Apocalypse, ¿now?
Copenhague: entre amenazas apocalípticas y ecologismo de mercado
“El objetivo de esta normativa no debería ser eliminar la contaminación por el humo, sino garantizar la cantidad óptima de contaminación por humo, siendo esta la cantidad que maximiza el valor de la producción” (R. Coase, The problem of social cost)
Alrededor de la cumbre de Copenhague sobre el clima se multiplican los mensajes tenebrosos. Según un inesperado coro compuesto por gobiernos, organizaciones internacionales, ONG e incluso representantes de la industria nuclear que han descubierto virtudes “verdes” a su fuente de energía, el mundo se va a acabar o se va a convertir en un auténtico infierno si no se toman con urgencia las medidas necesarias contra el cambio climático. En Bélgica se está distribuyendo a través de la red de tiendas de productos ecológicos una película titulada “Nuestros hijos nos lo reprocharán” que coincide con la campaña ecologista oficial en la que los distintos dirigentes del planeta aparecen tal y como serán dentro de veinte años, canosos y arrugados y abrumados por la culpabilidad de no haber decidido veinte años antes lo que de ellos demandaba el saber ecologista.
El registro fundamental de la campaña es el de la culpabilidad, pero no sólo del sistema y de sus dirigentes, sino de cada uno de nosotros, por una catástrofe anunciada. En el contexto del saber ecologista, todos somos siempre culpables de no haccr lo suficiente, porque lo suficiente es algo relativamente indefinido: ¿se trata acaso de evitar la destrucción del planeta?, ¿de preservar las condiciones que hacen posible la vida humana sobre él?, ¿de mantener la naturaleza en su estado “natural”? A propósito del calentamiento climático se plantean todas estas preguntas, sin preguntarse un solo momento por el valor explicativo de la propia hipótesis del calentamiento climático y acusando, por el contrario, a cualquiera que se oponga a ella de “negacionista”. El uso del término “negacionista” (en inglés “denialist”) evoca otra catástrofe de indudable origen humano: el judeicidio nazi, pues los que primero fueron tachados de “negacionistas” fueron los historiadores que negaron la realidad del exterminio de los judíos de Europa o la existencia del principal instrumento de esta matanza industrial: las cámaras de gas. El término no se maneja así con ninguna inocencia y marca como un tabú absoluto cualquier intento de cuestionamiento de la única opinión autorizada. Quien se oponga al calentamiento planetario es un enemigo de la humanidad.
El calentamiento planetario catastrófico y de origen antrópico es un dogma. Las recientes filtraciones sobre el modo en que se defiende este dogma en el el marco del grupo oficial de sus consevadores, el GIEC (Grupo Internacional de Estudios sobre el Clima) de las Naciones Unidas, son reveladoras. Confiesa un eminente científico de este grupo que las curvas climáticas que nos indican el calentamiento mundial han sido manipuladas para que tengan la elocuente forma de un palo de hockey que muestran en los gráficos, eliminando una decena de años en los que los datos no correspondían a la hipótesis. El problema de las verdades dogmáticas en materia tan compleja es que para mantenerlas, es indispensable maquillar la realidad y silenciar las voces discrepantes, que no son todas de reaccionarios apoyados por la industria del petróleo.
Es impresionante ver cómo en casi todos los medios de comunicación importantes existe un consenso sin fallas entorno a este dogma y no se escucha ninguna voz discrepante. Si la hipótesis del calentamiento catastrófico del planeta fuera una hipótesis científica, no se ve el interés de silenciar a quienes en la comunidad científica no la comparten. Lo que ocurre es que es, en su dimensión pública, una hipótesis política. El calentamiento planetario y las catástrofes que amenaza producir se ha convertido en el gran incentivo para el ingreso de los países desarrollados en un nuevo modelo de acumulación capitalista, un capitalismo verde. Con las amenazas apocalípticas se crea un estado de urgencia permanente que permite al poder capitalista intentar un nuevo despegue tras la crisis. Es la situación tan brillantemente descrita por Naomi Klein en su Doctrina del Shock, con la particularidad de que el “shock” aún no se ha producido. Mediante el miedo y el sentimiento de urgencia, se intenta imponer un modelo de crecimiento con menores emisiones de carbono, mayor recurso a la energía nuclear, energías renovables y formas complejas de gestión financiera de los derechos a contaminar. Todos estos elementos reafirman la hegemonía de los países más ricos, pues son ellos los que tienen la capacidad técnica defendida mediante patentes para desarrollar los elementos fundamentales del nuevo modelo de crecimiento. De ahí el escándalo de los países del Sur en Copenhague cuando supieron que las tecnologías para combatir los efectos de un cambio climático que se anuncia oficialmente como inminente y catastrófico van a seguir estando protegidas por los derechos de propiedad intelectual. Se pretende usurpar en nombre del mercado un conocimiento técnico y científico que es un bien común de la humanidad y que está destinado a proteger otros bienes comunes como el aire o el clima. El capitalismo actual muestra aquí su carácter fundamentalmente parasitario frente a una producción real de riqueza basada en el acceso universal a los bienes comunes (bienes naturales como el aire o el agua o los recursos minerales, bienes intelectuales como la ciencia o la cultura etc.). El capital es ya sólo un obstáculo a la producción y la libre redefinición de la riqueza en términos no mercantiles: su función en la producción es nula y acumula riqueza fundamentalmente mediante la privatización y financiarización de lo común. Cada vez más la reproducción del capital se basa en la renta financiera exterior a la producción y no en el beneficio.
Pero en Copenhague no sólo está el punto de vista económico de los neoliberales. Con lo que nos encontramos es con el reverso del planteamiento de la economía. En la economía actividades humanas fundamentales como la producción, el intercambio o la distribución de riqueza se sitúan del lado de la naturaleza, pues el mercado que las rige es según la hipótesis que funda la economía como disciplina un orden natural autorregulado. Junto a la economía, tenemos ahora la ecología, la cual pretende -al menos en sus variantes conservadoras, ver en la naturaleza una realidad también perfectamente autorregulada. El objetivo de ambos planteamientos es alcanzar puntos de equilibrio “homeostáticos” en sus órdenes de realidad respectivos. Copenhague se ha convertido así en el punto de encuentro entre dos sistemas de regulación de la sociedad y de la naturaleza basados en una misma idea de equilibrio: el sistema d autorregulación natural del ecologismo y el sistema de autorregulación mercantil del neoliberalismo. Sin embargo, sabido es que para que estas “autorregulaciones” sean posibles es necesaria una intervención política considerable. Kyoto representaba ya esta misma convergencia de los naturalismos en la que para “salvar la naturaleza” se retoma el ideal de los fisiócratas de abolir toda política distinta de la por ellos preconizada en nombre del respeto del orden natural y de su forma humana que es el mercado generalizado. Para el ecologismo apolítico, de lo que se trata es de restablecer un equilibrio entre el hombre y su medio ambiente que neutralice los efectos negativos de la actividad humana. Para la economía (neo)liberal, se trata de llegar a un equilibrio entre la oferta y la demanda reguladas ambas por el mercado.
El protocolo de Kyoto que se pretende prorrogar y banalizar en Copenhague -según los primeros borradores de acuerdo filtrados- está centrado en dos pilares: la reducción de emisiones de una serie de gases que supuestamente inciden en el efecto invernadero y el reparto y libre comercio de los derechos de emisión. Según Kyoto -y, probablemente también Copenhague- los países que menos contaminan tienen derecho a vender a los que más contaminan parte de sus cuotas de emisiones. Esta singular fórmula para la reducción de emisiones sólo se aprecia en todo su valor si se tiene en cuenta el marco teórico en el que se hace formulable, que no es sino la teoría de los costes de transacción de Ronald Coase y del reciente premio Nobel Williamson. Esta teoría cubre el conjunto de la economía y, en realidad, como el propio concepto de transacción que maneja, abarca la casi totalidad de la actividad humana que implique a dos o más individuos, convirtiéndose en clave explicativa del conjunto de la vida social. Lo que nos dice esta teoría es que en toda actividad de producción y venta de mercancías existen unos costes que el cálculo económico clásico no tuvo en cuenta, pero que resultan en la práctica fundamentales, los denominados costes de transacción. Estos costes se originan en el contacto con otros agentes económicos, contacto éste que se realiza en la realidad con menos fluidez y muchas más fuerzas de fricción que lo que pretendería la economia clásica, pues no existen mercados perfectos sin distancias geográficas, diferencias culturales, obstáculos legales y administrativos etc. Costes de este tipo son los que genera por ejemplo la selección de ofertas para entrantes del proceso productivo o la selección de mercados para la comercialización de los productos. Estos costes pueden ser tales que a veces sea interesante para una empresa internalizar determinados procesos para los que antes acudía al mercado: la empresa como tal no es sino el lugar de dimensiones variables en que se operan las distintas internalizaciones o desde el que se operan las externalizaciones.
