viernes, 25 de octubre de 2013

Unión Europea: ¿imposible o reaccionaria?

Thomas Müntzer (1489-1525)


Unión Europea: ¿imposible o reaccionaria?

(Guión de mi charla del 18 de octubre de 2013 en el ciclo de formación de Izquierda Castellana de Móstoles)
1.
Lo primero que tenemos que dejar claro es que Europa existe como realidad histórica. Europa es una realidad más antigua y, en todos los órdenes, anterior a los Estados nación. Europa existía antes de ellos, siguió existiendo durante el período del Estado nación y lo sigue haciendo después del eclipse relativo del Estado nación que hoy vivimos. Los Estados nación, cuya existencia aún hoy nos parece una evidencia, estructuran el orden Europeo tan solo desde el siglo XVII. En su forma actual son el resultado del auge de las monarquías absolutas que vinieron a poner fin a esa auténtica primera guerra civil europea que supusieron las guerras de religión. Antes de esto, Europa tenía otro aspecto: un conjunto de poderes feudales con complejísimas relaciones entre sí, unificado en lo ideológico y en las prácticas religiosas por una Iglesia universal que justificaba y regulaba estas relaciones considerándolas como parte de un plan divino de salvación. Las guerras de religión rompieron la unidad ideológica de la cristiandad europea al cuestionar el magisterio de la Iglesia. Esta ruptura en lo ideológico coincidió con una ruptura social, pues el mensaje de la Reforma fue recibido entre los sectores populares como un mensaje de liberación. La reforma y las guerras de religión que la siguen de cerca fueron ya una muestra muy clara del carácter profundamente conflictivo que tiene el espacio europeo cuando lo atraviesa la lucha de clases, de la existencia del espacio europeo como terreno de lucha social, pues las guerras campesinas se extendieron por un amplísimo territorio que va de Bohemia a Alsacia, conociendo focos insurreccionales más al sur y al oeste. La Reforma extendió por primera vez entre los poderosos de toda Europa el miedo a una revolución social. Las sectas que llevaban en sus banderas el lema Omnia sunt communia como los secuaces de Thomas Muntzer sembraron en las clases dominantes de la época un terror sin precedentes que obligó a los propios dirigentes de la Reforma, Lutero y Calvino, a definir sus posiciones en favor de las clases dominantes y a los países menos afectados por la Reforma a poner en marcha mecanismos represivos que la contuvieran.

A las guerras de los campesinos vienen a añadirse las guerras de los príncipes y de los distintos sectores nobiliarios, las denominadas “guerras de religión”, para configurar un clima generalizado de guerra civil que pone en peligro la dominación de las clases dominantes. El Estado absolutista se forma como dispositivo de neutralización de la fractura ideológica y social abierta por la crisis de la Reforma, unificando bajo la forma Estado soberano distintos aparatos de sujeción (escuela, religión, familia, hospicios, hospitales, etc.) y represivos (ejército y demás cuerpos militares, inquisición etc.) En cada uno de los Estados absolutistas queda el aparato religioso integrado al aparato de Estado de manera directa o indirecta y, desde el punto de vista de la violencia social, esta se convierte en el monopolio del Estado. Las guerras privadas que habían caracterizado la época feudal y que se exacerbaron al romperse la unidad ideológica de la cristiandad, quedan suprimidas en el nuevo Estado que ostenta el monopolio de la guerra y de lo que Weber denomina en una involuntaria tautología “la violencia legítima”. La ideología que secretan estos aparatos es así profundamente hostil a la Respublica Christiana Europaea que prevaleció desde el final de la Antigüedad entre los distintos pueblos europeos. La cristiandad como identidad común de una civilización está rota, pero no está rota entre sus distintos pueblos, sino entre sus Estados.

