(Publicado en el número 4 de la revista El Soma)
La palabra "fascismo" tiene hoy en día escaso valor descriptivo y ha quedado relegado a la categoría de insulto. Hoy es "fascista" cualquier régimen o cualquier acto político que no sea del agrado de unos o de otros. Sin embargo, el término, acuñado por Benito Mussolini, quien le dedicó incluso un articulo publicado en la Enciclopedia Británica, se refiere a un movimiento político concreto, cuyos secuaces utilizaban el término con orgullo. Este movimiento, nacido en la Italia de los años 20 como consecuencia indirecta de la derrota de los movimientos revolucionarios de principios del siglo XX, se definía como una revolución nacional de carácter interclasista destinada a restablecer tanto a nivel interno como en el concierto europeo, la potencia y el prestigio del Estado nación italiano. Italia era, según Mussolini, una "nación proletaria", humillada por las potencias "plutocráticas" que se repartían el poder en Europa y en el mundo; el fascismo debería elevarla de nuevo al rango que -supuestamente- le correspondía..
Cuando hoy se aplica el término “fascismo” a los distintos populismos autoritarios que vemos desarrollarse en Europa, la India, Filipinas o los propios Estados Unidos, se pretende expresar mediante el uso de ese término forjado en los años 20 del siglo anterior la deriva autoritaria y nacionalista de estos regímenes. Cierto es que rasgos como el nacionalismo o el autoritarismo son comunes a ambas épocas, pero tampoco cabe minimizar las diferencias existentes entre ambas. En primer lugar, ninguno de los gobiernos autoritarios del siglo XXI cuenta con un movimiento de masas ni se plantea sustituir la democracia por otro orden político. Por otra parte, su nacionalismo no es incompatible con el neoliberalismo ni con la globalización, sino que se integra en ellos como una variante autoritaria. En lo esencial, el aspecto que más radicalmente cuestionan de los capitalismos democráticos es la democracia sobre todo cuando está va algo más allá de lo formal, no el capitalismo en su actual forma histórica, inseparable de la globalización.
Toda ilusión de que los populismos autoritarios puedan "moderar" el capitalismo y restablecer derechos sociales se verá enfrentada, incluso en las versiones "progresistas" del populismo, a la realidad material de un modo de producción que, en lo esencial, no cuestionan. Ello obedece a que el fenómeno actual del populismo autoritario opera exclusivamente en el ámbito de la representación política, evitando articular las fuerzas sociales capaces de transformar radicalmente el sistema. Sus propuestas económicas no van más allá de un keynesianismo nostálgico y su proyecto social se limita a una refundación parcial de las clases medias mermadas y debilitadas por la crisis a través de un nuevo pacto social basado en el Estado. Es fácilmente perceptible ese aspecto fundamental de “recambio” de la clase política en todas las variantes del populismo autoritario, desde la administración Trump hasta Marine Le Pen: todos ellos se oponen a clases políticas que consideran corruptas ofreciéndose como una nueva dirección capaz de "arreglar" sus países. Para ello se apoyan en todo un arco de posiciones sociales bastante diferenciadas que se ven unificadas por la nostalgia de la clase medía.
Esta nostalgia, o en algunos casos melancolía, pues se trata de la pérdida supuesta de un estatus social que nunca se tuvo, suele ir acompañada de la designación de un culpable bifronte, como el Dios Jano: por un lado, la gente poderosa que, desde la clase política, sirve a intereses foráneos, por otro, los extranjeros y los inmigrantes que se aprovechan de los mermados derechos sociales privando supuestamente de ellos a los nacionales. El populismo, como correctamente afirma Laclau, establece una frontera antagónica entre el nosotros y el ellos. Sin embargo, esta frontera no sigue el perfil de los antagonismos reales, ignora las relaciones sociales de producción y la lucha de clases, centrando lo político en un espacio imaginario y simbólico ajeno a la escisión social en que se basan nuestras sociedades. La oposición entre un nosotros sin consistencia social efectiva más allá de la nostalgia de la clase media y un ellos siempre relativamente oscuro e identificado con una trama conspirativa que une a sectores muy dispares, impne una "racialización" del adversario político. Si no existen relaciones sociales reales, el centro de atención de la política no es una relación, sino un tipo determinado de sujeto “malvado”. El antagonismo, privado de su base material en las relaciones de producción se dirige así a sujetos raciales imaginarios como los "bad hombres" latinos de Trump o los traficantes de droga de Duterte en Filipinas, o los islamistas de Marine Le Pen, o los inmigrantes de Wilders en Holanda. Todos ellos unidos a un "establishment" que ha favorecido la "invasión" con su política laxista. La lógica del capitalismo globalizado se hace así invisible, creándose en su lugar un teatro en el que los agentes sociales y las contradicciones de la realidad se ven sustituidos por una fantasmagoría, una pelea simplista de buenos y malos.
