"Sólo ahora podemos apreciar toda la justeza de la observación de Engels, cuando se burlaba implacablemente de la absurda asociación de las palabras "libertad" y Estado". Mientras existe el Estado, no existe libertad. Cuando haya libertad, no habrá Estado" Lenin, El Estado y la revolución.
Comunismo o Estado: una disyunción muy exclusiva
(Juan Domingo Sánchez Estop, intervención en el Congreso « ¿Qué es comunismo? », Madrid, Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, martes 29 de noviembre de 2011)
La presente comunicación tiene su punto de arranque en una de las tesis centrales de un libro sorprendente, el de Domenico Losurdo sobre Stalin. Ese intento tan brillante como tramposo de rehabilitación del tirano soviético parte de un presupuesto : Stalin habría salvado la revolución frente a sus enemigos internos y externos de la única manera posible, renunciando a los viejos sueños de un comunismo sin Estado y asumiendo la necesidad de crear una gran potencia que funcionase « como las demás », es decir con la falta absoluta de escrúpulos de las grandes potencias imperialistas. El Estado se presenta para Losurdo como algo más que un mero baluarte, como un elemento fundamental de un comunismo no utópico que asume, por fin, el principio de realidad. Sostiene así Losurdo que « Durante más tiempo que los demás, Stalin gobernó el país surgido de la revolución de octubre y, precisamente a partir de la experiencia de gobierno, se dió cuenta de la vacuidad de la espera mesiánica de una extinción del Estado, de las naciones, de la religión, del mercado, del dinero, y experimentó además el efecto paralizante de una visión de lo universal que tendía a considerar como una contaminación la atención prestada a las necesidades y a los intereses de un Estado, de una nación, de una familia, de un individuo. » Para Losurdo, el que Stalin considerara el socialismo, no como una transición hacia una sociedad sin clases y sin Estado, sino como una etapa del desarrollo histórico con características propias, no constituye un abandono del proyecto comunista, sino su única forma posible de realización. Este planteamiento explica así el conjunto de los actos de brutalidad y terror de Stalin como medios para el logro de una sociedad no capitalista en las condiciones de la historia real. Sin embargo, retrospectivamente, esta justificación resulta difícil de mantener, pues el stalinismo no sólo desvirtuó los objetivos iniciales de la revolución, sino que fracasó en su intento de constituir una sociedad no capitalista : si alguna vez se fue del todo, el capitalismo desde luego ha retornado a Rusia, a pesar de los brutales medios empleados o tal vez por los brutales medios empleados...
En otro ámbito, el socialdemócrata, la necesidad perenne del Estado como exigencia de la razón práctica, pero también como límite para la acción del mercado, fue asumida desde hace mucho tiempo, pero el resultado fue sustancialmente el mismo : el retorno a la defensa del capitalismo, incluso en sus formas más extremas. Todo esto no impide que algunos pensadores de la izquierda que se denominan comunistas defiendan la necesidad del Estado o, más concretamente, del Estado de derecho, como una imperativo racional e incondicionado y reivindiquen para la tradición comunista las ideas del Estado, del derecho y del Estado de derecho como parte de un supuesto patrimonio irrenunciable que no debe dejarse exclusivamente en manos de la burguesía. Parece, pues, bastante difícil deshacerse del Estado, incluso pensar la sociedad sin Estado. Cuando esto se intenta, se suele ser objeto de dos críticas, en principio contradictorias : la primera supone que prescindir del Estado es carecer de realismo y condenar todo proyecto transformador al fracaso ; la segunda, que prescindir del Estado y del orden jurídico que este entraña es condenarse a recaer en el totalitarismo al prescindir de las garantías jurídicas en que se asientan las libertades individuales. Unos consideran la sociedad sin Estado como una bella utopía moral, demasiado bella para ser real ; otros ven en ella una pesadilla totalitaria debido a la indecencia fundamental de su presupuesto. Por un lado, tenemos a Stalin y por el otro a los nuevos filósofos y demás ideólogos del antitotalitarismo. Ambos extremos, llegan a la misma conclusión : fuera del Estado no hay salvación, aunque al cabo de la defensa del Estado siempre nos volvamos a encontrar -no casualmente- con el capitalismo. Intentaremos ver en primer lugar por qué la idea de Estado nos parece tan necesaria, tan evidente, mostraremos después cuáles son las consecuencias políticas de esa evidencia y, por último exploraremos la posibilidad y la necesidad de un comunismo sin Estado (valga la redundancia). Nos apoyaremos para ello en la obra de Marx, pero también en el conjunto de la tradición del materialismo político en que esta se inscribe.
