domingo, 5 de abril de 2020

Elogio del vacío y de la distancia

1.

"Estriba, pues, toda naturaleza,
En dos principios: cuerpos y vacío
En donde aquéllos nadan y se mueven:  
Que existen cuerpos, el común sentido
Lo demuestra; principio irresistible
Sin el cual la razón abandonada
De errores en errores se perdiera.
Si no existiera, pues, aquel espacio
Que llamamos vacío, no estarían
Los cuerpos asentados, ni moverse
Podrían, como acabo de decirte."

Lucrecio, De la naturaleza de la cosas, I, 558-568



Uno de los conceptos con más alto valor poético de Louis Althusser - filósofo marxista y a la vez, lo que no es común, buen escritor - es el del “vacío de una distancia que se toma” (le vide d’une distance prise).  El vacío es desde la Antigüedad un concepto filosófico. Existen dos vacíos según Demócrito: el gran vacío del universo infinito donde circulan los átomos -para Demócrito estos son un trazo, un palpitar, un ritmo no propiamente una “cosa”- antes de encontrarse y trenzarse, manteniendo sus “distancias”, y un pequeño vacío que es un componente necesario de la constitución de los cuerpos. Todo lo que existe depende de estos dos vacíos: un vacío infinito coextensivo con el número infinito de los átomos y un vacío finito que en los cuerpos constituidos por el encuentro y trenzado de los átomos representa la intrínseca precariedad de toda realidad, el hecho de que todo cuerpo es una contingencia cuya repetición posibilitada por el vacío constituye una esencia. Una esencia a posteriori, una esencia producida y no un eidos aristotélico que preexiste a la producción de la cosa y la domina. El vacío es una ausencia de garantía, sobrecoge ante todo cuando se piensa como un vacío infinito. Confiesa Pascal contemplando el espacio galileano: “el silencio eterno de los espacios infinitos me asusta.” (Pascal, Pensamientos, Lafuma, 201). El vacío es carencia de sentido, muestra de que el universo no es a la medida del hombre y que el hombre está arrojado en él, tan insignificante como el más pequeño de los insectos, tan invisible en la inmensidad de los espacios como un virus. El vacío es también precariedad de lo que somos, falta absoluta de orientación, no saber porqué estamos aquí y ahora y no en otro lugar ni en otro tiempo. “Quién me ha puesto aquí?” se pregunta Pascal y busca respuesta más allá de la razón, en la fe. Los materialistas que contemplan el vacío, sencillamente desechan esa pregunta por un sentido anterior al universo que justifique mi existencia y la sitúe en un orden o una providencia. El materialismo afirma que todo cuanto existe es inmanente a una naturaleza infinita y rechaza como ficción la idea de un sujeto trascendente, divino o humano, que dé sentido al universo. Y, sin embargo, este vacío de sentido no es trágico, sino condición alegre de toda producción de sentido. Si el sentido no existe desde siempre, nada nos impide producirlo.


2.

