domingo, 30 de abril de 2017

Soberania o democracia

En un momento en que Marine Le Pen defiende la "soberanía popular" apelando a un electorado de izquierda que también la defiende, es necesario hacer algunas precisiones sobre este concepto dado erróneamente por el fundamento mismo de la democracia. El "o" de la expresión "soberanía o democracia" alegremente manejada a derecha e izquierda, no puede, sin engaño, ser inclusivo ni explicativo, no es en latín ni un "vel" ni un "sive", sino un "o" exclusivo, en latín un "aut".Quien todavía sueña con la soberanía puede vivir a su despertar auténticas pesadillas, en concreto la realidad de un orden nuevo pardo al que la izquierda no pueda oponerse con un discurso propio.

Si algo nos enseña la historia de la filosofía política, es que la soberanía es el otro nombre del absolutismo. La soberanía popular no es, por consiguiente, la democracia, sino un cambio de titular de la monarquía absolutista. Soberanía y democracia son contradictorias, pues el supuesto pueblo soberano es -Rousseau da testimonio de ello- la creación del propio pueblo puesto en en lugar del soberano. Lo que este escamoteo del pueblo esconde es que lo que hace la soberanía no es el titular de la soberanía sino un dispositivo por el que se determina el lugar de la soberanía: ese lugar trascendente respecto de la multitud diversa y pluriforme que constituye la sociedad real. El lugar de la soberanía se fija a través de la representación de la multitud, esto es de su exclusión de la soberanía, dentro de un dispositivo en el que se considera que los actos del soberano representante son los de cada miembro de la multitud.
Peligrosa ficción esta que destituye de vida política y neutraliza cívicamente a los individuos y grupos, instituyendo para el soberano un monopolio de la política. Que el soberano sea el pueblo no modifica nada, pues "pueblo" se dice de dos maneras, antes y después de la representación: 1) antes es una multitud irreductible, 2) después es una voluntad única que pretende ser la "voluntad general". Si la primera forma del pueblo corresponde a la realidad, la segunda es una mera ficción legitimadora del mando. Lo único decisivo es el propio dispositivo que reparte los lugares: el de la soberanía y el de la obediencia al mando soberano. La democracia puede y debe pensarse sobre otra base que desbarata ese dispositivo de la soberanía, y sale completamente del marco absolutista. Esa otra base es lo común de la cooperación productiva, una cooperación que no solo produce bienes materiales sino que produce institucionalidad. Lo común existe en y por la cooperación que lo produce. La lengua griega antigua tenía un verbo que expresaba ese constituirse de lo común a través de una práctica colectiva de coperación: politeuein, hacer polis, hacer ciudad. La ciudad no aparece así nunca como realidad trascendente y soberana, sino como efecto de un hacer común reiterado. A través del politeuein se pudo pensar la democracia como máxima tensión a la vez incluyente y antagonista en la constitución de la ciudad por sus ciudadanos. Si hay dos lecciones de Grecia que hoy tenemos que recordar estas son: 1) que no hay soberanía democrática, 2) que no existe la democracia sin la práctica de lo común.

miércoles, 26 de abril de 2017

Fascismo histórico y populismos autoritarios

(Publicado en el número 4 de la revista El Soma)




La palabra "fascismo" tiene hoy en día escaso valor descriptivo y ha quedado relegado a la categoría de insulto. Hoy es "fascista" cualquier régimen o cualquier acto político que no sea del agrado de unos o de otros. Sin embargo, el término, acuñado por Benito Mussolini, quien le dedicó incluso un articulo publicado en la Enciclopedia Británica, se refiere a un movimiento político concreto, cuyos secuaces utilizaban el término con orgullo. Este movimiento, nacido en la Italia de los años 20 como consecuencia indirecta de la derrota de los movimientos revolucionarios de principios del siglo XX, se definía como una revolución nacional de carácter interclasista destinada a restablecer tanto a nivel interno como en el concierto europeo, la potencia y el prestigio del Estado nación italiano. Italia era, según Mussolini, una "nación proletaria", humillada por las potencias "plutocráticas" que se repartían el poder en Europa y en el mundo; el fascismo debería elevarla de nuevo al rango que -supuestamente- le correspondía..

Cuando hoy se aplica el término “fascismo” a los distintos populismos autoritarios que vemos desarrollarse en Europa, la India, Filipinas o los propios Estados Unidos, se pretende expresar mediante el uso de ese término forjado en los años 20 del siglo anterior la deriva autoritaria y nacionalista de estos regímenes. Cierto es que rasgos como el nacionalismo o el autoritarismo son comunes a ambas épocas, pero tampoco cabe minimizar las diferencias existentes entre ambas. En primer lugar, ninguno de los gobiernos autoritarios del siglo XXI cuenta con un movimiento de masas ni se plantea sustituir la democracia por otro orden político. Por otra parte, su nacionalismo no es incompatible con el neoliberalismo ni con la globalización, sino que se integra en ellos como una variante autoritaria. En lo esencial, el aspecto que más radicalmente cuestionan de los capitalismos democráticos es la democracia sobre todo cuando está va algo más allá de lo formal, no el capitalismo en su actual forma histórica, inseparable de la globalización.