I.
Pensamos la organización política de la sociedad desde la era moderna en torno a dos conceptos fundamentales y articulados entre sí : soberanía y representación. Estos dos conceptos, a pesar de otras importantes diferencias entre ambos sistemas políticos de la modernidad son comunes al absolutismo y al liberalismo. Tanto Bodin como Hobbes, Locke como Rousseau, coinciden en la articulación soberanía-representación como clave de la política moderna. Lo que soberanía y representación articulan es la separación o la trascendencia del poder que rige una sociedad. El Estado, es en efecto, siempre una instancia de gobierno y organización separada respecto de la sociedad civil, y soberanía y representación son los operadores jurídico-políticos de esta separación. L mencionada separación se ha solido interpretar en la teoría política y en el derecho a partir de una oposición entre lo universal y lo particular : la sociedad civil sería la esfera del interés particular de los distintos individuos, mientras que el Estado sería la esfera universal donde se expresa un interés general. En los términos de la Filosofía del Derecho de Hegel (párrafo 260): « El Estado es la realidad en acto de la libertad concreta; y la libertad concreta consiste en que la individualidad personal y sus intereses particulares reciban su pleno desarrollo y el reconocimiento de sus derechos para sí [...] al tiempo que por ellos mismos se integran en el interés general. ».
En cualquier caso, los dos términos separados, sociedad civil y Estado son relativos : sólo existe Estado porque existe sociedad civil y sólo puede existir una sociedad civil cuando hay un Estado diferenciado de ella. Esto obedece a dos razones, una histórica, relacionada con el desarrollo histórico de la soberanía en el paso del Estado absolutista al liberalismo y otra jurídico-política que tiene que ver con la justificación de la obediencia al soberano. Desde el punto de vista histórico, la separación entre sociedad civil y Estado responde a la incapacidad del Estado absolutista de gobernar una sociedad compleja con un comercio desarrollado y una industrialización incipiente mediante los instrumentos clásicos de la soberanía : la ley y la administración directa. Fue necesario al soberano en la Europa del siglo XVIII reconocer o más bien suponer la existencia de una esfera autorregulada de las necesidades, los deseos y las ambiciones materiales, lo que se denominaría la esfera económica o, en un sentido más amplio, la esfera de la sociedad civil. Ese reconocimiento supone una autolimitación del ámbito de actuación del soberano, en nombre de la naturalidad de los procesos económicos y de las dinámicas internas a la sociedad civil. El soberano moderno es aquél que posee un saber sobre la naturalidad de los procesos sociales, aquél que complementa el despotismo de la ley con lo que llamará el fisiócrata Quesnay « el despotismo de la evidencia ». A diferencia de otras sociedades en las cuales la dominación política y la explotación material coinciden, el capitalismo, presentando como evidencia natural el intercambio entre iguales en el mercado, y basando el poder en la representación, logra disimular tanto la dominación como la explotación. Comos sostiene Ellen Meksins Wood « en ausencia de una fuerza coactiva directa ejercida por el capital sobre el trabajo, no resulta inmediatamente obvio qué es lo que obliga al trabajador a entregar su sobretrabajo. La coacción puramente económica que impulsa al trabajador a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario es muy distinta de los poderes políticos o militares directos que permitían a los señores o a los Estados en las sociedades no capitalistas extraer renta, impuestos o tributos de los productores directos. » Que esta coacción sea muy distinta no significa que no exista ni obviamente que el capitalismo no conozca las clases ni la explotación.
Por otra parte, desde un punto de vista jurídico-político, la evidencia de la distinción entre Estado y sociedad civil se basa en un muy peculiar relato de los orígenes, no libre de tautologías. La relación entre la sociedad civil y el Estado es, conforme a este relato, una relación de unificación y sumisión de la segunda por el primero. Mediante esta peculiar relación la multitud de la población es reunida formalmente como pueblo al dotarse de un poder supremo único (un soberano). Esta unificación se basa en la representación, pues el soberano unifica al pueblo en tanto que es el representante de la voluntad de sus miembros. Podemos así anticipar que soberanía y representación serán los medios que permitan a la vez que exista dominación y explotación en una sociedad de individuos iguales y aislados.
La representación constituye, según los clásicos de la teoría política moderna como Bodin o Hobbes, a la vez al soberano y al pueblo. Gracias a la alienación por parte de los distintos individuos de sus derechos en favor del soberano, éste adquiere su estatuto de poder supremo, de poder que supera o trasciende todas las demás potencias individuales. El soberano actúa así en nombre del pueblo, y, cuando actúa, es el pueblo mismo quien actúa. Por eso, la soberanía moderna es presencia de una ausencia, pues el pueblo actúa, a través del soberano, en cuanto las individualidades que lo integran han cedido su derecho, cuando los individuos que lo componen han dejado de actuar.
El acto de separación respecto de la sociedad civil que constituye al soberano como tal, responde, a una peculiar ontología social que sirve de base al mito filosófico-jurídico del contrato social. Hobbes piensa, al igual que los demás teóricos del contrato social, que antes de la organización política de la sociedad, los hombres vivían en el estado de naturaleza, caracterizado por una permanente lucha por la seguridad que los enfrentaba constantemente unos con otros. Matar y ser matado, en ese estado de naturaleza, era fácil y ninguna fuerza parcial de un individuo o de un grupo podía garantizar una seguridad estable. Para obtener la paz y la seguridad, los individuos de la multitud inicial pactaron así, por un cálculo racional, ceder a un soberano constituido por el propio pacto todos sus derechos -y entre ellos el derecho a hacerse la guerra y a destruirse entre sí- y obedecer lo que este ordenara. La ley común que unifica al pueblo no es así otra cosa que la voluntad del soberano, que, a su vez es la voluntad del propio pueblo. Un contrato constituye de este modo, para Hobbes, al igual que, más tarde para Rousseau el comienzo del orden político y jurídico. No deja de ser paradójico, sin embargo que un acto jurídico como es, por excelencia, el contrato represente el origen del derecho. Tal es el desfase (décalage) que Louis Althusser, en su libro sobre Rousseau, detecta en la fundamentación moderna del derecho y que hace que el derecho siempre anteceda al derecho.
A pesar de esta tautología, o tal vez merced a ella, la ficción jurídica que sirve de base al orden político y al derecho, resulta bastante convincente, no porque la fábula sea creíble, sino porque describe como un origen la condición misma del individuo en una sociedad de mercado. El Estado de naturaleza no es sino un artificio retórico que permite legitimar, naturalizándolo, un determinado orden social que luego el pacto superará y consagrará a la vez. Como recuerda Hobbes, en la vida cotidiana experimentamos de la manera más habitual el temor de vernos desprotegidos ante nuestros congéneres: « A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a si mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? ». A quien dude del fundamento del temor, Hobbes responde con una argumentación ad hominem. Es como si la diacronía mítica del relato hobbesiano se convirtiese en estructura permanente en la cual el temor justifica la existencia del poder y el poder se justifica como baluarte ante la inseguridad. En las sociedades que viven bajo la forma Estado, el temor a que la sociedad se desintegre y se vuelva a la primitiva guerra de todos contra todos, es la realidad cotidiana sobre la cual de despliegan las estrategias de legitimación del Estado.
II.
Ahora bien, el fundamento de este temor no es un justificado pesimismo antropológico de carácter universal que me hace recelar de las intenciones de mis congéneres como el que defienden Carl Schmitt y toda la tradición teológico-política conservadora. El temor no obedece sino a una característica estructural del propio sistema basado en la delegación y la representación soberana, una característica que podemos llamar performativa. Este sistema se basa, efectivamente en la necesidad de unificar y organizar bajo un mando único con fines pacificadores a una multitud desordenada, atomizada y temerosa de perder en cualquier momento su propiedad. El objeto de la actuación unificadora del Estado no son simplemente los hombres, sino el conjunto de los homines oeconomici, los hombres libres, iguales y propietarios de la economía política. Sin embargo, esta multitud disgregada, digan lo que digan las fábulas políticas en que se sustentan tanto la economía política como la teoría moderna del Estado no existe como tal en ninguna sociedad histórica que no sea la propia sociedad capitalista políticamente organizada en torno al Estado moderno. Ninguna otra civilización se ha basado en la existencia de una multitud de individuos libres y propietarios cuyo vínculo social fundamental sea la relación mercantil.
En realidad, el mito del origen supuestamente ahistórico o pre-histórico del Estado en un pacto social que supera el estado de naturaleza sólo tiene sentido en una sociead que está ya estructurada en torno al binomio mercado-Estado. Sólo una sociedad atomizada de individuos propietarios puede, efectivamente, concebir su unificación como sumisión a un mando trascendente que actúa en su nombre. Todas las demás sociedades ven su unidad como efecto de la existencia real de una comunidad, tal vez diferenciada en clases o estamentos, pero no dispersada en una multitud de individuos. Las sociedades no capitalistas no necesitan unificarse a través de la representación pues están siempre ya unificadas. Representación y soberanía son el otro lado del egoismo del mercado y resultan inseparables de él. El jurista italiano Giuseppe Duso explica así que « No sólo puede decirse que el interés personal a causa del cual cada uno se aisla, ocupándose de sí mismo, no es peligroso para el interés común[...] sino más radicalmente cabe reconocer que interés común e interés individual son dos lados de la misma construcción, en cuanto el interés común no es otra cosa en este contexto, que la defensa del espacio privado que permite a cada uno perseguir su propio interés y lo que entiende como su bien propio. » Por este mismo motivo, el abate Siéyès, uno de los padres del constitucionalismo francés sostenía que sólo son representables el interés común y el individual, entendiéndose aquí por interés común el de todos los individuos aislados.
III.
Ocurre con la idea de Estado lo mismo que ya denunciara Marx en el conjunto de los conceptos de la economía política, esto es que se presenta como una idea ahistórica, comparable a las ideas de los economistas « que cancelan todas las diferencias históricas y ven en todas las formas de sociedad la sociedad burguesa ». Y, sin embargo, tanto el significante « Estado » como el conjunto de funciones, discursos y aparatos con los que se vincula tienen una existencia histórica que depende de condiciones determinadas. No es así de extrañar que, en el programa de trabajo del Opus magnum de Marx, esa crítica de la economía política que debería arrojar las claves de la política y de la filosofía y cuyo primer peldaño es El Capital, el Estado figurase en un lugar avanzado del proyecto. Así, en la carta de 22 de febrero de 1857 a Lassalle, Marx detallará del siguiente modo su programa de trabajo en 6 libros : « 1)del capital, 2) de la propiedad de la tierra, 3) del trabajo asalariado, 4) del Estado, 5) comercio internacional, 6) mercado mundial ». El Estado se presenta, no como esa evidencia de la representación y de la soberanía que unifican a la multitud, sino como una realidad sobredeterminada. El Estado, para Marx, no es una esencia eterna que se despliega a través del proceso histórico, sino una realidad dependiente de unas condiciones materiales de existencia muy concretas ; unas condiciones materiales de existencia que, por lo demás, no se explican por la « economía », sino que explican también la existencia de la propia economía como esfera autónoma. Tal vez una de las más tremendas confusiones que se han dado a propósito del marxismo sea la interpretación de su crítica de la economía política como la afirmación de un determinismo económico, cuando precisamente el objetivo claro y explícito de Marx es mostrar que este determinismo, harto presente en la « economía política », es una interpretación mistificada y mistificadora que ignora el carácter sobredeterminado de la propia producción material. Tanto la economía como el Estado son realidades inscritas en la historia y sometidas a condiciones de existencia -y de inexistencia- concretas y determinadas: « todas las épocas de la producción -sostiene Marx en la introducción de 1857 a propósito de la economía política- tienen ciertas características en común. La producción en general es una abstracción, pero una abstracción con sentido, en la medida en que subraya realmente lo común, lo fija y nos evita, en consecuencia, la repetición. Sin embargo, este elemento común obtenido y aislado mediante la comparación es algo a su vez múltiplemente articulado que se dispersa en diferentes determinaciones. Algunas de ellas pertenecen a todas las épocas, otras son comunes sólo a algunas. ». Como a toda realidad según el materialismo, al Estado y a las demás categorías de la economía política se les aplica la única ley del ser, la ley de la sobredeterminación que determina la existencia -o la inexistencia- y la capacidad de producir efectos de toda cosa.
Dentro del proyecto general de la obra de Marx, la crítica de la economía política es esencial, pero su objetivo no es en modo alguno sentar las bases de una nueva economía, sino mostrar la imposibilidad de una economía. El conjunto presuntamente autorregulado de relaciones entre los distintos agentes del mercado no sólo no es una realidad natural, sino que es el resultado de una intervención política activa por la cual el trabajador queda separado de sus medios de producción, pero también de sus vínculos sociales de cooperación. Esto es algo que Marx expone claramente en el capítulo del libro I del Capital dedicado a « La denominada acumulación originaria de capital » resaltando el doble sentido de la libertad del trabajador: libre del vínculo feudal y comunitario, pero libre también de sus medios de producción. El capital, en la esfera productiva y el Estado en el conjunto de la esfera social restablecen la unidad de los individuos atomizados bajo un mando único, pero la restablecen al mismo tiempo que reproducen la atomización del conjunto de individuos propietarios, al perpetuar a la vez la expropiación de los trabajadores y la apropiación privada de los medios de producción y, en particular, de los comunes productivos.
La crítica del Estado, que en un principio emprendió Marx a partir de una teoría humanista de la alienación inspirada por Feuerbach, adquiere en los Grundrisse y en el Capital una base material. No disponemos del libro de Marx sobre el Estado, pues nunca llegó a escribirlo, pero, como hemos indicado, su inscripción dentro del proyecto general de la crítica de la economía política nos muestra claramente que esa crítica tiene otro punto de partida y otro fundamento y que es inseparable de una crítica general de la economía y de sus presupuestos. Marx será, así, el más eficaz antagonista de la problemática de Hobbes al mostrar que la base de toda representación y de toda soberanía moderna no es otra que la insociable socialidad propia de las relaciones mercantiles generalizadas y que, inversamente, la expropiación de los trabajadores y la disolución del tejido social en una multitud de individuos aislados es el resultado de una intervención política reproducida permanentemente por la dinámica del capital y por el Estado.
Más allá de su expresión jurídica, el Estado es el conjunto de aparatos que generan y reproducen la atomización de la sociedad así como la ilusión necesaria que permite pensar como una comunidad jurídica, una sociedad atomizada basada en el individualismo propietario, esto es en la ocultación, represión y permanente liquidación de sus fundamentos comunes. No hay así Estado propiamente dicho sin sociedad civil y mercado, pero, inversamente, tampoco hay mercado sin una estructura política que reproduzca sus condiciones políticas y jurídicas de existencia. Esta correlación del mercado y del Estado moderno se ha visto ilustrada en la historia contemporánea. Existen casos en que un mercado ha determinado la existencia de un nuevo Estado, pero también otros en que un Estado determina la necesidad de un resurgir del mercado. Michel Foucault mostró cómo la reconstitución tras la segunda guerra mundial del Estado alemán el la zona occidental, al no poder tomar como base ni la historia, ni la geografía, ni el origen étnico, se realizó a partir del consenso económico básico en torno a la economía liberal y al mercado. « En la Alemania contemporánea -sostendrá Foucault-, la economía, el desarrollo económico, el crecimiento económico producen sobernía, producen soberanía política por medio de la institución y el juego institucional que hace precisamente funcionar esta economía. La economía produce legitimidad para el Estado que es su garante ». Inversamente, en el caso de la URSS, podemos observar cómo el mantenimiento y el reforzamiento del Estado y de sus aparatos acabó restableciendo el otro polo del dispositivo liberal de dominación, la economía de mercado. Por ello mismo es ilusorio, cuando se trata de combatir los abusos, la tiranía del mercado, fiarse del Estado más allá de cierto punto. La historia de la izquierda es en gran medida la historia de su encierro en el interior del modo de dominación liberal.
Marx apunta hacia otra concepción moderna de la política, al margen de las categorías de la soberanía y del Estado, una política de la inmanencia centrada en las dinámicas de lo que Spinoza denomina la multitud, en un sentido radicalmente distinto del de Hobbes y la tradición. Para Spinoza, « multitud » es un término positivo que designa la multiplicidad radicalmente irrepresentable de singularidades que componen una sociedad. La introducción de la lógica de la multitud modificará enteramente la problemática del poder. El poder para la tradición en que Marx se sitúa deja de ser una sustancia, una cosa que puede, por ejemplo « tomarse » y pasa a ser una relación. Esto significa que todo poder, según la concepción de Maquiavelo, Spinoza o Marx supone una resistencia, no es concebible sin esa resistencia, pues la soberanía no es nunca sino el resultado temporal de una determinada correlación de fuerzas en el seno de la multitud. La soberanía no es pues algo exterior a las propias correlaciones de fuerza internas a la multitud. Desde la perspectiva de la multitud, no hay un « afuera », no existe ningún lugar exterior desde el que sea posible « unificarla ». Todo ello supone una diferencia radical a la hora de explicar el fundamento de la comunidad política. Si para la teoría clásica este era un determinado estado de naturaleza que deberá ser trascendido por el contrato social, para el pensamiento político del materialismo moderno, el fundamento de la unidad política de la sociedad es lo común. Para el Marx de los Grundrisse : « la época que engendra este punto de vista, el del individuo aislado, es precisamente la época de las relaciones sociales más desarrolladas hasta el momento (y desde este punto de vista, generales). El ser humano es, en el sentido más literal del término, un zoon politikon, animal político, no sólo un animal social, sino un animal que sólo se puede aislar en sociedad. » Incluso la producción del individuo aislado es el resultado de una relación social específica y no el dato natural que siempre intentaron pensar tanto