sábado, 30 de noviembre de 2013

La "ofensa a España" y el fetichismo policial




1. Conforme a lo dispuesto en la nueva Ley de Seguridad Ciudadana recientemente aprobada, constituirán "Infracciones graves", punibles con multas de 1001 a 30.000 euros: "Las ofensas o ultrajes a España, a las Comunidades Autónomas y Entidades Locales o a sus instituciones, símbolos, himnos  o emblemas, efectuadas por cualquier medio, cuando no sean constitutivos de delito."

2. Esta norma haría sonreir por la manifiesta desproporción de los hechos con la sanción. Quien, por ejemplo detestase Madrid y así lo haga saber públicamente o tenga manía a la Comunidad Autónoma de la Rioja vería caer sobre su persona el peso de la nueva ley con sus multas de barcenescas proporciones. Da la impresión, viendo el desmesurado importe de las sanciones, que, además de tener una finalidad abiertamente intimidatoria, exhiben por las meras cuantías en juego un perfil sociológico claro que corresponde al de sus autores: su origen solo puede estar en lo que Miguel Espinosa denominó con acierto, refiriéndose a la clase dominante del franquismo "la fea burguesía". La fea burguesía de la novela de Espinosa tiene una sola unidad de medida del valor: "el sueldo de un obrero". Así, en las reuniones mundanas, un coche deportivo se valora en "el sueldo de diez años de diez obreros" y un abrigo de visión, en "el sueldo de un año de diez obreros", la botella de champán cuesta "el sueldo de un mes de un obrero", etc...

En un medio social irrigado por los beneficios de la banca y los sobres, es lógico que se considere que una multa de 30.000 euros, equivalente según el baremo de Espinosa -debidamente actualizado- al "sueldo de un año de cuatro obreros" es una sanción "proporcionada". La imposición de multas fue desde el 15M uno de los medios predilectos del poder de clase para sofocar la revuelta. Más de una vez, se oyó a un policía hacerse la voz de su amo y afirmar con desprecio "te voy a poner una multa de 1000 euros y te dejo frito, perroflauta de mierda" o usar otras expresiones similares. Lo importante de estas multas es que sean impagables, que abran con el Estado una deuda tan enorme como la que muchos ciudadanos se han visto obligados a contraer con los bancos para tener una vivienda. Ya no se trata de "corregir" una determinada conducta, sino de intentar "arruinarle la vida" a quienes protestan. A esta patente intención viene a unirse un doble regusto sádico: en primer lugar, el hecho de que lo que un ciudadano normal no puede pagar de ninguna manera, pues para pagar la multa corresponidente a una manifestación ilegal ante el parlamento (600.000 euros en la primera readacción del proyecto de ley) tendría que liquidar su propia vivienda y todo su patrimonio y endeudarse de por vida, sea para los representantes de la actual dictadura de clase del capital financiero una cuantía "insignificante"; en segundo lugar, el goce sádico se redobla por el hecho de que las distintas infracciones recogidas corresponden a actos muy poco definidos y sometidos a la intepretación, no ya del juez, sino de la policía o el Ministerio del Interior. Ejemplo resplandeciente de esto último es el texto sobre las "ofensas a España" con que abríamos esta reflexión.

3. La idea de que pueda "ofenderse a España" es sin duda lógicamente temeraria. Estas son, en efecto, las acepciones del verbo "ofender" que recoge el Diccionario de la Real Academia de la Lengua:


"Ofender (Del lat. offendĕre).
1. tr. Humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos.
2. tr. Ir en contra de lo que se tiene comúnmente por bueno, correcto o agradable. Ofender el olfato, el buen gusto, el sentido común.
3. tr. desus. Hacer daño a alguien físicamente, hiriéndolo o maltratándolo.
4. prnl. Sentirse humillado o herido en el amor propio o la dignidad."

Nos interesaremos por la acepción n° 1 y por su variante pronominal, la 4, pues las otras dos son aún menos pertinentes, dado que España no es un órgano sensorial ni una facultad de juzgar, ni tampoco algo que tenga una existencia física y que se pueda herir o maltratar. Nos queda pues "Humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos" o "Sentirse humillado o herido en el amor propio o la dignidad". Estas dos acepciones están conectadas entre sí, pues ambas requieren la existencia de un sujeto (alguien) que se valore a sí mismo y sea capaz de tener amor propio o dignidad. España, según el legislador autor de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, sería un sujeto de este tipo, un sujeto capaz de sentirse humillado o herido en su amor propio por las palabras o los hechos de otros.

4. Es un rasgo característico del pensamiento mágico hacer de cosas o de ideas abstractas sujetos comparables a los sujetos humanos. Es una constante en el pensamiento reaccionario y, concretamente, en el fascismo y demás ideologías que convergieron en el franquismo pensar que la democracia, el socialismo y el anarquismo "ofendían" a España, por lo cual debía oponérseles la violencia. Nadie más explícito a este respecto que José Antonio Primo de Rivera en el discurso que dió en el acto fundacional de Falange, el "discurso de la comedia", que es evidentemente una fuente de la Ley recientemente aprobada:

"¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria."

La concepción según la cual una cosa o una idea cobran subjetividad se denomina "fetichismo". El fetichismo tiene la particularidad de atribuir a una cosa hecha por el hombre o a una idea de su mente, como pueden ser "la justicia" o "España", las características de un ser capaz de relaciones de sociales, que puede por consiguiente relacionarse con un otro y, por consiguiente, ser afectado y concretamente "ofendido" por él. Lo que oculta siempre el fetichismo son las relaciones sociales efectivas que le sirven de base. Para Marx, en el fetichismo de la mercancía, las mercancías, que son cosas, mantienen entre sí un tipo particular de relaciones sociales mediadas y medidas por su valor, al margen de la relación social real que existe entre sus productores. Para la etnografía, el poder de la sociedad se manifiesta también a través de los fetiches como voluntad de los ídolos que pueden ser ofendidos por los actos de los hombres.

