jueves, 25 de febrero de 2016

Reflexiones sobre un Plan B para Europa

La expresión "Plan B" se utiliza cuando un primer proyecto, el Plan A, ha salido mal. En el caso europeo, lo que ha fracasado, el Plan A, es claramente el intento de resolver a nivel nacional toda una serie de problemas que tenían y tienen que ver con el nivel específicamente europeo como la imposición de las políticas neoliberales. El fracaso, en concreto, de los intentos de modificar de manera significativa la política económica neoliberal desde un solo país quedó ilustrado este verano por el fracaso del gobierno griego de Syriza a la hora de negociar con el Eurogrupo un acuerdo que le permitiese realizar elementos esenciales de su programa. Ese fracaso es interpretado desde una perspectiva soberanista -muy presente en una izquierda aún presa de las tradiciones estatalistas y soberanistas del socialismo- como una rendición o una claudicación. Puede verse simplemente como un fracaso, tras el cual el gobierno griego -reelegido por una mayoría amplia- ha intentado realizar políticas que paliasen los efectos de las medidas de austeridad impuestas y nunca aceptadas. Así, mientras denuncia la irracionalidad del marco económico impuesto por el Eurogrupo, el gobierno de Syriza ha tomado medidas como la ley de protección de la primera residencia contra los desahucios o la extensión universal de la cobretura sanitaria, junto a otras muchas. Ciertamente, también ha recortado las pensiones más altas y se ha visto obligado a tomar toda una serie de medidas impopulares impuestas por los acreedores de una deuda ilegítima. Obviamente, mientras no se logre alterar la correlación de fuerzas a nivel europeo y moificar en elementos decisivos el funcionamiento del actual sistema institucional, todo gobierno europeo se verá encerrado en la misma jaula que el gobierno de Syriza. Lo que hace el gobierno socialista portugués apoyado por el Bloco de Esquerda y el PCP no deja de ser esencialmente lo mismo que hoy está haciéndose en Grecia. Lo mismo puede decirse que se vería obligado a hacer un gobierno español de izquierdas con participación de Podemos. Lo mismo también puede decirse de los ayuntamientos españoles dirigidos por coaliciones municipalistas. Estos deben hacer frente a feroces ataques políticos  de las derechas, pero también a cierta asfixia presupuestaria como la que se ha puesto de relieve en Barcelona con la huelga del metro en la que el gobierno municipal debe optar entre conceder un aumento salarial a los trabajadores o mantener las tarifas que pagan los usuarios.

Solo será posible ir más allá de unas simples medidas defensivas y paliativas si se abre a la política la Unión Europea. El problema de la Unión Europea no es la temible "burocracia de Bruselas", sino la ausencia de un sujeto político europeo con el que los movimientos sociales y los gobiernos que les son favorables puedan negociar. Es algo que pudo comprobar Giannis Varoufakis a lo largo del año pasado cuando las propuestas que realizaba a las distintas instituciones europeas y, en particular, al Eurogrupo, recibían la callada por respuesta. No había en Bruselas, en el marco del Eurogrupo, ni siquiera en la Comisión Europea nadie capaz de responder a las propuestas con contrapropuestas: la única posibilidad era mantener la fórmula absurda que estos últimos años ya sirviera para hundir la economía griega. Y es que ningún sujeto político europeo se está jugando su legitimidad ante la población. La Unión Europea como tal es, según el Tribunal de Justicia de la UE: "una comunidad de derecho", por lo tanto no un Estado ni ningún tipo de sujeto político, sino la mera custodia meramente administrativa y jurídica de un orden de derecho que garantiza el funcionamiento del mercado único. Sujeto político es el que tiene que obtener y negociar su legitimidad (o lo que es lo mismo, la obediencia de la población) en un pulso con la multitud. Muy lejos de cualquier espacio democrático, el propio Partido Comunista Chino lo tiene que hacer, lo que tiene como resultado el éxito de un gran número de huelgas y movilizaciones populares en China. El propio generalísimo Franco lo tuvo que hacer e implantó un birrioso pero existente Estado del bienestar. Las instituciones europeas no tienen que negociar con nadie porque no son portadoras de una racionalidad política directa, sino agentes de una potestad indirecta. Si en el mundo premoderno, la potestad indirecta que determinaba a la potestad directa de los gobenantes era la Iglesia, hoy, esa potestad indirecta corresponde a la economía. En lo cual existe una sutil continuidad, pues economía es, como ha mostrado Giorgio Agamben, término de Iglesia. La economía se presenta como una evidencia, algo que se revela a una casta técnica de economistas y administradores portadores de una racionalidad económica en cuyo nombre "se gobierna sin gobernar" el ámbito de la producción material así como del reparto y circulación de la riqueza.

