martes, 7 de abril de 2020



Ante el coronavirus: salvar el capital


Publicado en El cuaderno digital.


Bruselas cerrada. Foto de Juan Sánchez Gutiérrez


1.
El capitalismo, hoy por hoy, es el modo de producción del que vivimos. Si bien existen en los intersticios del capitalismo elementos de una realidad distinta, formas de cooperación espontánea, bienes comunes, etcétera, estos no están en condiciones de sustituir de la noche a la mañana las relaciones sociales de producción capitalistas. Ahora, en la hora de uno de los más pavorosos fracasos del capitalismo, conviene no olvidar la capacidad que ha tenido este régimen de movilizar fuerza de trabajo humana, inteligencia, pasiones, recursos de todo tipo, para crear una civilización planetaria que se superpone en el marco de una globalización económica y cultural a las demás civilizaciones. Una civilización que incluso en los lugares del mundo más pobres ha aumentado el nivel de vida e incluso, de manera muy considerable, la esperanza de vida; eso sí, con desigualdades insultantes en el reparto de la riqueza y del poder de decisión, así como en la propia esperanza de vida, en la cual existe una diferencia de casi veinte años si se comparan los datos del Banco Mundial para Europa y los Estados Unidos con los de África. Esta civilización ha conectado también el planeta desde el punto de vista de las redes comerciales, la movilidad de las personas y el intercambio de cultura y conocimientos de un modo que hasta hace solo unas décadas nadie habría soñado. La combinación de fuerzas productivas que ha operado el capitalismo bajo sus relaciones de producción específicas constituye así una suma de potencia humana sin parangón en la historia de nuestra especie y de sus sociedades. Todo ello unido, a pesar de sus múltiples insuficiencias, a una extensión de las democracias formales y los regímenes representativos a la mayor parte del planeta. Existen tiranías y regímenes despóticos, pero tienen hoy que presentarse maquillados de democracia. No estamos ni mucho menos ante el fin de la historia realizado por la economía de mercado y la democracia liberal, pues el capitalismo actual está atravesado tanto en sus aspectos políticos como en los propiamente económicos por profundas contradicciones de las que son índice las desigualdades gigantescas a las que nos hemos referido y que son sobradamente conocidas.

2.
Frente a la ilusión de un fin de la historia feliz, después de las guerras del Golfo, el 11 de septiembre y sus consecuencias militares y políticas, la emergencia terrorista y la crisis financiera de 2008 que supusieron golpes muy graves a la estabilidad y a la propia imagen del régimen capitalista a nivel mundial, la crisis del coronavirus tiene aires de fin del mundo; de una crisis de la presencia en términos del antropólogo italiano Ernesto de Martino, en la cual la presencia del hombre en el mundo se ve cuestionada y casi nada de lo habitual tiene ya sentido. Bien es cierto que no hubo que esperar a la pandemia para que esta crisis se produjera: la inestabilidad de los marcos vitales, la precariedad material y moral de una vida que se confunde con el trabajo y con la valorización del capital son elementos de profundísima desorientación. Paradójicamente, en la economía-mundo desplegada lo que ha dejado de haber es mundo, esto es un espacio habitable para el hombre en el cual sea posible reaccionar ante los acontecimientos con sentido y probabilidades de éxito. Todo tiene un aspecto de lotería o de casino, de rueda de la fortuna… Reina por doquier la inseguridad. El coronavirus sólo ha venido a radicalizar esa crisis de la presencia haciendo de la muerte una amenaza inminente para todos. El capitalismo, que prolongó la vida, hoy la acorta; el capitalismo que dio a buena parte de los seres humanos una aparente seguridad material frente a la naturaleza, hoy produce con elementos de la naturaleza venenos y pestilencias y los transmite a través de sus circuitos mundiales de distribución y de transporte de personas y mercancías .

3.
La defensa de las poblaciones ante la pandemia se está realizando a expensas de los intereses particulares del capital: por un lado, atendiendo a dictámenes científicos de médicos y epidemiólogos; por otro, respondiendo al miedo al contagio de las poblaciones. No es posible ya a los capitalistas colectivos que son los Estados ignorar en nombre del beneficio inmediato la amenaza emergente de una pandemia mortífera. Han tenido así que tomar medidas para salvar a las poblaciones e indirectamente salvar el capital. Desde un cierto aspecto era cuestión de salvar también la cara de los Estados y de sus gobernantes de mantener su legitimidad política y social: ni las autoridades chinas pudieron cerrar los ojos ante las advertencias de los médicos y los temores de la población, como intentaron hacerlo inicialmente en Wuhan, ni pudieron tampoco hacerlo las británicas o norteamericanas que apostaron por una inmunidad de rebaño con un coste previsible de decenas si no centenares de muertes, antes de cambiar de actitud y aceptar medidas de confinamiento masivo. Desde otro punto de vista, de lo que se trataba era de salvar de un contagio masivo con un coste de vidas considerable uno de los componentes básicos del capital: el capital variable, esto es la fuerza de trabajo humana.

