La necesidad de construir un enemigo interior es intrínseca al régimen español actual desde sus comienzos africanistas. La violencia genocida de tipo colonial ejercida contra las clases populares españolas conceptuó a estas como un enemigo interno, calificándolas como "los Moros del Norte" (Gustau Nerín) o, como la Antiespaña. El crimen fundacional persiguió al régimen durante toda su existencia. En cierto modo lo sigue persiguiendo. Cuentan los historiadores que Franco quedó muy sorprendido e inquieto cuando conoció las ridículas proporciones de la violencia del otro bando en comparación con los centenares de miles de muertos que los suyos causaron. La duración de la guerra y la larguísima duración de la dictadura se explican en gran medida por el temor de sus dirigentes a perder el poder y tener que hacer frente a sus responsabilidades en la matanza.
La transición sin ruptura que puso fin al régimen se anunciaba a pesar de que mediaran ya dos generaciones entre el crimen originario y la propia transición, como problemática. Las dificultades de la operación en cuanto a memoria y reconciliación se refiere se salvaron "olvidando" los crímenes del sector del otro bando a cambio de que este aceptase olvidar los del franquismo. Todo muy precario y moralmente muy oportunista. El nuevo régimen tenía, a pesar de todo, que recuperar un enemigo interno para dar estabilidad a la joven democracia arraigada en el Estado que se fundó en las cunetas. ETA vino a solucionar el problema, sobre todo cuando en su huída hacia adelante empezó a asesinar a civiles inocentes. El régimen dejó de ser identificado con la violencia y el tiro en la nuca, porque unos descerebrados habían asumido esa sombría función, a escala mucho menor, pero en el presente inmediato.
Dentro de la economía simbólica del régimen se podía volver a construir una Antiespaña contra la cual era posible y necesario crear o mantener todo un arsenal de leyes de excepción. La joven democracia antiterrorista pudo continuar así en muchos de sus elementos la tradición autoritaria y el decisionismo judicial del régimen de Franco. El régimen de la transición se presentaba como enfrentado a un terrorismo despiadado; la nueva España democrática (aunque reconciliada en falso, sobre un olvido negociado) aparecía como un polo positivo opuesto a una banda de oscuros asesinos.
De este modo, el trauma fundacional del régimen logró desplazarse de tal modo que el partido de la violencia y la crueldad contra los civiles fuese otro, nacionalista periférico y de izquierdas. La desaparición de ETA volvió a poner en dificultad a un régimen al que esta siniestra organización prestara tan buenos y leales servicios. Sin embargo, la construcción del nuevo enemigo catalán no tardó en suceder al alto el fuego definitivo del grupo armado vasco. Es difícil no ver una estrategia de provocación permanente, a la que los catalanistas respondieron dócilmente en la medida en que les reportaba beneficios electorales y ocultaba temas desagradables como la corrupción, una estrategia que sigue un camino coherente desde el rechazo del Estatut por el Tribunal Constitucional a instancias del PP, hasta los últimos acontecimientos marcados por las diversas escenificaciones de ruptura vividas en el parlamento catalán y en la calle. El constante rechazo por parte del gobierno español de cualquier negociación con el nacionalismo catalán creció al independentismo dándole artificialmente la talla actual.
Falta para construir la necesaria figura de la Antiespaña sucesora de ETA la violencia armada, el terrorismo. Parece que los catalanes no se lo han puesto fácil al régimen con sus estrategias pacifistas. Sin embargo, la definición de la violencia nunca es objetiva: siempre depende de la decisión del régimen. Es violento o terrorista quien decida el soberano, no aquel cuya conducta reúna una serie de rasgos objetivos que puedan considerarse violentos. Vivimos hoy la reproducción en un nuevo contexto de un rasgo esencial del régimen español, hoy democrático, pero inevitablemente heredero de una forma particular de totalitarismo con características propias como la inhumana violencia colonial que le sirvió de fundamento. Una violencia mortífera contra amplios sectores de la población que no exisitió por ejemplo en regímenes como el fascismo italiano y que asemeja al régimen franquista a realidades marcadas por un megacidio o un genocidio inaugural como el estalinismo.