La lógica de la economía no es la de la representación, que admite cierto margen de resistencia al no coincidir nunca -fuera de la imaginación totalitaria- los representantes con los representados, sino la de la evidencia indiscutible de algo casi "natural". La Unión Europea es el resultado de la extensión a escala de casi todo el continente de la lógica liberal ya operante en los distintos Estados. En cada uno de ellos, la economía se constituyó como espacio autónomo al retirarse el poder soberano de la administración de una serie de cuestiones relacionadas con la riqueza, su producción y su reparto, por considerarse estas cuestiones, por un lado, demasiado complejas para gestionarlas por decreto del soberano, y, por otro lado, por resultar, según el dictamen de la economía política, capaces de autorregulación. La autolimitación soberana en la UE ha terminado coordinándose entre diversos Estados soberanos para configurar un mercado y un espacio económico común. Esto, sin embargo, y contrariamente a la opinión comúnmente admitida, no entraña ninguna auténtica transferencia de soberanía a ningún órgano político común, sino un mero acuerdo de coordinación de la autolimitación del poder soberano. Son cosas muy distintas: una "transferencia de soberanía" o, en realidad, una transferencia de competencias -pues la soberanía como tal es intransferible- tiene como condición y como resultado la creación de una soberanía común, pues solo pueden transferirse competencias de un poder soberano a otro de nivel superior. Sí se puede, sin embargo, establecer un determinado marco administrativo y jurídico, no soberano y no político que gestione la cosa económica sin tocar por ello la soberanía de cada Estado. Para que la Unión Europea fuese una entidad política federal, tendría que haberse producido un proceso constituyente, pero este proceso nunca ha tenido lugar ni, probablemente lo pueda tener nunca en las condiciones del neoliberalismo. De ahí el fracaso de propuestas constitucionales como la de Giscard d'Estaing que terminaron convirtiéndose en mero marco formal de acomodo de un régimen liberal común sin sujeto político alguno.

Una Europa política, una Europa constituida como sujeto político sería una Europa a la que sería posible oponerse, en la que la oposición y la resistencia de la multitud podría transformarse en contrapoder y elemento potente de democratización. Todo eso es imposible frente a una Europa políticamente inexistente. De ahí que sea indispensable, antes de que termine de hundirse la actual construcción Europea bajo los embates del nacionalismo y de una gestión asimétrica y antisocial de la crisis, lanzar un proceso de construcción europea, un auténtico proceso constituyente desde abajo que tenga la forma y los efectos de una auténtica rebelión democrática. Iniciativas como Diem 25 o Plan B para Europa apuntan en ese sentido. No Podemos permitirnos una Europa sin democracia y, sobre todo, una Europa sin política: aunque parezca paradójico, los europeos tendremos que dotarnos de nuestras propias instituciones políticas para poder oponernos a ellas.

lunes, 8 de febrero de 2016

Honor a los titiriteros, guardianes de la democracia.