2.
Estos Estados, que ya no comparten una legitimación ideológica superior en la religión común, establecen un equilibrio entre ellos que conduce a los distintos « conciertos europeos », que han marcado la historia moderna de Europa desde la Paz de Westphalia (1648) a la Unión Europea. En este marco de equilibrio, las clases dominantes no pueden impedir la guerra entre los distintos Estados, pero sí que pueden y deben imponer una disciplina a la guerra, impedir que se convierta en guerra de exterminio. La guerra de exterminio no desaparece como tal, pero queda relegada más allá del continente europeo a la zona del mundo delimitada por las « líneas de amistad » : más acá de ellas, en Europa, hay límites y reglas, más allá, se está en el mare liberum (Hugo Grocio) donde no se aplica ninguna norma ni existe derecho alguno, o en tierra de infieles. Hasta la Primera Guerra Mundial, la guerra ideológica que permite el exterminio del enemigo quedó olvidada en Europa y, sobre todo, la revolución social quedó eficazmente contenida. La Primera Guerra Mundial, como advierten historiadores como Hobsbawn o testigos de época como Freud o Lenin, fue la línea divisoria de una nueva época: el principio efectivo del Siglo XX. No hay comparación posible entre los miles de soldados que participaron en la batalla de Waterloo y los millones desplegados en los frentes de la guerra del 14, tampoco hay comparación en el número de víctimas. Y es que se había pasado imperceptiblemente de un tipo de guerra a otro : de una guerra limitada entre potencias dentro de un sistema europeo a una guerra ideológica en nombre de la democracia y de la humanidad entre las potencias centrales y la coalición anglofrancesa, pero también de la movilización limitada a ejércitos profesionales a una movilización general que integraba a la clase obrera como carne de cañón en el esfuerzo de guerra, tras haberla convertido durante varias generaciones en carne de explotación. Estos dos hechos determinarán un reinicio de la guerra civil europea, pues pondrán en entredicho el viejo y sólido orden cimentado en torno a los Estados nación. Como se sabe, esta ruptura del equilibrio secular entre los Estados nación permitió de nuevo que la guerra civil y la revolución ocuparan el espacio europeo, permitió esa inesperada materialización del fantasma del comunismo que tuvo lugar en octubre de 1917 en los márgenes de Europa.

Antes de 1917, no habían faltado los signos amenazadores para el orden que hemos descrito. Ya la revolución francesa supuso desde el principio un germen de revolución europea, pues la Convención y el Gran Ejército sabían que solo se salvaría la revolución en Francia derrotando definitivamente a las monarquías en toda Europa. Aunque Napoleón intentó ser un monarca revolucionario, este equilibrio precario entre dos caracteres contradictorios duró poco y la Santa Alianza restableció el viejo orden de los Estados tanto dentro como fuera de Francia. Después vinieron los distintos intentos revolucionarios, 1821, 1848, la Comuna de París. La revolución no se daba por vencida, pero se había convertido en un fantasma : el « fantasma del comunismo » que, como sostienen Marx y Engels en el Manifiesto, « recorre Europa ». Sin embargo, los Estados europeos pudieron evitar la materialización del fantasma durante más de un siglo, desde la revolución francesa hasta el 17. Lo contuvieron en el recipiente que se había construido cuidadosamente para él : el Estado nación, hasta que se escapó y se puso de nuevo a « recorrer Europa », no ya como ectoplasma sino como oleada revolucionaria.

