Psicoanálisis
de una “confusión nacional”
(Sobre
el libro de Ignacio Sánchez-Cuenca La confusión nacional, La
Catarata, Madrid, 2018.)
El último libro de Ignacio Sánchez-Cuenca destaca en el panorama de las publicaciones dedicadas a la crisis catalana aún en curso. Lo hace por dos motivos: 1) desde el punto de vista intelectual constituye un desacostumbrado ejercicio de reflexión sobre acontecimientos de candente actualidad en el que el autor evita muchos de los efectos habituales de una escritura urgente y antepone los datos y el análisis a la mera expresión de una opinión, 2) desde el punto de vista político representa un esfuerzo real de comprensión de las posiciones enfrentadas en este conflicto, un esfuerzo sin muchos precedentes, pues la mayoría de quienes han escrito sobre la cuestión dentro y fuera de Cataluña toman posición por una de las partes desdeñando enteramente los argumentos de la otra.
Este libro urgente y meditado pretende tender puentes entre las partes, pero también mostrar muchos de los puntos débiles de la actual democracia española, y en particular su incapacidad de abordar por medios democráticos la cuestión nacional, lo que denomina el autor usando la terminología de la ciencia política “el problema del demos”. Puede afirmarse que este problema, consistente nada menos que en determinar quién queda incluido y quién excluido del ámbito de la decisión democrática, es uno de los más serios que tiene planteada toda democracia pues no es un problema accesorio sino esencial para el régimen democrático, siempre marcado por una estabilidad constitutiva. Como nos enseña Jacques Rancière, la democracia consiste en una permanente tensión entre la exclusión histórica de una parte de la sociedad y las fuerzas que pugnan por la inclusión efectiva en el demos de esa “parte sin parte” que puede ser muy variable. Históricamente, la cuestión del demos, como problema de inclusión-exclusión, se ha planteado en la práctica de las democracias alrededor de diversas pugnas por la inclusión de distintos sectores: en primer lugar la de los trabajadores, en segundo lugar la de las mujeres y, de manera permanente la de los territorios y grupos étnicos. La solución de estos problemas ha sido siempre insatisfactoria pues los tres afectan a la base misma del régimen democrático: la determinación del pueblo a quien se reconoce el derecho de decisión política en última instancia. Este pueblo, evidentemente no es el mismo si se niega u otorga el derecho de decisión a los trabajadores, a las mujeres o a un grupo étnico u otro, pero esta inclusión puede ser a su vez también problemática. La cuestión catalana afecta de manera muy específica a este tercer problema, el étnico y territorial, pero lo hace no de manera simple, sino en un marco sobredeterminado por la historia muy específica de la democracia española.
Ignacio Sánchez-Cuenca sostiene que el régimen democrático español ha mostrado importantes debilidades a la hora de hacer frente a la cuestión catalana. La primera de ellas es la incapacidad de reconocer su propio nacionalismo de Estado y considerar que nacionalismo es solo el de los agentes no estatales. Algunas desternillantes declaraciones de José María Aznar seleccionadas por Ignacio Sánchez-Cuenca ilustran a la perfección esta ceguera, compartida, sin embargo, por espacios políticos que superan con creces al de la derecha neocon aznarista, e incluyen amplias zonas del centro, del centroizquierda e incluso de la izquierda radical, con la parcial y discutible excepción de Podemos. La segunda debilidad del régimen ha sido y es su apelación a la más absoluta rigidez constitucional cuando se trata de abordar las reivindicaciones de carácter nacionalista de importantes sectores de la actual ciudadanía española.
Estas dos debilidades han cerrado toda vía de diálogo entre el gobierno y la clase política de Madrid y los sectores independentistas catalanes, lo que ha conducido al callejón aparentemente sin salida en el que hoy nos encontramos. La recíproca descaliificación entre las partes que ven respectivamente en el otro “una España heredera del franquismo” y “un nacionalismo excluyente” no responde a la realidad histórica, social y cultural del país. La democracia española es perfectamente equiparable a las democracias del entorno europeo salvo en el punto ciego de la cuestión nacional, que el libro pone frecuentemente de manifiesto. Puede añadirse a esto que el otro punto ciego correlativo al anterior es el del nacionalismo catalán que, bien siendo un nacionalismo perfectamente democrático en sus objetivos y, salvo excepciones, en sus métodos, suele negarse a reconocer el carácter democrático del régimen español. La suma de estas dos recíprocas invisibilidades, la de la democracia española para el independentismo y la del carácter democrático del nacionalismo catalán para el unitarismo español desfigura enteramente la situación y bloquea cualquier intento de negociación. El propio surgimiento del independentismo, hasta hace unos años muy minoritario, atestigua esta incomprensión recíproca y el enroque de los dos actores principales en sus miedos históricos: un nacionalismo catalán seguro del carácter democrático del régimen español hubiera intentado un acomodo federal negociado de sus reivindicaciones dentro del marco legal español, antes de emprender un camino de ruptura; un régimen español respetuoso de la realidad histórica de nuestro país habría propuesto hace tiempo ese tipo de acomodo flexibilizando su marco constitucional, o al menos la interpretación de este. Lamentablemente, tal no ha sido el caso, lo cual nos devuelve a la raíz histórica del desencuentro entre ambos nacionalismos y sus pretensiones de encarnar la democracia.
La resolución de la espinosa cuestión del demos es fundamental en cualquier democracia, pues de ella depende la determinación del sujeto que decide en última instancia de la cosa pública. En España, esta cuestión se ha visto sobredeterminada por el origen histórico de nuestra democracia en una difícil transición entre el régimen dictatorial de Franco y una monarquía democrática encabezada por el sucesor de Franco en la jefatura del Estado “a título de rey”. La continuidad jurídica en la que se planteó la profunda transformación del marco legal anterior se manifiesta hoy en la existencia de residuos importantes del régimen anterior en la democracia española. Entre ellos los restos de un poder judicial que ignoraba y aún ignora la separaciń de poderes y que tiene un papel calamitoso en la crisis catalana, la propia figura del monarca como encarnación de un poder separado de la población, el papel del ejército como garante del orden constitucional y no como mera fuerza de defensa exterior, el papel sumamente oligárquico de los partidos en la toma de decisiones política, que lastra el juego parlamentario, y un largo etcétera.
Con todo, no son ni tan siquiera estos elementos de continuidad los que más profundamente lastran y confieren una indeseable rigidez a las instituciones democráticas españolas a la hora de enfrentarse a la grave crisis constitucional que hoy atraviesan. Existe, como elemento determinante del “punto ciego” antes señalado un pasado cercano marcado por una de las mayores matanzas de civiles que ha conocido la historia de Europa: la perpetrada a lo largo de la guerra en las retaguardias por las tropas de Franco y las milicias fascistas de la Falange. Estas matanzas han sido ampliamente ilustradas por historiadores como Espinosa o Preston, no dudando este último en hablar de un “Holocausto español”. Ahora bien, el Holocausto español, como el nazi contra los judíos, ha tenido y tiene sus negacionistas, desde quienes niegan sin matices los hechos hasta quienes prefieren que no se hable de ellos para “no reabrir heridas”. Es muy probable que el primer negacionista fuese el propio Franco, que murió en su cargo de Jefe del Estado tras cuarenta años en el poder y se opuso a cualquier tipo de cambio democrático efectivo mientras vivió, para no tener que asumir la responsabilidad de esas matanzas que asentaron su régimen en la “cunetas”. La transición se hizo cuando dos generaciones separaban a la mayoría más joven de la población de aquellos terribles hechos, y después de cuarenta años de silencio, de negacionismo de Estado. La no resolución de la guerra civil en una reconciliación nacional es el resultado de la enormidad del hecho fundador del régimen, un hecho que pertenece a aquellos que, según Kant, hacen imposible el restablecimiento de la paz.