(Publicado en el blog Contraparte del diario Público)
Los regímenes sociales que ha conocido la humanidad son regímenes imperfectos, precarios. Todos ellos tienen puntos de fragilidad y deben protegerse frente a esa fragilidad. Algunos rituales comunes a la mayoría de las civilizaciones humanas están destinados a suturar las inconsistencias de nuestras sociedades, a comar sus brechas. En las sociedades comunistas primitivas, según nos las describen los etnógrafos como Boas o Mauss, una práctica común era la destrucción ritual de los excedentes de riqueza, o la igualación ritual de la riqueza mediante donaciones suntuarias (potlatch). El "munus" romano -"munus" es el término de donde proviene la institución de la "com-munitas" como espacio de intercambio de "munus"- puede asociarse a estas prácticas, de las que constituye una supervivencia. Frente a las prácticas de reducción de las diferencias de riqueza de las sociedades comunistas, las sociedades de clase desarrollaron otro tipo de rituales que les permitían reconstituir simbólicamente la comunidad rota por la dominación de una clase sobre otras. El Carnaval es una de estas prácticas. La igualdad simbólica que sirve de base a la comunidad no se restablece aquí mediante el regalo suntuario, sino mediante la inversión por un tiempo de los roles sociales: por unos días, los pobres son reyes o arzobispos y los ricos y poderosos son locos o mendigos, las mujeres son hombres y los hombres mujeres, en un mundo al revés. Lo que escenifica el carnaval es la no naturalidad de las diferencias sociales, su reversibilidad ilustrada por el potente símbolo medieval de la Rueda de la Fortuna cuyos giros ponían abajo a los de arriba y arriba a los de abajo. El Carnaval escenificaba así la reversibilidad de la desigualdad humana, la no naturalidad de la falta de comunidad real entre los seres humanos. La violencia con la que establecieron y siguen reproduciendo su poder los dominantes es escenificada de manera caricatural por los pobres y el pueblo, para regocijo de todas las edades. El guiñol, los espectáculos de títeres o de marionetas populares, sean de la tradición napolitana o de la escuela de Lyon, se inscribe en este marco carnavalesco. En el teatrillo de la antigua farsa representada por los títeres se exhibe a través de la risa el anhelo de igualdad y de comunidad del pueblo, siempre de manera provocadora, no ocultando sino exhibiendo la violencia de las jerarquías, de las clases, del Estado, de la propia resistencia popular. Nada más alejado de la "responsabilidad de Estado" que un Carnaval o un espectáculo de títeres.

Se dice que el espectáculo "Don Cristóbal y la bruja" presentado con gran escándalo de las autoridades municipales madrileñas durante la programación de Carnaval es un "disparate político y educativo". El guiñol, como el Carnaval, es un disparate político y educativo siempre. El guiñol no educa para vivir en esta sociedad, sino para tomar distancia de ella. En el guiñol se apalea a policías, se apuñala y se ahorca a gente que apalea, apuñala y ahorca; se permite a la gente del pueblo contemplar la violencia de quienes los gobiernan e incluso responder simbólicamente a esta violencia. En el guiñol, que los niños contemplan con deleite, se escenifican dos violencias: la del poder y la de la gente del pueblo oprimida por los poderosos. Es algo propio de las tradiciones del carnaval, pero de manera más general, es un desahogo para quienes sienten muy de cerca la violencia del Estado. Solo quedan traumatizados con este espectáculo las gentes de poder, quienes intentan ocultar por todos los medios que estamos en una sociedad de clases, basada estructuralmente en la violencia. Entre esas gentes del poder cabe incluir en lugar destacado a sus representantes "progresistas" o de izquierdas que suelen hacer méritos para demostrar su "sentido del Estado", esto es su apego a una sociedad de clases. Esa violencia estructural inseparable de la sociedad de clases es algo que todos sentimos a diario, pero que el discurso oficial hace invisible, inexpresable. Para el sentido común dominante los mensajes del Carnaval o de los titiriteros son obscenos, pues desvelan una realidad que no se puede contemplar cara a cara sin hacer peligrar un orden desigual. Por eso mismo son gozosos para la gente del pueblo, y para los niños, para toda la gente que no ha perdido la "decencia común", siempre incompatible con esa disimulación de la violencia estructural que se denomina "responsabilidad de Estado". El Carnaval y los títeres siempre son motivo de risa y de burla, no son una cosa seria, pues destituyen de su gravedad, de su respetabilidad a todas las instituciones del orden social existente. Ninguna seriedad, ninguna gravedad permite un acceso a lo real.




Franco prohibió el Carnaval: sabía perfectamente lo que hacía. Borraba con esa prohibición la expresión de un anhelo popular de igualdad, el ansia algo utópica que todos tenemos de vivir en una comunidad libre de la violencia estructural que la desgarra. Prohibiendo el Carnaval, Franco naturalizó su propia violencia, el exceso de muerte y destrucción sobre el que se asentó su largo régimen. Quienes hoy consideran "terroristas" a unos titiriteros y quienes, desde un gobierno municipal de izquierdas, los entregaron al brazo secular, comparten la seriedad del sanguinario Caudillo y se hacen herederos contra el Carnaval y contra el pueblo, de una España negra que había suprimido, junto al Carnaval, la propia política. Toda política auténtica, como nos enseña Jacques Rancière, implica un momento de rechazo del reparto actual del poder y de la riqueza, en nombre del "partido democrático", el partido de los excluidos del reparto. La política, inseparable de la democracia, exhibe así un espíritu muy cercano al del Carnaval y al de los obscenos espectáculos de los tinglados de títeres. Honor a los titiriteros, guardianes de la democracia.