5. "Ofender a España" es algo solo posible en un contexto de pensamiento mágico y fetichista, un pensamiento ya hegemónico en las distintas derechas españolas y cuya universalización es el objetivo manifiesto de la ley Wert. Lo que pasa es que, igual que en el fetichismo, en la "ofensa a España" hay trampa. Quien invoca, por ejemplo, a Dios como fuente de legitimidad de una norma está sencillamente afirmando su propio poder político y social como absoluto y no está dispuesto a negociar nada con un otro. Efectivamente, por mucho que se haya intentado que Dios se manifieste públicamente para confirmar lo que se le ha venido atribuyendo, nadie lo ha conseguido y lo que se nos presenta como voluntad de Dios -o decreto de la Naturaleza- no es sino la interpretación humana de este supuesto decreto. Ni siquiera al pueblo de Israel pudo Dios decirle nada articulado sin la mediación de Moisés y de Aarón. Y es que el considerar este tipo de ideas como sujetos hace necesario que la subjetividad que se les supone sea aportada por quien habla en nombre de ellos. Nada muy distinto de lo que, por lo demás, ocurre en cualquier espectáculo de marionetas donde el marionetista pone voz a sus muñecos. El fetichismo se distingue del espectáculo de marionetas por el hecho de ocultar al titiritero.

6. Volviendo de Dios a la no menos abstracta España; podemos afirmar que quienes hablan en su nombre no hacen otra cosa que fingirle una voluntad determinada que no es otra que la del propio intérprete. Esto, en una norma policial o penal es sumamente peligroso. El derecho penal liberal y democrático está efectivamente basado en una reducción al mínimo del margen de interpretación por parte de la autoridad de los hechos constitutivos de infracción o de delito. Todo delito debe así ser descrito de manera precisa y objetiva por la norma, sin que quepan márgenes arbitrarios de interpretación, aplicando el principio básico del derecho penal "Nullum crimen sine lege" (no hay crimen sin ley) que formulara el jurista alemán Paul Johann Anselm von Feuerbach (padre del filósofo Ludwig Feuerbach). Este principio, que excluye la interpretación y la analogía en materia penal sirve tradicionalmente de garantía contra los atropellos del poder a las libertades ciudadanas. Una normativa que incluye entre las infracciones que sanciona la "ofensa a España" o a sus símbolos, jamás podrá responder a las condiciones y garantías formuladas por Feuerbach y por la tradición ilustrada del derecho penal, pues, por esencia, necesita un amplísimo margen de interpretación, tan amplio que no se puede distinguir de la más pura arbitrariedad. Si a esto se añade que quien ha de juzgar de esta imposible "ofensa" es una autoridad policial o administrativa que no debe atenerse a las garantías procesales a las que debe plegarse el juez y que quien pretenda recurrir ante la justicia una de estas impagables multas deberá pagar más de dos mil euros de tasas judiciales, podrá apreciarse en su justa dimensión la indefensión a la que todo ciudadano se ve expuesto con esta norma.

7. Estas normas que pretenden infundir terror resultan tan desproporcionadas que caen en el ridículo: casi ningún ciudadano estará en condiciones de abonar una de estas absurdas multas. Si las impusieran, el Estado se vería ante un enorme problema de cobro, muy superior al problema de pago que supuestamente tendría el ciudadano. Se atribuye a un ministro brasileño de la época de hiperinflación de los 70 un comentario chistoso ante un acreedor norteamericano que no entendía que debiendo tantísimo dinero, el gobierno brasileño pudiera estar tan tranquilo. "Sabe usted -le contestó-: cuando yo le debo 100 dólares a un amigo y no se los pago, tengo un problema yo con ese amigo, pero cuando le debo diez millones de dólares a un banquero, es el banquero quien tiene un problema conmigo". Son estos los problemas que tiene el intentar gobernarlo todo mediante el mecanismo de la deuda.




martes, 19 de noviembre de 2013

Marx como spinozista (apuntes breves sobre valor y precio)

El Marx del Capital, aunque no cite casi nunca a Spinoza puede considerarse en su proyecto como un spinozista. Su idea no es solo criticar en abstracto el capitalismo y la economía política, sino unir a la crítica una teoría genética o genealógica de las ideas inadecuadas en que se sustentan las representaciones imaginarias que sirven de base al capitalismo y a la economía política. Como diría Spinoza "verum index sui et falsi": la verdad es índice de sí misma y de lo falso. Con esto se quiere decir que no basta nunca con afirmar que una idea es falsa aplicando un criterio de verdad exterior, sino que antes hay que producir la idea verdadera capaz de indicar la falsedad de la idea inadecuada o imaginaria, esto es de conocer el modo en que esta misma idea se produce en el orden de la naturaleza. 

Cuando Marx habla de los precios en el libro III del Capital, habla claramente de algo que para Spinoza sería una idea imaginaria, pues se parte de una relación casi teológica, fetichista, entre las cosas, que ignora la relación social que le sirve de base. Estamos, en efecto, tratándose de  los precios ante una representación de las relaciones de intercambio basada en ideas truncadas, que nos hace ver las cosas como efectos sin causa. Esto, y no otra cosa, es el fetichismo de la mercancía en que se basan las relaciones entre mercancías, los equilibrios de oferta y demanda y, en general, el mercado capitalista. Un fetichismo que se comprende mejor y resulta menos misterioso cuando en lugar de intentar comprenderlo por la ley hegeliana de la negación y la alienación, se intenta entender desde la teoría spinozista de la imaginación y de la idea inadecuada. 