la economía política como la filosofía del derecho. El individuo aislado es así, miembro de una comunidad paradójica caracterizada por el hecho de que sus relaciones de producción no se basan en la cooperación abierta y directa, sino en la mediación del valor y del dinero. Lo característico de esta extraña forma de comunidad que es, a pesar suyo, el propio capitalismo, es el carácter mediado, no inmediato de sus relaciones sociales. « El cambio general de actividades y productos se convierte en condición de vida para cada individuo ; su conexión mutua se les presenta como algo extraño, independiente de ellos, como una cosa. En el valor de cambio, la relación social entre las personas se transforma en una relación social entre cosas ; la capacidad personal se transforma en la capacidad de las cosas ». El fetichismo generalizado, propio de los libres-iguales-propietarios informa el conjunto de las relaciones sociales en una sociedad que genera el aislamiento de sus miembros como condición de su modo específico de producción. En una sociedad así, los individuos colaboran o se enfrentan entre sí como propietarios de una determinada cantidad de valor en forma de dinero o de mercancía. El individuo lleva en las elocuentes palabras de Marx « tanto su poder social como su conexión con los demás en su bolsillo. »
Se ha solido ver en las mitologías sociales del individuo propietario aislado un modo de ocultación de la división de la sociedad capitalista en clases y de las correspondientes relaciones de explotación. Lo que, sin embargo, se ha pasado más frecuentemente por alto es que estos mismos mitos « performativos » sirven también para ocultar la existencia incluso dentro del capitalismo de la comunidad y de la cooperación social. El capitalismo sigue siendo según Marx una forma determinada de comunidad. Es ciertamente una comunidad que no se ve como tal , pues tiene que presentar sus relaciones sociales como relaciones de intercambio mercantil, como relaciones entre cosas, pero que, aún así no pierde su esencia. El propio individuo aislado y propietario no deja de ser una abstracción cuya única realidad es, como afirma la tesis 6a sobre Feuerbach, « el conjunto -das ensemble- de sus relaciones sociales » Del mismo modo que, cuando trata en los Grundrisse de las formaciones sociales que preceden al capitalismo, Marx considera que la comunidad sometida a un déspota que acapara toda la riqueza social en nombre de la comunidad no deja de ser una forma de comunidad. Efectivamente, son las relaciones sociales internas a la comunidad y no otra cosa lo que da al déspota el control de toda la riqueza. También en el otro caso extremo, en la sociedad de los individuos aislados cuyo nexo es la relación mercantil garantizada y reproducida por el Estado nos encontramos con una forma de comunidad, aunque esta sea una comunidad sui generis.
Al referirse Marx al fundamento en lo común de todas las relaciones sociales, incluidas las que se presentan a sí mismas como directamente opuestas a las comunitarias, recurre a menudo al ejemplo del lenguaje. El lenguaje es, en efecto, la primera cosa común del animal que habla : « Por lo que se refiere al individuo, está, por ejemplo, claro que él mismo sólo se relaciona con la lengua como con su lengua propia en cuanto miembro natural de una comunidad humana. La lengua como producto de un individuo es un absurdo. Pero también lo es la propiedad. La misma lengua es también el producto de una comunidad, así como también es desde otro punto de vista la existencia de la comunidad, y la existencia parlante de la misma. » Tanto la propiedad individual como la lengua propia se refieren a lo común : no constituyen una característica propia, un atributo del individuo que expresa su esencia como sustancia, sino una relación social interna a una comunidad. « La producción del individuo aislado al margen de la sociedad [...] es algo tan absurdo como el desarrollo del lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí ».
