De momento, una de las virtudes de Podemos es que está perturbando tanto a quienes solo creen en la representación como a quienes la niegan y la consideran mera ilusión. Da la impresión de que el tinglado de la antigua farsa se tambalea, pero esa sacudida muestra que existen sus maderas, sus cortinas, sus muñecos y decorados. Este pequeño seismo es buena señal, pues se está incidiendo en un punto que la concepción idealista de la política se niega a reconocer: que la ilusión tiene siempre una base material, que la representación, aun siendo un efecto imaginario, no deja de ser un efecto de causas materiales, una realidad con condiciones de existencia precisas y determinables.
Spinoza, Freud y Marx nos han enseñado que la ideología y sus representaciones no son meras fantasías que se puedan simplemente desechar, sino efectos de causas materiales, efectos que, al igual que toda realidad, producen a su vez nuevos efectos. Yo no veo el sol como una moneda de oro porque me equivoque al juzgar sobre su dimensión, sino porque la relación entre el sol y mi cuerpo -más concretamente mis ojos- es la que es y no otra. Solo una demostración física me permitiría saber cuál es el diámetro real del sol y qué distancia me separa efectivamente de él. Incurro en una ilusión óptica, pero esa ilusión inmediata es físicamente necesaria, pues la relación que causa la ilusión, la que existe entre el sol y mi cuerpo es perfectamente real.
Lo mismo puede decirse del Estado y de la representación, pues el modo en que los aparatos de Estado -que no son sino dispositivos compuestos de cuerpos- normalizan nuestra individualidad, doman nuestros cuerpos y nos inculcan los significantes que reproducen el orden existente es perfectamente análogo al efecto físico -de marcado- que produce el astro solar sobre mi cuerpo. Así, en una sociedad de mercado, creeré firmemente que las mercancías "valen", que yo soy "libre" de contratar, que, como ciudadano libre soy representado por el Estado y sus poderes y debo someterme a las distintas instituciones "legítimas" para que actúen en mi nombre y me protejan de otros individuos potencialmente peligrosos -todos los demás, en la práctica- a los que solo me vincula la competencia en el mercado. Todo esto lo creo y actúo en función de ello, en la medida en que un determinado orden social dominante -hoy, aquí, el capitalismo- se reproduce reproduciéndome a mí mismo como sujeto, inscribiendo y reescribiendo en mi cuerpo los significantes que, en su combinación como ideología dominante, determinan mi obediencia. El poder no es otra cosa que esa relación social que determina al súbdito a la obediencia. Es ciertamente una relación, que puede revertirse, neutralizarse o desaparecer y que solo se efectúa tendencialmente pues siempre encuentra alguna resistencia. Mientras sigue efectuándose tendencialmente -contra las resistencias que limitan su eficacia- la relación social dominante, el poder se reproduce, pero esto como toda realidad depende de condiciones concretas y complejas de existencia.
Lo interesante del experimento que la iniciativa Podemos ha puesto en marcha es que las dos almas del socialismo, la anarquista y la socialdemócrata/comunista revelan en sus reacciones de incomprensión su profunda comunión, su fe compartida en la existencia del Estado como realidad sustancial que hay que destruir u ocupar/tomar, sin pensar que ese poder que creemos tener ante nosotros es una relación en la que participamos y que nos atraviesa o, mejor aún, nos constituye como sujetos. Ciertamente es, como hemos visto, una relación que produce efectos imaginarios/ideológicos, pero como relación es perfectamente real y se basa en el funcionamiento sobre nuestros cuerpos de aparatos rigurosamente materiales. Hay quien afirma desde una idea anarquista que el poder nos es ajeno y enemigo y que, como ajeno y enemigo, tenemos que destruirlo. El problema es que ese poder es inasible y, por mucho que se destruya a sus agentes y sus símbolos, seguirá ahí, como siguieron en su sitio los zares y los nobles en Rusia a pesar de los atentados de Zemlya i Volya. Ninguna relación de la que formamos parte se destruye desde fuera. Por otra parte, quienes, como los socialdemócratas y los leninistas más ingenuos creen posible "tomar el poder" no piensan ciertamente en destruirlo, pero al igual que los anarquistas, lo piensan como sustancia y no como relación, como realidad trascendente y no inmanente a nuestros cuerpos, a nuestras vidas. El poder ni se toma ni se destruye. Solo la subversión interna del poder mediante la resistencia y la constitución de nuevas relaciones materiales permite un cambio real. Este cambio real se basa en el juego de dos tiempos que no están previamente articulados entre sí, pues no corresponden al mismo orden de realidad. Hay un tiempo lento de los cuerpos y de sus relaciones y un tiempo de la ilusión, un tiempo propio de la relación de poder y de sus efectos imaginarios: es el tiempo -que puede ser vertiginoso- de la caida de los imperios y de las revoluciones. Hay un tiempo lento del despliegue de la potencia social y otro tiempo discontinuo y marcado por cortes (coupures diría Althusser...) que está asociado a las crisis de hegemonía, a los puntos de equilibrio precario o a los estados que la física denomina "metaestables" en que un equilibrio puede cambiar inesperadamente por una causa insignificante. Es el tiempo rápido y casi fulminante de la coyuntura.