El efecto "fetiche" aquí presente se debe al hecho de que, en el capitalismo, la relación de cooperación a través del mercado entre trabajadores que intercambian mercancías que ellos producen "a su valor" nunca se realiza: tan solo es un modelo abstracto, irreal, pero importante en la medida en que sirve de base al sistema jurídico. El lenguaje de la igualdad de los sujetos libres y propietarios procede, como apunta correctamente Marx, de la esfera de la circulación de mercancías. El problema se plantea cuando, alejándonos de esa esfera nos adentramos en la realidad, históricamente marcada por la expropiación de los trabajadores y por el hecho de que estos han tenido, para sobrevivir, que devenir asalariados. Sin que nada cambie formalmente en las condiciones jurídicas que corresponden al intercambio simple entre iguales, una categoría de sujetos del intercambio, al verse expropiada, ha tenido que vender en el mercado lo único que tenía: su capacidad de trabajar. Para que el sistema mantenga su coherencia jurídica y la capacidad de trabajar no se confunda con la personalidad entera del trabajador, esta cesión a título oneroso solo se realiza por un tiempo determinado. De este modo queda el sujeto trabajador separado de una parte de sí mismo, que ocupa en el sistema de las representaciones jurídicas el lugar estructural que habría ocupado una mercancía cualquiera que él hubiera producido o que tuviera legítimamente en su posesión para venderla. Estamos aquí ya ante una primera y fundamental distorsión del modelo, aunque, como vemos, desde el punto de vista jurídico, si se parte del principio lockeano de la autopropiedad que nos permite disponer de nuestro cuerpo y de sus facultades libremente, esto no plantea ningún problema a condición de que la cesión no sea total y definitiva. 

La otra distorsión importante la produce el hecho de que los trabajadores independientes de los que partíamos en el modelo abstracto, en lugar de relacionarse entre sí a través del mercado, acaban, una vez vendida su fuerza de trabajo (fdt), integrados en una gran maquinaria humana y técnica de la que son piezas, así como en una estructura de cooperación directa con otros trabajadores dentro de la fábrica (cf. capítulo sobre la cooperación del Capital). La fábrica es un más allá del mercado dentro del cual no opera la ley del valor ni el derecho de los sujetos libres del intercambio sino la voluntad del patrón. Una vez vendidas las fuerzas de trabajo, el patrón las integra en su capital como capital variable, o en otras palabras, las utiliza dentro de un proceso de trabajo en el que intervienen otros factores que se consideran capital fijo, pues no producen por sí mismos valor. 

De este modo, la producción de valor como tal queda excluida del mercado y recluida en el recinto del proceso productivo. No hay ya ningún interfaz directo entre el trabajo que produce valor de cambio y el mercado. Naturalmente, el patrón capitalista utilizará la fuerza de trabajo adquirida más allá de lo necesario para su reproducción de modo que el tiempo de trabajo se divide (al menos abstractamente) en dos: un tiempo de reproducción de la fdt y un tiempo de producción de excedente. El primer tiempo permite generar el valor equivalente al salario, esto es al valor de la fdt. El segundo, corresponde a la producción de plusvalía. De todas formas, esta división es meramente abstracta y el tiempo de trabajo es único: en él estos dos tiempos se visibilizan tan poco como en el contrato laboral las distintas circunstancias de los contratantes. La desaparición de toda traza del valor del espacio del mercado es la consecuencia más visible del proceso de explotación capitalista. El patrón no es ciertamente un trabajador, pero, en cuanto organiza el proceso de trabajo, es considerado un "productor" que produce, obviamente, para la venta. 

Los productos que el capitalista vende no los vende a su valor, pues este ha desaparecido como tal en las vísceras de la fábrica y en la relación de explotación interna a esta, sino a su precio de mercado. Este precio de mercado, en condiciones normales, debería ser superior o igual al coste de producción, sin lo cual el beneficio se transforma en pérdida. Ahora bien, el coste de producción se determina por la productividad del trabajo y esta a su vez por la composición orgánica del capital (proporción de capital fijo y de capital variable o fdt). Se supone que una inversión en capital fijo que suponga una innovación productiva disminuye el coste relativo del capital variable (la fdt) y aumenta la plusvalía relativa, luego el beneficio. En una situación en que los distintos capitalistas de un mismo sector tienen productividades y composiciones orgánicas del capital distintas sus tasas de ganancia son distintas, aunque progresivamente, la competencia conduzca a la perecuación de estas por adaptación o desaparición de los capitalistas menos competitivos. Aquí nos encontramos pues en la esfera de los precios en la que el valor como tal no tiene ninguna pertinencia: lo que se intercambian no son valores equivalentes entre trabajadores en un régimen de intercambio simple, sino mercancías a sus precios de mercado determinados por la productividad del trabajo y la competencia efectiva entre capitalistas. La relación social visibilizada en el intercambio simple se hace aquí perfectamente invisible y las mercancías parecen tener una existencia propia y relaciones sociales propias sobre las cuales se establecen las categorías de la economía política. Tenemos así una inconsecuencia: un derecho cuyas categorías son las del intercambio simple y una economía política cuyas categorías fundamentales son las de la relación fetichista de las mercancías entre sí. 

Un derecho fundado en la ley del valor y una economía basada en un más allá del valor. En el primer caso teníamos una relación social mediada por el intercambio regido a su vez por un patrón de medida común que permitía el intercambio de las mercancías entre productores iguales: el valor medido por el tiempo de trabajo socialmente necesario. Se trata de una hipótesis de reparto del trabajo social entre iguales, de un mercado que se limita a formalizar una relación social de cooperación (que podría haberse concebido de otra manera si en lugar de la relación de propiedad, se hubiese partido de los comunes, de una relación comunista con los medios de producción y los productos del trabajo). En el segundo caso, el del mercado visto desde el punto de vista del capitalista, la cooperación como tal ha desaparecido en las tripas de la fábrica y se realiza bajo mando capitalista, con lo cual la medida de los intercambios no será ya fundamentalmente la que corresponde al intercambio entre trabajadores que cooperan entre sí sino la propia de la relación entre capitalistas que compiten por un mercado: el precio de mercado que incluye el precio de producción más la ganancia. 