Toda ilusión de que los populismos autoritarios puedan "moderar" el capitalismo y restablecer derechos sociales se verá enfrentada, incluso en las versiones "progresistas" del populismo, a la realidad material de un modo de producción que, en lo esencial, no cuestionan. Ello obedece a que el fenómeno actual del populismo autoritario opera exclusivamente en el ámbito de la representación política, evitando articular las fuerzas sociales capaces de transformar radicalmente el sistema. Sus propuestas económicas no van más allá de un keynesianismo nostálgico y su proyecto social se limita a una refundación parcial de las clases medias mermadas y debilitadas por la crisis a través de un nuevo pacto social basado en el Estado. Es fácilmente perceptible ese aspecto fundamental de “recambio” de la clase política en todas las variantes del populismo autoritario, desde la administración Trump hasta Marine Le Pen: todos ellos se oponen a clases políticas que consideran corruptas ofreciéndose como una nueva dirección capaz de "arreglar" sus países. Para ello se apoyan en todo un arco de posiciones sociales bastante diferenciadas que se ven unificadas por la nostalgia de la clase medía.

Esta nostalgia, o en algunos casos melancolía, pues se trata de la pérdida supuesta de un estatus social que nunca se tuvo, suele ir acompañada de la designación de un culpable bifronte, como el Dios Jano: por un lado, la gente poderosa que, desde la clase política, sirve a intereses foráneos, por otro, los extranjeros y los inmigrantes que se aprovechan de los mermados derechos sociales privando supuestamente de ellos a los nacionales. El populismo, como correctamente afirma Laclau, establece una frontera antagónica entre el nosotros y el ellos. Sin embargo, esta frontera no sigue el perfil de los antagonismos reales, ignora las relaciones sociales de producción y la lucha de clases, centrando lo político en un espacio imaginario y simbólico ajeno a la escisión social en que se basan nuestras sociedades. La oposición entre un nosotros sin consistencia social efectiva más allá de la nostalgia de la clase media y un ellos siempre relativamente oscuro e identificado con una trama conspirativa que une a sectores muy dispares, impne una "racialización" del adversario político. Si no existen relaciones sociales reales, el centro de atención de la política no es una relación, sino un tipo determinado de sujeto “malvado”. El antagonismo, privado de su base material en las relaciones de producción se dirige así a sujetos raciales imaginarios como los "bad hombres" latinos de Trump o  los traficantes de droga de Duterte en Filipinas, o  los islamistas de Marine Le Pen, o los inmigrantes de Wilders en Holanda. Todos ellos unidos a un "establishment" que ha favorecido la "invasión" con su política laxista. La lógica del capitalismo globalizado se hace así invisible, creándose en su lugar un teatro en el que los agentes sociales y las contradicciones de la realidad se ven sustituidos por una fantasmagoría, una pelea simplista de buenos y malos.

Esta desmaterialización de la política conduce a absurdas y paradójicas circunstancias como el uso por las extremas derechas francesa u holandesa de la retórica de los derechos de la mujer o de los gays contra las comunidades musulmanas, al mismo tiempo que estas mismas extremas derechas apoyan a un Donald Trump que combate abiertamente estos derechos. Los populismos autoritarios se pueden convertir en baluartes de la defensa de los derechos individuales que constituyen “nuestra forma de vida” cuando los oponen como una “identidad occidental” al “oscurantismo” y la “intolerancia” islámicos. Las absurdas polémicas sobre el “velo” o el “burkini” forman parte de una práctica del racismo justificada por la defensa de la ilustración y de las libertades. La novedad de esta práctica es muy relativa, ya que pertenece al más rancio bagaje colonial: en la Argelia colonizada por Francia, los colonizadores arrancaban el velo a las “indígenas” en nombre de la liberación de la mujer. Estas mismas tendencias políticas que emplean un lenguje “progresista” pueden, sin embargo, llegado el momento, oponerse a los derechos de mujeres y gays en nombre de “los valores cristianos y familiares.” Nunca ha sido muy problemática para los gobiernos autoritarios la utilización de un doble lenguaje, incluso de mensajes contradictorios. La multiplicación de discursos contradictorios acostumbra a la obediencia absoluta, la del sujeto que ya no busca razón alguna para someterse al mando. Los “bandazos” políticos han sido siempre un recurso de las tiranías.

