De Tahrir a Wall Street: una insurrección anticolonial mundial
(Texto para la charla de John Brown en Zabaldi (Iruñea/Pamplona) del 28.10.2011) en el marco de la Quincena de la Solidaridad)
I.
Empecemos por lo peor, por lo más abyecto, pues en lo más abyecto e insoportable está también lo más esclarecedor. Las imágenes del asesinato de Muammar Al Gadafi son brutales. Corresponden a un linchamiento cruel, el de una persona cuya vida es despreciada. Las imágenes de televisión y las fotografías tienen un regusto exhibicionista y casi pornográfico, regodeándose en la sangre, el sufrimiento, la humillación. Son imágenes del dirigente libio capturado por un grupo de rebeldes que atormentan a su antiguo amo al grito de allahu akbar, fórmula teológico-política que afirma la absoluta superioridad de Dios sobre todo hombre, incluso el más poderoso. Quienes martirizan a Gadafi se ven, pues, a sí mismos, como brazos ejecutores de la justicia divina. Las imágenes que se nos muestran son de fanatismo y se las presenta en contraste con el sosiego y la racionalidad de unas fuerzas de la OTAN que, desde el cielo y con medios de alta tecnología, habían bombardeado poco antes el convoy de Gadafi. También contrastan estas imágenes con el mandato que tenía la propia OTAN y que se articulaba en torno a dos objetivos principales : 1) defender a la población civil frente a los desmanes del Régimen y 2) capturar a Gadafi para trasladarlo ante la Corte Penanl Internacional que lo acusaba de gravísimos crímenes contra su población.
Barbarie teológica de árabes y musulmanes y racionalidad técnica y jurídica occidental parecen oponerse diametralmente. Sin embargo, las cosas son bastante menos claras de lo que parece. La OTAN no sólo no ejecutó su mandato de protección de la población civil, sino que se convirtió en actor directo de la guerra y, sobre todo, los horribles crímenes de genocidio de que acusaba la CPI a Gadafi no fueron confirmados ni por Amnistía Internacional ni por Human Rights Watch. En cuanto al número de víctimas de los bombardeos de la propia OTAN contra la población civil ni se conoce, ni probablemente llegue a conocerse. Hubo represión, sin duda. Muy dura. Pero no bombardeos aéreos de los manifestantes. Al margen de estos incumplimientos y falsificaciones, existe, sin embargo, una lógica de la intervención de la OTAN en Libia que no contrasta tanto con la de los fanáticos y desesperados ejecutores del antiguo Líder libio amigo de Berlusconi y de Aznar. Las acusaciones de la CPI, sean verdaderas o falsas, se inscriben en un marco que ya conocemos, el del humanitarismo militar. El humanitarismo se expresa y actúa en nombre de los más altos valores, en nombre de la humanidad : su empeño en socorrer y proteger a las víctimas se basa en la condición humana de estas. Ahora bien, esa humanidad que parece enteramente universal y no admitir excepciones, no se basa sólo en la pertenencia a la especie, sino en la idea de una dignidad moral del sujeto humano tal como la conciben en cada caso los autopoclamados “humanitarios”. Así, la solicitud por las “víctimas” en nombre de la solidaridad humana puede conciliarse con la exclusión de los “verdugos” de todo orden humano. Gadafi, para la OTAN o para la CPI no era un enemigo, sino un criminal, no era un ser humano o un dirigente político en relación de antagonismo con otros, sino un monstruo que no pertenecía a la humanidad.
Una vez que un individuo se ve fuera de la humanidad por sus crímenes reales o supuestos, pasa a tener un estatuto particular. Los romanos condenaban a los autores de crímenes muy graves como el parricidio al estatuto de « homo sacer ». Esta expresión reúne dos significados aparentemente contrarios, por un lado significa « hombre sagrado » y por otro « hombre infame », al margen de la sociedad, que cualquiera puede matar sin culpa. En el antiguo derecho germánico se declaraba a los grandes criminales Vogelfrei, literalmente libres como los pájaros, pues ya no tenían ninguna obligación social, ningún lazo comunitario, pero también libres de ser devorados por los pájaros y los peces. Osama Ben Laden y Muammar Al Gadafi han cumplido literalmente ese destino tras haber sido excluidos de la humanidad en nombre de la justicia universal y de la humanidad. Nos enseña el jurista alemán Carl Schmitt que toda guerra combatida en nombre de la humanidad, o de Dios o de algún supuesto valor universal deja de ser guerra para convertirse en cruzada y, como sabemos, todo cruzado está más allá de las leyes de la guerra. De este modo, quienes asesinaron a Gadafi en nombre de Dios y quienes decidieron capturarlo en nombre de la humanidad y de sus víctimas no estaban moral e intelectualmente tan alejados como nos lo presentan los medios de comunicación. La ambigüedad de la intervención de la CPI y de su brazo armado en Libia en nombre de la humanidad se aprecia en esta mezcla inextricable de enunciación de valores universales y creación de un espacio más allá del derecho de la guerra, de un espacio para la violencia ilimitada ejercida en nombre de la paz y del derecho. Ahora bien, ese espacio al margen del derecho, ese espacio de excepción en el que es posible el bombardeo de población civil, la tortura pública y el asesinato ante las cámaras de vídeo, es, como podremos ver, el espacio que habitamos, más allá de la retórica de los derechos humanos que, como hemos visto, no sólo sirve para encubrir la violencia, sino para justificarla.
II.
Una vez enmarcado en estas coordenadas, retomemos el tema de nuestra charla: la actual insurrección casi planetaria. Uno de los principales problemas para quien desee entender la historia del actual movimiento de cuestionamiento del orden neoliberal e incluso del propio capitalismo es determinar sus coordenadas espacio-temporales. No es fácil saber cuándo empezó el movimiento, ni dónde se sitúa su nacimiento. Es tentador buscar en la historia más reciente, la del último año, un momento simbólico de surgimiento de la primera chispa de indignación en la autoinmolación por fuego de Bouzizi en el pueblo tunecino de Sidi Bouzid. Este acto de desesperación hizo comprender a una generación de jóvenes que siempre había vivido bajo la dictadura de Ben Alí que ya no había nada que perder. Pero otra chispa de indignación había prendido unos años antes en Grecia cuando la policía griega mató al joven Alexis Grigorópoulos en diciembre de 2008 desatando una insurrección popular que empezó con unas navidades insurrectas y duró varios meses. La juventud griega y la juventud tunecina reaccionaron con idéntica indignación ante la suerte de uno de los suyos y ante regímenes que merecían su desconfianza y su hostilidad. Acontecimientos semejantes se dieron en Egipto. La llama de la revuelta estaba dispuesta a extenderse por todo el espacio árabe, un espacio que parecía políticamente muerto y abocado a padecer por siempre dictaduras brutales y corruptas. Lo fascinante es que la oleada revolucionaria árabe llegó a replicarse de nuevo en suelo griego, esta vez no por un asesinato policial, sino por el asalto contra los derechos sociales, contra el empleo, contra las pensiones y en general contra las condiciones de existencia de la población griega desencadenado por el capital financiero y sus agentes transnacionales y europeos. Después tuvimos el inesperado éxito del 15M, la ocupación de Sol; todo precedido por la rebelión de los islandeses contra la deuda. Las revueltas de Londres de este verano se integran también en la trama y, por supuesto, la extensión del movimiento al centro del sistema: Wall Street y la City de Londres. El 15 de octubre se convierte en un nuevo momento de protagonismo de unas multitudes mundiales que ya aparecieron como agente político “global” en las movilizaciones contra la guerra de Iraq, un movimiento contra la guerra que recogía asu vez en buena medida el bagaje de movilizaciones del movimiento "antiglobalización".
Nos encontramos así ante un fenómeno que, a lo largo del tiempo y del espacio va adoptando nuevas formas, aprende de fases anteriores, expande y radicaliza su intervención política. Un movimiento capaz de recombinar su código genético en sus diversos desplazamientos espacio-temporales. Se pasa así del escándalo ante un asesinato policial, al escándalo ante una dictadura corrupta, para pasar a la indignación frente a un sistema neoliberal cuyo carácter despótico hemos aprendido a reconocer gracias a los "exóticos" tunecinos y egipcios. La solidaridad entre los distintos movimientos de contestación es evidente. Las consignas se transmiten de un país árabe a otro, como el famoso "dégage" (lárgate), tunecino, que se repitió en Egipto, en francés aunque el país no sea casi nada francófono, junto al árabe "Irjal" dirigido al viejo sátrapa Hosni Mubarak. Hace dos días los ocupantes de la plaza Tahrir del Cairo enviaron una carta de solidaridad a los neoyorquinos que ocupan Wall Street. Incluso, en la ciudad de Sirte recién liberada -ciertamente con una buena dosis de atrocidades- podía verse en el cierre metálico de una tienda enmarcado por dos milicianos la pintada: “From Sirte to Wall Street”. La conciencia de estar participando en un mismo acontecimiento es fuerte en los sectores más activos del movimiento, como ya ocurriera hace algo más de diez años en América Latina o mucho antes en aquella “primavera de los pueblos” que fueron las revoluciones europeas de 1848.
De Madrid a Nueva York, pasando por Lisboa, París y Bruselas, los mismos códigos gestuales, que formalizan el rechazo de la jerarquía y de la representación, el rechazo de la manipulación de la palabra y la reivindicación de una palabra democrática. La reivindicación de democracia frente a las dictaduras se transforma en rechazo abierto de la representación y afirmación de una democracia real dotada de sus propios órganos de (contra)poder: las asambleas abiertas. Frente a todos los intentos de encerrarlo en fronteras geográficas y culturales, el movimiento sabe que en su diversidad es profundamente uno. Lo muestran también sus tácticas, sus formas. En primer lugar la acampada, inaugurada en la Kasba de Túnez y repetida en Tahrir y luego en la Puerta del Sol, la Plaça de Catalunya y centenares de otros lugares en el Estado español, y de nuevo en la plaza Syntagma de Atenas y hoy en Wall Street y Londres. La acampada tiene una doble significación: las tiendas son los significantes de un pueblo en éxodo, de un pueblo que sale del cautiverio y está dispuesto a cruzar el desierto, pero también expresan la voluntad de una permanencia en el espacio público de una multitud que deviene actor político permanente. El éxodo pone de manifiesto la imposibilidad para el capital de capturar los flujos de producción de riqueza del trabajador cognitivo, precario, afectivo, colectivo, que caracteriza la fase actual del capitalismo. Incluso la inmensa movilidad y flexibilidad del capital financiero es incapaz de echar sus garras sobre esta inmensa fuerza de lo común que hoy se expresa como revuelta, pero a la vez como producción de una nueva sociedad, de un nuevo orden político y productivo. Un aspecto fundamental del movimiento, en ambas orillas del Mediterráneo y del Atlántico es su carácter constituyente. Destituyente también, pues niega toda posibilidad de representación política de la multitud por el Estado capitalista y sus instituciones, pero esta función destituyente sólo la puede ejercer en cuanto poder constituyente. Pero ¿qué es lo que destituye y constituye este movimiento ?
III.
Los anteriores interrogantes nos permiten retomar el hilo de algunas de las consideraciones que tuvimos ocasión de hacer al hablar del asesinato de Gadafi. A propósito de ese espantoso crimen y de su más espantosa exhibición mediática, pudimos afirmar que constituía, por un lado, una ruptura con los principios básicos del derecho internacional, pero además que esta ruptura no sólo es una infracción de estos principios, sino que funda una nueva lógica. El derecho internacional, como todo derecho, se basa a la vez en normas y decisiones. Las decisiones, que expresan correlaciones de fuerzas, establecen las normas, pero, a su vez las normas enmarcan las decisiones. Incluso el estado de excepción es, en este contexto, un hecho jurídico. El derecho internacional regulaba las relaciones entre esos « grandes hombres » que eran para los teóricos del derecho público europeo los distintos Estados que consituían Europa. Cada Estado, como sujeto soberano, sólo reconocía su propia legislación y sólo se sometía a ella. Desde que Europa fue desgarrada por las guerras de religión, las relaciones entre los Estados no podían, en efecto, regularse por un código religioso común, pues la reforma había roto la unidad religiosa de Europa occidental. La única solución a esta falta de una norma de orden superior fue el reconocimiento recíproco de los distintos Estados como soberanos. Este reconocimiento sin base ideológica quedó sancionado en el Tratado de Westfalia. La guerra entre Estados europeos ya no podía ser una guerra justa contra un enemigo injusto, una guerra de castigo que pretende realizar una justicia universal, sino una guerra entre enemigos justos (justi hostes), esto es entre Estados soberanos. Una guerra no ideológica y movida sólo por intereses permitía no identificar al enemigo con el crimen, la infamia y el mal. La guerra podía ser limitada y hacerse, como afirmaba el jurista suizo Vattel « dentro de las reglas ».
