(Publicado en el Blog Contraparte, alojado en Público)
1. El término “transversalidad” es uno de los más populares en el lenguaje de los ideólogos y estrategas de Podemos y lo es por muy buenos motivos. El más evidente es que ninguna opción política que no sea transversal a una serie amplia de agentes sociales puede hacerse hegemónica. La idea de transversalidad es, por lo tanto, fundamental para pensar la agregación de distintos sujetos en una acción social y política común. Sin embargo, la transversalidad se dice de muchas maneras: existe una transversalidad teológica basada en la arbitrariedad de un significante vacío y una transversalidad democrática y materialista basada en la producción de una racionalidad común. La primera permanece en el plano de la “ilusión” (otro término usual del podemismo), esto es de la ideología o del conocimiento imaginario, mientras que la otra arranca del suelo imaginario o ideológico en el que nos movemos los humanos reales para desembocar en la producción e invención de nociones comunes, de formas de racionalidad surgidas de la interacción de lo múltiple. La opción por una u otra forma de transversalidad no es inocente, pues están en juego cosas tan importantes como la racionalidad -siempre limitada pero necesaria- en política o la posibilidad misma de una democracia digna de ese nombre.
2. La transversalidad pensada al modo errejonista -y probablemente también al modo laclausiano- se basa en la instauración de un equivalente general trascendente a las distintas demandas existentes en una población. Su eje fundamental es la relación demandas-representación, donde resuenan viejos ecos hobbesianos (el “intercambio de protección por obediencia”). Es fundamental en este planteamiento privar de toda virtualidad política propia a los antagonismos sociales parciales, como las luchas de clases, las luchas de las mujeres y las minorías, el ecologismo, etc., haciendo de ellos la expresión de “dolores”. La idea de que existan contradicciones inscritas en la materialidad de las relaciones sociales de producción es rechazada como “esencialista” por Laclau y sus discípulos españoles: una demanda solo accede a la dignidad política cuando está representada por un significante que le dé cabida junto a otros articulando, de este modo puramente discursivo, un bloque hegemónico capaz de hacerse con el poder de Estado. Laclau y sus discípulos se declaran a este respecto postmarxistas. Frente a los indudables obstáculos con los que el marxismo economicista había bloqueado toda innovación política, los laclausianos intentan pensar la “autonomía de lo político”. Evitan así hacer de lo político una esfera determinada por la esfera económica y piensan la política como un proceso que se desarrolla en el espacio discursivo. Para ellos, la hegemonía es cuestión de significantes y de articulación de demandas en torno a un significante vacío que funciona como un equivalente general de estas demandas cuya pluralidad y diversidad impide una unificación espontánea. La unificación de demandas es necesariamente el resultado de una intervención política realizada en torno de un significante (en sentido amplio) que puede ser una palabra, un nombre, un personaje, un logo, una coleta…Las demandas y los “dolores” adquieren consistencia política cuando son representados o nombrados: antes solo existe el caos, el “tohu bohu” anterior a la creación del mundo por el verbo divino que describe el Génesis. Hay mucho de teología en esta peculiar concepción de la política.
3. Se puede ver en la crítica laclausiana del marxismo, no ya un postmarxismo sino un regreso a posiciones teóricas y políticas anteriores a la obra de Marx. Laclau abandona la perspectiva de las relaciones de producción y de la lucha de clases por considerarlas demandas parciales que solo pueden tener existencia política mediante su unificación con otras demandas alrededor de un significante vacío. Se distancia de la perspectiva marxista por considerarla un esencialismo y un determinismo económico. No le falta razón al abandonar estas posturas, pero al hacerlo incurre en una lectura de la obra de Marx sesgada por el estalinismo. Olvida que la crítica de la economía política de Marx hace imposible la existencia (en las sociedades de clases) de una economía independiente de la lucha de clases y, por consiguiente, de la política. Olvida que el capitalismo como sistema de dominación -nunca fue un “sistema económico”- exige para funcionar como economía de mercado basada en transacciones contractuales que queden ocultas tanto las relaciones de explotación económica como las relaciones de dominación política: que se invisibilice la lucha de clases como realidad política y se la relegue a la “economía”, haciendo correlativamente de las instituciones de la representación el único lugar de la política. Laclau y sus discípulos, intentando superar el estalinismo y pensar la política en su “autonomía”, se ven abocados a reproducir el esquema ideológico básico de la dominación capitalista, la dualidad autorregulación de la economía/autonomía de lo político.