Con todo, la propia transición tuvo que despachar con rapidez esta cuestión, no aclarándola, sino intercambiando el negacionismo de los crímenes franquistas por el negacionismo de los crímenes -mucho menos numerosos pero bien reales- de sectores del bando republicano entre los que se contaba algún protagonista de las negociaciones conducentes a la reforma política. Un frágil pacto de silencio cubrió uno de los mayores dramas del siglo XX. Este pacto, que constituye una reconciliación en falso, se vio reforzado por el surgimiento de un muy oportuno enemigo común de la derecha y la izquierda del nuevo régimen democrático: el terrorismo de ETA. Las acciones de esta organización, que pasaron de tener inicialmente efectos colaterales mortíferos sobre civiles a tomar como blanco a civiles desarmados, permitieron al nuevo régimen dotarse de un enemigo odioso. Un enemigo que, por un lado surgía de una de las nacionalidades históricas y aspiraba a la independencia del País Vasco, lo que lo integraba perfectamente en la “Antiespaña” separatista y por otro, permitía desplazar la cuestión de la violencia política del propio régimen a una fuerza que se identificaba como de extrema izquierda. Mediante un desplazamiento y una condensación del trauma propios del mecanismo del “trabajo del sueño” descrito por Freud, el régimen pudo abandonar a un Otro el triste galardón de ser “el partido del tiro en la nuca”. La joven democracia podía mantener así jurisdicciones y leyes de excepción heredadas de la dictadura o de nuevo cuño en nombre de su legítima lucha contra la brutalidad terrorista. Puede decirse que el régimen -y en particular su ala derecha- ha vivido de los dividendos de legitimidad que le proporcionó ETA hasta fechas muy recientes y aún sigue identificando con ETA a cualquier tipo de disidencia, desde el 15M a la PAH o al independentismo catalán. El alto el fuego definitivo de ETA puso en peligro este mecanismo de legitimación, pero, por un efecto de horror al vacío propio de los mecanismos de legitimación política, el lugar simbólico dejado por ETA no ha tardado en reconstruirse a marchas forzadas y a fuerza de propaganda sobre la base del independentismo catalán. Si se dio un desplazamiento político del trauma al hacerlo pasar de las matanzas franquistas a los crímenes de ETA, hoy se está operando un desplazamiento geográfico del desplazamiento anterior, del País Vasco a Cataluña, trasladándose asimismo el énfasis de la violencia al separatismo.
La particularidad catalana es que ya no es necesaria una violencia efectiva para hacer funcionar el “efecto Antiespaña”, pues la tradición decisionista del poder judicial español permite a jueces políticamente sesgados decidir arbitrariamente qué es la violencia. En esto se ha llegado a máximos de absurdo cuando se califica en autos judiciales de violento al independentismo catalán, no por sus propios actos, sino por los que indujo en el ejecutivo español, quien, según se afirma podría haber causado una “masacre” y se limitó a usar una violencia “moderada” contra los votantes del 1O. Volviendo sobre el punto ciego que tan bien documenta Ignacio Sánchez-Cuenca en su libro, la aparición de la palabra “masacre” en estos autos judiciales es muestra de la latencia en el subsuelo de nuestra democracia de la memoria de otras masacres lejanas. Merecen aplauso las propuestas de solución, sensatas y democráticas, del conflicto catalán que propone el autor, pero estas solo podrán ser operativas cuando se pueda poner fin al mecanismo negacionista de desplazamiento del trauma que opera detrás del conflicto catalán como ya lo hacía detrás del vasco. Este desplazamiento es muy probablemente el que hace que la cuestión nacional y la cuestión del demos en general no puedan ni tan siquiera plantearse en el marco político de la democracia española. Solo un proceso de reconciliación basado en el restablecimiento de la verdad desactivará este mecanismo y permitirá que soluciones sensatas y democráticas al conflicto en curso puedan abrirse paso.