El cálculo de estos costes no se para naturalmente en la economía legal y abarca, entre otras cosas, a la actividad delictiva. Así, afirmará el premio Nobel Gary Becker que se inspira en particular en los trabajso de Coase que “la “delincuencia” es una actividad o sector industrial económicamente importante por mucho que los economistas la hayan ignorado.” Un delincuente racional imbuido de teoría neofuncionalista efectúa un cálculo de los riesgos policiales, judiciales y penales de su acto, del mismo modo que una empresa puede evaluar los riesgos de un fraude fiscal de mayor o menor dimensión o de otras ilegalidades. Uno de los ejemplos concretos que da Coase de este tipo de cálculos considera que los efectos dañinos de una actividad económica pueden corregirse o compensarse mejor mediante acuerdos de compensación del coste del daño con el tercero dañado que mediante sanciones penales o adminstrativas impuestas por las autoridades públicas. Los efectos dañinos son siempre según Coase relativos y pueden incluso, si se consideran sus consecuencias económicas globales, resultar marginalmente más positivos que negativos. Así, acerca de la normativa legal en materia de contaminación atmosférica, afirmará el propio Coase:
“El objetivo de esta normativa no debería ser eliminar la contaminación por el humo, sino garantizar la cantidad óptima de contaminación por humo, siendo esta la cantidad que maximiza el valor de la producción” (R. Coase, The problem of social cost)
Y el ya citado premio Nobel Gary Becker afirmará en su famoso artículo Crime and Punishment: an Economic Approach (Journal of Political Economy, March-April, (78): 169-217.1968) lo siguiente:“El principal objetivo del presente ensayo es reponder a las versiones normativas de estas cuestiones, a saber, ¿cuántos recursos y cuántas sanciones hay que utlizar para aplicar distintos tipos de legislación? O, de manera equivalente, aunque ello produzca algo más de extrañeza, ¿Cuántos delitos deberían permitirse y cuántos delincuentes deberían quedar impunes?”
Frente a la lógica de la ley que pretende eliminar el delito, Becker y los demás neoliberales lo que pretenden es establecer un planteamiento que normalice la actividad delictiva viéndola como una práctica económica con riesgos específicos. Así, según Becker en el mismo artículo:
“El planteamiento que aquí seguimos sigue el análisis habitual de los economistas basado en la elección (choice) y parte del principio de que una persona comete un delito si la utilidad que espera obtener supera la que podría lograr dedicando su tiempo y demás recursos a otras actividades. Algunas personas, según Becker, se hacen “delincuentes” no por que su motivación básica difiera de la de las demás personas, sino porque difieren los costes y los beneficios.”.
Lo interesante de este planteamiento es que nos muestra a todas luces cómo entre capitalismo legal e ilegal la frontera prácticamente no existe. No cabe sorprenderse de que, cuando este planteamiento se quiere aplicar a la reducción generalizada de emisiones sustituyendo las medidas políticas y administrativas por mecanismos de mercado, obtengamos el mismo resultado que en la sociedad en general: un óptimo compatible con el crecimiento económico, un óptimo de contaminación, un óptimo de emisiones, pero en ningún caso una reducción significativa. El mecanismo de mercado mediante el que se pretende obtener la reducción y que sustituye a las prohibiciones y sanciones administrativas es el contemplado en el artículo 17 del Protocolo de Kioto:
“Artículo 17
La Conferencia de las Partes determinará los principios, modalidades, normas y directrices pertinentes, en particular para la verificación, la presentación de informes y la rendición de cuentas en relación con el comercio de los derechos de emisión. Las Partes incluidas en el anexo B podrán participar en operaciones de comercio de los derechos de emisión a los efectos de cumplir sus compromisos dimanantes del artículo 3. Toda operación de este tipo será suplementaria a las medidas nacionales que se adopten para cumplir los compromisos cuantificados de limitación y reducción de las emisiones dimanantes de ese artículo.”
El comercio de derechos de emisión se basa en el el principio “cap and trade”, esto es “limita y comercia” que permite a todo país que logre situarse por debajo de las cuotas de emisiones que le correspondan vender a otros países el derecho a contaminar que no haya utilizado. Este sistema ha sido fuertemente criticado precisamente por uno de los científicos que más han hecho por promover la hipótesis del calentamiento planetario. En un artículo reciente del New York Times (7.12.2009) llegaba Hansen a propósito del comercio de emisiones a las siguientes conclusiones basadas en la experiencia norteamericana del “cap and trade”:
“Dado que la limitación y el comercio (cap and trade) se aplica mediante la compraventa de permisos, en la práctica perpetúa la contaminación que pretende eliminar. Si las emisiones de cada contaminador caen por debajo de un límite que se rebaja cada vez más, el precio de los créditos de contaminación tendería a hundirse desapareciendo así la motivación para seguir reduciendo la contaminación.” Y, prosigue el propio Hansen algo más adelante:
“Si esto no fuese ya bastante, Wall Street está dispuesta a hacer miles de millones de dólares en la parte “comercial” del “cap and trade (limitación y comercio). El mercado de compraventa de autorizaciones de emisiones de carbono parece que va a ser regulado de manera laxista, abriéndose a los especuladores e incluyendo derivados. Todos los beneficios de este sistema de comercio con la contaminación se extraerían al público mediante un incremento de los precios de la energía.”
Después de la burbuja inmobiliaria, perparémonos pues a la burbuja del carbono, todo ello dentro de un sistema que apenas conseguirá reducir las emisiones nocivas y aún menos el calemntamiento del planeta. Menos mal que el lugar de honor dejado por los liberales a los ecologistas de mercado que apoyan inquebrantablemente en Copenhague la hipótesis del calentamiento planetario nos permite sospechar que esta hipótesis es sólo una hipótesis. Con todo, aunque el capitalismo no vaya, todavía, a originar un apocalipsis, es necesario por otros motivos combatir seriamente la contaminación y no sólo la asociada con el “efecto invernadero” y, en particular, la originada por la industria nuclear que está hoy intentando crearse una nueva virginidad después de Three Mile Islands o Chernobil. El anuncio de la catástrofe climática, si bien constituye un intento de unir a la “humanidad” en torno a un nuevo ciclo de crecimiento capitalista presentado como una necesidad natural, también puede servir para recordar la necesidad de reafirmar el carácter común de bienes como la tierra, el aire, el agua, la ciencia, los recursos vivos y los recursos minerales, sacando las consecuencias que se imponen desde el punto de vista de la organización de nuestras sociedades. Así, poco importa que el calentamiento global sea verdad o mentira, de su realidad o de su mentira es responsable el capitalismo.
2 comentarios:
Coincidimos en la referencia kleiniana del "Shock" neoliberal. Pero me gustaría matizar una cosa. Antes de la proliferación de los "ecologistas de mercado" ya hubo movimientos ecologistas, también rojiverdes, que denunciaron en su día la herencia industrial y el desarrollismo, con la degradación acelerada del medio ambiente y, en particular, el llamado "efecto invernadero". Que los capitalistas quieran ahora hacer de la necesidad virtud e imponer -de manera dogmática, como señalas- una determinada Verdad -no tan "incómoda", se ve-, para justificar nuevas políticas de expropiación y explotación, no significa que en el estado actual de conocimientos -siempre revisables- no podamos constatar importantes mutaciones antropogénicas en la biosfera e interpretarlas políticamente. Es lo que señalo en mi blog en cuanto a la alternativa capitalismo/clima. No es sólo el clima: es la degradación de los océanos, la pérdida de biodiversidad, la negación de posibilidades de "buena vida". La narración ecológica debe integrarse, efectivamente, en una crítica del capitalismo actual, si no quiere caer en ese discurso apocalíptico que rechazamos. Pero también en la construcción progresiva de una sociedad postcapitalista. Un abrazo, felices fiestas y feliz año.
Me parece especialmente acertado Samuel cuando se refiere al modo en que el poder (capitalista) niega las posibilidades de "buena vida".
Pienso que debería ser posible para la "buena gente" establecer una lista de lo que ayuda a la "buena vida" y pienso además, optimista que soy, que la mayoría de la gente coincidiría en buena parte de esa lista.
Por ejemplo: la BMW preguntaba en una de sus campañas: ¿te gusta conducir?...Yo siempre contestaba: ¡¡nooo!!. Conduzco todos los días: si me dijeran que a partir de mañana no volvería a conducir en toda mi vida, puedo asegurar que no lo iba a echar de menos...Los días en que no conduzco son un lujo. Mi buena vida sin embargo pasa por pasear cada día (recomiendo el libro "Pasear" de H.D. Thoreau).
Otro ejemplo: hay bebidas de multinacionales, empezando por Coca Cola, pero la clave es que se proporcione suficiente agua potable a las poblaciones. Si tengo acceso a la Coca Cola pero no sale una gota de agua del grifo o directamente no hay grifo en mi casa...
Otro más: la buena vida tiene que ser saludable. Una medicina liberada del "secuestro y extorsión" al que le somete el poder capitalista puede ayudar a la gente (recomiendo el libro "Un hombre afortunado" de John Berger).
Como siempre gracias a Juan Nadie por su lucidez y que nos deje compartirla.
Un cordial saludo
CCM
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