sábado, 21 de septiembre de 2013

Un movimiento sin sujeto (sobre la oposición al régimen español y sus límites)


LA OPOSICIÓN AL RÉGIMEN ESPAÑOL

Un movimiento sin sujeto

JOHN BROWN
(Publicado en Viento Sur)

El problema, de las Mareas y del 15M en sus distintas expresiones es la enorme dificultad que experimentan a la hora de reproducirse como movimientos. Y es que un movimiento social al igual que los organismos vivos se encuentra en un metabolismo precario con su medio: su reproducción, los intercambios internos y externos que lo posibilitan y lo hacen durar es un problema fundamental. Los movimientos sociales son productos del encuentro entre distintos factores y sujetos. Buen ejemplo de encuentro aleatorio es el que se dio en un final de manifestación en la Puerta del Sol que se transformó en acampada. Pero una acampada es una acampada, no está hecha para durar y el 15M solo pervivió transformándose en asambleas populares y deviniendo en algunos sectores, en concreto los servicios públicos, ese espacio de encuentro entre los distintos miembros de la comunidad de la enseñanza o de la sanidad conocido como las Mareas. Sin embargo, para que un movimiento social dure es necesario que se establezcan dinámicas que lo reproduzcan, necesitan la solidaridad del entorno y una capacidad interna de imaginarse a sí mismo como una comunidad en movimiento. No bastan los muy felices encuentros de la multitud en la Puerta del Sol o de los profes, los estudiantes y los padres de alumnos en la Marea Verde o de médicos, enfermeros, pacientes etc. en la Blanca, ni siquiera la eficacia y la inteligencia de la PAH. Hace falta algo más, algo que dé entidad, aunque sea aparente, al mero encuentro y que haga que las singularidades que se han encontrado funcionen "como una sola mente" (como, según Spinoza, funcionaba la multitud en un Estado).

Para ello no bastan los análisis teóricos sesudos: la reproducción de un grupo social se hace a base de ideología, se basa en una imagen compartida de la propia comunidad como sujeto, en signos y significantes compartidos. La camiseta verde de la marea del mismo color suscitó –y suscita aún– miedo y odio entre las autoridades porque representaba un signo común de una multitud que debía permanecer dispersa y solo dejarse unificar bajo los significantes del mando estatal, del soberano. Sin embargo, este signo, con todo su acierto, plantea un problema: se limita a la comunidad de la enseñanza y no permite imaginar/significar una comunidad más amplia. Por ello mismo puede –injustamente, pero aquí no se trata de justicia– tomarse como el signo de una reivindicación corporativa, lo que, desde luego, no es, pues el esfuerzo por extender la reivindicación de una enseñanza pública y de calidad al conjunto de la sociedad a través de los distintos sectores directamente interesados, fue y sigue siendo muy apreciable. Falta, con todo, universalidad, falta un signo que dispute la universalidad, la representación del todo de la sociedad a un Estado que, en España, más claramente que en otros países, es un Estado de clase, el Estado de una parte de la sociedad. El signo capaz de aglutinar ha sido, en algunos países latinoamericanos marcados en su cultura política por la imagen del Libertador, un dirigente capaz de aglutinar un bloque social nacional-popular en torno a él, asumiendo como propios los signos de la nación: bandera, himno, historia, etc. Chávez, Correa o Evo Morales han podido así hacer suya esta necesaria universalidad en nombre de los sectores sociales mayoritarios y desfavorecidos, porque los significantes que constituyen la universalidad (la bandera, la historia, las instituciones políticas) estaban disponibles. No es este el caso del Estado español donde los significantes y los símbolos nacionales son los de un bando y de una parte del país y no son reconocidos como propios por una parte muy importante de la población. A nadie se le ocurre sacar una bandera rojigualda en una manifestación, sencillamente porque sigue siendo un símbolo del enemigo o un símbolo extranjero para muchos. Quienes por despiste o derechismo sacaron banderas rojigualdas en movilizaciones del 15M –los hubo– pronto comprendieron que estos símbolos no estaban en su lugar al ver las caras de extrañeza o incluso de hostilidad de los circunstantes.

