viernes, 16 de abril de 2010

Eyjafjallajökull. Las catástrofes o la sublime excepción de la ideología



"El sol se oscurecerá, | la tierra de hundirá en el mar,--
Resbalarán del cielo| las brillantes estrellas;
La humareda se elevará furiosa | y el fuego salvador:
El calor abrasador | lamerá el propio cielo."
Snorri Sturlusson, Gylfaginning(La alucinación de Gylfi)






"Pero al pretender mostrar que la naturaleza no hace nada en vano (esto es: no hace nada que no sea útil a los hombres), no han mostrado -parece- otra cosa sino que la naturaleza y los dioses deliran lo mismo que los hombres." (Spinoza, Ética I, Apéndice)


La reciente erupción del volcán Ejafjallajökul en Islandia está creando una imponente perturbación del tráfico aéreo en la Europa noroccidental. Las cenizas proyectadas a la atmósfera por el volcán en erupción podrían dañar los motores de los aviones, lo cual ha obligado a suspender los vuelos en 11 países europeos y posiblemente siga perturbando el tráfico aéreo en los próximos meses si no años. La naturaleza, que se suele presentar como amenazada por el hombre, se muestra aquí en toda su fuerza como amenaza a la civilización tecnológica. La técnica humana, con todo su poderío no puede con una pequeña alteración de la composición físico-química de la atmósfera. Y es que la técnica sólo opera en lo que tautológicamente se podría definir como "condiciones normales", esto es en las condiciones que posibilitan el funcionamiento de los dispositivos técnicos humanos. La idea de un órden natural adaptado al hombre y a su técnica es uno de los principales disparates a que conduce la concepción teleológica de la naturaleza que analizara Spinoza en el apéndice del primer libro de su Ética: la idea de que la naturaleza, como el hombre, tiene fines y que entre estos figuran la existencia y la prosperidad de nuestra especie está sólidamente arraigada en esa prolongación de la magia y del fetichismo que es la cultura tecnológica. Tenemos la engañosa seguridad -que no es sino otra forma de superstición- de que la naturaleza siempre permitirá que se despliegue nuestra técnica o incluso que viva nuestra especie. Es éste un sueño insensato.

El volcán Eyjafjallajökull, nos sitúa ante lo que fuera el horizonte permanente de la mitología nórdica: la caída de los dioses y el hundimiento del mundo (Ragnarök) nos recuerda hoy con su violencia que existe un más allá de lo que el pensamiento técnico considera "naturaleza", esto es un más allá de esa técnica que suponemos capaz de codificar y domeñar simbólicamente la naturaleza. Más allá del orden simbólico científico-técnico nos encontramos con lo real, con lo insoportable que apunta a nuestra muerte como especie bajo la forma de seismos (Haití o China), maremotos o erupciones volcánicas y se manifiesta de manera inmediata como obstáculo definitivo al funcionamiento de la técnica.

El orden técnico no es sino una versión sofisticada del pensamiento fetichista. Fetichismo es pensar que los objetos de la naturaleza tienen una subjetividad y unos fines propios. El pensamiento mágico parte de la idea de que los objetos del mundo -al igual que los seres humanos- tienen un alma, una especie de homúnculo dotado de libre albedrío que los mueve, lo cual permite una comunicación con ellos, nos hace termerlos, pero nos permite suplicarles. El pensamiento religioso limita esas almas a un número restringido de dioses que rigen fenómenos naturales más genéricos o incluso a un solo Dios rector del universo que da fines al universo en su conjunto y a cada uno de sus elementos. Spinoza resume así esta situación: "Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo: el hecho de que los hombres supongan que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre y ha creado al hombre para que le rinda culto. (Spinoza, Ética I, De Dios, Apéndice)

La racionalidad científico-técnica realmente existente, la que coincide con el capitalismo pretende establecer esta finalidad a partir de una formalización simbólico-matemática de la naturaleza que tiene la pretensión de permitir al ser humano "utilizar" la naturaleza, realizar en ella sus fines. La civilización técnica es así inseparable de un cierto humanismo y supone una armonía entre la formalización matemática de la naturaleza y la realidad fenoménica de ésta. La técnica "funciona" en un universo que funciona. Todo ello al servicio del hombre, último residuo del fetichismo, ese hombre cuya especificidad de pretendido ser espiritual es objeto de una cuidadosa y desesperada búsqueda por parte de los nuevos brujos de nuestro tiempo, los científicos cognitivistas y los practicantes de la neurociencias que exploran mediante escáneres cada vez más precisos el cerebro humano en busca de ese hombrecito minúsculo, ese homúnculo que explicaría definitivamente cómo y por qué actúa el hombre. Todo el pensamiento burgués se basa en esta escisión fetichista entre un reino natural de la necesidad y un reino de la subjetividad humana y de la libertad. El tecnicismo y el cientificismo más extremos se ven condenados por su propia estructura ("forclusión -Verwerfung- del sujeto" diría el psicoanálisis)a un retorno de la brujería y del fetichismo, un auténtico obscurantismo. La eliminación del sujeto no es, como pretende el positivismo, el fin del fetichismo, sino su principio mismo. Baste para convencerse consultar los análisis de Marx sobre el fetichismo de la mercancia en la primera sección del Libro I del Capital, que, increíblemente, se ha solido interpretar en términos humanistas.