No es este el único tiempo, pero es también un tiempo real y efectivo. Hay que saber jugar en ese terreno, aunque hay que hacerlo evitando entificar la representación. No es fácil evitar esta entificación, no es fácil darse cuenta de que el poder, el Estado, el mercado, el capitalismo, etc, no son entidades trascendentes ni extraterrestres, sino las relaciones en cuyo marco vivimos. Son, si no nuestras creaciones, nuestros productos. La ilusión de que hay algo más que esa relación es inevitable, es necesaria, tan necesaria como ver el sol como una moneda. Se puede actuar en este terreno, interviniendo en los mecanismos que reproducen la ilusión con aparatos propios. Actuando en este terreno es posible obtener resultados, pero nada está garantizado: tal vez una candidatura mediatizada y encabezada por un figurón tenga en un estado de saturación como el actual efectos de desbordamiento democrático imprevisibles, tal vez.
Esta aceleración de los tiempos mediante el recurso a la representación -en todos los sentidos de la palabra- e incluso al espectáculo, será, sin duda, un procedimiento impuro, insuficientemente kasher o hallal para ciertas concepciones del 15M cercanas al dogma de la Inmaculada y Pacífica Insurrección, pero ni la historia ni la política funcionan mediante ningún tipo de pureza. Para deshacer el mal sueño de que una banda de cleptócratas desalmados nos están gobernando, hay que actuar sobre la materia misma de la que están hechos los sueños, los significantes que los constituyen como escena o relato. Podemos actúa ya de múltiples maneras en este cambio de escenas o de relatos creando guiones que inciden en la potencia colectiva, que rescatan la democracia frente a un régimen de partidos (partitocracia) heredado de la Transición en el que se inscribieron sin remilgos las grandes formaciones de la izquierda, que deshacen la "evidencia" de que toda deuda debe pagarse. Hoy la victoria electoral inesperada de un nuevo actor de la izquierda puede tener efectos equivalentes a los del tiempo rápido de la política que, a principios del XX, podía representar la huelga general para los anarquistas o para Rosa Luxemburgo (cf. América Latina). Podemos, significa, "podemos ser lo imprevisible", lo que Lucrecio llamaba el clinamen, esa ínfima desviación enteramente incalculable de algunos átomos respecto de su curso regular que da lugar al encuentro de los átomos entre sí, a su choque y a su combinación en cuerpos, que a suvez da lugar....al surgimiento de nuevos mundos.
La intervención en el tiempo rápido de la representación es, pues, indispensable, aunque sea para disipar, mediante un gobierno menos hostil y más capaz de reconocer la correlación de fuerzas en que se basa su poder, la ilusión de impotencia general y el fatalismo que reproduce el orden existente. Echar al mal gobierno del teatrillo de la representación no es el comienzo ni el final de nada, sino un paso más hacia la conquista de la democracia. De todas formas, detrás de estas ilusiones y de las bambalinas del poder representativo, sigue su curso el tiempo lento de la resistencia al orden capitalista y del desarrollo de la potencia social de los comunes, que algunos llamamos -por motivos no solo sentimentales y al margen de todo régimen político que se haya apropiado este término- "comunismo".