Este problema de símbolos, sin embargo, está resuelto en algunas partes del Estado español. Si se compara la movilización que está teniendo lugar en el sector educativo de Baleares con las movilizaciones peninsulares advertiremos una diferencia gigantesca. En Baleares, la camiseta verde se combina con la senyera y con la defensa de la lengua catalana como lengua propia. Esto hace que la reivindicación de la enseñanza pública tenga una posibilidad de convertirse en parte de una reivindicación universal, de un proyecto de país. El éxito de las convocatorias y la perspectiva de que tome cuerpo una huelga general indefinida depende estrictamente de su capacidad de trascender el marco estricto de la enseñanza. Lo mismo, pero al revés puede decirse de la enorme movilización popular que conoce hoy Cataluña en torno al derecho a decidir: bajo los símbolos nacionales, los de la universalidad (la senyera o las distintas senyeras) se alojan multitud de reivindicaciones en gran medida contradictorias, pero se desarrolla también una poderosa fuerza de ruptura con el régimen. El independentismo catalán, cuyo éxito desborda a todas luces las expectativas de la burguesía catalana, es un síntoma de las crisis que atraviesan el régimen español. En Cataluña se está generando un sujeto político marcado por una fortísima aleatoriedad, un sujeto peligroso que puede llegar a desatar lo "atado y bien atado". Si en Baleares, en torno a una cuestión particular se ha aglutinado un bloque nacional-popular que recoge otras muchas reivindicaciones –algunas de las cuales pueden incluso ser relativamente contradictorias– bajo la defensa de la lengua y de la identidad cultural y en Cataluña se produce también ese tipo de comunicación entre lo universal –imaginario– y lo particular, es que se está constituyendo un sujeto político, posible portador de hegemonía.
Un sujeto no es nunca un origen, sino un efecto. Como dice Spinoza, "la naturaleza no crea naciones": son las instituciones y las costumbres quienes los crean. Ya se trate de un sujeto colectivo como el pueblo o la nación o de un sujeto individual, el sujeto se constituye siempre imaginariamente como resultado de tramas lingüísticas y simbólicas. Una marca perfectamente arbitraria como la circuncisión de los judíos o el velo de las musulmanas puede ser decisivo a este respecto. Afirma el psicoanalista Jacques Lacan que "el sujeto es aquello que un significante representa ante otro significante", lo que sostiene la diferencia entre los significantes. Una bandera o una lengua o una historia cobran valor de significante en su oposición a otros y no por virtud propia. Que un sujeto sea representado por un significante "ante otro significante", quiere decir que el sujeto carece de un significante propio y pasa metonímicamente de uno a otro. La senyera, la lengua catalana, etc. pueden ser significantes válidos para representar a la multitud como pueblo en Cataluña o Baleares, pero no en Afganistán, Burundi o España. Todo significante en este sentido es vacío, pues no guarda ninguna relación esencial de significación con ningún significado concreto.



Algunas zonas del Estado español pueden así representar a sus multitudes como una universalidad a través de los significantes que las representan y las constituyen como pueblo o nación, mientras que en otras, es mucho más problemática esta constitución imaginaria de los sujetos colectivos y, por lo tanto, más difícil convertir una suma de reivindicaciones parciales en una demanda hegemónica. La pregunta es, en otros términos, qué se puede hacer en las zonas donde la identidad cultural se ve hegemonizada casi exclusivamente por los aparatos de Estado, esto es en las zonas castellanohablantes del país. En estas zonas, la lucha por la hegemonía, por la constitución del sujeto potencialmente hegemónico exige previamente un enfrentamiento abierto con el régimen y sus símbolos, una guerra simbólica en la que los movimientos sociales deben poder vencer, pues de ello depende la posibilidad de un sujeto político capaz de situarse fuera del imaginario del poder. El problema es que el resultado de una victoria en esa guerra es la condición misma que permite ganarla: sin constituirse en sujeto colectivo hay pocas posibilidades de que una multitud logre liberarse de las redes simbólicas del poder. El sujeto colectivo debe, en cierto modo –como por cierto, todo sujeto– concebirse a sí mismo como siempre ya existente, autorizarse a sí mismo, para llegar simplemente a existir. La mejor referencia simbólica para los movimientos sociales que tienen que enfrentarse al régimen español se encuentra, sin duda, en la historia de los movimientos populares y democráticos, en un pasado republicano cuya percepción debe desprenderse de todo victimismo y de toda nostalgia. La historia que necesita el nuevo sujeto es una historia para el porvenir. Esto no lo han entendido en absoluto algunos de los más prometedores movimientos socio-políticos de los últimos años. Uno de los puntos débiles del 15M fue que, si bien afirmaban sus integrantes enfrentarse al régimen, tenían una absurda aversión a los símbolos republicanos –como símbolos que dividen– y más de una vez expulsaron a personas que llevaban una bandera tricolor como si esta fuera un símbolo de partido y no una propuesta de universalidad democrática en absoluto reñida con el protagonismo de la multitud. Esta actitud, lejos de ser anecdótica, privó al 15M, a pesar de su voluntad de "no dividir", de su universalidad. Lo que el 15M no llegó a comprender es que lo universal, en tanto que imaginario, no es nunca el todo, sino una parte; que, por consiguiente, toda universalidad se basa en una previa división. Si en la Revolución francesa, el pueblo revolucionario eligió como antepasados a los Galos frente a los Francos que dieron nombre al país, es porque no se puede producir universalidad a partir del todo como tal. El Tercer Estado que aspiraba a ser el todo de un pueblo, debía representarse a sí mismo como una parte de la nación, la plebe que reivindicaba su origen galorromano, enfrentada a la nobleza que se jactaba de su mítico origen franco. Si se está contra un régimen de espeluznante pasado y de triste presente como el español, es preciso asumir plenamente los símbolos de esa oposición. Sin ello, el poder sigue manteniendo como propio el espacio imaginario de la universalidad, sigue gozando del derecho exclusivo a hablar en nombre de la nación y del interés general. Por este motivo, es necesario disputar efectivamente ese espacio, para poder hegemonizarlo con viejos nuevos signos y con las exigencias de una nueva constitución material y formal, republicana y de los comunes. Ciudadanos:¡un esfuerzo más si queréis ser republicanos!