Althusser leyó y meditó durante su juventud la obra de Pascal en un campo de trabajo “voluntario” de la Alemania nazi que a la sazón ocupaba Francia. Una lectura oportuna para quien estaba en un lugar fuera de todo lugar. Desde entonces siempre admiró a Pascal, un pensador de los extremos, que dentro de su programa de apologética cristiana roza en todo momento los límites del materialismo más radical, pensando el sinsentido del universo o el carácter estrictamente corporal de toda espiritualidad: la oración como conjunto de gestos, de movimientos del cuerpo, que produce a la vez al sujeto creyente y su fe. Pascal nos brinda un modelo de la ideología como práctica material, de las ideas como algo del cuerpo. Sin embargo, no será Pascal sino Lenin,  otro pensador de los extremos, que no es un filósofo aunque perturba el oficio tranquilo de los filósofos de profesión, quien permita a Althusser introducir un particular concepto del vacío en la filosofía, contra la práctica corriente de la filosofía. En su conferencia Lenin y la filosofía, Althusser abandona la concepción “teoricista” de la filosofía que había defendido anteriormente. Deja de considerar la filosofía como un discurso teórico con un objeto propio, la práctica teórica de las ciencias, y pasa a verla como una intervención, en última instancia política, pues se relaciona con la lucha de clases, en la que están en juego los límites de la ciencia y de la ideología. La ideología, el sentido común en que nos reconocemos y que constituye nuestro “mundo vivido”, es un elemento necesario en la reproducción de las relaciones de producción. La irrupción de discursos teóricos autónomos respecto de la ideología supone un peligro para esa función de reproducción, de ahí que la mayoría de las filosofías aliadas a los poderes vigentes intentaran reconducir las ciencias al orden ideológico que les preexistía. Tal es la función, según Althusser, del idealismo desde Platón a nuestros días: restablecer una continuidad entre la filosofía y el orden social representado por la ideología y los conceptos de la ciencia, explotar incluso a esta última como argumento formalmente apologético en favor del orden social, la moral, la religión, etc. Todo ello, negando naturalmente el carácter político de esta reconducción o normalización. Lenin, frente a esto, afirma que la política no es teoría neutral sino intervención y que el objeto de esta intervención es establecer límites entre la ciencia y la ideología, mostrando que entre ambas existe un corte, una distancia que debe preservarse en interés de la práctica científica y en el caso de Lenin, de la práctica de la ciencia de Marx: el materialismo histórico. Haciendo esto, la filosofía no se dota de un contenido propio, de un objeto, sino que traza líneas de demarcación y establece distancias. La ciencia no es una derivación de la ideología compatible con los grandes temas ideológicos como el origen, el sujeto, los fines, el sentido, etc., sino un discurso teórico que solo puede existir separándose de estos conceptos, en el espacio abierto por una ruptura con el sentido común social. El resultado de la práctica de la filosofía como actividad de demarcación no es la constitución de un objeto propio que sería un saber sobre otros saberes (científicos) sino una nada, un discurso sin objeto que se reduce a un hacer sobre otros discursos: “efectivamente una línea de demarcación no es nada, ni siquiera una línea, ni siquiera un trazo, sino el simple hecho de demarcarse, por lo tanto el vacío de una distancia tomada.” (L. Althusser, Lenin y la filosofía, Era, México, 1970, pp. 69-70).

3.

El vacío se introduce en filosofía a partir del momento en que la filosofía se concibe como una práctica, como una ética (Epicuro, Lucrecio, Spinoza) o una política (Maquiavelo, Spinoza, Marx, Lenin). Sin esa introducción del vacío sólo nos queda una representación de lo lleno, que es siempre lleno ideológico, pues toda ideología instala las representaciones en un mundo dotado de un sentido coherente, demasiado coherente. La ideología tiene horror al vacío, pero las ciencias, que cuestionan las evidencias espontáneas abriendo terrenos al conocimiento -frente al reconocimiento que es propio de las ideologías- deben reconocer una función al vacío, pues sólo ese vacío les permite constituir sus objetos, que hubieran sido literalmente impensables dentro del lleno de la ideología. El vacío permite definir una ignorancia concreta, un espacio de no saber que el campo suturado del reconocimiento ideológico universal -la ideología “siempre ya” sabe- hace imposible. Ese espacio de no saber permite una producción de conocimiento que nada tiene que ver con los efectos especualres de reconocimiento constitutivos de lo ideológico. Allí donde una ideología sutura el campo del saber “explicando” un fenómeno por su “origen”, como se explica una desgracia por un castigo divino, o en general aquello que no se conoce por la voluntad de Dios, la ciencia no busca un origen absoluto sino que produce un conocimiento del fenómeno interno al mundo, como un efecto de causas y relaciones simples o complejas pero siempre inmanentes.

4.

