debe « hacerlo hablar », darle un significado.

La base material del movimiento es una revuelta antifiscal contra un impuesto sobre el diesel y otros carburantes destinado a favorecer la « transición ecológica ». Nada habría que oponer a un tal impuesto si no fuera porque, a pesar de su justificación oficial, su función real es colmar el vacío dejado en las arcas públicas por la reducción de impuestos a los más ricos. La asociación de un pretexto « progre » y « ecologista » con una maniobra fiscal de redistribución de la riqueza hacia arriba fue demasiado evidente para muchos ciudadanos. Se les amenazaba con que, si no contribuían fiscalmente a la transición ecológica estaban aproximando « el fin del mundo », pero el poder ignoraba que, para una mayoría social, el « fin de mes » es un problema mucho más inmediato y agobiante. Numerosos franceses sobre todo de provincias y de las periferias urbanas necesitan utilizar un coche a diario para trabajar o hacer la compra. El coste de usar a diario un coche puede ser muy elevado y representar fácilmente un tercio de un salario mediano de 14000 euros si se suman impuesto de circulación, seguros, tasas municipales y combustible. Un aumento de esos costes puede ser suficiente para expulsar de la « clase media » a un número muy considerable de ciudadanos. El diagnóstico inmediato de muchas buenas almas de izquierda frente a este movimiento es que se trata de un « típico movimiento pequeño burgués » más o menos fascista que puede identificarse con ciertos movimientos antifiscales de extrema derecha como el poujadismo o representar el terror al desclasamiento de un Arturo Ui brechtiano. La amplitud del apoyo social al movimiento y la enorme diversidad de sus expresiones no permite llegar a esa conclusión.

La izquierda ama el impuesto, lo ama demasiado. Para ella el impuesto es la sangre del Estado y el Estado es el medio privilegiado de la transformación social. Poco importa que el Estado sea hoy el principal agente de la desposesión de la sociedad, al privatizar masivamente los bienes comunes, ni que la fiscalidad se destine hoy al pago de la deuda financiera del Estado por encima de cualquier gasto social. La fetichización del Estado por parte de la izquierda imposibilita a esta una justa percepción de un movimiento de la multitud como el que está teniendo lugar en Francia.  La identificación de la izquierda con el Estado se basó en todas sus variantes -incluida la soviética- en el mito de una clase media. Como afirma Emmanuel Rodríguez en un libro reciente : « El Estado es la clase media ». Una tesis fuerte y con un gran valor explicativo en lo que se refiere a la realidad que vivimos. El dispositivo « clase media » es, en efecto, el instrumento más efectivo de las clases capitalistas organizadas en Estado para invisibilizar la lucha de clases y un elemento fundamental de ese dispositivo es la propia izquierda. La izquierda es el resultado histórico de la pérdida de autonomía del movimiento obrero cuyas direcciones políticas fueron absorbidas por un sector « radical » de la clase política burguesa. Al compartir la posición de este sector en los aparatos de Estado y su ideología, la izquierda ha contribuido históricamente a transformar los problemas de explotación y de lucha de clases en problemas de derechos e ingresos, creando así la imagen de una gran clase media sostenida por el Estado mediador y base social de este mismo Estado, fuese este el Estado del bienestar occidental o el « Estado de todo el pueblo » staliniano. Cuando las condiciones de reparto de la riqueza que hacen posible el funcionamiento del dispositivo « clase media » dejan, como hoy, de darse, no solo peligra el gobierno de turno, sino un sistema de dominación, incluidos sus aparatos de Estado (partidos y sindicatos) « de izquierda ».

Los chalecos amarillos escenifican el retorno de lo real de la lucha de clases en una crisis sin precedentes de la clase media y del Estado de la que esta es expresión. Naturalmente, la lucha de clases no es ya la del obrero fabril, ni se plantea directamente al nivel del salario : es lucha de un nuevo trabajador móvil, flexible, precario, unida a la de los sectores de la pequeña burguesía cuya suerte no es materialmente muy distinta de la de los precarios. Es lucha antifiscal contra un impuesto que ya no sirve para repartir la riqueza sino para bombearla hacia arriba, en beneficio de una cada vez más exigua minoría. Es lucha en la sociedad, al margen de lugares específicos « de trabajo », lucha que reclama derechos desvinculados del trabajo, incluso en muchos casos una renta de ciudadanía. A esta lucha se han unido activamente en la última semana los estudiantes, cuyo horizonte si nada cambia es también el precariado. Afirmaba Toni Negri en un artículo reciente que el actual movimiento francés, recordaba más que a otros movimientos sociales marcados por un horizonte utópico, a las « revueltas de las prisiones ». Revueltas donde se hace patente una falta de esperanza. Y a una prisión se asemeja la vida de mucha gente que pasa varias horas al día encerrada en un coche para seguir encerrada en un trabajo, circular por un supermercado y volver a encerrarse en su casa, dentro de un entorno suburbano que no propicia ningún tipo de vida social. Un profundo agobio marca la existencia de las mayorías sociales : es una de las principales características de la cuasi-insurrección que hoy vive Francia. El bloqueo de los flujos de personas y mercancías que determinan este tipo de vida en las rotondas y los peajes de autopista es, para estas personas en tránsito hacia la exclusión de la clase media, uno de los pocos medios de volver a crear un lazo social.

Se ha hablado mucho de los elementos de extrema derecha presentes entre los chalecos amarillos, sin embargo la presencia de estos, que es inevitable, no es hegemónica en estos movimientos. Es inevitable, por el nihilismo que los domina, pero no es hegemónica precisamente por la radicalidad de ese mismo nihilismo. Estamos hoy en Francia ante un momento destituyente, un momento de rechazo del poder y de indignación ante sus actos. No es una revolución al menos en el sentido romántico jacobino y leninista del término, sino el hundimiento de un régimen. Cuando un régimen se hunde surgen nuevas formas de organización del animal político, en las redes y también en los puntos de bloqueo de los chalecos amarillos : formas al margen de la representación y que pueden seguir itinerarios políticos muy diversos. Nada está garantizado, no existe ninguna seguridad respecto de lo que salga de « todo esto ». Ni siquiera cabe apelar a la multitud, que no es ninguna persona, sino un proceso abierto de interconexiones y relaciones variables en la cooperación material y en la comunicación. No vamos a descubrir hoy que la multitud no es angélica y que pueden recorrerla pasiones tristes. De ella decía Spinoza: « es terrible cuando no tiene miedo », aunque por otra parte, el mismo Spinoza nos enseña que solo cuando la multitud interviene de uno u otro modo en el gobierno existe libertad y racionalidad en política.