El valor se relaciona con la cooperación y nos pemite explicar la distorsión de esta dentro de la fábrica a través de la organización capitalista del trabajo y su explotación. El precio, por su lado, tiene que ver con la competencia entre capitalistas y supone siempre la ocultación -la digestión- de las relaciones de cooperación. En este sentido, su relación con el valor es una relación fuertemente distorsionada en la que este ha dejado de ser reconocible como relación social y ya solo se presenta como precio, esto es como valor fetichizado, absolutizado, sustraido a la relación social, como propiedad de la mercancía y no ya como relación social. Marx nos invita así a un viaje que va de la relación social abstracta de intercambio, pasando por la relación social efectiva de expropiación/explotación hasta la esfera de la economía política y de sus categorías basadas en los precios y la competencia. Para Marx solo puede entenderse la lógica del mercado capitalista y de los precios a partir de esta travesía que no es otra que la génesis de una ilusión necesaria. 

La tarea que Marx se plantea no es la de reconstruir la economía política sobre una nueva base, sino la de efectuar su crítica, esto es explorar sus condiciones de posibilidad como ciencia, de manera perfectamente paralela a lo que hace Kant con la metafísica (o a lo que hace Spinoza con la teología en el TTP o con la metafísica en la Ética). Su conclusión es negativa: la economía política no puede ser una ciencia porque sus postulados fundamentales son antinómicos; entre otras cosas conducen necesariamente a la doble lógica de los valores y de los precios. Esta antinomia es a la vez el resultado del hecho -nunca reconocido por la economía política ni el derecho- de una sociedad dividida entre propietarios y expropiados. La antinomia no es un mero paralogismo sino el resultado de la lucha de clases: no tiene un fundamento nouménico, por lo tanto, sino perfectamente histórico. La eliminación de las distorsiones y antinomias de la economía política no conduce a una economía política mejor, sino a una teoría de la historia capaz de dar cuenta de la génesis de las antinomias de la economía política, esto es, como afirma Althusser, a ese mapa del "Continente Historia" que traza el materialismo histórico. La "falsedad" fetichista de las relaciones entre mercancías (los precios de mercado) no encuentra así su cura en el derecho basado en el intercambio simple, sino en la producción de la verdad teórica, del todo complejo real en el que podemos a la vez conocer el funcionamiento de la sociedad capitalista y la génesis de la ilusión económica que esta genera necesariamente. En este todo complejo no hay lugar para pensar una "economía en general" ni un "derecho en general" sino solo las relaciones económicas y las fuerzas productivas de una sociedad y una época dadas, determinadas por el conjunto de instancias de la formación social correspondiente y las formas jurídicas correspondientes a las relaciones concretas que prevalezcan en esa formación social y en ese modo de producción determinado. Solo nos libera de las fantasmagorías jurídicas o económicas (o del par que forman según Althusser en la ideología burguesa) la perspectiva del materialismo histórico. Esta perspectiva inaugurada por Marx es la que ve la sociedad humana como un todo complejo sobredeterminado en el que operan diversas instancias (igualmente sobredeterminadas) que pueden ser temporalmente dominantes, pero siempre producen sus efectos dentro del marco de la determinación en última instancia por las condiciones materiales de existencia de esa sociedad, por el esfuerzo mediante el cual una formación social persevera en el ser y que Spinoza denominaría su "conatus".

jueves, 14 de noviembre de 2013

Pequeña filosofía de la basura (reflexiones a partir de una huelga reveladora)



1.  Recordaba Marx en El Capital que  "la riqueza de las sociedades donde impera el modo de producción capitalista se anuncia como "una inmensa acumulación de mercancías"". Mercancía es en el capitalismo un objeto producido por el trabajo que se destina desde el principio a ser vendido a fin de obtener un beneficio de esa venta. La mercancía, como tal, solo tiene como función secundaria satisfacer una necesidad. Tan secundaria es esta función respecto del  la ganancia mercantil que la producción de mercancías llega a generar por sí misma su propia demanda, a producir una necesidad. Es lo que demuestra la ley de Say, una ley fundamental de la economía capitalista conforme a la cual "es la producción la que abre un mercado (un débouché) al producto". La utilidad del producto que adquiere la forma social de mercancía es así secundaria y residual, siendo el rasgo principal de la mercancía su participación en la sustancia del valor como una cantidad determinada de valor de cambio. El interés del productor capitalista no es la satisfacción de necesidades sociales ni individuales, sino el lucro que puede obtener por medio de la venta de los productos. Estos pueden ser útiles, inútiles o incluso nocivos para quien los consuma, pero serán siempre útiles para el capitalista en la medida en que haya extraído de su venta un beneficio. En las circunstancias históricas en que las mayorías sociales no han conseguido ponerle freno -como en el siglo XIX o en el presente siglo- el capitalismo puede definirse como unrégimen de producción mercantil que por el mínimo posible de utilidad y de calidad en sus productos procura obtener el máximo posible de beneficio.

