El título del último libro de Emmanuel Rodríguez, La política contra el Estado (Madrid, Traficantes de sueños, 2018) suena a día de hoy como una paradoja: ¡cómo va a ser posible pensar un política contra el Estado, cuando toda política se concibe dentro del Estado!. Puede ciertamente pensarse una política dirigida contra un Estado determinado, pero siempre desde la referencia a otro Estado como punto de llegada. Puede también pensarse, como lo hace el joven Marx, y probablemente también cierto Marx maduro, llevados ambos de ensueños saintsimonianos, una desaparición a la vez del Estado y de la política en la que “la administración de los hombres queda sustituida por la administración de las cosas”. Afortunadamente, hay bastante en este trabajo constantemente replanteado que es la obra de Marx para criticar esa escalofriante ilusión. Lo que, en el paradigma actual del pensamiento político es apenas pensable es que exista una política fuera del Estado, o más aún, que en realidad solo exista política en ese fuera del Estado y que el Estado sea en cambio un potente instrumento de despolitización de la sociedad. El libro que comentamos navega pues a contracorriente a fin de recuperar ese terreno de la política sin el Estado que, en los inicios del movimiento obrero y en algunos momentos de crisis revolucionaria que sacudieron la modernidad capitalista pudo parecer una evidencia.
Apuntan los primeros capítulos del texto a esos momentos hoy lejanos en que fue posible para el movimiento obrero y para las clases populares pensar la construcción de un mundo al margen del capital y de su Estado. Es algo en lo que existió un acuerdo bastante amplio entre anarquistas y socialistas, más allá de sus importantes diferencias: era preciso, para acabar con la explotación capitalista crear espacios sociales ajenos al orden capitalista, espacios de convivencia, de solidaridad, incluso de producción material y de educación. El florecimiento de sindicatos, clubes, casas del pueblo, ateneos, mutuas, círculos, bibliotecas populares, etcétera que se dio a finales del siglo XIX y aún a principios del XX tenía por objetivo crear una nueva sociedad y una nueva cultura obrera, heredera de las Luces burguesas, de su filosofía y de su ciencia, pero independiente del mando capitalista. Se trataba de llegar a tal acumulación de fuerzas a nivel social que el mundo de los trabajadores pudiera prescindir del de la burguesía, rompiendo con él ya sea mediante la huelga general o, incluso mediante una arrolladora victoria electoral de la socialdemocracia.
Esta perspectiva de lo que denominaba el anarcosindicalista francés Émile Pouget “acción directa” fue progresivamente abandonada y solo pervivió en los movimientos anarquistas. La política socialista -y posteriormente comunista- terminó decantándose exclusivamente a favor de una estrategia de conquista del poder político por el partido obrero. La autonomía política de los trabajadores quedó supeditada a la hegemonía política del partido hasta desaparecer casi completamente. Solo en los episodios insurreccionales volvió a emerger la autonomía bajo la forma de los soviets, los consejos obreros, etc. o en las colectivizaciones y las experiencias de autogestión de la revolución española. Sin embargo, todas estas experiencias acabaron siendo sometidas a la línea de los partidos de vanguardia y a una política centrada en el Estado.
Emmanuel Rodríguez, a lo largo de los capítulos centrales de su libro repasará la larga historia del olvido de la autonomía. Una historia que es la de la autonomía de lo político, que se confunde con la del mito del Estado como autofundación jurídica del derecho. Desde la revolución conservadora a las doctrinas del Estado de derecho nos encontramos con teorías que fundan el derecho en un hecho ya jurídico, sea esta la decisión legisladora del soberano conforme al planteamiento decisionista de la “revolución conservadora” que se refleja en obras como la de Donoso Cortés o Carl Schmitt, sea la subsunción conforme a derecho de toda norma bajo una norma jurídica de rango superior según el normativismo de Kelsen. Lo que describe minuciosamente el libro que comentamos son los vericuetos de este círculo cerrado que es una política basada en el derecho y el Estado. Vericuetos que tienen sus gloriosos antecedentes en las doctrinas contractualistas del siglo XVII en las que el origen del derecho se situaba desde el principio en un acto jurídico como es el contrato. Toda la doctrina jurídica y política de la modernidad burguesa hasta nuestros días se dirige a mantener este cierre, a impedir con él que se piense el origen histórico del derecho y el Estado, así como las dinámicas internas a la multitud, las formas diversas de cooperación -tanto igualitarias como jerárquicas- que producen la ilusión del Estado como orden jurídico que se funda a sí mismo. La historia de la izquierda, sobre todo marxista, ha seguido de cerca estas pautas sentadas por el pensamiento teórico y la ideología del Estado burgués. Con honrosas excepciones como las que representan el pensamiento a contracorriente de Pashukanis, Althusser o el último Poulantzas. En casi todos los demás casos, la izquierda, incluso radical, ha sido presa de los dispositivos de normalización estatal, incluso, con consecuencias a menudo trágicas, durante los episodios revolucionarios. Si algo puede echarse de menos dentro de la recapitulación del pensamiento político moderno que hace este libro, es alguna alusión a la línea alternativa del pensamiento político moderno. Esta es la que en términos de Antonio Negri constituye la línea maldita de la modernidad, la que considera el poder desde el punto de vista de la rigurosa inmanencia como relación y como correlación de fuerzas, al margen del problema de la legitimidad: la línea Maquiavelo-Spinoza-Marx, enfrentada a la línea “bendita” Locke-Rousseau-Hegel. Esto habría permitido comprender mejor cómo muchas posiciones de la línea bendita constituyen respuestas a las de la línea maldita y subterránea y cómo la problemática jurídico-política de la modernidad no se ha constituido sin antagonismo.