3.
La historia de la crisis del Estado nación y del concierto de Estados nación que estructuró Europa hasta la Primera Guerra Mundial está estrechamente vinculada a la de las luchas de clases. La « nacionalización » del proletariado que operan la « movilización total » de 1914 y posteriormente los regímenes fascistas es un medio extremo de contención de un poder proletario que ha ido creciendo bajo distintos tipos de organización en toda Europa. Pocas décadas antes de la Primera Guerra Mundial, anarcosindicalistas como Émile Pouget o socialdemócratas como Jaurès se plantean muy seriamente una salida del capitalismo, mediante la huelga general revolucionaria o mediante una mayoría parlamentaria y un gobierno. En Alemania y en Austria, las organizaciones obreras van desarrollando también una organización de clase poderosa. El peligro de que todos estos focos potenciales de poder de clase se conecten a escala europea es real. La burguesía se ve así ante la tarea necesaria, pero también imposible, de someter este poder al marco del Estado nación y lo hace mediante la extensión del sufragio y la movilización militar. Al margen del arreglo de cuentas entre burguesías imperialistas que dio lugar al conflicto, la Primera Guerra Mundial fue un intento catastrófico de incluir al proletariado en el Estado. Intento catastrófico, porque la guerra de masas se convirtió también en guerra total y los millones de muertos durante los cuatro años de guerra marcaron el fin definitivo de la guerra limitada, pero también de la posibilidad de mantener en Europa un sistema de Estados nación capaz de contener la revolución. La Primera Guerra Mundial, vista desde el punto de vista del « tiempo largo » de la historia del Estado nación, viene a cerrar un periodo abierto en la Paz de Westphalia y que solo se cerrará con el fin de la Segunda Guerra Mundial, mediante el desplazamiento del equilibrio entre Estados europeos hacia un equilibrio mundial entre bloques. El objetivo de controlar a las clases subalternas tiene así que dotarse de otros medios: estos serán la aceptación por la burguesía de la democracia de masas y la concomitante ampliación del espacio del Estado liberal a la escala europea.

La liquidación del concierto europeo de Estados por la Guerra Civil Europea provisionalmente cerrada por la Guerra Fría abre un nuevo periodo. La revolución ya no se extiende por Europa. Los tanques del Ejército Rojo han ampliado la zona de influencia de la URSS a la Europa del Este, pero, como siempre recordó Stalin, « en las democracias populares, ya no era necesaria la dictadura del proletariado. » Esto significa que el protagonismo de la transformación social, como en la URSS del « Estado de todo el pueblo » escapaba enteramente a las clases populares y era asumido por una serie de burocracias cooptadas por el régimen soviético. A pesar de los cambios jurídicos en el régimen de la propiedad, es difícil hablar en estos países de « revolución », a menos que se aplique el concepto gramsciano de « revolución pasiva ». En el Oeste, en cambio, el consenso se establecerá sobre dos niveles que se sitúan más acá y más allá del Estado nación soberano : la economía de mercado y la construcción europea. Ambos consensos constituyen una nueva forma de normalización y de control de las clases populares, de contención de la revolución. Lo importante es que el primer nivel, el consenso protoneoliberal sobre la economía de mercado es la base de un tipo peculiar de construcción europea que caracterizaremos como estatal y oligárquica y cuya función es contener la resistencia social y la democracia a escala del continente.

4.
Empecemos con una cita de un gran europeista e internacionalista, Vladimir Illich Ulianov quien, en un texto de intervención política de 1915 titulado La consigna de los Estados Unidos de Europa, afirmaba  : « Pero si la consigna de los Estados Unidos republicanos de Europa, que se liga al derrocamiento revolucionario de las tres monarquías más reaccionarias de Europa, encabezadas por la rusa, es absolutamente invulnerable como consigna política, queda aún la importantísima cuestión del contenido y la significación económicos de esta consigna. Desde el punto de vista de las condiciones económicas del imperialismo, es decir, de la exportación de capitales y del reparto del mundo por las potencias coloniales "avanzadas" y "civilizadas", los Estados Unidos de Europa, bajo el capitalismo son imposibles o son reaccionarios. »

