Jan de Baen, Los cuerpos de los hermanos De Witt (1672) |
Las imágenes del asesinato de Muammar Al Gadafi son brutales. Corresponden a un linchamiento cruel, el de un individuo cuya vida es absolutamente despreciada y que es tratado peor que un animal de matadero. Las imágenes de televisión y las fotografías tienen un regusto exhibicionista y casi pornográfico, regodeándose en la sangre, el sufrimiento, la humillación. Son imágenes del dirigente libio capturado por un grupo de rebeldes que atormentan a su antiguo amo al grito de allahu akbar (Dios es el más grande), fórmula teológico-política que afirma la absoluta superioridad de Dios sobre todo hombre, incluso el más poderoso. Quienes martirizan a Gadafi se ven, pues, a sí mismos, como brazos ejecutores de la justicia divina. Es de suponer que el odio al antiguo amo se intensifica por el hecho de que muchos de sus captores eran hace siete meses personas que participaban en la adulación obligatoria del Líder libio, personas que lo amaban, en cierto modo, pero con ese amor obligatorio tan típico de las tiranías. Se trataba de un amor basado en el miedo, un amor que era motivado por la esperanza -inseparable del propio temor- de no ser objeto de su ira. La destrucción de un déspota que es imagen y causa de la indignidad de sus súbditos siempre ha sido cruel. Lo que hemos visto en Internet, en la prensa y en la televisión estos últimos días, no son sino las imágenes de la última versión de la muerte del padre omnipotente de la horda primitiva a manos de sus hijos, que nos describía Freud en Tótem y tabú. Esta muerte, sólo puede amparar su crueldad en la invocación de Dios, esto es del propio Padre muerto, un padre cuya violencia se ha transformado en ley.
Las imágenes que se nos muestran son, pues, de fanatismo y se las presenta en contraste con el sosiego y la racionalidad de unas fuerzas de la OTAN que, desde el cielo y con medios de alta tecnología habían bombardeado poco antes el convoy de Gadafi. También contrastan las imágenes con el mandato que tenía la propia OTAN cuyos dos objetivos principales eran : 1) defender a la población civil frente a los desmanes del Régimen y 2) capturar a Gadafi para trasladarlo ante la Corte Penal Internacional que lo acusaba de gravísimos crímenes contra su población. Barbarie teológica de árabes y musulmanes, y racionalidad técnica y jurídica occidental parecen oponerse diametralmente. Sin embargo, las cosas son bastante menos claras de lo que parece. La OTAN no sólo ejecutó su mandato de protección de la población civil, sino que se convirtió en actor directo de la guerra mediante el bombardeo de toda una serie de objetivos que no eran todos militares y, por otra parte, los horribles crímenes de lesa humanidad de que acusaba la CPI a Gadafi no fueron confirmados ni por Amnistía Internacional ni Por Human Rights Watch. Hubo represión, sin duda, muy dura, tanto que bastó para disuadir a los manifestantes de volver a salir a la calle sin armas, pero no bombardeos aéreos de los manifestantes, como afirmaron los medios occidentales y Al Jazeera.
Al margen de estos incumplimientos y falsificaciones, existe, sin embargo, una lógica de la intervención de la OTAN en Libia que no contrasta tanto con la de los fanáticos y desesperados ejecutores del antiguo amigo libio de Berlusconi y de Aznar. Las acusaciones de la CPI, sean verdaderas o falsas, se inscriben en un marco que ya conocemos, el del humanitarismo militar. El humanitarismo se expresa y actúa en nombre de los más altos valores, en nombre de la humanidad: su empeño en socorrer y proteger a las víctimas se basa en la condición humana de estas. Ahora bien, esa humanidad que parece ser enteramente universal y no admitir excepciones, no se basa sólo en la pertenencia a la especie, sino en la idea de una dignidad moral del sujeto humano. Una dignidad moral cuya definición, por supuesto, es enteramente flexible y adaptable a las circunstancias: quien dice "humanidad" quiere engañar. Así, la solicitud por las víctimas puede conciliarse con la expulsión de los verdugos del orden humano. Gadafi, para la OTAN o para la CPI no era un enemigo, sino un criminal, no era un ser humano o un dirigente político en relación de antagonismo con otros, sino un monstruo que no pertenecía al género humano .
Una vez que un individuo se ve fuera de la humanidad por sus crímenes reales o supuestos, pasa a tener un estatuto particular. Los romanos condenaban a los autores de crímenes muy graves como el parricidio al estatuto de « homo sacer ». Esta expresión reúne dos significados aparentemente contrarios, por un lado significa « hombre sagrado » y por otro « hombre infame », al margen de la sociedad, que cualquiera puede matar sin culpa ni castigo. En el antiguo derecho germánico se declaraba a los grandes criminales Vogelfrei, literalmente libres como los pájaros, pues ya no tenían ninguna obligación social, ningún lazo comunitario, pero también libres de ser devorados por los pájaros y los peces. Osama Ben Laden y Muammar Al Gadafi han cumplido ese destino tras haber sido excluidos de la humanidad en nombre de la justicia universal y de la humanidad.
Nos enseña el jurista alemán Carl Schmitt que toda guerra combatida en nombre de la humanidad, o de Dios o de algún supuesto valor universal deja de ser guerra para convertirse en cruzada y, como sabemos, todo cruzado está más allá de las leyes de la guerra. De este modo, quienes asesinaron a Gadafi en nombre de Dios y quienes decidieron capturarlo en nombre de la humanidad y de los derechos de sus víctimas no estaban moral e intelectualmente tan alejados como pretenden los medios de comunicación. La ambigüedad de la intervención de la CPI y de su brazo armado en Libia en nombre de la humanidad se aprecia en esta mezcla inextricable de enunciación de valores universales y creación de un espacio más allá del derecho de la guerra, de un espacio para la violencia ilimitada ejercida en nombre de la paz y del derecho. Ahora bien, ese espacio al margen del derecho, ese espacio de excepción en el que es posible el bombardeo de población civil, la tortura pública y el asesinato ante las cámaras de vídeo, es el espacio que habitamos, más allá de la retórica de los derechos humanos que, como hemos visto, no sólo sirve para encubrir la violencia, sino para justificarla.
La bestialidad evidente de quienes actúan en nombre de la humanidad no niega, en absoluto, la legitimidad de la revuelta de los libios contra su despótico Líder, pero es necesario no ignorar el marco "humanitario" en que esta revuelta se ha visto "secuestrada". La revuelta de los libios pertenece al ámbito de la política, del antagonismo, es una lucha por la libertad y por los derechos de todos perfectamente comparable a la que se libra en Túnez o Egipto y, con variada suerte y diversos métodos, en el resto del mundo árabe y aún del planeta. La intervención de la OTAN es, en cambio, un acto dirigido a la abolición de la politica y a su sutitución por una brutal defensa humanitaria de víctimas reales o supuestas.