viernes, 13 de septiembre de 2013

De los "nacionalismos excluyentes" y sus aparatos de exclusión

Está de moda hablar después de la Diada catalana de los "nacionalismos excluyentes", muy especialmente en lo que se refiere al nacionalismo catalán o al vasco, aunque también el gallego está empezando a entrar -con consecuencias penales graves- en esta peligrosa categoría.  Creo que vale la pena dedicar un tiempo de reflexión a esta expresión, pues refleja a la vez una evidencia y toda una serie de falsas inferencias que pueden dar origen a graves confusiones. La evidencia es que toda identidad excluye, pues distingue un grupo de individuos que satisfacen la propiedad X de los demás que no la satisfacen. Las inferencias habituales son que el cultivo de estas identidades genera necesariamente odio e incomprensión entre los distintos grupos étnicos y culturales y que más vale aceptar como exclusivas o al menos hegemónicas las identidades mayoritarias, pues ello nos permite una mejor comprensión y una cooperación más fluida entre gentes de diversos grupos.

La exclusión del otro tiene muchas formas. Las más físicas son el campo de concentración y el gueto, preludio a menudo de esa exclusión absoluta que es el exterminio, pero existen otras más sutiles. Desde la universidad de pago, el desahucio o el desempleo a Auschwitz, pasando por los muros, el apartheid y las leyes de extranjería, existen muchas formas de exclusión del otro. La lengua, como rasgo más evidente de un grupo nacional es un medio de exclusión, pues constituye una comunidad de hablantes excluyendo a todos los no hablantes. También existen comunidades políticas integradas bajo la forma Estado que crean derechos diferenciados para los distintos habitantes de un territorio. La exclusión del otro parece tener que ver con la identidad, pero no con cualquier identidad. Solo hay exclusión en la medida en que la identidad de los individuos de una sociedad es creada y reproducida por los aparatos ideológicos de un Estado como una identidad de sujetos propietarios. Sin ello la identidad no se presenta en sí misma como una sustancia aislada sino como una diferencia respecto de otras diferencias. Ahora bien, la diferencia no se dice de lo que no tiene nada en común, sino a partir de lo común. La exclusión del otro no procede de lo común, sino de la liquidación de lo común por los aparatos de Estado que defienden a distintos niveles y en distintos terrenos (público, privado etc.) la propiedad  y hacen de la identidad una sustancia separada que se puede o no poser en lugar de una relación, una diferencia. Por definición, la propiedad, tanto privada como estatal, supone apropiación de una cosa por un sujeto y exclusión del otro, una exclusividad de disfrute. Ser propietario es poder excluir al otro del disfrute de lo que podría ser común.

Como sostiene Spinoza, "La naturaleza no crea naciones, crea individuos que solo se distinguen en diferentes naciones por la diversidad de la lengua, las leyes y las costumbres. Solo de estas dos cosas: las leyes y las costumbres derivan para cada nación un carácter particular, un modo de ser particular y determinados prejuicios particulares." (Tratado teológico-político, cap. XVII).  La nación no es así ninguna realidad natural sino un hecho cultural y político. Existen naciones -en sentido moderno- cuando un Estado normaliza a su población según determinados criterios, permitiendo de esta manera la reproducción del orden social dominante. Esta normalización se materializa en la producción de sujetos, esto es de individuos que "libremente" se reconocen en una identidad y reproducen un orden social determinado. El sujeto de quien se predica una determinada identidad nacional, religiosa, cultural, política, etc. (el español, el catalán, el católico, el fascista...) es producto de la ideología en la que se expresan -como un conjunto relativamente coherente de significantes- los elementos de su identidad y su conciencia. La ideología, en las sociedades de clase, existe en tanto está materializada en lo que Louis Althusser denominaba "aparatos ideológicos de Estado": familia, escuela, Iglesia, medios de comunicación, etc. que son su soporte y principal vector y constituyen como tales a los sujetos inscribiendo en su cuerpo los significantes de una determinada ideología junto con sus ritos, sus gestos etc. Hacen de este modo que se reconozcan en una identidad y se conduzcan conforme a ella, pero también los distinguen simultáneamente de los que no pertenecen al grupo definido por esa identidad. Lo que está en juego en los aparatos ideológicos de Estado son los afectos humanos y, en concreto, los afectos pasivos, las pasiones. Estas no son ni altas ni bajas sino efectivas, productoras de efectos en los sujetos y del propio sujeto como efecto. La identidad nacional se basa en una serie de afectos asociados al conjunto de significantes de una ideología.