Elogio materialista del papa Francisco como jesuita


El padre Matteo Ricci en China, con traje de mandarín 
(English translation by Richard Mac Duinslebhe in Richard's blog)
(Publicado en Voces de Pradillo

Los jesuitas siempre tuvieron fama de ser gente retorcida y poco de fiar. Los ideólogos de la Reforma los consideraron por ello herederos legítimos de Maquiavelo, y Pascal, en las Cartas Provinciales, los fustigó con su terrible ironía por su práctica del doble pensamiento. El lector de Pascal recuerda esas largas citas desternillantes que hace el filósofo de los manuales de confesión jesuíticos en los que se afirma la doctrina de la intención. Para la teología moral de los jesuitas -como por cierto, para la ética spinozista- el sentido ético de un acto viene determinado no ya por su materialidad, sino por su intención. Por recurrir a un ejemplo que toma Pascal de uno de esos manuales : cuando un sacerdote aparece en público sin sotana, comete pecado mortal, pero si se ha quitado la sotana para no deshonrarla, pues se dirige a un lugar para fornicar, este acto deja de ser pecado. Si fornica un sacerdote, comete pecado mortal, pero si lo hace por satisfacer un impulso de su cuerpo y no por ofender a Dios, ya no lo comete. En resumen : con un buen confesor jesuita a mano es difícil condenarse. Para condenarse haría falta una voluntad explícita y determinada de condenarse, habría que obedecer, independientemente de los actos que se realicen, a una especie de imperativo categórico del mal (malum radicale) que Kant describe como sigue : « el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto que determine el albedrío mediante una inclinación, en ningún impulso natural, sino sólo en una regla que el albedrío se hace él mismo para el uso de su libertad, esto es, en una máxima. » (I. Kant, La religión dentro de los límites de la simple razón, 31; VI, 21).

Lo que para Pascal en su rigorismo jansenista es una actitud reprobable y una monstruosa doctrina es precisamente lo que permitió a la Compañía de Jesús tomar contacto con las más diversas civilizaciones y desarrollar desde mucho antes de que surgiera la teología de la liberación una pastoral respetuosa de las culturas indígenas. Son ejemplos conocidos de esta pastoral las reducciones del Paraguay o las misiones del Perú o la fenomenal aventura de los jesuitas que se hicieron mandarines en China y estuvieron a punto de hacer del imperio Chino un país católico. La idea de que los actos importan poco y que la intención es lo esencial se traduce así en una máxima política muy cercana a la de Maquiavelo, para quien la táctica debe siempre supeditarse a la finalidad estratégica. La actitud del jesuita es una actitud política, pero en ello responde bien al carácter esencialmente político de la Iglesia Católica que describiera Carl Schmitt. El político cristiano que es el jesuita sabe, como dice San Pablo : « ser griego entre los griegos y judío entre los judíos » , pues lo que importa no es el rito exterior sino la intención efectiva.