Hoy, esto ha dejado de ser así : hoy, la doctrina de la guerra justa vuelve a justificar la barbarie en nombre de la humanidad. Este retorno de la guerra justa no es, sin embargo, casual. Si bien se pueden rastrear sus antecedentes en la guerra fría, sólo el final de esta y la declaración del inicio de la globalización por Bush padre permitió el pleno retorno de un viejo lenguaje y de viejas prácticas. Las dos guerras del Golfo, las invasiones y ocupaciones de Afganistán y de Iraq, la guerra de Yugoslavia y la de Kosovo y, últimamente los bombardeos de Libia constituyen a la vez flagrantes violaciones del derecho internacional clásico y aplicaciones de un nuevo derecho cosmopolita, humanitario y, por supuesto, militar. Hoy, el espacio planetario está prácticamente en su totalidad dominado, no ya por un Estado soberano, sino por una estructura de poder que articula Estados soberanos, grandes empresas transnacionales, distintas configuraciones y formas de organización del capital financiero como los fondos de pensiones, los fondos de inversión o los grandes bancos, organizaciones políticas, económicas y militares internacionales etc. La función de este conglomerado de poder es defender y reproducir un mercado mundial donde mercancías y capitales circulen con libertad y donde los Estados puedan seguir funcionando como traba a la circulación de los cuerpos humanos, de la mercancía fuerza de trabajo. Un nuevo marco jurídico cosmopolita centrado en los derechos humanos por un lado y en el libre mercado por otro ocupa hoy a nivel planetario el papel de la religión cristiana en la Europa anterior a la reforma. Gracias a esa nueva uniformidad ideológica es posible la guerra justa, es posible hoy matar abiertamente en nombre de la humanidad y de los derechos humanos.
Aunque estos avances de los derechos humanos y de la democracia parezcan logros indudables de la civilización mundial, hay que atender, cuando se habla de valores universales a un aspecto que suele caer en el olvido : todo recurso a la humanidad, toda actuación en nombre de la humanidad excluye de la humanidad al enemigo político. Esta exclusión de la humanidad justificó desde muy pronto las intervenciones imperiales. Así, por ejemplo, en el contexto de la controversia de Valladolid, Ginés de Sepúlveda defendió la legitimidad de la usurpación de las tierras y bienes de los indios de América, e incluso su reducción a la esclavitud por el hecho de que estos pueblos practicaban ritos bárbaros como los sacrificios humanos o el canibalismo, con lo cual perdían todo derecho a que se respetasen sus comunidades políticas y sus leyes. En nombre de un naciente universalismo de los derechos humanos se produjo el saqueo de América. De idéntica manera, el rey Leopoldo II de Bélgica procedió en el Congo, justificando su toma de posesión de ese gigantesco país africano por su intención de defender a la población negra de los esclavistas árabes.
Lo que ocurre es que, mientras dura el derecho internacional europeo, el mundo está dividido en dos zonas : un espacio metropolitano europeo en el que los distintos Estados se reconocen entre sí como soberanos y no pueden intervenir en otro Estado en nombre de una legislación universal, y un espacio extraeuropeo en el que, en realidad, todos los desmanes eran posibles, aunque se intentaron siempre cubrir con un manto de humanitarismo o de humanismo. Dos zonas pues, divididas por lo que en los siglos XVI y XVII se denominaron líneas de amistad, líneas que delimitaban el espacio europeo y el espacio de los pueblos extraeuropeos. La colonización europea se realiza en esta segunda zona conforme a una combinación de pura violencia y de justificaciones universalistas. Entre el espacio colonial y el espacio metropolitano se establece una línea geográfica, pero también dentro de la administración de cada metrópoli se mantiene una fuerte diferenciación entre el personal y la administración coloniales y sus homólogos metropolitanos. Como recuerda Hannah Arendt en su libro sobre el Imperialismo, el mantenimiento del Estado nación en sus formas constitucionales liberales o democráticas exigía esa radical separación : los administradores coloniales formaban un cuerpo aparte dentro de la administración general y su movilidad dentro de la administración nacional era muy escasa. Se gestionaban dos mundos de dos maneras absolutamente dispares : un mundo -teóricamente- regido por un incipiente derecho internacional y otro regido por la violencia, justificada ocasionalmente esta última por un condescendiente e humanismo o humanitarismo.
