"Grande es el desorden bajo el cielo, la situación es excelente"
Mao Zedong
Ernesto "Che" Guevara
(Discurso a la Tricontinental)
Una ola de revoluciones populares democráticas barre el norte de África y el conjunto del mundo árabe. Ya se ha llevado a dos añejos tiranos, Ben Alí en Túnez y Mubarak en Egipto. El proceso no se ha acabado, pues prosigue en multitud de otros países de la zona y amenaza al conjunto de aparatos de dominación neocolonial que han tenido atenazado durante décadas al mundo árabe y musulmán. En Egipto y Túnez la coyuntura revolucionaria dista de estar cerrada. En Libia, la población también se alzó contra el déspota local, aunque su respuesta brutal y sanguinaria a las manifestaciones con uso de fuego real y de medios militares transformó la insurrección popular en guerra civil. Al olor de la sangre, no tardaron en asomarse los buitres humanitarios que vieron en Libia una ocasión única para frenar el conjunto del proceso revolucionario en el mundo árabe, haciéndose con una cabeza de playa en ese país. En Libia, primero con la agresión de Gadafi contra los manifestantes y después con la intervención contra Gadafi de la OTAN, ha empezado la contrarrevolución. ¿Acaso cabía esperar que un acontecimiento político de estas dimensiones y trascendencia no tuviera respuesta por parte del poder imperial?
Ante una situación así, quien esté comprometido con una posición anticapitalista no puede sino ver una coyuntura favorable. Una coyuntura que podría ampliar la ya enorme falla abierta en el sistema de dominación capitalista mundial por los procesos revolucionarios y de resistencia popular de América Latina. Si el símbolo de la revuelta árabe es la plaza Tahrir (plaza de la Liberación del Cairo), la más mínima sensibilidad internacionalista debería hacer revivir la vieja consigna del Che actualizándola: "crear dos, tres, muchos Tahrir". Las revueltas árabes son revueltas democráticas, no son revueltas socialistas ni anticapitalistas...de momento. Nadie puede creer, sin embargo, que las cosas puedan quedarse como están desde el punto de vista social allí donde las revoluciones árabes han culminado su primera fase con la caída de los dictadores. En una economía capitalista que sólo puede estar basada en una división del trabajo desigual, la democracia exige que se tengan algo más en cuenta las reivindicaciones de las mayorías sociales empobrecidas por la rapiña interna y externa. Cualquier gobierno egipcio o tunecino deberá apartarse del programa neoliberal y del funcionamiento "normal" del capitalismo mundial si quiere gobernar. Si no, antes o después -probablemente antes- se producirán levantamientos populares como los que conoció Latinoamérica en el último decenio. La democracia y el capitalismo neoliberal son incompatibles, pero ya no es posible restablecer las dictaduras. El juego está, pues abierto.
No es sorprendente que un auténtico campeón mundial del conservadurismo como China vea en todas las revueltas árabes un peligro inminente para la "sociedad armoniosa" y el mantenimiento de la estabilidad ("wei wen"), hasta el punto de aumentar su presupuesto de orden público a tal nivel que éste supera ya al de defensa (624.000 millones de euros y 601.000 respectivamente). Ren Siwen, el editorialista del diario de Pequín Beijing Ribao describía así las revoluciones del mundo árabe: "..desde finales del año pasado, algunos países del Oriente Medio y de áfrica del Norte son presa de constantes disturbios: el orden público es caótico, la seguridad de las personas no está garantizada y su vida se encuentra sumida en una difícil situación. Todas estas convulsiones ha sido origen de grandes calamidades para los habitantes de estos países. Lo que merce nuestra atención es el pequeño número de individuos con fines inconfesables que, desde dentro y fuera de nuestras fronteras quieren propagar estos disturbios en China". ("La estabilidad es la clave de la felicidad";. Artículo traducido en Courrier International, n. 1064) Lo que sí sorprende, sin embargo, es la tibieza con que la izquierda transformadora latinoamericana ha acogido estos procesos. Ya desde las primeras manifestaciones de Túnez, la reacción fue timorata, cuando la población egipcia se echó a la calle y logró echar a Mubarak, se empezó a sentir cierto temor. Daba le impresión de que estos movimientos populares sin cabezas visibles y con reivindicaciones tales como dignidad ("karama") y democracia pudieran suponer un peligro para los gobiernos revolucionarios de América Latina. Según cierta lógica de la conspiración que sustituye demasiado a menudo a la información y al análisis en la izquierda, unos movimientos así sólo podían ser resultado de una manipulación imperialista. Queda por esponde qué interés oscuro podría peseguir el imperialismo organizando la defenestración de sus más fieles servidores en el mundo árabe. Pero la lógica y los hechos no tienen ninguna importancia cuando siempre ya se tiene la clave de todo. Los acontecimientos de Libia, el encadenamiento alzamiento popular-represión militar-guerra civil-intervención, parecieron confirmar los peores temores de los dirigentes latinoamericanos de izquierda que, en lugar de tomar partido por la insurrección, movidos por un automatismo de guerra fría y de bloques, se solidarizaron con Gadafi. ¡Cómo si ese íntimo amigo de Berlusconi, carcelero de inmigrantes y cómplice de mil fechorías de las oligarquías capitalistas europeas y norteamericanas fuera un dirigente antiimperialista! ¡Cómo si Gadafi fuera un Fidel Castro, un Evo Morales o un Hugo Chávez!
Esta solidaridad con Gadafi tiene como contrapartida un alejamiento cada vez mayor del proceso árabe en curso. Cada vez se hace más improbable que la izquierda de gobierno latinoamericana ejerza una influencia sobre estos procesos revolucionarios, y cada vez es más probable que este abandono abra de nuevo las puertas a las potencias occidentales "democráticas" o a la derecha islamista. Hay, sin embargo, algo peor. El enrocamiento soberanista de los dirigentes de la izquierda latinoamericana les ha hecho perder la perspectiva internacionalista en cuanto se refiere al mundo árabe y musulmán. El soberanismo, la defensa a ultranza de la inviolabilidad del Estado nación por encima de los intereses de los procesos revolucionarios efectivos, los mantiene en una posición defensiva, incapacitados para actuar en la coyuntura, par hacer política. Cuando la mejor defensa de los procesos revolucionario en curso es precisamente la extensión de la resistencia al capital a escala mundial, el internacionalismo. Parece hoy que el internacionalismo sólo existiera ya del lado del capital y algunos comunistas prominentes se hubieran hecho celosos guardianes de la integridad nacional. El mundo al revés, si comparamos la situación actual a la de 1917 en que eran los comunistas los que daban miedo, pues eran agentes de una revolución mundial y las burguesías se protegían detrás de sus fronteras nacionales. Y si esta parálisis de la acción internacionalista ya es algo pésimo en sí, puede haber aún algo mucho peor: que la identificación de los dirigentes de la izquierda con tiranos como Gadafi funcione, por la propiedad conmutativa de la igualdad, en el otro sentido. Esta siniestra identificación terminaría también operándose, no sólo en la propaganda imperialista -que no se priva de hacerla- sino también entre unos movimientos populares que, desde el primer momento, en la avenida Bourguiba de Túnez o en la plaza Tahrir del Cairo, tomaron como emblemas de su revuelta a Cuba, al Che y a Hugo Chávez.