Una reducción jesuítica en Paraguay


Jorge Bergoglio, el papa Francisco, es un jesuita y ese jesuitismo suyo no es ninguna circunstancia exterior sino característica esencial de su pensamiento y de su actuación. La doctrina de la intención está así presente en cada una de sus declaraciones, no como hipocresía, sino como liberación evangélica de la realidad humana, como restitución a la naturaleza de su inocencia. Así, cuando recuerda que no ha de darse tanta importancia a las cuestiones de moral sexual y no ha de atormentarse a las personas con estos temas, está supeditando los actos humanos a la intención que los inspira, está dejando de considerar ningún acto concreto como « intrínsecamente malvado ». Puede afirmar así que, incluso los ateos que obran rectamente y obedecen a su conciencia se salvan defendiendo así en nombre del cristianismo una libertad de pensamiento en línea con la que reivindica Spinoza en el Tratado teológico-político. En su carta al director del diario italiano La Repubblica, Eugenio Scalfari, afirma, por ejemplo, Francisco: "En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a quien no cree o no busca la fe. Considerando que  -  y es la cuestión fundamental  -  la misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con corazón sincero y contrito, la cuestión para quien no cree en Dios radica en obedecer a la propia conciencia. Escucharla y obedecerla significa tomar una decisión frente a aquello que se percibe como bien o como mal. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestro actuar."

Los actos pueden ser muy diversos siempre que exista una intención recta. El pecado, sin embargo, existe y existe en esa voluntad maligna de perderse, en esa ignorancia absoluta del otro, en la incapacidad de amor que los teólogos de la liberación denominaron « pecado objetivo ». Un pecado objetivo es el resultado de una voluntad maligna : la miseria políticamente orquestada, la tortura, el asesinato de Estado, la explotación, no pueden tener como finalidad la obediencia a una ley moral de amor y respeto al otro. A pesar de la enorme plasticidad del mensaje evangélico, no todo vale. Bergoglio, en su condición de arzobispo de Buenos Aires pudo departir con el jefe de Estado efectivo de la República Argentina, el general Videla, porque un político habla con el mismísimo diablo. Esto no significa que compartiera en lo más mínimo sus planteamientos, como, por desgracia sí hicieron otros sectores de la Iglesia argentina. Bergoglio podía asistir a recepciones oficiales de la Junta, pero sobre todo era asiduo de las villas miseria, de los lugares donde vivían los más pobres. Esto no hace de él un teólogo de la liberación de manera explícita, pero el jesuitismo no deja de ser la actitud que hace posible una teología de la liberación. No hay teólogos de la liberación del Opus Dei ni podrá nunca haberlos, porque el Opus se centra en los actos, califica los actos humanos como intrínsecamente virtuosos o perversos, sin importarles la intención con que se hagan. El Opus Dei profesa un cristianismo legalista, muy poco cristiano en su esencia y muy cercano al judaismo fariseo que somete la vida al imperio minucioso de la Ley.

El estilo pastoral jesuita permite al papa Francisco dirigirse a los más pobres de manera directa y abierta: en la isla de Lampedusa, visitando a los emigrantes clandestinos abandonados a su suerte por el Estado y la mayor parte de la izquierda italiana, en Brasil con el pueblo de las favelas, en la propia Roma, proponiendo que los conventos vacíos acojan a las personas sin papeles y sin domicilio. Se comprende que afirme que « nunca he sido de derechas », separándose así de quienes en las derechas esgrimen el catolicismo como arma arrojadiza y dejando en situación difícil a los clérigos españoles que actúan políticamente de la mano del partido de la derecha neofranquista. Hay quien dice que esto son solo palabras y gestos, pero las palabras y los gestos producen efectos. Ya los están produciendo. Bergoglio sabe -y lo afirma- que una Iglesia que proclama exclusivamente un mensaje biopolítico reaccionario contra las mujeres y la libertad sexual tiene los días contados. Es necesario abandonar la imagen de unos confesonarios convertidos en « cámaras de tortura » y del siniestro cura pedófilo y abrazar de nuevo el mensaje mesiánico del tiempo nuevo. En este sentido, Francisco como jefe de la Iglesia está sabiendo reconciliar dos características de esta longevísima institución que se habían visto a menudo enfrentadas : el mesianismo y la capacidad política. Son dos características que la izquierda siempre reivindicó para sí y que hoy ha abandonado en nombre del realismo o de la intransigencia ideológica. Esperemos aprender algo del actual magisterio de la Iglesia quitándonos de encima al equivalente de los curas pedófilos y los fariseos, esos siniestros burócratas, esos tristes repetidores de dogmas, esos más tristes aún que encomian a los déspotas sanguinarios como campeones de la libertad.

viernes, 13 de septiembre de 2013

De los "nacionalismos excluyentes" y sus aparatos de exclusión

Está de moda hablar después de la Diada catalana de los "nacionalismos excluyentes", muy especialmente en lo que se refiere al nacionalismo catalán o al vasco, aunque también el gallego está empezando a entrar -con consecuencias penales graves- en esta peligrosa categoría.  Creo que vale la pena dedicar un tiempo de reflexión a esta expresión, pues refleja a la vez una evidencia y toda una serie de falsas inferencias que pueden dar origen a graves confusiones. La evidencia es que toda identidad excluye, pues distingue un grupo de individuos que satisfacen la propiedad X de los demás que no la satisfacen. Las inferencias habituales son que el cultivo de estas identidades genera necesariamente odio e incomprensión entre los distintos grupos étnicos y culturales y que más vale aceptar como exclusivas o al menos hegemónicas las identidades mayoritarias, pues ello nos permite una mejor comprensión y una cooperación más fluida entre gentes de diversos grupos.

La exclusión del otro tiene muchas formas. Las más físicas son el campo de concentración y el gueto, preludio a menudo de esa exclusión absoluta que es el exterminio, pero existen otras más sutiles. Desde la universidad de pago, el desahucio o el desempleo a Auschwitz, pasando por los muros, el apartheid y las leyes de extranjería, existen muchas formas de exclusión del otro. La lengua, como rasgo más evidente de un grupo nacional es un medio de exclusión, pues constituye una comunidad de hablantes excluyendo a todos los no hablantes. También existen comunidades políticas integradas bajo la forma Estado que crean derechos diferenciados para los distintos habitantes de un territorio. La exclusión del otro parece tener que ver con la identidad, pero no con cualquier identidad. Solo hay exclusión en la medida en que la identidad de los individuos de una sociedad es creada y reproducida por los aparatos ideológicos de un Estado como una identidad de sujetos propietarios. Sin ello la identidad no se presenta en sí misma como una sustancia aislada sino como una diferencia respecto de otras diferencias. Ahora bien, la diferencia no se dice de lo que no tiene nada en común, sino a partir de lo común. La exclusión del otro no procede de lo común, sino de la liquidación de lo común por los aparatos de Estado que defienden a distintos niveles y en distintos terrenos (público, privado etc.) la propiedad  y hacen de la identidad una sustancia separada que se puede o no poser en lugar de una relación, una diferencia. Por definición, la propiedad, tanto privada como estatal, supone apropiación de una cosa por un sujeto y exclusión del otro, una exclusividad de disfrute. Ser propietario es poder excluir al otro del disfrute de lo que podría ser común.

Como sostiene Spinoza, "La naturaleza no crea naciones, crea individuos que solo se distinguen en diferentes naciones por la diversidad de la lengua, las leyes y las costumbres. Solo de estas dos cosas: las leyes y las costumbres derivan para cada nación un carácter particular, un modo de ser particular y determinados prejuicios particulares." (Tratado teológico-político, cap. XVII).  La nación no es así ninguna realidad natural sino un hecho cultural y político. Existen naciones -en sentido moderno- cuando un Estado normaliza a su población según determinados criterios, permitiendo de esta manera la reproducción del orden social dominante. Esta normalización se materializa en la producción de sujetos, esto es de individuos que "libremente" se reconocen en una identidad y reproducen un orden social determinado. El sujeto de quien se predica una determinada identidad nacional, religiosa, cultural, política, etc. (el español, el catalán, el católico, el fascista...) es producto de la ideología en la que se expresan -como un conjunto relativamente coherente de significantes- los elementos de su identidad y su conciencia. La ideología, en las sociedades de clase, existe en tanto está materializada en lo que Louis Althusser denominaba "aparatos ideológicos de Estado": familia, escuela, Iglesia, medios de comunicación, etc. que son su soporte y principal vector y constituyen como tales a los sujetos inscribiendo en su cuerpo los significantes de una determinada ideología junto con sus ritos, sus gestos etc. Hacen de este modo que se reconozcan en una identidad y se conduzcan conforme a ella, pero también los distinguen simultáneamente de los que no pertenecen al grupo definido por esa identidad. Lo que está en juego en los aparatos ideológicos de Estado son los afectos humanos y, en concreto, los afectos pasivos, las pasiones. Estas no son ni altas ni bajas sino efectivas, productoras de efectos en los sujetos y del propio sujeto como efecto. La identidad nacional se basa en una serie de afectos asociados al conjunto de significantes de una ideología.

En el caso español, los distintos aparatos ideológicos del Estado crean la subjetividad, la identidad española, a partir del anticatalanismo y el antivasquismo -secundariamente, de cierto desprecio e ignorancia de los gallegos y andaluces-, además de otros elementos como un catolicismo superficial, la afición al fútbol, cierta reverencia hacia los toros y algún otro elemento folklórico, sin olvidar, la condena del "terrorismo" y de "la violencia venga de donde venga", el respeto al "modelo de convivencia plasmado en nuestra constitución" y nuestra "ejemplar" transición que nos ha permitido -según dicen- tener una democracia sin romper con una sangrienta dictadura. Desde el punto de vista educativo, los distintos aparatos españoles descuidan casi enteramente la historia del país así como la cultura de expresión castellana (que no era la cultura de ninguna nación sino de un Imperio hoy -casi- difunto) mientras que, sobre la historia y la cultura de las nacionalidades no hispanohablantes, guardan un denso y "respetuoso" silencio. La implosión progresiva del  Imperio español -que como todo imperio no es una realidad nacional- ha dejado a España prácticamente sin otra identidad que el odio a las nacionalidades no castellano-hablantes. La derrota de la República en los frentes y en las cunetas de la matanza colonial perpetrada por los generales africanistas ha cerrado, por otra parte, la puerta a cualquier intento de crear una identidad basada en el "patriotismo constitucional". Quien con la actual Constitución derivada de la legalidad franquista lo ha intentado se ha cubierto de ridículo.

Del lado catalán -y vasco- no hay, sin embargo, una situación simétrica a la que se da en el nacionalismo español. Existe una reivindicación nacional que mezcla pasiones tristes como el resentimiento, el victimismo y exclusión del otro con elementos sustantivos de recuperación de la lengua y cultura propias y formas de solidaridad y de resistencia a la opresión a menudo mistificadas. España, concebida como un sistema de aparatos ideológicos y represivos de Estado no es un ente difuso sino una realidad material que produce efectos muy concretos: los sujetos que se reconocen como "españoles". Las nacionalidades del Estado español se han sustentado por su parte en aparatos de subjetivación de otro orden como la familia, la Iglesia, las distintas asociaciones culturales y desde los años 70, los aparatos educativos autonómicos, aparatos todos ellos subordinados a los aparatos hegemónicos españoles. La identidad, pues, no es una cuestión de caprichos, de "mentalidades" de las personas o de los políticos, sino de formas concretas de organización política y de hegemonía, de aparatos de subjetivación/sujeción y correlaciones de fuerzas. Estos aparatos y estas correlaciones de fuerzas no son ni naturales ni eternos, sino tan precarios como las circunstancias históricas que los producen. No cabe descartar, por consiguiente, que las identidades y las diferencias coexistan de manera no opresiva ni violenta, pero esa coexistencia requiere una base social y una organización política distintas de las que hoy conocemos no es posible en un Estado (un régimen de la propiedad) sino en una comunidad política fundada en la producción y el despliegue de los comunes. Solo en ese contexto podrán formarse sujetos que den prioridad a las nociones comunes sin abolir las diferencias, sino recurriendo a ellas.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Disneylandia: una utopía inmunitaria

(English translation in Guerrillatranslation. We thank Stacco Troncoso and Jane Joes Lipton respectively for the fine translation and the accurate editing)
He tenido recientemente ocasión de ir con mi compañera y nuestros dos hijos a Disneyland (París). Aparte de las diversiones que sin duda ofrece ese amplio compendio de atracciones de feria, es una curiosa experiencia visitar un muy particular pedazo de América trasplantado en una zona rural al este de París. Lo primero que llama la atención es el hecho de que el parque esté situado en un lugar vacío, literalmente en medio del campo. Esto refuerza la impresión de americanismo, pues los Estados Unidos cultivaron siempre el mito, estrictamente utópico, de un país creado a partir de la nada donde era posible implantar una nueva sociedad que fuera la expresión pura o la pura expresión de unos principios éticos y políticos. Disneylandia es una isla de Utopía: ya lo es en Florida y en California, pero cerca de París, ese símbolo de la plétora de historia que caracteriza a Europa, el contraste entre el Nuevo Mundo y el Viejo se agiganta.




Dentro del parque Disney, la historia está presente, muy presente, pues existen decorados más o menos realistas de todas las épocas y lugares: un poblado del oeste, un barrio de Hollywood, un castillo medieval fantástico que domina la perspetiva de la calle principal, una zona de tipis indios, un zoco árabe de fantasía.. Hay mucha historia, pero toda ella es de cartón piedra, toda ella es historia representada por una serie de tópicos. Una historia-espectáculo sin tiempo: una historia en la que el tiempo se ve sustituido por un espacio vacío e indiferente en el que tiene lugar la sucesión arbitraria de los parques o subparques temáticos. La historia en Disneylandia es una historia ajena de la que hay que saber tres o cuatro cosas que permitan decir: esto es el Oeste, esto el Oriente de Aladino (o Aladdin), este el poblado indio de Pocahontas. A partir de esa esquematización de la historia, es posible lanzarse a fantasías sin freno, pues la realidad ha dejado de ser un obstáculo: muchos mundos definidos por tópicos caben en el universo de Disney. La historia se convierte en el marco de historias, de fantasías varias a través de las cuales se abre paso la realidad de la vida norteamericana actual. La variedad, privada de su dimensión real, de lo que escapa a los significantes de la narración, se convierte en repetición de lo mismo.

En estos distintos marcos de historia irreal y atemporal, esperan al visitante una serie de emociones. La principal es la emoción física de la montaña rusa (el "roller coaster"), declinada al infinito en distintos decorados "temáticos", con distintos niveles de "riesgo" y con distintos grados de vértigo y sacudida. La estructura es siempre la misma: una subida y una caida, seguida de vueltas, a menudo muy violentas, en algunos casos, en el límite mismo de lo que se puede aguantar antes de ceder al pánico. Pero en el mundo de Disney no hay nada que temer, pues todo está bajo control: todo está securizado (securized) como la Zona Verde de Bagdad o un vehículo blindado de las tropas de ocupación.

Fascina el modo en que se llega a controlar blanda y hasta amablemente a la masa de visitantes: atraídos por las "atracciones", estos acuden a sus inmediciones y forman espontáneamente filas, a menudo muy largas que discurren por unas barreras metálicas que dan vueltas sobre sí mismas para contener y separar a la masa que espera su turno. Son dispositivos que recuerdan a los que se usan en los mataderos para conducir al ganado o los que canalizan en las fronteras sensibles de la UE los flujos de personas a fin de distinguir a los elegidos que tienen documentos y dinero de los réprobos que carecen de ellos. La gran diferencia es que aquí se viene voluntariamente y se paga. Algo inquieta en este orden que se impone solo, sin recurrir casi al lenguaje, en ese modo de canalizar los flujos de la multitud de modo que se convierta en masa. Una curiosa autogestión sin palabras, mediada por las barreras metálicas. Una autista de alto nivel, Temple Grandin, ideó una serie de dispositivos de contención de ganado que se utilizan hoy en muchas explotaciones. Son dispositivos que no necesitan ninguna palabra, solo una determinada disposición de los elementos metálicos en los que el animal queda contenido y por los que puede moverse en una sola dirección. Afirma Temple Grandin que, como autista, piensa "sin palabras y de manera visual" y que, por consiguiente, cuando concibe una estructura, "todas las decisiones se representan en mi mente en forma de imágenes". Sin una sola palabra, sin relación al otro del lenguaje a ese otro a quien se puede pedir u ordenar algo, sus dispositivos canalizan eficazmente y sin violencia al ganado y a las personas.