4. Lo que no hace el laclausismo -y aún menos en su variante errejoniana- es pensar la vida social conforme a una tópica (según la lectura de Marx que practica Louis Althusser), esto es como un conjunto de instancias con índices variables de eficacia que hacen de la estructura y de sus partes realidades sobredeterminadas. En este contexto, la sociedad es un todo complejo, una estructura de estructuras en la cual la economía determina “en última instancia” todas las demás instancias y el todo, pero la economía como tal no existe: es causa inmanente en el sentido en que solo existe como sobredeterminada por todas las demás instancias. Podría decirse por la misma razón que es causa ausente, pues solo es eficaz en el marco de la causalidad de la estructura. La economía como causa no es nada, no es nada más que la eficacia de la producción material y de las relaciones que la organizan y que reproducen sus condiciones de existencia a través de las demás instancias de la estructura social. Tanto la economía como las demás esferas están atravesadas por la política -no en el sentido de una esfera política específica sino en el más general de la lucha de clases-. No hace falta decir que la lucha de clases no se reduce a un fenómeno “económico”: la lucha de clases es un proceso transversal a las distintas instancias. Reducir -poniendo del revés al economicismo- la política a la acción en la instancia política y en la ideológica es impedirse actuar sobre las relaciones de producción. No es así extraño que el término “relaciones de producción” sea ajeno a la teoría de Laclau. Actuar en la esfera política es necesario, incluso indispensable, pero nunca suficiente: hay política más allá de “lo político”. Si algo no está enseñando el reflujo de los procesos de cambio latinoamericanos es la insuficiencia de una acción limitada a la esfera política, a una gestión del presupuesto sin ninguna consecuencia real sobre las relaciones de producción.
5. La teoría de Laclau piensa la política como una práctica exclusivamente interna a la esfera política, revirtiendo el gesto de Marx que, mediante su tópica, politiza a través del concepto de lucha de clases el conjunto de las instancias de la vida social, incluyendo la economía… y la propia esfera política. La política pensada desde la trascendencia de un significante vacío tiene las características de una teología política. La doctrina errejoniana reproduce y exacerba importantes elementos de las teologías políticas -de matriz burguesa- típicas de las izquierdas como la idea de una vanguardia que conoce el sentido de la historia y que transforma la clase en sí en clase para sí, el saber sobre el proceso histórico como legitimación de la vanguardia o la idea de un destino político (el socialismo, el cambio…). Si la izquierda se proponía construir la clase mediante su representación por el partido, el errejonismo se propone “construir el pueblo”, recuperando la idea hobbesiana de un pueblo que es efecto de la representación de la multitud por el soberano: “The King is the People”, afirmaba Hobbes en el De Cive. El errejonismo tiene al menos la virtud de reconocer la necesidad de la transversalidad, de defender una posición particular en nombre de lo universal, lo cual le otorga una enorme ventaja respecto del sectarismo de la izquierda clásica. Esa ventaja es también su desventaja, pues su posición se basa en una teología política opuesta a la de la izquierda tradicional, una teología que genera un cierre dogmático político y discursivo que impide integrar a quien no acepte este cierre en un proyecto político común. Una teología (de izquierdas) excluye a otra teología, lo cual obstaculiza la necesaria política de alianzas basada en la transversalidad. Un proyecto hegemónico viable debe salir de ese plano en el que están ausentes, en nombre de una concepción extremista de la representación política, tanto la participación efectiva de la multitud como una oposición entre la ideología y su otro, sea este la ciencia o la simple razón.
6. Solo una perspectiva laica (no teológico-política) y basada en lo común y su potencial de producción de racionalidad puede servir de base a una auténtica transversalidad y propiciar las confluencias necesarias para un desborde político y social. Tal vez pueda aclararse algo el debate sobre la confluencia y la izquierda recordando un concepto muy simple procedente de la tradición ilustrada: el laicismo. Contrariamente a una práctica habitual, el laicismo no es un arma que pueda blandirse contra las personas religiosas para obligarlas a profesar una convicción o una confesión “laica”, sino todo lo contrario. El laicismo no es una obligación del ciudadano, sino del Estado, de los poderes públicos, los cuales no deben tener ningún tipo de identidad religiosa. El Estado debe velar por la libertad de culto y por el normal desarrollo de las prácticas religiosas que no entren en conflicto con la legalidad (los sacrificios humanos deberían obviamente estar prohibidos, así como la violencia interconfesional u otras formas de violencia de matriz religiosa), pero esto no debe constituir el contenido de ninguna ideología religiosa propia del Estado. El ciudadano debe, por los motivos ideológicos que mejor le inspiren, obedecer a las leyes y respetar a sus conciudadanos. La confluencia de fuerzas democráticas antiausteridad debería inspirarse en este principio “laico”. No es para nada necesario que la confluencia se declare “de izquierdas”, sería incluso contraproducente, pues de lo que se trata es de permitir la coexistencia dentro de un bloque hegemónico de muy diversos puntos de vista e ideologías, algunos de los cuales son “de izquierda”, sin que tengan que serlo necesariamente todos. Lo único importante es la coincidencia en un programa político: los motivos por los que unos u otros apoyen ese programa son privados y secundarios. Si alguien se opone a las políticas de austeridad inspirado por la caridad cristiana, por la justicia musulmana, por la sidaqqa judía, por los ideales humanitarios del socialismo o por un análisis en términos de lucha de clases de la coyuntura es algo perfectamente indiferente a la hora de fomentar y aplicar políticas que permitan salir de la miseria neoliberal y reconquistar la democracia.
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