Consideración aparte merecen en el libro las tesis sobre la clase media. La clase media se presenta como un producto del Estado, un producto que es a la vez el asiento material de la estabilidad y la legitimidad del propio Estado. La clase media se convierte así en la forma que adopta a través del Estado total y el Estado social del siglo XX, el mito de la autofundación del Estado. Más allá de las luchas de clases, la clase media se presenta a sí misma como un orden jurídico y como el fundamento mismo del orden jurídico. Si tomamos como referencia la tripartición que hace Carl Schmitt de los tipos de pensamiento jurídico entre decisionismo, normativismo y pensamiento del orden concreto, que constituyen formas de autofundación del derecho y del Estado, la clase media sería la materialización de una fundamentación del derecho en un “orden concreto” basado en la redistribución controlada de poder y recursos a través del Estado como medio de autorreproducción de este y del orden social capitalista. La clase media es así un dispositivo clave de normalización y estabilización, de ahí que las crisis capitalistas se vivan como crisis de “la economía” y de la “clase media” y no ya como efectos de la lucha de clases. La lucha de clases queda ocultada tras el dispositivo clase media, pero esto no la hace desaparecer. La lucha de clases sigue produciendo efectos a través de este dispositivo y de sus mediaciones económicas, políticas y jurídicas como una “causa ausente”, ausente tal vez por no existir sino a través de su realización en y por esas mediaciones que pretenden haberla abolido.
En otros libros del mismo autor el dispositivo clase media ha sido correctamente utilizado a la hora de explicar fenómenos complejos como la transición política española o el 15M. La constitución de una clase media como dispositivo a la vez ideológico y material de ocultación de la lucha de clases y de correlativa legitimación del Estado es una de las claves que permite pensar la derrota de la autonomía obrera en la transición o la normalización del 15M en la política institucional de Podemos o de los diversos institucionalismos. Sin embargo, no hay que tomar la clase media como una realidad, sino como un dispositivo ideológico-material. Cuando no se hace esta distinción se acepta una supuesta realidad objetiva de la clase media al margen de su función de normalización y de legitimación del orden capitalista como Estado, con lo que hace mutis por el foro el carácter capitalista de ese orden, desaparecen las relaciones sociales de producción capitalistas, se desvanecen la explotación y la lucha de clases. Se corre así el riesgo de que la política se convierta en una suma de demandas unidas por una lógica equivalencial bajo un significante vacío en “un laclausismo al revés”. A pesar de que se defiende una política “de parte”, un concepto de la multitud no atravesado por la lucha de clases y no inscrito en el marco concreto de las relaciones de producción capitalistas vigentes y de su modo de acumulación actual corre el riesgo de fomentar una ilusión inversa a la de la autonomía de lo político: la “autonomía de lo social”.
A falta de una perspectiva estratégica que tenga en cuenta la realidad efectiva, el sustrato material -a la vez que el resultado- del dispositivo “clase media” que no es sino la fuerte dispersión espacial, temporal, cultural, sexual, etc. del trabajo vivo en nuestro días, sería imposible plantearse no ya una salida del capitalismo, sino formas efectivas de resistencia. Una de las grandes virtudes del planteamiento de Emmanuel Rodríguez es que permite responder a las políticas de la identidad de clase que hoy proponen las izquierdas de Estado, pero su inconveniente es que, una vez abandonado un concepto sociológico de las clases, abandona también como si lo uno implicase lo otro, la propia lucha de clases. Ahora bien, la lucha de clases no es el enfrentamiento entre dos grupos preexistentes, sino una fractura social originada en las relaciones de producción capitalistas. El que la clase media haya borrado los perfiles sociológicos de las clases no implica que no exista lucha de clases, por mucho que en la fase actual esta produzca y reproduzca un proletariado disperso, múltiple, multitudinario. Es posible pensar el antagonismo social a través de la clase media y del Estado, pero para ello es necesario extraer todas las consecuencias del hecho de que la clase media no es el fin de la lucha de clases, sino el efecto imaginario, ideológico, de la lucha de clases en tiempos de dispersión del trabajo vivo. Un efecto que no cabe atribuir al propio Estado (que forma parte de la ilusión) pues como afirma correctamente Emmanuel Rodríguez: “la clase media es el Estado.”