Esta desmaterialización de la política conduce a absurdas y paradójicas circunstancias como el uso por las extremas derechas francesa u holandesa de la retórica de los derechos de la mujer o de los gays contra las comunidades musulmanas, al mismo tiempo que estas mismas extremas derechas apoyan a un Donald Trump que combate abiertamente estos derechos. Los populismos autoritarios se pueden convertir en baluartes de la defensa de los derechos individuales que constituyen “nuestra forma de vida” cuando los oponen como una “identidad occidental” al “oscurantismo” y la “intolerancia” islámicos. Las absurdas polémicas sobre el “velo” o el “burkini” forman parte de una práctica del racismo justificada por la defensa de la ilustración y de las libertades. La novedad de esta práctica es muy relativa, ya que pertenece al más rancio bagaje colonial: en la Argelia colonizada por Francia, los colonizadores arrancaban el velo a las “indígenas” en nombre de la liberación de la mujer. Estas mismas tendencias políticas que emplean un lenguje “progresista” pueden, sin embargo, llegado el momento, oponerse a los derechos de mujeres y gays en nombre de “los valores cristianos y familiares.” Nunca ha sido muy problemática para los gobiernos autoritarios la utilización de un doble lenguaje, incluso de mensajes contradictorios. La multiplicación de discursos contradictorios acostumbra a la obediencia absoluta, la del sujeto que ya no busca razón alguna para someterse al mando. Los “bandazos” políticos han sido siempre un recurso de las tiranías.
A pesar de todas estas paradojas, lo que pretenden todos estas tendencias políticas es restablcer un mando político fuerte que imponga una salida reaccionaria de la crisis a las mayorías sociales, y reconstituir la legitimidad del Estado como centro de mando político del capital. No se trata de ningún regreso del fascismo, pues no parece que vaya a romperse la continuidad con el orden político “normal” del capitalismo democrático, pero esto no quiere decir que no pueda abrirse una larga fase de régimen de excepción en la que las libertades quedarían muy mermadas.
La palabra "fascismo" tiene hoy en día escaso valor descriptivo y ha quedado relegado a la categoría de insulto. Hoy es "fascista" cualquier régimen o cualquier acto político que no sea del agrado de unos o de otros. Sin embargo, el término, acuñado por Benito Mussolini, quien le dedicó incluso un articulo publicado en la Enciclopedia Británica, se refiere a un movimiento político concreto, cuyos secuaces utilizaban el término con orgullo. Este movimiento, nacido en la Italia de los años 20 como consecuencia indirecta de la derrota de los movimientos revolucionarios de principios del siglo XX, se definía como una revolución nacional de carácter interclasista destinada a restablecer tanto a nivel interno como en el concierto europeo, la potencia y el prestigio del Estado nación italiano. Italia era, según Mussolini, una "nación proletaria", humillada por las potencias "plutocráticas" que se repartían el poder en Europa y en el mundo; el fascismo debería elevarla de nuevo al rango que -supuestamente- le correspondía..
Cuando hoy se aplica el término “fascismo” a los distintos populismos autoritarios que vemos desarrollarse en Europa, la India, Filipinas o los propios Estados Unidos, se pretende expresar mediante el uso de ese término forjado en los años 20 del siglo anterior la deriva autoritaria y nacionalista de estos regímenes. Cierto es que rasgos como el nacionalismo o el autoritarismo son comunes a ambas épocas, pero tampoco cabe minimizar las diferencias existentes entre ambas. En primer lugar, ninguno de los gobiernos autoritarios del siglo XXI cuenta con un movimiento de masas ni se plantea sustituir la democracia por otro orden político. Por otra parte, su nacionalismo no es incompatible con el neoliberalismo ni con la globalización, sino que se integra en ellos como una variante autoritaria. En lo esencial, el aspecto que más radicalmente cuestionan de los capitalismos democráticos es la democracia sobre todo cuando está va algo más allá de lo formal, no el capitalismo en su actual forma histórica, inseparable de la globalización.
Toda ilusión de que los populismos autoritarios puedan "moderar" el capitalismo y restablecer derechos sociales se verá enfrentada, incluso en las versiones "progresistas" del populismo, a la realidad material de un modo de producción que, en lo esencial, no cuestionan. Ello obedece a que el fenómeno actual del populismo autoritario opera exclusivamente en el ámbito de la representación política, evitando articular las fuerzas sociales capaces de transformar radicalmente el sistema. Sus propuestas económicas no van más allá de un keynesianismo nostálgico y su proyecto social se limita a una refundación parcial de las clases medias mermadas y debilitadas por la crisis a través de un nuevo pacto social basado en el Estado. Es fácilmente perceptible ese aspecto fundamental de “recambio” de la clase política en todas las variantes del populismo autoritario, desde la administración Trump hasta Marine Le Pen: todos ellos se oponen a clases políticas que consideran corruptas ofreciéndose como una nueva dirección capaz de "arreglar" sus países. Para ello se apoyan en todo un arco de posiciones sociales bastante diferenciadas que se ven unificadas por la nostalgia de la clase medía.
Esta nostalgia, o en algunos casos melancolía, pues se trata de la pérdida supuesta de un estatus social que nunca se tuvo, suele ir acompañada de la designación de un culpable bifronte, como el Dios Jano: por un lado, la gente poderosa que, desde la clase política, sirve a intereses foráneos, por otro, los extranjeros y los inmigrantes que se aprovechan de los mermados derechos sociales privando supuestamente de ellos a los nacionales. El populismo, como correctamente afirma Laclau, establece una frontera antagónica entre el nosotros y el ellos. Sin embargo, esta frontera no sigue el perfil de los antagonismos reales, ignora las relaciones sociales de producción y la lucha de clases, centrando lo político en un espacio imaginario y simbólico ajeno a la escisión social en que se basan nuestras sociedades. La oposición entre un nosotros sin consistencia social efectiva más allá de la nostalgia de la clase media y un ellos siempre relativamente oscuro e identificado con una trama conspirativa que une a sectores muy dispares, impne una "racialización" del adversario político. Si no existen relaciones sociales reales, el centro de atención de la política no es una relación, sino un tipo determinado de sujeto “malvado”. El antagonismo, privado de su base material en las relaciones de producción se dirige así a sujetos raciales imaginarios como los "bad hombres" latinos de Trump o los traficantes de droga de Duterte en Filipinas, o los islamistas de Marine Le Pen, o los inmigrantes de Wilders en Holanda. Todos ellos unidos a un "establishment" que ha favorecido la "invasión" con su política laxista. La lógica del capitalismo globalizado se hace así invisible, creándose en su lugar un teatro en el que los agentes sociales y las contradicciones de la realidad se ven sustituidos por una fantasmagoría, una pelea simplista de buenos y malos.
Esta desmaterialización de la política conduce a absurdas y paradójicas circunstancias como el uso por las extremas derechas francesa u holandesa de la retórica de los derechos de la mujer o de los gays contra las comunidades musulmanas, al mismo tiempo que estas mismas extremas derechas apoyan a un Donald Trump que combate abiertamente estos derechos. Los populismos autoritarios se pueden convertir en baluartes de la defensa de los derechos individuales que constituyen “nuestra forma de vida” cuando los oponen como una “identidad occidental” al “oscurantismo” y la “intolerancia” islámicos. Las absurdas polémicas sobre el “velo” o el “burkini” forman parte de una práctica del racismo justificada por la defensa de la ilustración y de las libertades. La novedad de esta práctica es muy relativa, ya que pertenece al más rancio bagaje colonial: en la Argelia colonizada por Francia, los colonizadores arrancaban el velo a las “indígenas” en nombre de la liberación de la mujer. Estas mismas tendencias políticas que emplean un lenguje “progresista” pueden, sin embargo, llegado el momento, oponerse a los derechos de mujeres y gays en nombre de “los valores cristianos y familiares.” Nunca ha sido muy problemática para los gobiernos autoritarios la utilización de un doble lenguaje, incluso de mensajes contradictorios. La multiplicación de discursos contradictorios acostumbra a la obediencia absoluta, la del sujeto que ya no busca razón alguna para someterse al mando. Los “bandazos” políticos han sido siempre un recurso de las tiranías.
A pesar de todas estas paradojas, lo que pretenden todos estas tendencias políticas es restablcer un mando político fuerte que imponga una salida reaccionaria de la crisis a las mayorías sociales, y reconstituir la legitimidad del Estado como centro de mando político del capital. No se trata de ningún regreso del fascismo, pues no parece que vaya a romperse la continuidad con el orden político “normal” del capitalismo democrático, pero esto no quiere decir que no pueda abrirse una larga fase de régimen de excepción en la que las libertades quedarían muy mermadas.
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