Esa dualidad de espacios hoy ha desaparecido. El avance de la globalización capitalista y de la hegemonía del capital financiero la ha hecho obsoleta. Tal vez se haya producido hoy con todas sus consecuencias el fenómeno que Hannah Arendt denominaba la “Emancipación política de la burguesía” respecto del Estado nación. Hoy, espacio colonial y espacio metropolitanto tienden a confundirse. Ya no existe una línea que separa los centros y las periferias de manera absoluta. Por un lado, parte de la población de las antiguas colonias habita hoy en las metrópolis y se ve allí sometida a formas de gestión discriminatoria y racista de las poblaciones que anteriormente sólo se conocían en tierras “exóticas”. Por otro lado, al menos en una parte de la periferia postcolonial se constituyen polos de poder capitalista que gozan de una autonomía relativa, es el caso de los BRIC (Brasil, Rusia, India, China), y en medida variable la de la mayoría de los países del tercer mundo. En todo el planeta la divergencia entre las capas de población más ricas y las más pobres sigue aumentando. No sólo en el tercer mundo, también en el primero. Formalmente estamos todos en un espacio colonial en el cual los derechos del ciudadano han desaparecido para dar paso a una sutil combinación de violencia y de proclamas humanitarias. Frente a los regímenes despóticos árabes y a las oligarquías capitalistas de los países occidentales surge un clamor, una exigencia de democracia y de democracia real. Esta exigencia se plantea, por lo tanto, no sólo frente a dictaduras declaradas, sino frente a supuestas democracias. La línea Tahrir-Wall Street define el paso de la lucha por una democracia en una dictadura apenas disimulada como la de Mubarak en Egipto, a la lucha por la democracia en regímenes que, nominalmente son democracias. Tahrir y Túnez han permitido a Madrid o a Nueva York descubrir que vivían ellos también en un régimen de dictadura.
Lo que caracteriza estas dictaduras es el hecho de que el poder político -formalmente representativo- está al servicio de un poder irresistible, que, desde luego nada tiene que ver con la supuesta soberanía popular: en el régimen neoliberal, los mercados -el capital financiero y sus instituciones- han pasado a ocupar el papel de legitimación transcendente del poder que tenía el Dios cristiano en las monarquías medievales. Por encima de las estructuras de poder “indígenas” con sus formas más o menos democráticas, nos encontramos con un poder real que las pone a su servicio y neutraliza todo lo que a él se oponga. El poder del mercado es un elemento básico del paradigma de poder liberal en el que se ha desenvuelto la burguesía desde que es clase hegemónica. Conforme a él, la capacidad legislativa del soberano está limitada por la existencia de una esfera de actividad en la que se despliegan los deseos de adquisición y de intercambio humanos y que sólo funciona de manera óptima cuando se dejan operar sus propias leyes, las que describe la economía política. Las leyes del soberano deben reconocer las realidades económicas como un límite natural. Sin embargo, esta limitación podía no ser tan absoluta, sobre todo en casos de crisis, en los cuales el soberano intervenía para restablecer el orden básico que permitía funcionar al propio mercado, o cuando el soberano intervenía como mediador en la lucha de clases mediante la legislación social o con políticas económicas impulsadas por el gasto público.
La fase de capitalismo de dominante financiera que conocemos hoy y que ha venido madurando desde los años 70 ha eliminado prácticamente los últimos márgenes de decisión del poder soberano. A través del mecanismo de la deuda, que funciona literalmente como una trampa, es decir un lugar en el que es fácil entrar y dificilísimo salir, el capital financiero controla la vida de los ciudadanos, pero también la capacidad de decisión de los gobiernos. La deuda se ha convertido en el gran instrumento de radicalización del orden neoliberal. Gracias a la deuda se aceleran las privatizaciones, se liquida la contractualidad laboral en favor de la contractualidad mercantil, el trabajo se precariza y, bajo la forma de una cada vez mayor libertad, se desarrollan modos de dependencia del trabajo casi feudales. Un poder exterior determina a la vez nuestras vidas y las decisiones de nuestros gobiernos. En este aspecto, el capital financiero ha derribado la barrera entre las democracias y los regímenes despóticos, entre la metrópoli y la colonia, entre Tahrir y Wall Street.
La actual insurrección que recorre, no ya Europa como el fantasma de Marx y Engels, sino el mundo entero es una insurrección anticolonial global dirigida no sólo contra las formas de poder neocolonial más evidentes como eran los regímenes de Túnez, Egipto y otros países árabes, sino contra el nuevo colonialismo global del capital financiero. Los intentos de desconectar los movimientos blandiendo los viejos fantasmas del orientalismo y de la diferencia cultural no parecen funcionar. El movimiento insurreccional comparte un mismo suelo que no es sino la división del mundo entre el 99% y el 1% que tiene el poder. Lo que todos los movimientos de solidaridad con el tercer mundo han intentado hacer desde hace años, acercar la sensibilidad de los ciudadanos “ricos” de occidente a la de los “pobres” del tercer mundo, parece estar haciéndose realidad gracias a la instalación del régimen colonial planetario del capitalismo financiero.
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