2. En cualquier caso, lo que se produce bajo relaciones capitalistas se produce con el fin exclusivo de obtener una acumulación indefinida de capital: que esta se logre mediante la producción y venta de mercancías o, como en el capitalismo financiero, obteniendo directamente beneficios de la transformación mediante el crédito (y la deuda) de dinero en más dinero, el capital nunca tiene por finalidad satisfacer ningún tipo de necesidad. De ahí que sus productos, las mercancías, generen siempre una satisfacción muy efímera. Cuando se obtiene directamente del trabajo propio o ajeno un bien de uso como un pan o un abrigo, este se ha producido para satisfacer una necesidad, la de comer o abrigarse, por ejemplo. Cuando estos mismos objetos se compran en el mercado, la causa por la que se han comprado puede estar muy apartada de la necesidad inmediata y ser un deseo imaginario socialmente producido, no tanto de usar el producto como de apropiárselo. Así, la mercancía siempre decepciona una vez que se posee, pues nada más comprarla pierde el brillo de lo que todos los demás desean y queda relegada a nuestro poco "brillante" espacio de intimidad. Pierde valor de uso en cierto modo, pues, en una economía capitalista, su valor de uso converge cada vez más con su valor de cambio, haciéndose el valor de uso mero soporte inesencial del valor de cambio. En último término, respecto de la función esencial de la mercancía para el capitalista y para los sujetos del espectáculo capitalista, la mercancía como objeto físico útil es basura.

3. La "inmensa acumulación de mercancías" corre pareja con una "inmensa acumulación de basura", pues la vida y las necesidades humanas son respecto del proceso fundamental del valor de cambio y de la acumulación de capital mero residuo y así lo son también los medios de la vida humana que son los valores de uso encarnados en productos. En cierto modo, antes de ser consumida, la mercancía es ya residual respecto del proceso de valoración social fundamental que es el del intercambio con fin de lucro. No solo es el dinero como equivalente general, como mercancía -que, según Spinoza es "imagen de todas las cosas"- el "estiércol del Diablo". Estiércol son ya todas las demás mercancías en la medida en que, en virtud de la propiedad de reciprocidad de la relación de equivalencia, equivalen en su función -e incluso, cada vez más en sus propiedades formales y materiales: estabilidad, desplazabilidad, uniformidad)- al propio dinero. Los tomates o las manzanas casi idénticos -y perfectamente insípidos- que adornan nuestros supermercados son equivalentes del dinero que, como él tardan en corromperse (gracias a distintos tratamientos contra la descomposición química o bacteriana), pueden transportarse a muy largas distancias (normalmente por su falta de madurez que genera su insipidez) y por su uniformidad comparable a la de los billetes o las monedas que los hace más que manzanas o tomates reales, algo parecido a manzanas o tomates esenciales, ideas platónicas.

4. El consumo no movido por la necesidad ni por un deseo autónomamente formulado es un consumo heterónomo y de apariencia caprichosa. Muchos productos comprados apenas se usan, pues han perdido su lustre social y, si se usan se desperdician también en gran medida, pues se dejan pudrir antes de consumirse o se utilizan solo en pequeña parte. El consumo de mercancías genera toneladas y toneladas de basura así como de insatisfacción. La basura producida es un buen indicador de esa íntima insatisfacción con las mercancías que, en solo aparente paradoja, inclina al sujeto del espectáculo capitalista a regresar al mercado a adquirir más mercancías que correrán idéntica suerte. Que en toda mercancía las propiedades mercantiles priman sobre ese residuo que constituyen su objetividad y utilidad es algo que se puede comprobar fácilmente atendiendo a la importancia de envases y envoltorios que, en muchos productos llegan a ser más voluminosos que la propia mercancía, pues de lo que se trata es de privilegiar su imagen social y publicitaria sobre sus características efectivas. Esto genera, junto al desperdicio del propio producto, otra enorme fuente de basura. Las bolsas de plástico y otros envases han llegado a crear así vastas islas en el Atlántico y el Pacífico que asfixian y envenenan las aguas y destruyen a numerosas especies. Y es que el capitalismo solo puede funcionar mediante la producción en masa de "externalidades negativas", transfiriendo al exterior del ciclo mercantil, a la sociedad o a la naturaleza una parte importante de sus costes de producción. Una externalidad negativa como la contaminación o el desempleo masivo debería integrarse en los costes de producción si estos reflejasen el coste social real, pero en el capitalismo no es este el caso. Estas externalidades negativas pueden ser externalidades sociales como el paro o la pobreza o externalidades naturales como la contaminación, pero en cualquier caso, el capitalismo es un régimen que, al disociar casi completamente el valor de cambio de la utilidad (valor de uso) llega a producir fundamentalmente residuos, basuras, convirtiéndose incluso la propia vida humana en el principal residuo del proceso de acumulación.

5. La valiente y prolongada huelga de los barrenderos y jardineros de Madrid ha puesto de manifiesto -entre otras muchas cosas- estas características del capitalismo antes descritas. Mientras las basuras se recogen, nadie se da cuenta de su inmenso volumen ni del inmenso disparate social y económico en que se ha convertido nuestro medio de vida. La mercancía, antes de su compra, tiene que exhibirse, mostrarse en escaparate ante la sociedad para que sea objeto de deseo y el deseo de los unos alimente por imitación el de los otros. Después de su compra, se integra en el discreto ámbito del consumo, esto es, de lo íntimo, y es ocasión de decepción para el consumidor, pues ha perdido de inmediato "ese algo más" que tenía en la vitrina. Los actos de consumo que sobre ella se practican son así caprichosos y limitados, llevando la insatisfacción a su reproducción indefinida.

Tras estos actos de consumo queda una importante masa de residuos que, a diferencia de la mercancía inicial, no deben ser mostrados. Por lo demás, ocurre exactamente lo mismo en el capitalismo actual con esos "residuos humanos" que son los cadáveres, rápidamente quitados de la vista e inhumados o, mejor aún, incinerados en el marco del negocio de las pompas fúnebres. Hay que evitar que se establezca una relación entre la cosa de apariencia eterna que estaba en la vitrina o se exponía en el supermercado y ese resto que carece de atractivo, pues en su decadencia hace ver lo que siempre fue:  mera inherencia desprendida de la sustancia del valor de cambio. La labor de los barrenderos es mantener limpia la ciudad, esto es, quitar de la vista todo lo que sea residuo para que así resplandezca la mercancía. La ciudad del capitalismo es una ciudad escaparate: por eso nos chocan las ciudades mucho más "sucias" de otras civilizaciones. La extraordinaria vuelta de tuerca en la explotación del trabajo, por la que el Ayuntamiento de Madrid intenta pagar menos por los servicios de los barrenderos imponiendo una drástica reducción de sueldos y plantillas a las empresas adjudicatarias de este servicio ha tenido por respuesta la firme resistencia de los trabajadores del sector. Tras algo más de una semana de huelga, la basura cubre muchas calles de Madrid y lo que el sistema debe ocultar por todos los medios, que la mercancía del escaparate es siempre ya residuo, se hace patente e incómodo para todos los viandantes. El escaparate de mercancías que es la capital española -al igual que las demás grandes ciudades del capitalismo- se está convirtiendo en un gigantesco vertedero y muestra así la profunda e intolerable identidad entre la mercancía y la basura. A los barrenderos de Madrid, además del ejemplo de su coraje y tenacidad en la resistencia, les debemos una gran lección sobre el funcionamiento de esta sociedad.

martes, 5 de noviembre de 2013

Una aclaración sobre los "comunes"





Algunos amigos con los que mantengo desde hace años un animado debate sobre una serie de importantes cuestiones filosóficas y políticas sostienen que no entienden qué quiero decir cuando -junto con otras personas que se sitúan en el marxismo autónomo o en el pensamiento libertario- utilizo el término "comunes". Quisiera hacer una breve aclaración a este respecto.

  1. Es cierto que la temática de los comunes solo es central en la obra de Marx en un lugar muy preciso: el capítulo del Libro I del Capital sobre la denominada "acumulación originaria de capital". En ese capítulo, Marx intenta mostrar la genealogía del capital, haciendo ver al lector que este se basa en un encuentro aleatorio entre dos tipos de personaje: el trabajador libre que puede vender su capacidad de trabajar y el "hombre de los escudos", el propietario de valor acumulado ya sea en forma de dinero, ya en forma de capital fijo. La combinación de capital fijo y fuerza de trabajo (transformada en capital variable, por arte de esa peculiar combinación) dará nacimiento al capital propiamente dicho. Para que ese encuentro haya podido producirse han tenido, sin embargo, que liberarse sus protagonistas de los viejos lazos de los que estaban prendidos. El dueño del capital se ha tenido que liberar del lazo feudal que restringía el comercio y la actividad industrial y prohibía la usura (el crédito). El trabajador, por su lado, para aparecer en el mercado como mercader de su propia capacidad laboral, tuvo que verse en una situación que le obligara a hacerlo y le impidiese ganarse la vida de otra manera. Antes de ser proletario, el trabajador precapitalista era muchas cosas: campesino, artesano, pescador, pastor, ganadero, etc. Para vivir explotaba una tierra que en parte era del señor feudal, y en parte también podía pertenecer a una comunidad.
    Bosques, pastos, aguas fluviales o marinas solían ser comunitarias, ser bienes comunes. Los comunes eran así la base productiva, o una de las bases productivas de una economía popular tradicional no basada necesariamente en la propiedad privada de los medios de producción. En el derecho feudal, la categoría central no era como en el capitalismo la de propiedad. La relación de apropiación era mucho más compleja, pues la propiedad de la cosa y sus distintos usos podían perfectamente disociarse, de tal modo que, sin poseer la cosa en propiedad, unos pudieran usar un bien para un fin y otros para otra finalidad distinta. Así, por ejemplo, en un mismo prado que pertenecía a un señor feudal, este podía haber concedido a unos el derecho de hacer pastar a su ganado, a otros el de cortar hierba, a otros el de cazar, etc. El derecho feudal, a diferencia del burgués es pluralista y relativista. La institución de los comunes viene a situarse en ese marco, con la particularidad de que se trata de bienes útiles que no pertenecen a nadie en concreto, sino a toda una comunidad. Estos comunes suelen ser mantenidos por el conjunto de sus usuarios, ya de manera institucionalmente regulada como es el caso del « auzolan » navarro o de otras formas de trabajo comunitario, o de manera más o menos espontánea. Puede comprenderse que, para producir al proletario moderno, fuera necesario separar al trabajador de ese medio de trabajo que le era directamente accesible como miembro de una comunidad. Liquidando los comunes no solo desaparecía el trabajador independiente (dentro de su comunidad) sino la propia comunidad, la propia estructura de cooperación en que se inscribía. Numerosos historiadores actuales como Peter Linebaugh o Silvia Federici han estudiado este periodo de expropiación masiva de los trabajadores y de resistencia de estos a la expropiación. El primer sentido de la palabra « comunes » es así histórico y jurídico.
  2. Existe, sin embargo, otro sentido, no desvinculado del anterior, pero sí distinto que podemos denominar “social” o “económico”. El capitalismo siempre ha tenido que contar con la existencia de una sociedad, esto es con una red de solidaridad y cooperación material que él mismo no crea. El elemento más evidente de esa red de socialidad, un elemento tan antiguo que data de los orígenes de la propia especie humana, es el lenguaje. El lenguaje sirve a Marx en la Ideología Alemana y en los Grundrisse como ejemplo privilegiado de ese fondo de « comunes » que es el tejido mismo de toda vida social. Como los demás comunes, el lenguaje no pertenece a ninguno de sus usuarios, sino, si acaso, al conjunto de estos. Huelga decir que el lenguaje, como medio indispensable de una cooperación compleja es la primera fuerza productiva y que esta primera fuerza productiva no puede no ser común. Marx sostenía en la introducción de los Grundrisse que:
     “Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo - y por consiguiente también el individuo productor - como dependiente y formando parte de un todo mayor: en primer lugar y de una manera todavía muy enteramente natural, de la familia y de esa familia ampliada que es la tribu; más tarde, de las comunidades en sus distintas formas, resultado del antagonismo y de la fusión de las tribus. Solamente al llegar el Siglo XVIII, con la "sociedad civil", las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior. Pero la época que genera este punto de vista, esta idea del individuo aislado, es precisamente aquella en la cual las relaciones sociales (universales según este punto de vista) han llegado al más alto grado de desarrollo alcanzado hasta el presente. El hombre es, en el sentido más literal, un zoon politikon, no solamente un animal social, sino un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad. La producción por parte de un individuo aislado, fuera de la sociedad - hecho raro que bien puede ocurrir cuando un civilizado, que potencialmente posee ya en sí las fuerzas de la sociedad, se extravía accidentalmente en una comarca salvaje - no es menos absurda que la idea de un desarrollo del lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí.”