No será fácil salir de esta trampa que instala en el corazón de la democracia española un estado de excepción permanente y legitima supuestamente el rechazo de todo diálogo con el adversario político y el recorte sistemático de derechos y libertades. A pesar de la dificultad evidente que presentan estos restos del pasado para el despliegue de una democracia en España, es necesario y útil no pasarla por alto e intentar perfilar los grandes resortes de su mecanismo, si queremos llegar a desmontarla y fundar una democracia libre del "enemigo interior", una España que no tenga como otro necesario una Antiespaña.
La transición sin ruptura que puso fin al régimen se anunciaba a pesar de que mediaran ya dos generaciones entre el crimen originario y la propia transición, como problemática. Las dificultades de la operación en cuanto a memoria y reconciliación se refiere se salvaron "olvidando" los crímenes del sector del otro bando a cambio de que este aceptase olvidar los del franquismo. Todo muy precario y moralmente muy oportunista. El nuevo régimen tenía, a pesar de todo, que recuperar un enemigo interno para dar estabilidad a la joven democracia arraigada en el Estado que se fundó en las cunetas. ETA vino a solucionar el problema, sobre todo cuando en su huída hacia adelante empezó a asesinar a civiles inocentes. El régimen dejó de ser identificado con la violencia y el tiro en la nuca, porque unos descerebrados habían asumido esa sombría función, a escala mucho menor, pero en el presente inmediato.
Dentro de la economía simbólica del régimen se podía volver a construir una Antiespaña contra la cual era posible y necesario crear o mantener todo un arsenal de leyes de excepción. La joven democracia antiterrorista pudo continuar así en muchos de sus elementos la tradición autoritaria y el decisionismo judicial del régimen de Franco. El régimen de la transición se presentaba como enfrentado a un terrorismo despiadado; la nueva España democrática (aunque reconciliada en falso, sobre un olvido negociado) aparecía como un polo positivo opuesto a una banda de oscuros asesinos.
De este modo, el trauma fundacional del régimen logró desplazarse de tal modo que el partido de la violencia y la crueldad contra los civiles fuese otro, nacionalista periférico y de izquierdas. La desaparición de ETA volvió a poner en dificultad a un régimen al que esta siniestra organización prestara tan buenos y leales servicios. Sin embargo, la construcción del nuevo enemigo catalán no tardó en suceder al alto el fuego definitivo del grupo armado vasco. Es difícil no ver una estrategia de provocación permanente, a la que los catalanistas respondieron dócilmente en la medida en que les reportaba beneficios electorales y ocultaba temas desagradables como la corrupción, una estrategia que sigue un camino coherente desde el rechazo del Estatut por el Tribunal Constitucional a instancias del PP, hasta los últimos acontecimientos marcados por las diversas escenificaciones de ruptura vividas en el parlamento catalán y en la calle. El constante rechazo por parte del gobierno español de cualquier negociación con el nacionalismo catalán creció al independentismo dándole artificialmente la talla actual.
Falta para construir la necesaria figura de la Antiespaña sucesora de ETA la violencia armada, el terrorismo. Parece que los catalanes no se lo han puesto fácil al régimen con sus estrategias pacifistas. Sin embargo, la definición de la violencia nunca es objetiva: siempre depende de la decisión del régimen. Es violento o terrorista quien decida el soberano, no aquel cuya conducta reúna una serie de rasgos objetivos que puedan considerarse violentos. Vivimos hoy la reproducción en un nuevo contexto de un rasgo esencial del régimen español, hoy democrático, pero inevitablemente heredero de una forma particular de totalitarismo con características propias como la inhumana violencia colonial que le sirvió de fundamento. Una violencia mortífera contra amplios sectores de la población que no exisitió por ejemplo en regímenes como el fascismo italiano y que asemeja al régimen franquista a realidades marcadas por un megacidio o un genocidio inaugural como el estalinismo.
No será fácil salir de esta trampa que instala en el corazón de la democracia española un estado de excepción permanente y legitima supuestamente el rechazo de todo diálogo con el adversario político y el recorte sistemático de derechos y libertades. A pesar de la dificultad evidente que presentan estos restos del pasado para el despliegue de una democracia en España, es necesario y útil no pasarla por alto e intentar perfilar los grandes resortes de su mecanismo, si queremos llegar a desmontarla y fundar una democracia libre del "enemigo interior", una España que no tenga como otro necesario una Antiespaña.
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