Alguien se había hecho la ilusión de que detrás del neoliberalismo no estuviese el Estado, en su dimensión minimalista que, en términos de Lenin, se define como "un puñado de hombres armados". Hay que insistir sobre todos los términos: el número reducido ("un puñado"), el género ("hombres") y su carácter en último término represivo ("armados"). La expresión mínima del Estado en régimen de hegemonía financiera son los aparatos represivos de Estado, constantemente reforzados a lo largo de todo el período de hegemonía neoliberal. Junto a las armas y a los hombres está también la ideología espontánea de los aparatos represivos de Estado: el fascismo, no solo el histórico aunque existan también conexiones con este, sino el estructural. Este fascismo estructural es un discurso del orden impuesto no a través del mercado y la comunicación sobre los que insiste el discurso manifiesto del neoliberalismo, sino de la violencia de Estado. A esta ideología se conectan formas abiertas de racismo y xenofobia como elementos de gestión selectiva de la mundialización y de definición de la comunidad como "nación o pueblo del Estado".
La mundialización neoliberal nunca ha sido un orden espontáneo sino el resultado de una correlación de fuerzas con las clases populares, con el trabajo vivo a nivel planetario. Hoy lo descubrimos con sorpresa al surgir como de la nada movimientos y partidos abiertamente fascistas, pero esa sorpresa es el resultado de una doble ingenuidad característica de dos sectores de la izquierda y del "progresismo": uno se creyó a pies juntillas el discurso neoliberal manifiesto y pensó seriamente en la posibilidad de establecer un reparto de la riqueza en un marco de economía globalizada de hegemonía financiera, el otro creyó en cambio, de manera tradicional en la virtualidad del Estado como defensor de la democracia y de los derechos cuando el Estado se había convertido en una máquina de privatizar y en un instrumento abierto de domnación de clase.
El surgimiento de los nuevos fascismos se relaciona directamente con la imposibilidad a la que se enfrenta la izquierda de estructurar formas democráticas de hegemonía popular más allá del mercado y del Estado. Esto a su vez responde a la sólida inscripciónd e la izquierda en el dispositivo de poder capitalista, que no es un poder del Capital ni aún menos del mercado, sino el poder conjunto de dos monstruos asociados: Capital y Leviatán. Dos monstruos, que, como todos los monstruos, son los productos de nuestra propia tristeza e impotencia y que se desvanecerán cuando hayamos conseguido articular la potencia productiva y de cooperación de la sociedad sobre bases autónomas. Mientras toda cooperación dependa de formas de obediencia basadas en la coacción mercantil o la violencia de Estado nos será imposible salir del círculo en que nos tienen encerrados los dos monstruos de la modernidad. El problema es que ese círculo, ese eterno desplazamiento entre el Estado y el mercado es lo que define históricamente a la izquierda. La conquista de la democracia y de la cooperación libre deberá, por consiguiente hacerse fuera y más allá de la izquierda.