Apuntan los primeros capítulos del texto a esos momentos hoy lejanos en que fue posible para el movimiento obrero y para las clases populares pensar la construcción de un mundo al margen del capital y de su Estado. Es algo en lo que existió un acuerdo bastante amplio entre anarquistas y socialistas, más allá de sus importantes diferencias: era preciso, para acabar con la explotación capitalista crear espacios sociales ajenos al orden capitalista, espacios de convivencia, de solidaridad, incluso de producción material y de educación. El florecimiento de sindicatos, clubes, casas del pueblo, ateneos, mutuas, círculos, bibliotecas populares, etcétera que se dio a finales del siglo XIX y aún a principios del XX tenía por objetivo crear una nueva sociedad y una nueva cultura obrera, heredera de las Luces burguesas, de su filosofía y de su ciencia, pero independiente del mando capitalista. Se trataba de llegar a tal acumulación de fuerzas a nivel social que el mundo de los trabajadores pudiera prescindir del de la burguesía, rompiendo con él ya sea mediante la huelga general o, incluso mediante una arrolladora victoria electoral de la socialdemocracia.
Esta perspectiva de lo que denominaba el anarcosindicalista francés Émile Pouget “acción directa” fue progresivamente abandonada y solo pervivió en los movimientos anarquistas. La política socialista -y posteriormente comunista- terminó decantándose exclusivamente a favor de una estrategia de conquista del poder político por el partido obrero. La autonomía política de los trabajadores quedó supeditada a la hegemonía política del partido hasta desaparecer casi completamente. Solo en los episodios insurreccionales volvió a emerger la autonomía bajo la forma de los soviets, los consejos obreros, etc. o en las colectivizaciones y las experiencias de autogestión de la revolución española. Sin embargo, todas estas experiencias acabaron siendo sometidas a la línea de los partidos de vanguardia y a una política centrada en el Estado.
Emmanuel Rodríguez, a lo largo de los capítulos centrales de su libro repasará la larga historia del olvido de la autonomía. Una historia que es la de la autonomía de lo político, que se confunde con la del mito del Estado como autofundación jurídica del derecho. Desde la revolución conservadora a las doctrinas del Estado de derecho nos encontramos con teorías que fundan el derecho en un hecho ya jurídico, sea esta la decisión legisladora del soberano conforme al planteamiento decisionista de la “revolución conservadora” que se refleja en obras como la de Donoso Cortés o Carl Schmitt, sea la subsunción conforme a derecho de toda norma bajo una norma jurídica de rango superior según el normativismo de Kelsen. Lo que describe minuciosamente el libro que comentamos son los vericuetos de este círculo cerrado que es una política basada en el derecho y el Estado. Vericuetos que tienen sus gloriosos antecedentes en las doctrinas contractualistas del siglo XVII en las que el origen del derecho se situaba desde el principio en un acto jurídico como es el contrato. Toda la doctrina jurídica y política de la modernidad burguesa hasta nuestros días se dirige a mantener este cierre, a impedir con él que se piense el origen histórico del derecho y el Estado, así como las dinámicas internas a la multitud, las formas diversas de cooperación -tanto igualitarias como jerárquicas- que producen la ilusión del Estado como orden jurídico que se funda a sí mismo. La historia de la izquierda, sobre todo marxista, ha seguido de cerca estas pautas sentadas por el pensamiento teórico y la ideología del Estado burgués. Con honrosas excepciones como las que representan el pensamiento a contracorriente de Pashukanis, Althusser o el último Poulantzas. En casi todos los demás casos, la izquierda, incluso radical, ha sido presa de los dispositivos de normalización estatal, incluso, con consecuencias a menudo trágicas, durante los episodios revolucionarios. Si algo puede echarse de menos dentro de la recapitulación del pensamiento político moderno que hace este libro, es alguna alusión a la línea alternativa del pensamiento político moderno. Esta es la que en términos de Antonio Negri constituye la línea maldita de la modernidad, la que considera el poder desde el punto de vista de la rigurosa inmanencia como relación y como correlación de fuerzas, al margen del problema de la legitimidad: la línea Maquiavelo-Spinoza-Marx, enfrentada a la línea “bendita” Locke-Rousseau-Hegel. Esto habría permitido comprender mejor cómo muchas posiciones de la línea bendita constituyen respuestas a las de la línea maldita y subterránea y cómo la problemática jurídico-política de la modernidad no se ha constituido sin antagonismo.