    A propósito de este absurdo de un lenguaje que pudiera enajenarse a una comunidad recordaba el Spinoza del Tratado teológico-político, que las palabras de la lengua las conservan por igual el vulgo y los doctos, por lo cual estos últimos, si bien han podido falsificar y corromper textos de la Escritura, no han podido modificar el sentido de las palabras. El lenguaje no puede apropiárselo ningún amo, ningún poderoso, ni siquiera -como pretendía Hobbes- un soberano, pues su sentido no lo  ha fijado un individuo en un instante ni puede modificarlo otro individuo en otro momento: el lenguaje pertenece a un pueblo determinado o, más bien, es el elemento (el medio) en el que este constituye sus relaciones sociales a lo largo de su historia. El lenguaje no es una relación constituida por los hombres, sino una relación previa a sus términos que constituye a los individuos humanos en seres sociales. Incluso las relaciones de propiedad o las de dominación política que intentan negar esta tozuda realidad tienen que expresarse a través de significantes del lenguaje. El lenguaje, por lo demás no merma por su uso, sino que se enriquece y no puede causar ningún tipo de competencia entre usuarios, pues es accesible libremente a todos. Lo mismo puede decirse de los afectos sociales propios de nuestra especie y que, en buena parte, se expresan en y por el lenguaje. Marx reconoció así, en el capítulo sobre la cooperación del Capital que el capitalista, cuando compra la fuerza de trabajo de un trabajador concreto, adquiere sin pagarla, su capacidad lingüística y social. No es poco.
  3. El capitalismo actual ha sucedido a la fase más desarrollada del capitalismo fabril denominada por los economistas dela escuela de la regulación « fordismo ». Siguiendo la terminología de esta misma escuela, muchos denominamos a la fase actual del capitalismo « postfordismo ». El postfordismo revoluciona la geografía del capital, no solo mediante su mundialización, su ilimitada proyección a toda la superficie del planeta, sino también a través de la ruptura del espacio de la fábrica como espacio productivo central. La fábrica ha dejado hoy de ser el centro de la producción de la riqueza. El tiempo y el espacio del trabajo de fábrica, tiempos bien delimitados en el trabajo fordista, han sido sustituidos por un tiempo y un espacio indefinidos en el que la actividad productiva se realiza en cualquier lugar y momento y tiende a coincidir así con la propia vida. En este contexto, las capacidades lingüísticas, afectivas y sociales de la especie humana, que ya eran un factor productivo esencial, incluso en la economía fabril, pasan a ser el principal factor productivo junto al conocimiento, que también se expresa a través del lenguaje y también es efecto inmanente de lo común del lenguaje. Como sabía el Kant de Qué es Ilustración ? el conocimiento requiere para desarrollarse de un espacio público en el que se intercambia y se comparte sin barreras de autoridad ni de propiedad. El conocimiento es un bien común, es el más viejo de los comunes productivos y a la vez el más nuevo. Todo esto no significa que la fábrica haya dejado de existir o que solo exista trabajo « inmaterial » : lo que significa, para quienes la afirmamos, la actual hegemonía del trabajo mal llamado « inmaterial » -y que se podría llamar con mayor propiedad lingüístico, afectivo o cognitivo- es que, incluso en el marco de las fábricas actuales, el capital utilizará de manera abierta y sistemática -estratégica- la capacidad social y lingüística de los grupos de trabajadores, convirtiéndolos en « empresarios » dentro de la empresa. De este modo, ya desde los inicios del postfordismo, en el “toyotismo”, los equipos de trabajadores, aun dentro de la fábrica, trabajaban para el cliente de manera directa : se ponían a las órdenes directas del mercado como equipo. De ese modo, el trabajo fabril ha pasado a depender menos de su organización por un patrón capitalista y más de su autoorganización por trabajadores obligados a ser « responsables » y « emprendedores », obligados a ser bajo mando capitalista, lo que de todas formas son ya como seres humanos.
  4. Otro aspecto fundamental de la cuestión de los comunes es el jurídico. La tradición jurídica burguesa nunca ha reconocido la especifidad de los comunes como institución jurídica. El derecho moderno, a diferencia del derecho romano, que reconocía la existencia de la « res nullius » (la cosa de nadie) y reservaba un amplio espacio a ese exterior de la propiedad y del mercado que permite a la comunidad existir como tal, o del derecho pluralista propio del feudalismo, solo reconoce en la práctica la propiedad, esto es un dominio absoluto de la persona (física o jurídica) sobre la cosa. La propiedad puede ciertamente ser privada o pública, pero esto no quita que la propiedad pública sea la propiedad de un sujeto jurídico propietario particular que pretende ostentar la representación de la comunidad (pero que no se puede confundir con esta): el Estado. El Estado propietario es un propietario como los demás y, como tal puede adquirir y vender “sus” bienes.
    El problema es que una comunidad política que se constituye por sumisión a un sujeto soberano propietario no tiene en modo alguno garantizados sus bienes comunes, al menos la parte de estos que puede ser alienable como los servicios educativos, la vivienda, la salud, el agua y demás suministros, etc. El Estado propietario siempre puede liquidar estos bienes por mucho que no sean suyos y que la comunidad se los haya cedido solamente en depósito. Uno de los más trágicos errores de la izquierda es haber caído en esta confusión de lo público estatal con lo común. No hemos terminado aún de medir sus consecuencias.
    Esto no quita que en determinadas correlaciones de fuerzas favorables a los trabajadores las nacionalizaciones de servicios y suministros públicos dieran una realización práctica a importantes derechos del conjunto de los ciudadanos. El problema es que, dentro del Estado capitalista propietario, todos estos procesos son reversibles. Incluso en procesos de transformación social bastante radicales y que han producido efectos indiscutibles de reparto de la riqueza y democratización efectiva como el de Venezuela, las nacionalizaciones estratégicas como la de PDVSA (Petróleos de Venezuela) junto con los programas sociales basados en la renta petrolera son perfectamente reversibles. Nada impide ni puede impedir a un Estado propietario - que representa a la sociedad como una « persona » separada y no se basa directamente en las relaciones de cooperación social- liquidar el patrimonio social acumulado en sus manos por gobiernos favorables a los trabajadores. Solo una organización política de la sociedad no estatal ni por lo tanto representativa, solo una organización política que sea -y se presente como- un aspecto emergente de las propias relaciones sociales respetará los comunes como ese espacio « sacrosanto » en que se basa la propia vida social.
  5. Por último, los comunes son un concepto filosófico, el concepto de una ontología social basada en la relación que considera siguiendo al Marx de la sexta tesis sobre Feuerbach que la esencia humana no es para el hombre real sino « el conjunto de sus relaciones sociales ». Que el ser humano no tiene otra esencia distinta de sus relaciones sociales -consideradas como un complejo entramado- significa simplemente que no puede existir ni como individuo ni como comunidad fuera de las relaciones que hacen posible su existencia y que - a diferencia de cualquier teoría contractualista- no es considerado como el origen de la sociedad ni del cuerpo político. Esto es lo que, de hecho, significaba la idea aristotélica de que el hombre es « animal político », idea que Spinoza hará suya eliminando de ella toda connotación finalista. Solo en lo común de la cooperación social, que forma parte de lo común de la naturaleza es inmanente a sus relaciones puede existir la vida humana. La idea de un hombre aislado que persigue individualmente realizar su deseo en un vacío social es sencillamente absurda, pues la propia existencia de esa especie de salvaje Robinsón, exige siempre ya la cooperación social, la producción y reproducción común de las condiciones sociales de existencia. El comunismo, más que unas relaciones de producción concretas o que un movimiento político o social es esa base común de relaciones de cooperación y de fuerzas productivas materiales e « inmateriales » que hace que una sociedad sea una sociedad y que la singularidad de cada uno pueda desplegarse sobre el fondo de lo común. El comunismo es la potencia de unos comunes que no son una cosa que pueda pertenecernos, sino un medio, un elemento, un entorno al que nosotros mismos pertenecemos y que a la vez constituimos y reproducimos.