Incluso bajo la forma más extrema de aparente disolución del vínculo comunitario, la que encontramos en la moderna sociedad capitalista, los comunes lingüísticos, a los que podrían añadirse los cognitivos, los afectivos, etc., sirven de fundamento a la cooperación de los individuos y son a la vez el resultado de esa misma cooperación. La unidad de la sociedad, que, según la teoría política clásica sólo podía ser obra del Estado, aparece aquí como un presupuesto de toda actividad social. En cierto modo, un comunismo de los comunes está ya siempre presente en todas las sociedades humanas, incluida la sociedad capitalista. Para Marx, la crítica de la sociedad capitalista es por ello, indisociablemente, el descubrimiento de los elementos de comunismo que subyacen al capitalismo y a toda sociedad humana. « Pero dentro de la sociedad burguesa, que descansa sobre el valor de cambio, -dirá Marx en el capítulo sobre el dinero de los Grundrisse- aparecen relaciones de producción y de tráfico que son otras tantas minas para hacerla saltar en pedazos. (Una cantidad de formas antitéticas de la unidad social, cuyo carácter antitético, sin embargo, nunca podrá ser hecho saltar en pedazos mediante una metamorfosis pacífica. Por otra parte, si no encontramos de forma encubierta en esta sociedad, tal como es, las condiciones de producción materiales y las correspondientes relaciones de tráfico (Verkehr) de una sociedad sin clases, todos los intentos de hacerla saltar en pedazos serían donquijoterías.) »
Es por lo tanto en el interior de la sociedad capitalista donde tenemos que encontrar las nuevas relaciones de producción. Estas relaciones no son relaciones de propiedad sino de acceso libre a los comunes productivos y de cooperación en la producción de estos comunes. No hay que ir a buscarlas a territorios utópicos ni a ciudades ideales, sino que se encuentran ya operando, bajo hegemonía del capital dentro del propio capitalismo. Esto era algo que ya ocurría en la época de Marx, pues, como muestra este en su capítulo del libro I del Capital dedicado a la cooperación, la organización capitalista del trabajo no sólo explota al individuo aislado sino también la capacidad de relación social de éste. Observa así Marx en el Capítulo XI (sobre la Cooperación del Libro I del Capital) que « Prescindiendo de la nueva potencia de fuerzas que surge de la fusión de muchas fuerzas en una fuerza colectiva, el mero contacto social genera, en la mayor parte de los trabajos productivos, una emulación y una peculiar activación de los espíritus vitales (animal spirits), las cuales acrecientan la capacidad individual de rendimiento de tal modo que una docena de personas, trabajando juntas durante una jornada laboral simultánea de 144 horas, suministran un producto total mucho mayor que 12 trabajadores aislasdos cada uno de los cuales laborara 12 horas, o que un trabajador que lo hiciera durante 12 días consecutivos. Obedece esto a que el hombre es por naturaleza, si no, como afirma Aristóteles, un animal político, en todo caso un animal social. »
Hoy, el cambio de modo de regulación económico en el capitalismo ha exacerbado y llevado al límite, la explotación de la capacidad social humana. La « economía inmaterial » y la « economía del conocimiento » se basan fundamentalmente en la explotación de la capacidad lingüístico-cognitiva común a las distintas singularidades. Lo que se explota no es ya una fuerza de trabajo individual, sino una capacidad común, incluso una capacidad de organización. Del mismo modo que Hobbes funda la necesidad del Estado en un paso al límite del riesgo inherente a la competencia, la organización de la producción en torno a la cooperación directa y el acceso libre a los comunes supone la desaparición del Estado como forma de organización política.
Las condiciones de existencia del Estado se han dado en determinadas fases de la historia humana y, de la manera más clara y diferenciada en el capitalismo. Marx prestó mucha atención a la realidad de las sociedades sin Estado, precisamente cuando, en sus últimos años de vida, se preparaba a abordar la redacción del famoso libro sobre el Estado. Los cuadernos etnográficos permiten a Marx recoger materiales sobre este tipo de sociedades, pero también comentar las obras etnográficas que las describen y analizan, partiendo en la mayoría de los casos de las categorías propias de la sociedad burguesa. Así, a propósito de Maine que se refiere a la concepción de la soberanía del jurista Austin como « el resultado de una abstracción », afirmará Marx: « Maine ignora algo que es mucho más profundo: que la aparente existencia suprema del Estado es ella misma sólo aparente (scheinbar) y que éste, en todas sus formas, es una excrecencia de la sociedad (excrescence of society); del mismo modo que su apariencia fenoménica (Erscheinung) se produce en un nivel determinado del desarrollo de la sociedad, del mismo modo esta vuelve a desaparecer en cuanto la sociedad alcanza una etapa que hasta ahora no ha alcanzado. »
La conclusión última de Marx es que el Estado no existe, sino como apariencia necesaria. Sirva este claro acto de descreimiento en la realidad del Estado como cierre de estas reflexiones.