A pesar de todas estas paradojas, lo que pretenden todos estas tendencias políticas es restablcer un mando político fuerte que imponga una salida reaccionaria de la crisis a las mayorías sociales, y reconstituir la legitimidad del Estado como centro de mando político del capital. No se trata de ningún regreso del fascismo, pues no parece que vaya a romperse la continuidad con el orden político “normal” del capitalismo democrático, pero esto no quiere decir que no pueda abrirse una larga fase de régimen de excepción en la que las libertades quedarían muy mermadas.

sábado, 15 de abril de 2017








Mi pequeña saeta materialista para la Semana Santa

"Lo que te he aconsejado continuamente, esas cosas, practícalas y medítalas, admitiendo que ellas son los elementos del buen vivir. Primeramente, estimando al dios como un viviente incorruptible y dichoso, como lo ha inscrito [en nosotros] la noción común de dios,8 no le atribuyas nada diferente a su incorruptibilidad o a la dicha; sino que todo lo que es poderoso a preservar la dicha unida a la incorruptibilidad, opínalo a su propósito. Pues, ciertamente, los dioses existen: en efecto, el conocimiento acerca de ellos es evidente. Pero no son como los estima vulgo; porque éste no
preserva tal cual lo que de ellos sabe. Y no es impío el que rechaza los dioses del vulgo, sino el que imputa a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las afirmaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino suposiciones falsas."
Epicuro, Carta a Meneceo


Vuelvo de una Semana Santa andaluza. Lo que es obvio es que las procesiones son un fenómeno de masas con una amplia participación popular. Para mí no tienen nada que ver con otra cosa que con la cultura popular de nuestro país que es católica, como la de Marruecos es musulmana o la de Suecia luterana. Ignorar ese hecho fundamental es cegarse a la realidad de países como España, Italia, e incluso Francia o Bélgica.

Esto no quiere decir que los que no somos católicos tengamos que serlo para ser españoles, pero sí que nuestra identidad cultural, incluso nuestra eventual identidad filosófica como materialistas debe atravesar estas capas ideológicas y no otras. Yo no soy contrario a esta tradición católica ni a sus ritos ni a sus tradiciones, pues expresa una fuerte necesidad de comunidad, de rechazo de la muerte en medio de una cultura profundamente tanática, de esa monstruosidad más opresiva que el fascismo que es el capitalismo convertido en forma general de la vida. Una tradición literalmente "sostenida" por las espaldas del pueblo que se niega a verla desaparecer, por mucho que no crea ya demasiado en el dogma católico, tiene algo de grandeza.

Quienes participan en una comunidad y en sus ritos no tienen una certeza dogmática, sino una creencia, al menos la fe en que el otro cree. Esto queda ilustrado en una anécdota del físico Niels Bohr: este había invitado a unos amigos a su casa de campo. A la entrada de la casa había una herradura. Al verla, los invitados le dijeron: "profesor Bohr, nos sorprende que usted crea en estas cosas". A lo que respondió: "yo no lo creo, pero les puedo asgurar que funciona, incluso si no se cree en ello." La fe es tal vez siempre y solo la fe del otro: eso es lo que la hace eficaz, como la magia según De Martino. Yo nunca opondré el racionalismo a esa fe: no puedo oponerme a la apertura de esa fe -que es la del otro y que en ella se sostiene- en nombre de la ciencia que es de todos y siempre es cuestionable e inacabada. La ciencia y la creencia (tanto religiosa como de cualquier otro tipo) son aspectos de la finitud y de la grandeza humana: géneros de conocimiento las denominaba Spinoza.

En el caso español es un grave error por parte de la izquierda oponerse a la religiosidad popular afirmando que está controlada por el poder, y ello por dos razones: 1) el propio poder solo se sostiene en los hombros de la gente y es una creación de esta, 2) todo lo grande que se ha hecho en este mundo, los más bellos e ingeniosos monumentos, las mayores obras de arte, es directa o indirectamente fruto de la potencia productiva de la multitud: la única que existe y que es parte de esa potencia de la naturaleza que algunos llamamos Dios. En la izquierda italiana, la tradición gramsciana, pero también la muy real y efectiva tradición popular y obrera católica hacen casi imposibles las actitudes sectarias ante las tradiciones populares religiosas. Como decía Andreotti, comparando la política española con la italiana, en España "manca finezza", y mucho más aún en una izquierda cuya continuidad histórica y cultural fue cercenada por ese régimen mil veces más terrible que el fascismo italiano que fue el exterminismo colonial franquista.

La grandeza de un Dios que muere y resucita se sostiene en los hombros de mucha gente que todavía solo intuye vagamente que todo lo que es ese Dios somos los hombres mismos y el resto de la naturaleza. La resurrección del Dios hecho hombre es una imagen de la eternidad de Dios, esto es de la potencia infinita en la que los hombre surgimos como realidades finitas, como olas de un inmenso océano. El ondular de los costaleros llevando al Hijo de Dios afirma y supera a la vez esa finitud.