    PS. Nota sobre el punto 2 en respuesta a ciertas observaciones recibidas:

    Lo problemático del punto 2 surge del prejuicio  de que la multitud es una realidad reconciliada. La multitud puede colaborar, pero es también pasional y existe en su seno antagonismo: la lucha de clases es un fenómeno interno a la multitud y regido por sus pasiones y sus relaciones internas. Esto no quiere decir que alguien en posición de poder se pueda apropiar el lenguaje, que alguien pueda, por ejemplo, llegar con éxito a cambiar el sentido de una palabra, pues para hacerlo, tendría que poder controlar todos sus usos actuales o futuros, lo cual es imposible y absurdo. El lenguaje pertenece así a toda una comunidad, aunque ciertamente es también un arma que unos pueden usar contra otros en determinados contextos. El lenguaje será un código de códigos todo lo complejo que se quiera, pero el prejuicio igualitario y comunista en que se funda la democracia consiste en reconocer a todos los humanos una misma competencia lingüística y una misma capacidad racional, capaz de deshacer por ejemplo los supuestos misterios de los códigos más oscuros y supuestamente exclusivos. Nadie es más que otro en cuanto a la capacidad de lenguaje o a la de adquirir conocimiento. Nadie puede tener un privilegio eterno en lo que al lenguaje se refiere. Como dice Spinoza en el Tratado teológico-político (Cap. VII): "La lengua es conservada tanto por el vulgo como por los doctos". Incluso en el caso extremos de deshumanización que constituye una sociedad fuertemente jerárquica donde unos mandan abiertamente a otros, el que manda tiene que suponer la humanidad de la persona a quien manda, pues el hecho de haber emitido una orden a otro reconoce a este otro una capacidad de entender el lenguaje. El amo que habla al esclavo está mediante ese propio acto relativizando su supuesta "superioridad natural". El poder puede censurar o reducir al silencio a sus súbditos, pero censurar o imponer el silencio son prácticas que no tienen que ver directamente con el lenguaje, puesto que lo que hacen es cercenarlo, eliminarlo del espacio público. El uso del lenguaje es en sí mismo siempre igualitario, aunque las políticas sobre la comunicación y la expresión, sobre las limitaciones del uso del lenguaje puedan ser sumamente represivas y oscurantistas.