4.
Cabe recordar que el capital se compone según Marx de capital fijo, esto es instalaciones, maquinaria, materias primas, etcétera, y de capital variable, esto es capacidad humana de trabajar de la que todos somos en un grado u otro portadores. El primer componente se denomina fijo porque su uso no determina ningún aumento del capital, ninguna creación de valor, sino que supone más bien un desgaste y un consumo. Solo el segundo componente varía en sentido positivo, pues el uso de fuerza de trabajo humana en un proceso de trabajo engendra valor, incluso un valor bastante mayor del necesario para reproducir esa fuerza de trabajo alimentando, alojando, reproduciendo físicamente a sus portadores humanos. Dada la dependencia vital del capitalismo respecto del capital variable, es indispensable para este régimen convertirse en régimen biopolítico, es decir, en un orden político y social que fomenta la vida, pues esta es el soporte de la creación de beneficio y de la acumulación ampliada de capital que constituye el nervio de todo el sistema. Hoy está en peligro el capital variable debido a la pandemia, pero también lo está el capital fijo debido a su paralización. El capital sólo produce valor cuando se combinan en una extraña alquimia sus dos componentes fundamentales; cuando se usa la fuerza de trabajo humana en procesos que implican un capital fijo. El problema del capital fijo es que su no utilización, en lugar de conservarlo en su integridad, tiende a desgastarlo e incluso al cabo de un tiempo suficientemente largo, a destruirlo. No sólo requieren las instalaciones productivas de un mantenimiento constante que forma parte de su utilización, sino que su no utilización retira las unidades productivas y las empresas del mercado y desvaloriza sus activos materiales cuyo principal valor no es el valor presente de las herramientas, sino el valor futuro de lo que con ellas se produzcan. Un largo cierre de capacidades productivas puede así generar una auténtica destrucción de estas comparable a la que se produce en una guerra. Empresas enteras acabarán fuera del mercado, arruinadas. Muchas que ni siquiera son propietarias de sus locales o de sus máquinas acumularán cuantiosas deudas en concepto de alquileres que no podrán pagar al haberse detenido la producción. Muchas tendrán que cerrar, lo que tiene como consecuencia en una sociedad en la que apenas existen formas de trabajo realmente autónomo que dejen de producirse los productos necesarios para garantizar la reproducción de las vidas de los trabajadores, esto es del capital variable. De ahí la necesidad de evitar un hundimiento súbito del sistema y de proteger el capital tanto fijo como variable.



5.
Nos encontramos ante un dilema. No proteger al capital, al menos en algunas de sus formas, puede significar el derrumbe material de nuestra sociedad, la liquidación junto al capital fijo del capital variable que somos nosotros, el hundimiento de un aparato de salud ya dañado, la reducción drástica de la esperanza de vida, por no hablar de una drástica reducción de la riqueza disponible. No combatir el capitalismo, sin embargo, significa condenarnos a un horizonte oscuro en el que los diversos venenos del capitalismo seguirán derramándose sobre la vida humana y destruyéndola junto a los entornos naturales que la hacen posible: el cambio climático, los incendios masivos y la liquidación de la masa forestal que genera el oxígeno que respiramos, el aumento de los niveles de los océanos que puede ser catastrófico en zonas muy pobladas del planeta, las nuevas pandemias que ya están preparándose en esos laboratorios espontáneos que son las explotaciones porcinas y aviares intensivas y un muy largo etcétera; sin contar los posibles efectos políticos de un mantenimiento de este régimen, como la proliferación de regímenes autoritarios y la liquidación de las libertades formales en nombre de la situación de emergencia sanitaria o climática. La consagración formal de Viktor Orban en Hungría como dictador anuncia lo que puede ocurrir en otros muchos lugares, cuando no está ya sucediendo como en la India o en Filipinas o en la propia China. La idea de que el virus va a derrumbar el capitalismo es sencillamente disparatada: no lo hará mientras no dispongamos de estructuras de producción que permitan sustituirlo y estas no se generan espontáneamente, no surgen de la noche a la mañana ni tampoco permitirán las clases dominantes que las nuevas estructuras se impongan sobre aquellas que son la base de su dominación. No lo permitirán sin lucha, ni la predominancia de las nuevas estructuras de producción se obtendrá mediante un gran acuerdo entre todas las clases sociales, sino mediante un proceso de construcción de hegemonía política de los distintos tipos de trabajadores que hoy componen el proletariado. De hegemonía o más bien de dictadura, pues el nuevo orden deberá establecerse derogando numerosos elementos del derecho de propiedad vigente, imponiéndose sobre el orden anterior. Todo esto tiene, pues, una dimensión antagónica, política; no surgirá, salvo en los sueños de algunos, de un gran consenso moral, sino de la lucha de clases interna al régimen de producción vigente.