La cola es un elemento fundamental de la atracción. En primer lugar porque discurre, pasado un primer tramo donde solo hay barreras de metal, por una zona temática. Alguna es divertida, como el aeropuerto espacial de la Guerra de las Galaxias donde los robots de las películas de Lucas acogen a los vistantes que esperan su turno y las paredes exhiben con bastante humor publicidad turística de otros mundos, o la recreación de un puerto en la atracción de Nemo. Es importante que mucha gente espere, pues sin colas, las atracciones son muy breves (entre 2 y 5 minutos) y el visitante podría recorrerlas todas en pocas horas. También es importante que se hagan colas largas, pues el mero hecho de hacer cola confiere valor a la atracción: se oyen comentarios admirados sobre colas de una e incluso de dos horas. En una lógica de mercado algo escaso y difícil es valioso, aunque, al final, todo sea una declinación de lo mismo: la montaña rusa o sus sucedáneos. La imitación de los afectos  es el fundamento principal del valor de estas atracciones: las deseamos porque el otro las desea, lo cual nos permite no ver su carácter repetitivo y hasta tedioso.

El contenido mismo de las atracciones "estrella", que en su gran mayoría son experiencias de caída en el vacío, es una experiencia del terror en estrictas condiciones inmunitarias. Se puede asistir, por ejemplo al choque de una nave espacial contra un asteroide, desde dentro de la nave, sin que pase nada: solo algún pequeño temblor del suelo, algunas luces e incluso llamas, pronto apagadas por unos aspersores de agua. También puede vivirse la caída de una ascensor en el vacío, sin que pase nada. En las montañas rusas, se dan vueltas de 360 grados quedando en varias ocasiones cabeza abajo o se ve uno sacudido o aplastado contra las paredes del vehículo por los bruscos y veloces giros, sin contar las caídas en picado. Todo muy impresionante, todo inocuo. Y es que la lógica de la contención también se aplica aquí. Los pasajeros están atados y retenidos por dispositivos que impiden su movimiento o que amortiguan casi por completo los posibles golpes. Uno vive estas experiencias que podrían en condiciones normales ser mortales dentro de un dispositivo de seguridad al que queda completamente acoplado el cuerpo. Uno hace cuerpo con la máquina y es protegido por ella: de ese modo puede contemplar el vacío o sentir el vértigo, o sentir incluso cierto terror...sin ningún temor. En Disneyland no pasa nada: todo está bajo control. Basta confiar en un poder bondadoso que, para divertirnos contiene nouestros movimientos mediante dispositivos eficaces. Se pueden así vivir fantasmas de destrucción y de muerte de forma perfectamente segura. El fantasma, afirma Jacques Lacan, es un "ventana sobre lo real", esto es sobre lo insoportable, en particular, la muerte y la castración. El fantasma es el dispositivo que incluye elementos imaginarios y lingüísticos por el que podemos tener un a modo de acceso a lo real. Los sistemas de seguridad de Disney son materializaciones del dispositivo fantasmático. Gracias a ellos quedamos inmunizados ante el terror: entrevemos a través del fantasma lo insoportable, pero sin que nos afecte realmente. Es la lógica de la inmunidad a que se refiere Alain Brossat en La democracia inmunitaria, ese tremendo retrato de nuestra sociedad como un mundo ajeno al dolor y a la muerte ajenos y propios.



A la entrada de una sección del parque, se encuentra el agotado visitante con una estatua del fundador de esta gran utopía de la emoción inmunizada, el inefable Walt Disney. Vestido con americana, sonriente, tiende una mano hacia adelante, invitando a entrar en su reino, mientras da la otra al ratón Mickey. Imposible no comparar esa imagen con las que de Lenin o Stalin proliferaban en el paisaje urbano de la antigua Unión Soviética u hoy mismo en la Corea del Norte. Tienen estas sociedades que creyeron o creen en la totalidad y en el fin de la historia mucho en común con el ensueño de Disney: como en el mundo de Disney, se trata de crear todos cerrados donde no pasa nada. De todas las ínsulas utópicas, la fantástica y comercial de Disney, ese eficacísimo aparato ideológico del más fiero americanismo plantado hoy en el corazón de Europa, parece ser la que mejor sobrevive: tal vez porque se encuentra rodeada de ese gran océano neoliberal en el que decían algunos que había venido la historia a acabarse. No nos engañemos: no es más que un fantasma. Disney invita a vivir el desastre sin que pase nada, a contemplar con inocencia la inminencia de la catástrofe, nos invita a imaginar la muerte o el fin del mundo. Pero todos estos fantasmas protegen a la utopía de Disney y al piélago neoliberal que la rodea de una representación mucho más intolerable para ellos que el fin del mundo: el fin del capitalismo. Este es el único producto que no nos pueden vender.