Kant denominó "sublime" la irrupción brutal de la naturaleza "desatada" en el propio orden natural. "Rocas audazmente colgadas y, por decirlos así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso etc. reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez comparada con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro, y llamamos gustosos sublimes esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de resistencia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para poder medirnos con el todo-poder aparente de la naturaleza". (Kant, Crítica del Juicio, De lo sublime dinámico de la naturaleza,§28). El más allá de la naturaleza científicamente simbolizada se presenta para Kant como signo de una libertad en el límite de lo terrible. Se da así una alternancia entre un reino de la naturaleza fenoménico objeto de la ciencia y capaz de pensar la naturaleza en términos de regularidad (y, por lo tanto de adaptación teleológica a las técnicas humanas), y un más allá de este reino natural ordenado donde la libertad se piensa como catástrofe y como fundamento de un nuevo orden.

En una civilización religiosa, la intervención de la subjetividad finalista en la naturaleza es cotidiana: el milagro, la gracia obtenida por la oración, o el prodigio son algo, paradójicamente ordinario. En nuestro mundo científico, la capacidad técnica produce -de manera obscurantista- muchos efectos que antes se hubieran considerado milagrosos, quedando el equivalente del milagro relegado a ese más allá de la naturaleza científicamente calculable y previsible que es la catástrofe, la cual, a su vez tiende a perder su capacidad de sorpresa. La propia catástrofe reinterpretada adquiere tintes de normalidad, perdiendo su condición de acontecimiento. El milagro, expulsado cada vez más de la naturaleza tendió a refugiarse en la política. En el orden simbólico medieval la naturaleza era un -ambito milagroso, mientras que la política se regía por la regularidad de la ley humana o divina. En el mundo moderno, la naturaleza es un orden regular sometido a leyes (incluso las catástrofes lo están, por mucho que cueste imaginar en ellas el funcionamiento de leyes naturales), mientras que la política se rige por una alternancia de normalidad jurídica (cuya forma más desarrollada es el Estado de derecho) y excepción soberana (que se manifiesta en el Estado de excepción, pero también en el terrorismo, imagen especular de la excepción soberana). Oscilamos así en la política del Estado burgués entre un orden de derecho basado en la normalidad social y una irrupción brutal de la fuerza del Estado o de sus imágenes especulares terroristas, como fuerzas que (r)establecen la normalidad por medios excepcionales.

En el Estado capitalista vivimos como si nos encontráramos encima del volcán Eyjafjallajökull: por encima hay un glaciar sólido que se desplaza de manera lenta y casi perfectamente previsible, pero por debajo sze oculta un volcán. La diferencia es que el Ejafjällajökul y la capa de hielo que lo recubre son un resultado de la deriva de las placas tectónicas en el norte del Atlántico contra la que toda la fuerza de la humanidad es impotente, mientras que la alternancia de hielo y lava, orden y violencia propia del Estado capitalista se debe a un orden político humano, un orden que puede cambiarse. Será por siempre imposible evitar erupciones volcánicas y maremotos, pero son perfectamente concebibles formas políticas que no oculten los antagonismos bajo la imagen helada de una representación consensual del orden social. El capitalismo debe practicar necesariamente esta ocultación, pues tiene que hacer olvidar bajo formas jurídicas y constitucionales la violencia expropiadora que le dió origen y que lo perpetúa. Bajo el contrato social el Estado capitalista reprime cualquier representación de la violencia inicial y fundamental en que se basa. El fundamento de la excepción soberana que reactiva la violencia fundacional no es otro que la existencia de clases: la expropiación masiva de los trabajadores, la cual produce efectos fetichistas y mágicos en el orden político. Una ilustración radical, materialista y comunista, es necesaria para vencer el obscurantismo. No se trata a través de ella de llegar a una paz perpetua a la manera de Kant o de Kelsen, sino, por el contrario, de reconocer el antagonismo y el conflicto dándole su lugar en una democracia más allá del Estado y del derecho. La erupción del Eyjafjallajökull nos permite hoy contemplar la precariedad de todo orden humano, incluso de aquel que se basa en la alternancia temporal y estructural del orden y de la excepción.