6.
El propio Marx, en su profundo antiutopismo, nos enseña que el capitalismo se transforma desde dentro, no desde un desierto o desde el Planeta de los Simios. El socialismo no es un vacío inicial, sino la distancia que adopta una sociedad bajo hegemonía de los trabajadores para transformar las estructuras existentes favoreciendo el despliegue de las relaciones de producción comunistas y bloqueando y finalmente impidiendo la reproducción de las capitalistas. No hay ni una teleología histórica que conduzca ineluctablemente nuestras sociedades al comunismo, ni es posible sostener la idea escatológica de un gran acontecimiento único que todo lo cambie. Pensar que el comunismo está inscrito en la base material del capitalismo es una ilusión dialéctica frecuente entre los marxistas que ven el antagonismo interno a los regímenes capitalistas como el resultado de una contradicción interna entre fuerzas productivas y relaciones de producción y la transición a un nuevo régimen de producción como el trabajo de la negación del orden capitalista inscrita en su propio seno, bajo la figura de las fuerzas productivas o la del proletariado. Una nueva versión de la Providencia haría necesaria esta evolución. Según otra versión más revolucionaria e insurreccionalista, lo que traería el cambio sería un gran acontecimiento enteramente exterior: la huelga general o el coronavirus; hay quien soñó también con una invasión extraterrestre liberadora. Más vale abandonar estos terrenos de ensueños teológicos y regresar a la realidad, hoy marcada por la amenaza de una gran destrucción de capacidad productiva y de una posible catástrofe social, una crisis mucho más dura que la de 2008 que aun recordamos y cuyas consecuencias aun sufrimos, por ejemplo en la degradación de los sistemas sanitarios cuyos efectos son hoy mortíferos.



7.
Hoy, evitar el desastre del hundimiento material implica mantener por todos los medios la existencia humana, el capital variable. Implica también reactivar el aparato económico, el capital fijo, pero hacerlo con nuevas condiciones y nuevas reglas, por ejemplo con una capacidad de planificación a diversos niveles que impida que muchos países se vean privados en momentos de crisis de productos esenciales para la salud humana y su protección, como mascarillas, guantes, respiradores, equipos para realización de pruebas médicas y de detección de contagios, etcétera. A esto pueden añadirse también unos productos alimentarios que deberán producirse de otra manera, abandonando la agricultura intensiva que destruye ecosistemas y cuya actividad ganadera se ha convertido en un laboratorio de nuevos virus (peste porcina, peste aviar, etcétera). Unas cadenas de mercancías más cortas deberán sustituir a las actuales, una desglobalización selectiva se impondrá, aunque sea por motivos de seguridad del abastecimiento. Paradójicamente, la globalización no ha creado una economía descentralizada, sino un sistema tan centralizado como podía ser el de la economía de Estado soviética y con una serie de inconvenientes que estamos ya experimentando: escasez de bienes que solo se producen en unas partes muy determinadas del mundo por motivos de pura rentabilidad, escasa calidad de los productos, peligrosidad de muchos de ellos, peligrosidad también de sus formas de producción.

8.
Todo esto tiene que empezar a cambiar urgentemente y no lo va a hacer solo ni bajo el impulso de los capitalistas ni de su planificación financiera. Es necesaria una acción política que libere los potenciales de cooperación libre de nuestras sociedades y limite hasta abolirla la lógica de la acumulación de capital que nos ha traído hasta aquí. Esto no lo hará ningún gobierno y tendrá que ser impuesto a los gobernantes a partir de un nuevo sentido común de masas y de formas de contrapoder social. Decía Louis Althusser del socialismo real, esa eterna transición al comunismo que acabó desembocando en el capitalismo mafioso, que era «el conjunto de condiciones de imposibilidad del comunismo». El comunismo, un régimen de producción y un orden social en el que la multitud pueda decidir qué produce y cómo lo produce de manera libre y racional, no es una necesidad histórica inscrita en no sé qué dialéctica o Providencia laica, pero sí que es una condición necesaria de la supervivencia y de la vida decente de la especie humana. Tampoco traerá el comunismo ningún gran acontecimiento, ningún milagro, sino una acción política decidida que imponga los cambios necesarios desde dentro de la realidad material existente. Esto implica pensar y poner en práctica una transición efectiva, una gran reconversión del aparato productivo conforme a necesidades sociales expresadas fuera de los circuitos del capital. Primero será necesario no hacer depender la existencia humana del trabajo asalariado introduciendo una renta básica incondicional. En segundo lugar, es necesaria una profunda reconversión del aparato productivo tras la cual, como afirmaba el anarcosindicalista Émile Pouget, los trenes volverán a salir a su hora y se preservarán muchos elementos materiales de una sociedad compleja pero libre y potente, desechando todos aquellos indisolublemente unidos a la explotación y la muerte. Solo así podremos salvar la vida de nuestra especie hoy amenazada y lo haremos, como nos enseña esta crisis, no protegiéndonos a nosotros mismos en un combate por la supervivencia dirigido contra los otros, sino protegiendo a los demás seres humanos, las demás especies, los ecosistemas, el clima, el conjunto de condiciones que hacen posible nuestra existencia en este planeta.

No hay comentarios: