La otra cara del neoliberalismo
Los manteros son la otra cara del neoliberalismo, el neoliberalismo "desde abajo", una economía popular "barroca" (Verónica Gago) con conexiones mundiales que permite vivir a mucha gente. Destruir la empresarialidad y la cooperación en que se basa esta otra cara del neoliberalismo es tan imposible para el régimen como admitirla.
El racismo es el dispositivo discursivo e institucional que gestiona, entre otras cosas, esta doble imposibilidad. El racismo no es, como suele pensarse, un prejuicio desfavorable basado en la raza. El racismo no tiene que ver con unos rasgos físicos determinados, sino con la selección de una parte de la población como exterminable. Lo primero es esa selección, la determinación de los rasgos viene después, y estos rasgos pueden ser físicos, pero no solo. Puede bastar un supuesto origen étnico o una confesión religiosa o incluso una afiliación política. En resumen, el racismo no es cuestión de razas preexistentes al propio racismo, sino que la raza es un producto del discurso y de la práctica racistas.
En régimen neoliberal, el racismo permite, delimitar los ilegalismos autorizando aquellos con los que se enriquecen los más ricos y tolerando represivamente (permitiendo o prohibiendo según las coyunturas) los ilegalismos que permiten vivir a los más pobres. El racismo no es cuestión de razas, sino una estrategia de mantenimiento de las vidas de diversos grupos de población (los más pobres, los inmigrantes, etc.) en condiciones de permanente precariedad. Esto representa para esos grupos un riesgo permanente para su subsistencia material e incluso un peligro real para sus propias vidas.
Con todo, la línea divisoria entre los dos grupos mencionados no es fija como afirma el discurso racista, sino móvil y porosa. Estamos todos sometidos a la misma evaluación minuciosa, cruel y constante como súbditos de un régimen generalizado de la deuda. La línea racial que separa el grupo de los que han de vivir de los que sobran y a los que se puede dejar morir o incluso matar impunemente se desplaza sin cesar. Nadie está a salvo.
Los manteros son la otra cara del neoliberalismo, el neoliberalismo "desde abajo", una economía popular "barroca" (Verónica Gago) con conexiones mundiales que permite vivir a mucha gente. Destruir la empresarialidad y la cooperación en que se basa esta otra cara del neoliberalismo es tan imposible para el régimen como admitirla.
El racismo es el dispositivo discursivo e institucional que gestiona, entre otras cosas, esta doble imposibilidad. El racismo no es, como suele pensarse, un prejuicio desfavorable basado en la raza. El racismo no tiene que ver con unos rasgos físicos determinados, sino con la selección de una parte de la población como exterminable. Lo primero es esa selección, la determinación de los rasgos viene después, y estos rasgos pueden ser físicos, pero no solo. Puede bastar un supuesto origen étnico o una confesión religiosa o incluso una afiliación política. En resumen, el racismo no es cuestión de razas preexistentes al propio racismo, sino que la raza es un producto del discurso y de la práctica racistas.
En régimen neoliberal, el racismo permite, delimitar los ilegalismos autorizando aquellos con los que se enriquecen los más ricos y tolerando represivamente (permitiendo o prohibiendo según las coyunturas) los ilegalismos que permiten vivir a los más pobres. El racismo no es cuestión de razas, sino una estrategia de mantenimiento de las vidas de diversos grupos de población (los más pobres, los inmigrantes, etc.) en condiciones de permanente precariedad. Esto representa para esos grupos un riesgo permanente para su subsistencia material e incluso un peligro real para sus propias vidas.
Con todo, la línea divisoria entre los dos grupos mencionados no es fija como afirma el discurso racista, sino móvil y porosa. Estamos todos sometidos a la misma evaluación minuciosa, cruel y constante como súbditos de un régimen generalizado de la deuda. La línea racial que separa el grupo de los que han de vivir de los que sobran y a los que se puede dejar morir o incluso matar impunemente se desplaza sin cesar. Nadie está a salvo.
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