Consideración aparte merecen en el libro las tesis sobre la clase media. La clase media se presenta como un producto del Estado, un producto que es a la vez el asiento material de la estabilidad y la legitimidad del propio Estado. La clase media se convierte así en la forma que adopta a través del Estado total y el Estado social del siglo XX, el mito de la autofundación del Estado. Más allá de las luchas de clases, la clase media se presenta a sí misma como un orden jurídico y como el fundamento mismo del orden jurídico. Si tomamos como referencia la tripartición que hace Carl Schmitt de los tipos de pensamiento jurídico entre decisionismo, normativismo y pensamiento del orden concreto, que constituyen formas de autofundación del derecho y del Estado, la clase media sería la materialización de una fundamentación del derecho en un “orden concreto” basado en la redistribución controlada de poder y recursos a través del Estado como medio de autorreproducción de este y del orden social capitalista. La clase media es así un dispositivo clave de normalización y estabilización, de ahí que las crisis capitalistas se vivan como crisis de “la economía” y de la “clase media” y no ya como efectos de la lucha de clases. La lucha de clases queda ocultada tras el dispositivo clase media, pero esto no la hace desaparecer. La lucha de clases sigue produciendo efectos a través de este dispositivo y de sus mediaciones económicas, políticas y jurídicas como una “causa ausente”, ausente tal vez por no existir sino a través de su realización en y por esas mediaciones que pretenden haberla abolido.
En otros libros del mismo autor el dispositivo clase media ha sido correctamente utilizado a la hora de explicar fenómenos complejos como la transición política española o el 15M. La constitución de una clase media como dispositivo a la vez ideológico y material de ocultación de la lucha de clases y de correlativa legitimación del Estado es una de las claves que permite pensar la derrota de la autonomía obrera en la transición o la normalización del 15M en la política institucional de Podemos o de los diversos institucionalismos. Sin embargo, no hay que tomar la clase media como una realidad, sino como un dispositivo ideológico-material. Cuando no se hace esta distinción se acepta una supuesta realidad objetiva de la clase media al margen de su función de normalización y de legitimación del orden capitalista como Estado, con lo que hace mutis por el foro el carácter capitalista de ese orden, desaparecen las relaciones sociales de producción capitalistas, se desvanecen la explotación y la lucha de clases. Se corre así el riesgo de que la política se convierta en una suma de demandas unidas por una lógica equivalencial bajo un significante vacío en “un laclausismo al revés”. A pesar de que se defiende una política “de parte”, un concepto de la multitud no atravesado por la lucha de clases y no inscrito en el marco concreto de las relaciones de producción capitalistas vigentes y de su modo de acumulación actual corre el riesgo de fomentar una ilusión inversa a la de la autonomía de lo político: la “autonomía de lo social”.
A falta de una perspectiva estratégica que tenga en cuenta la realidad efectiva, el sustrato material -a la vez que el resultado- del dispositivo “clase media” que no es sino la fuerte dispersión espacial, temporal, cultural, sexual, etc. del trabajo vivo en nuestro días, sería imposible plantearse no ya una salida del capitalismo, sino formas efectivas de resistencia. Una de las grandes virtudes del planteamiento de Emmanuel Rodríguez es que permite responder a las políticas de la identidad de clase que hoy proponen las izquierdas de Estado, pero su inconveniente es que, una vez abandonado un concepto sociológico de las clases, abandona también como si lo uno implicase lo otro, la propia lucha de clases. Ahora bien, la lucha de clases no es el enfrentamiento entre dos grupos preexistentes, sino una fractura social originada en las relaciones de producción capitalistas. El que la clase media haya borrado los perfiles sociológicos de las clases no implica que no exista lucha de clases, por mucho que en la fase actual esta produzca y reproduzca un proletariado disperso, múltiple, multitudinario. Es posible pensar el antagonismo social a través de la clase media y del Estado, pero para ello es necesario extraer todas las consecuencias del hecho de que la clase media no es el fin de la lucha de clases, sino el efecto imaginario, ideológico, de la lucha de clases en tiempos de dispersión del trabajo vivo. Un efecto que no cabe atribuir al propio Estado (que forma parte de la ilusión) pues como afirma correctamente Emmanuel Rodríguez: “la clase media es el Estado.”
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