Los Estados Unidos de Europa, un siglo después, siguen sin existir, pero la burguesía europea no ha considerado que su carácter « imposible » y su naturaleza « reaccionaria » fueran incompatibles, sino que los fundieron en una imposibilidad política profundamente reaccionaria. Obviamente, dentro de un marco capitalista, la idea de que el núcleo originario y el centro histórico del capitalismo que constituye Europa pudiera ser gestionado democráticamente en el marco de una República federal, constituye un imposible. Esto equivaldría a permitir a las mayorías sociales un control sobre el espacio geográfico efectivo de le economía, que ya incluso antes de constituirse la Comunidad Económica Europea, había dejado de ser un espacio nacional. Europa se constituirá por este motivo sobre el principio del mercado y no sobre un principio democrático, federal y republicano. El proceso que habrá de desembocar en la Europa actual se inicia justo después de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y se encuentra directamente asociado con el Plan Marshall, el gran plan de inversiones por el cual los EEUU pretenden relanzar una economía europea cuyas bases habían quedado destruidas por la guerra. Los Estados Unidos necesitan urgentemente reconstruir Europa con tres objetivos : 1) recuperar la deuda de guerra acumulada por los países europeos, 2) recuperar un mercado europeo para sus exportaciones, 3) contener mediante la prosperidad económica la expansión del socialismo tanto desde fuera (por la amenaza soviética) como desde dentro (por la exacerbación de la lucha de clases en el momento postbélico).

Por mucho que hoy se nos diga que la unidad europea tuvo por objetivo la paz, la prosperidad y el desarrollo de un modelo social democrático, la realidad es en buena medida distinta. El primer medio de que se vale la unificación europea es el mercado y el objetivo principal es que este predominio del mercado entendido como factor de prosperidad acalle las reivindicaciones del movimiento obrero. El Plan Marshall irá así acompañado de toda una serie de propuestas de carácter institucional orientadas a la coordinación de las economías europeas y la creación de mercados comunes. Como se sabe, la primera de las instituciones surgidas de esta inspiración es la CECA, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951). Con ella se trata de unificar los mercados del carbón y de la siderurgia de Francia y Alemania, los dos grandes Estados continentales rivales en la Segunda Guerra Mundial y de conseguir que gestionasen en común estos dos sectores militarmente estratégicos. Según su inspirador, Robert Schumann, se trataba de “hacer que la guerra no solo fuese impensable sino materialmente imposible”. El objetivo declarado era que “la producción de carbón y de acero en su totalidad se coloque bajo una Alta Autoridad, en la estructura de una organización abierta a la participación de los demás países de Europa”. De este modo, se salvaguardaban las perspectivas de paz y se creaba un mercado común en el cual en interés común de las partes contribuía a superar las rivalidades. El modelo del « dulce comercio » no solo es un modelo económico, sino intrínsecamente una estrategia política, la única estrategia política que permite al Estado nación salir de sus propios límites, sin por ello desaparecer. Y es que, contrariamente a cuanto suele afirmarse, el liberalismo y, muy en particular, su variante contemporánea, el neoliberalismo, no está en absoluto reñido con el Estado y aún menos con un Estado nación que necesita vitalmente para llevar a cabo su programa. La mala sorpresa de 1918, seguida por los momentos de fuerte tensión de la lucha de clases que vivió Europa en los años 20 y 30 fue la muestra patente de la incapacidad del viejo liberalismo centrado en el Estado nación para contener el desastre. Desde los años 20, el modelo liberal basado en un Estado nación no intervencionista en materia económica y una total libertad del capital financiero recibe fuertes críticas de la izquierda socialdemócrata y comunista, pero también del fascismo, que proponen fórmulas antiliberales de regreso a un control estatal de la economía. Existe, sin embargo otro tipo de crítica del viejo liberalismo, la formulada por los neoliberales. Se suele creer que el neoliberalismo es un fenómeno reciente, de los últimos veinte o treinta años, pero las obras de sus fundadores austríacos y alemanes datan de los años 20. El neoliberalismo se distingue del liberalismo clásico en su reconocimiento compartido con los críticos estatalistas del liberalismo de que la buena marcha de una economía de mercado requiere una fuerte intervención estatal. Ahora bien, esta intervención no tiene por objetivo sustituir al mercado por el Estado, sino hacer que se den las condiciones óptimas para el buen funcionamiento del mercado. Se trataría de limpiar el terreno para que en condiciones de competencia « libre y no falseada » -según la terminología del Tratado de Lisboa, que es la que Hayek utilizaba ya en los años 30- los distintos agentes económicos realizasen sus transacciones sin impedimentos, lo cual redundaría en el bien común. El texto fundador de la Comunidad Económica Europea, el Tratado de Roma (1957), menciona entre los medios para el logro de estos fines: “un régimen que garantice que la competencia no será falseada en el mercado interior”. La competencia, el libre mercado, se convierte así en el medio fundamental para el logro de un fin político.
5.
Este planteamiento será el que conducirá a la creación de las Comunidades Europeas -tras la creación de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom)- pero antes habrá servido de base a uno de los principales acontecimientos políticos del siglo XX europeo : la constitución de la República Federal Alemana, como auténtico laboratorio político y social de las tesis de la variante alemana del neoliberalismo, el ordoliberalismo. La creación de la República Federal Alemana es el resultado de un proceso complejo de refundación de un Estado alemán a partir de las zonas de ocupación occidentales de Alemania. Alemania era un país destruido, ocupado y dividido, sin personalidad estatal. Para convertirse en sujeto de derecho internacional, tenía que refundarse como Estado. Sin embargo, esta refundación era harto problemática. No podía basarse ni en la nación ni en ningún rasgo de identidad cultural, tras la exaltación genocida de esta que realizó el nacional-socialismo, ni tampoco en la historia inmediata, pues no había continuidad política que reivindicar. El entorno de Adenauer, el político democristiano que protagonizó la creación del nuevo Estado propuso fundarlo en un consenso básico: la aceptación del libre mercado como base de la prosperidad económica. Un libre mercado, sin embargo, que no será un retorno al liberalismo antiguo, pues para instituirse necesita crear un Estado. La creación de la República Federal es así un fenómeno que contradice abiertamente el antiestatismo liberal clásico y exhibe de manera patente el nuevo planteamiento neoliberal. El Estado debe ser garante del mercado y de la libre competencia, pero estos son a la vez la base de legitimidad del Estado. El nuevo ordenamiento social y político de la RFA se basa en la “economía social de mercado”, una combinación de la más amplia libertad de mercado con la creación de un marco de relaciones sociales no conflictivo con una fuerte intervención estatal en ambos aspectos. En este marco, la fuerte inyección de capitales americanos del plan Marshall, unida a las reformas monetarias del ministro de finanzas Ludwig Erhard producen el “milagro alemán”.