En el caso español, los distintos aparatos ideológicos del Estado crean la subjetividad, la identidad española, a partir del anticatalanismo y el antivasquismo -secundariamente, de cierto desprecio e ignorancia de los gallegos y andaluces-, además de otros elementos como un catolicismo superficial, la afición al fútbol, cierta reverencia hacia los toros y algún otro elemento folklórico, sin olvidar, la condena del "terrorismo" y de "la violencia venga de donde venga", el respeto al "modelo de convivencia plasmado en nuestra constitución" y nuestra "ejemplar" transición que nos ha permitido -según dicen- tener una democracia sin romper con una sangrienta dictadura. Desde el punto de vista educativo, los distintos aparatos españoles descuidan casi enteramente la historia del país así como la cultura de expresión castellana (que no era la cultura de ninguna nación sino de un Imperio hoy -casi- difunto) mientras que, sobre la historia y la cultura de las nacionalidades no hispanohablantes, guardan un denso y "respetuoso" silencio. La implosión progresiva del  Imperio español -que como todo imperio no es una realidad nacional- ha dejado a España prácticamente sin otra identidad que el odio a las nacionalidades no castellano-hablantes. La derrota de la República en los frentes y en las cunetas de la matanza colonial perpetrada por los generales africanistas ha cerrado, por otra parte, la puerta a cualquier intento de crear una identidad basada en el "patriotismo constitucional". Quien con la actual Constitución derivada de la legalidad franquista lo ha intentado se ha cubierto de ridículo.

Del lado catalán -y vasco- no hay, sin embargo, una situación simétrica a la que se da en el nacionalismo español. Existe una reivindicación nacional que mezcla pasiones tristes como el resentimiento, el victimismo y exclusión del otro con elementos sustantivos de recuperación de la lengua y cultura propias y formas de solidaridad y de resistencia a la opresión a menudo mistificadas. España, concebida como un sistema de aparatos ideológicos y represivos de Estado no es un ente difuso sino una realidad material que produce efectos muy concretos: los sujetos que se reconocen como "españoles". Las nacionalidades del Estado español se han sustentado por su parte en aparatos de subjetivación de otro orden como la familia, la Iglesia, las distintas asociaciones culturales y desde los años 70, los aparatos educativos autonómicos, aparatos todos ellos subordinados a los aparatos hegemónicos españoles. La identidad, pues, no es una cuestión de caprichos, de "mentalidades" de las personas o de los políticos, sino de formas concretas de organización política y de hegemonía, de aparatos de subjetivación/sujeción y correlaciones de fuerzas. Estos aparatos y estas correlaciones de fuerzas no son ni naturales ni eternos, sino tan precarios como las circunstancias históricas que los producen. No cabe descartar, por consiguiente, que las identidades y las diferencias coexistan de manera no opresiva ni violenta, pero esa coexistencia requiere una base social y una organización política distintas de las que hoy conocemos no es posible en un Estado (un régimen de la propiedad) sino en una comunidad política fundada en la producción y el despliegue de los comunes. Solo en ese contexto podrán formarse sujetos que den prioridad a las nociones comunes sin abolir las diferencias, sino recurriendo a ellas.

2 comentarios:

Juan Carlos dijo...

Gracias por la lección. Sus frases finales son esclarecedoras. Ayer hablaba con un nórdico, orgulloso de su nacionalidad e identidad que identificaba con su modelo educativo, sanitario y de apoyo social públicos.
Tener buenas y generosas cosas (instituciones, organizaciones) "en común" nos une. Los neoliberales están destruyendo el sentimiento de unidad al destruir nuestros bienes comunes. Ellos son los culpables.

Carlos CM dijo...

Concuerdo en que hace falta “una comunidad política fundada en la producción y el despliegue de los comunes”, o sea, una “comunidad comunista”, valga la redundancia, para que “que las identidades y las diferencias coexistan de manera no opresiva ni violenta”.

Ese impulso común es el sustrato, la tierra (“la sal de la tierra”) sobre la que se encaraman todos los trepas de la sociedad que, en cuanto se ven siquiera un peldaño por encima de sus congéneres, empiezan ya a arengarles y a mandarles. Esto no es una entelequia ni una divagación esotérica. Es la experiencia cotidiana en tantos, demasiados ámbitos: en el trabajo, en la escuela, en los medios de comunicación de masas, y no digamos cada vez que te encuentras con algún funcionario uniformado con pistola, y hasta sin ella, como en los aeropuertos.

Y puede, yo así lo pienso y deseo, que no sea natural y hasta precaria esa triste relación entre los humanos. Puede que algún día esa falsa necesidad de tener jefes, mandos, escalafones y líderes se vea como una ridícula pretensión del pasado. Puede. Pero me entristece pensar en cuánta gente, más inocua que buena, sigue agradeciendo las muletas con que le obsequia el poder (entre ellas una identificación manipulada y sesgada con la “nación” …y sus líderes), sin que se decidan a tirarlas …y salir corriendo.

Este carrusel de vanidades y de oportunistas que siempre quieren organizar a los demás su vida, sube y baja en el mejor de los casos –favoreciendo cierta movilidad y evolución sociales: “el carro de heno” de El Bosco)- . Normalmente, sin embargo, una vez establecido, a través del Estado, el dispositivo de clase y usurpación, el carrusel se atranca y las familias oligarcas atracan y campean por sus respetos desde esa excrecencia social que es una verdadera isla flotante (la de Laputa, en Gulliver), que nos sobrevuela a todos, estemos en Madrid, Bruselas o Barcelona.

Para esos entes de ficción que pueblan esa isla, la única identidad que cuenta es la que otorga la propiedad. A la identidad por la propiedad. Lo resumió un ministro del genocida del Pardo: “teníamos un país de proletarios y vamos a tener un país de propietarios”.

Tengo muchas dudas de que las “nacionalidades del estado español” (la catalana, dede luego) se sustenten en nada sustancialmente diferente a lo que ya hemos conocido en la historia de España o de cualquier otro Estado. Los “laputeños” que posan sus reales en Barcelona y sus alrededores no son distintos de los “laputeños” que hacen lo propio en Madrid y sus alrededores, o en Bruselas y sus alrededores. Otra cosa es que prefiramos que nos jodan los que concebimos como “los nuestros” y no los que concebimos como “los otros” (el general estadounidense aquel, hablando de Luis Somoza). Para mí, todos los laputeños son “los otros”.

En definitiva, no veo claro que haya, en esas nacionalidades, “aparatos de subjetivación de otro orden como la familia, la Iglesia, las distintas asociaciones culturales y desde los años 70, los aparatos educativos autonómicos …”. Claro que son “aparatos todos ellos subordinados a los aparatos hegemónicos españoles”.

En realidad si eso ocurriera y Catalunya deja de ser, como me parece, un marketing bien organizado por sus “laputeños” y bien seguido por una parte de la población catalana (mejor que el marketing de Madrid, a la vista está el fiasco olímpico … ¡gracias a Dios!, o cómo quieren meter a la mafia de las Vegas), para ser una ofensiva política en toda regla, pues habrá que ver entonces la reacción de los “laputeños de Barcelona” (y sus aliados “laputeños” de cualquier sitio). Precedentes históricos existen, no hay más que pensar en las calles de Barcelona en 1909, 1923, mayo de 1937 o más recientemente, la actividad de los mossos en relación a los movimientos sociales 15-M.

Dicho de forma muy concreta: me gustaría ver como el movimiento social sobre el que el Senyor Mas se debe sentir ahora en la cresta de la ola le barre a él y a todos sus “laputeños” disfrazados de senyera.

Desde Madrid no sentiré más que envidia … sana.

¡Salud!