El conocimiento no es tampoco el efecto de la revelación o el desvelamiento de la esencia de una cosa, sino el resultado de un proceso de producción de verdades. En este proceso interviene necesariamente el vacío, la distancia que tomamos mediante el acto filosófico de demarcación. El vacío separa el conocimiento del objeto conocido al concebir el conocimiento como una producción de una realidad distinta de la cosa conocida y no como el reconocimiento o la revelación de algo siempre ya presente en el objeto que nos permite conocerlo. La distancia que se toma al conocer permite ver esa diferencia entre el conocimiento y lo conocido. Una cosa es el círculo y otra la idea del circulo. Ni la idea del círculo es circular ni la idea de perro ladra. Del mismo modo que la naturaleza no produce plantas o peces para que nosotros los comamos, ni ha puesto ahí el sol para que nos dé calor, tampoco ha puesto en las cosas ningún componente destinado a que nosotros las conozcamos. Las filosofías materialistas afirman de la manera más radical la diferencia entre el conocimiento y su objeto, las idealistas tienden a reducirla y a negarla identificando la esencia de una cosa con lo que se nos da a conocer de ella. Toda práctica teórica rigurosa comienza por rechazar la ilusión de que la naturaleza nos revele una verdad y por el reconocimiento de una ignorancia, por el reconocimiento de que nuestro saber sobre una cosa no existe en la cosa sino que debe ser construido por nuestra práctica. Lo mismo ocurre con otras prácticas: sin ese momento de ignorancia, sin reconocer que no sabemos siempre ya lo que será el mañana, nos encontramos en un presente a la vez excesivamente clarividente en el que todo se nos presenta como lógico y racional (estamos en el mejor mundo de todos los mundos posibles, todo lo real es racional, etc.) y opaco, pues no permite que el conocimiento ni la acción ética, política o artística, etc. se abran paso más allá de un presente que es una prisión.

5.

Cuando todo tiene sentido y la ideología todo lo explica, deja de existir el resquicio de ignorancia en el que se puede alojar una acción productora de novedad . Es necesario, por consiguiente, que exista un vacío de conocimiento, una ignorancia con un sentido plenamente positivo, para poder pensar una acción efectiva que sea algo más que la mera consecuencia necesaria de causas anteriores. La separación del conocimiento y su objeto nos abre, por otra parte, a una perspectiva plural sobre la realidad: existe el conocimiento, pero también una multitud de otras prácticas, de otros procesos que pueden ser objeto del conocimiento pero en modo alguno se reducen a él, y tampoco conitienen en sí mismos fragmento alguno de conocimiento. Hay multitud de prácticas humanas y de procesos naturales que tienen sus propias dinámicas y no se reducen a un fundamento único, sea este una causa originaria o un sujeto preexistente. Existen prácticas diversas que existen a distancia unas de las otras: la ya mencionada práctica teórica de las ciencias, la práctica ideológica, la práctica filosófica, la práctica productiva, la práctica artística, la práctica política, etc. La historia de las sociedades incluye todo este tipo de prácticas en distintas formas de articulación. Todas ellas son prácticas materiales con distintos efectos en los ámbitos de la producción de bienes materiales, de sujetos, de representaciones, de artefactos. Todas ellas, contrariamente a lo que suele afirmar el marxismo escolar son determinaciones en última instancia, todas ellas constituyen la base material de nuestras sociedades sin privilegio para ninguna de ellas. No existe ninguna instancia que tenga el privilegio de determinar a las demás sin ser determinada por ellas como su condición de existencia. El materialismo que reduce la base material a un único fundamento hace estrictamente lo mismo que el idealismo que todo lo reduce a un principio espiritual: negar la pluralidad y complejidad intrínseca del ser en favor de la unificación de sus distintas esferas en una conciencia, esto es en un conocimiento que se reconoce en ellas. El gesto materialista consiste en desarticular esa concepción de la realidad que deriva lo múltiple de lo uno y que hace de la conciencia -o de la “materia”- principio de síntesis. El materialismo es dispersión de niveles de realidad, distinción rigurosa entre ellos, reconocimiento de un vacío que los separa. El materialismo es esa toma de distancia filosófica que nos da a conocer el vacío, allí donde la conciencia, o lo que es lo mismo, la ideología, solo quería ver un lleno. El vacío, y con el vacío, lo múltiple como irreductible.

6.