El experimento alemán fue extendido a nivel de seis Estados de Europa occidental constituyéndose así en 1957 la Comunidad Económica Europea. Sus objetivos y principios coinciden con los de la RFA, su fundamento político en la articulación entre Estado y mercado, también:
La comunidad -afirma el artículo 2 del Tratado de Roma- tendrá por misión promover, mediante el establecimiento de un mercado común y la progresiva aproximación de las políticas económicas de los Estados miembros un desarrollo armonioso de las actividades económicas en el conjunto de la Comunidad, una expansión continua y equilibrada, una estabilidad creciente, una elevación acelerada del nivel de vida y relaciones más estrechas entre los Estados que la integran.”

La diferencia entre la RFA y la Comunidad Económica Europea es que esta, si bien promueve la libertad económica, no crea para ello un nuevo Estado cuya razón de ser sea fundamentalmente la defensa del libre mercado. La Comunidad se constituye a partir de Estados ya existentes y no crea ningún nuevo Estado. Ni en el momento de su creación en 1957, ni hoy la construcción europea ha producido una entidad política federal. Por mucho que se hable de cesión, de transferencia o de abandono de competencias por parte de los Estados miembros hacia la instancia europea, es un error concebir la construcción europea según esta lógica, que sería la de una construcción confederal o tendencialmente federal. Sin embargo, esto supone la existencia de una instancia central soberana, que no solo tiene competencias compartidas, sino incluso, lo que es más decisivo, ese atributo de la soberanía que es la competencia de tener competencias, o competencia general. La competencia general era en 1957 -y es hoy en 2013- un atributo de los Estados miembros. Son ellos los que pueden conservar o delegar competencias e incluso, teóricamente, recuperarlas. La instancia europea solo tiene una competencia delegada, que no constituye en modo alguno una transferencia de soberanía, pues la soberanía no son las competencias, sino la competencia sobre las competencias.

6.
Esta sorprendente realidad que constituye un poder negativo se entiende mejor cuando se aprecia la función política de la construcción europea. De lo que siempre se ha tratado, como recordaba Lenin en su texto de 1915 era de que los Estados europeos “aplastasen en común el socialismo en Europa”. Como afirma, en el mismo sentido W. Bonefeld: “la creación de la comunidad europea se lee como una “contrarrevolución preventiva” contra las mayorías democráticas, es decir contra las clases obreras europeas”.

Cómo se organiza una “contrarrevolución preventiva”? Puede afirmarse que el liberalismo ha sido desde sus inicios una contrarrevolución preventiva, en cuanto su fundamento es una neutralización del espacio político en favor del predominio sobre la política de una instancia “objetiva”, “natural” que denomina “economía”. Como recuerda Foucault, el liberalismo es en un doble sentido un “gobierno económico”: en un primer sentido lo es en cuanto limita las funciones del gobierno, en otro, en cuanto esta limitación se opera mediante una toma de conciencia de los límites que impone la “economía”. De ahí que el buen gobernante sea el que no va más allá de esos límites y, en la economía se comporta como en la meteorología: reconociendo la necesidad de sus fenómenos. El arte del gobierno se convierte así no en arte de la decisión sino de los límites dictados por el conocimiento objetivo. El poder del soberano no se basa así en un hacer, sino en un no hacer, en un mero saber.

El neoliberalismo modificó este paradigma al reconocer que un mero “no hacer” en un universo social donde la historia ha deformado la naturaleza tiene nefastas consecuencias. Para los neoliberales es precisa una intervención pública enérgica para que el mercado pueda funcionar de manera autorregulada. La función del Estado es así negativa: se trata de eliminar barreras a la circulación de los factores productivos y de liberar sobre todo los movimientos del capital y de sentar las condiciones de una “competencia libre y no falseada”. Ahora bien, ya desde los años 30, uno de los principales teóricos del neoliberalismo reconoció que uno de los medios más eficaces para obtener este resultado es la constitución de estructuras políticas federales. Afirmaba así en 1039, no sin cierta ironía que “si el precio que debemos pagar por un gobierno democrático internacional es una restricción del poder y del ámbito del gobierno, no será ciertamente un precio muy elevado”. Efectivamente, un gobierno democrático internacional con un ordenamiento económico capitalista verá necesariamente reducido su margen de actuación, pues el poder federal tendrá como función principal impedir las interferencias políticas de los Estados en el libre mercado: “la federación -prosigue Hayek- deberá poseer el poder negativo de impedir a los distintos Estados interferir en la actividad económica, aunque no tenga el poder positivo de actuar en su lugar.” Si lo que unifica a pueblos de culturas, historias y constituciones diversas es, en lo material, un mercado común, ninguno de ellos aceptará que una instancia federal legisle en materia económica en un sentido positivo: “como dentro de una federación -concluye Hayek- estos poderes no se pueden dejar a los Estados nación, resulta pues que una federación significa que ninguno de los dos niveles de gobierno podrá disponer de los medios de una planificación socialista de la vida económica”.

Hayek es aquí profético, pues toda la arquitectura institucional de la UE se basa en el principio de este gobierno negativo. Gobierno positivo no existe, pues todas las competencias de la instancia europea son delegadas y esta carece de soberanía. Desde el punto de vista institucional esto produce una serie de cortocircuitos en el entramado institucional clásico de las democracias: 1) el parlamento, elegido conforme a 28 sistemas electorales distintos -lo que da una idea de su representatividad- y con listas nacionales, carece de iniciativa legislativa y de capacidad legislativa autónoma. En otros términos, es un parlamento típico del Antiguo Régimen, como el Parlamento de París antes del verano de 1789, 2) si el legislativo no es legislador, la función legislativa corresponderá a los ejecutivos nacionales cuyos representantes se reúnen en el Consejo de la Unión Europea y la capacidad de iniciativa legislativa corresponderá, según las materias a la Comisión Europea, órgano sui generis que propone textos legislativos y vela por su cumplimiento, o a los Estados miembros.

Como en toda situación política de excepción, los ejecutivos (nacionales) disponen de la capacidad legislativa que comparten con el parlamento en una amplia serie de materias. Ahora bien estos ejecutivos nacionales no han sido en ningún momento elegidos como legisladores de la instancia europea. Su poder, como ocurre muchas veces en cuestiones de política exterior, se basa exclusivamente en una prerrogativa soberana, pero no en una competencia estipulada por la ley nacional. Lo que ocurre es que, en el marco de esa “excepción” se produce más del 60% de la legislación que se aplica en los Estados miembros y la gran mayoría de los textos económicos.
Ahora bien, esta enorme masa legislativa no tiene por finalidad establecer un marco positivo de actuación económica, sino fundamentalmente, garantizar el correcto funcionamiento del mercado y de la competencia. De este modo, el espacio europeo, más que por transferencias de soberanía, se constituye por una autorreducción concertada de las competencias nacionales en materia económica (así como en otros contextos como la defensa que se confían en gran medida a instancias no solo europeas como la OTAN). La economía justifica así la constitución de un grupo de expertos supuestamente ajenos a la decisión política que basan su poder en un saber sobre la economía. Por un lado, los Estados siguen existiendo y siendo soberanos, pero por otros, el saber sobre la economía y algunas instituciones que, como la Comisión Europea, lo materializan, ocupa un espacio cada vez mayor, que sofoca toda decisión política.

Como se puede apreciar, el problema de la Unión Europea no es el de un exceso de competencias políticas positivas, sino, por el contrario, su carencia de ellas. La instancia europea no dispone ni de un verdadero gobierno ni de un auténtico parlamento federal y no dispondrá de ellos mientras lo que tenga que gestionar sea una economía capitalista. Tampoco hay que olvidar que quien decide en la UE son los Estados miembros y no un inexistente gobierno europeo. Esta situación típicamente liberal en que los gobiernos excluyen de su ámbito de actuación positiva la esfera económica se da en el caso europeo de una manera singular que representa el tipo de federación vacía al que aspiraba Hayek. La Unión Europea es así, como afirmaba Lenin “imposible o reaccionaria” y, en algunos aspectos, ambas cosas. Sin embargo, todo regreso a una supuesta “soberanía nacional” en Europa está condenado al fracaso. Los Estados se unen en la UE porque ellos mismos han autolimitado sus competencias en favor del mercado, pero no lo hacen por pertenecer a la UE sino por su propia naturaleza de clase. El retorno al espacio nacional sería así una regresión a posiciones de aún mayor debilidad que las que conocemos hoy. Recordemos que entre las pocas victorias de los movimientos sociales asociados al 15M varias de las más importantes tienen que ver con el funcionamiento de las instancias judiciales europeas, con los efectos altamente improbables que puede producir la propia complejidad del sistema. Hay que explorar esos resquicios y esas contradicciones, también a nivel político. Si la Unión Europea es imposible y reaccionaria bajo condiciones capitalistas, un espacio europeo repolitizado y democrático es el marco indispensable para una transformación socialista en la Europa actual. Por terminar con Vladimir Illich, recordemos que “Nuestra salvación está en la revolución europea” (Discurso ante el séptimo Congreso de los sóviets, 1918).

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