1. El
proceso contra Eichmann en Jerusalén constituye, gracias en gran medida a la crónica que de él hiciera Hannah Arendt, una de las
principales experiencias morales de nuestro tiempo. Adolf Eichmann
era uno de los principales responsables de la solución final nazi.
Logró escapar a la Argentina con ayuda de algunas redes católicas,
pero fue localizado por agentes israelíes, secuestrado y juzgado en
Israel por sus crímenes. Según relata Hannah Arendt, Eichmann no
tenía nada de monstruoso. Era un señor normal que cumplía las
órdenes que le daban. Cuando el fiscal le preguntó si hubiera
salvado a algún judío, le contestó que sí lo hubiera hecho... « si
se lo hubiesen ordenado ». Eichmann era un perfecto funcionario
dentro de un sistema basado en la obediencia y no podía concebir
ninguna conducta que se apartara de la obediencia a las órdenes y al
orden. Su tarea específica consistía en deportar a millones de
personas conduciéndolas a la muerte industrial. Heidegger, en una de sus muy escasas declaraciones sobre los crímenes nazis, comentaba
a propósito de Auschwitz que el sistema de exterminio nazi era
comparable a la « agricultura industrial ». La actuación de Eichmann fue la de un funcionario cualquiera, que podía haber gestionado cualquier otro tipo de tarea
y que igual que organizó un exterminio, podía haberse encargado de la
logística de un colegio o de una colonia de vacaciones. El mal, el
crimen masivo, no se nos presenta, al menos en sus agentes, como nada monstruoso, sino como
algo banal. De ahí que Hannah Arendt, afirmase que la principal lección que había que extraer del juicio de Eichmann era la
« banalidad del mal ».
2. Todo
esto nos informa poco sobre el contenido del mal. Ciertamente, el mal
puede ser banal. Suele serlo incluso, pero no sabemos por ello en qué
consiste. Afirma Spinoza que el mal no es algo objetivo, que solo es
una proyección de nuestra imaginación, de nuestras pasiones tristes. Para Spinoza no existe el mal, solo existe lo « malo »: las acciones y acontecimientos
concretos que generan y promueven la tristeza y la impotencia entre
los hombres, sin que quepa ningún tipo de generalización. La tristeza y la impotencia pueden, con todo, formar
parte de un enganaje pasional que las aumenta y que las difunde como
una auténtica enfermedad. Pueden convertirse en un régimen pasional. La visión de trenes cargados de
seres humanos deportados o autobuses con inmigrantes destinados a ser
ingresados en centros cerrados, o prófugos de matanzas que se ahogan
en el mar intentando llegar a un lugar seguro, o familias pobres
expulsadas de sus casas, o jóvenes sin ningún porvenir, o bombardeos televisados, forma parte de la experiencia común desde hace un siglo en los países europeos. Son
estas experiencias el reverso tenebroso de la relativa tranquilidad
de los países ricos. Forman parte de un mecanismo que constituye una
cotidianidad. Las observamos a través de los medios de comunicación,
las comentamos a través de las redes sociales, dentro de una burbuja
que nos inmuniza fente a su realidad. Seguimos en lo cotidiano
viviendo como si nada pasara, atento cada uno a su tarea diaria. Como
Eichmann, como todo el mundo.
3. ¿Y si
el contenido del mal no fuese otra cosa que esa misma banalidad ? ¿Y si, junto a la innegable banalidad del mal no hubiese que afirmar como el verdadero contenido de todo mal « el mal de la banalidad »? ¿Que el mal consiste
sobre todo en la banalidad ? Sin más estruendo ni
espectacularidad. La banalidad nos aleja del pensamiento y de
cualquier posición ética. Nos aleja de la distancia necesaria para
comprender que se puede vivir de otra manera, que el orden
actualmente vigente no es el único posible y que la afirmación de
que solo cabe perseverar en él es el más cruel de los engańos y la
fuente más abundante de tristeza e impotencia. No es casual que los
defensores del orden existente desprecien la democracia y a la
filosofía. Para gobernar algo que se presenta como un orden natural, casi mineral, basta leer a diario la prensa
deportiva y estar atento a las órdenes de quienes mandan en nuestras
sociedades.
4. El
mal de la banalidad se expresa en solidaridades negativas, en la idea
de que la desgracia que golpea a otros ante mis ojos es algo que no
me puede ocurrir a mí, y que si a alguien le ocurre es porque algo
habrá hecho. El mal de la banalidad se traduce en la buena
conciencia de los buenos, de la gente que hace su deber sin meterse
con nadie, del que incluso convierte la política en "trabajo". El mal de la banalidad suele refugiarse en la idea
de que existe un otro malvado, e incluso monstruoso, lo que permite a las
« buenas personas » ser ajenas al mal y a sus mecanismos.
El propio nazismo justitficaba su buena conciencia mortífera por una
supuesta « conspiración judía », los imperialistas
británicos mataban a millones de bengalíes de hambre para luchar
contra el nazismo, Israel utiliza una versión oportunista y blasfema de la memoria del Holocausto para
ocultar la conversión de Palestina en un archipiélago de guetos, haciendo del palestino el nuevo "nazi". El "terrorismo" se utiliza hoy para cercenar las libertades y para bombardear países. El
mal de la banalidad necesita proclamar la existencia de un mal
absoluto y excepcional y radicalmente exterior para seguir adelante
sus propios procesos de opresión y hasta de exterminio.
5. El
mal de la banalidad no es el privilegio de los totalitarismos, sino
que habita entre nosotros, en nuestras democracias. Habla en las
tribunas de nuestros parlamentos. Anteayer mismo lo hacía en el Congreso de los Diputados español. Proclama que todo está bien y que
hay que seguir por el camino que nos indica el « sentido
común », que hay que seguir trabajando y ya se cosecharán frutos, por mucho que ello suponga un auténtico desastre
social, ético, cultural, medioambiental, por mucho que suponga la
perpetuación de la violencia social más extrema en nuestros
territorios de países ricos y la guerra abierta en numerosos
espacios exteriores. Proclama que « hay que trabajar » y
hay que esforzarse cuando no hay trabajo o este está cada vez más
miserablemente remunerado, proclama que hay que pagar una deuda
ilegítima e impagable y, a la vez, que hay que compensar con fondos
públicos las pérdidas de los bancos, para evitar males peores. El mal existente hoy es un "mal menor", un mal banal. La
idea del mal menor no es un mero artificio retórico para justificar la realidad, sino un recurso fundamental para quien defiende lo existente,
pues no deja posibilidad alguna al deseo de expresarse, de afirmar
frente a lo que hay la posibilidad de otra cosa.
6. Concluyamos. El mal no es algo excepcional y monstruoso, sino algo a nuestro alcance, algo que constituye lo más íntimo de esa aburrida reiteración de lo mismo que es la vida cotidiana. El mal es por excelencia el mal de la banalidad. Y Mariano Rajoy es su profeta.