Las distintas prácticas y procesos se determinan recíprocamente, se combinan de maneras muy variables dando lugar a coyunturas en las que la interacción de una sobre otra reproduce la coherencia del orden social existente o la pone en peligro. Un orden social pervive si se mantienen en su seno una serie de relaciones constitutivas capaces de perpetuarse y perece cuando esto deja de ser posible. El vacío que separa las distintas prácticas puede dejar de ser un vacío interno que permite encuentros e interacciones para regresar a un vacío exterior en el que los encuentros dejan de ser posibles y las determinaciones recíprocas dejan de efectuarse. El momento de la política es, en el vacío interno, el del antagonismo, en el vacío externo, el de la constitución de un nuevo orden. La política reclama ese vacío sin el cual se ve reducida a mera gestión del orden existente, a simple “policía” en los términos de Jacques Rancière. Los individuos que nos movemos dentro de una sociedad podemos contemplarnos como agentes de numerosas prácticas relacionadas entre sí de formas coherentes o conflictivas. A través de los distintos antagonismos sociales, de las distintas formas de la lucha de clases que recorren cada una de nuestras prácticas nos determinamos como sujetos internamente plurales e inestables, cuya acción puede contribuir a reproducir el orden existente o a transformarlo. Las correlaciones de fuerzas en que se sustenta un orden social dependen de la reproducción de los encuentros entre individuos que pautan su vida social y determinan su acción en uno u otro sentido. Si la sociedad se concibe como un todo coherente como pretende la ideología dominante, veremos nuestras prácticas como elementos de una estructura que se autorreproduce, como si fueran siempre necesariamente funcionales a la pervivencia de esa estructura. Sin embargo, esa perspectiva implica una coherencia entre las distintas instancias que no existe y, ante todo la existencia de una sociedad no atravesada por antagonismos esenciales.

7.

En nuestro mundo capitalista nos encontramos ante sociedades divididas y complejas cuyas distintas prácticas sociales son incapaces de una coherencia total. Su unificación es precaria. Podemos contemplar esta situación cuando en lugar de remitirnos a nuestra propia conciencia, esto es a la ideología dominante que piensa como un uno el todo social, observamos en un dispositivo teórico que, siguiendo a Freud, denominamos “tópica” el juego de las diversas prácticas y de las distintas esferas de la vida de una sociedad que determinan nuestra acción. Una tópica organiza en estratos con índices de eficacia variables los distintos ámbitos relativamente autónomos que constituyen y reproducen la sociedad como forma propia de la existencia humana en la naturaleza. El ámbito de la producción material no tiene ningún tipo de prioridad ni es el fundamento de los demás: todos los ámbitos son productivos y son materiales, todos ellos son también necesarios para la reproducción del todo social. La tópica nos permite situarnos individual y colectivamente  en el todo complejo y sus antagonismos. Frente a los dispositivos de producción de sujeción y subjetivación estatales, los aparatos ideológicos de Estado que producen una ideología funcionalista en la que las distintas prácticas aparecen como integradas en un todo coherente, la tópica tiene una función disolvente y subversiva al evidenciar los antagonismos y las incoherencias del todo plural. La tópica, basada en las distancias, en los vacíos que median de una instancia de práctica social a otra nos permite pensar en la coyuntura, vernos a nosotros mismos en la coyuntura, en un punto de encuentro de determinaciones múltiples en el cual nuestra acción puede introducir una novedad, puede resultar decisiva a la hora de transformar el orden social.

8.


"Y has de entender también, ínclito Memmio,
Que aun cuando en el vacío se dirijan
Perpendicularmente los principios 275
Hacia abajo, no obstante, se desvían
De línea recta en indeterminados
Tiempos y espacios; pero son tan leves
Estas declinaciones, que no deben
Apellidarse casi de este modo. 280
   Pues si no declinaran los principios,
En el vacío, paralelamente,
Cayeran como gotas de la lluvia;
Si no tuvieran su reencuentro y choque,
Nada criara la naturaleza."
Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, II, 273-285


Nos encontramos hoy como los átomos en el vacío primordial anterior al mundo que representa Lucrecio en su poema De la Naturaleza. Caemos en paralelo unos a otros, separados, segregados en nuestras viviendas para preservarnos del contagio y proteger a otros de él. Mantenemos las distancias, por prudencia y también por respeto a los decretos de las autoridades y por temor a las consecuencias de una infracción. Por una racionalidad que asumimos o por una racionalidad externa que se expresa como orden o amenaza del Estado. Ese estar a distancia tiene así un doble aspecto: por un lado puede ser un enclaustramiento y una separación autoritarios de los que es agente un poder exterior, por otro puede ser una toma de distancia de unos respecto de otros, pero también respecto del poder que organiza nuestras vidas en la salud y en la enfermedad. La cuarentena puede dar ocasión a la creación por nuestra parte de un vacío positivo, operador de lucidez en el cual se suspende la evidencia de nuestra vida normal, el lleno y la coherencia de nuestros gestos cotidianos que señalan todos ellos hacia una suturación del sentido por un agente exterior: el Estado o el capital. Nuestras prácticas pierden en la cuarentena su coherencia, se detienen y aparecen como algo contingente respecto de nuestras vidas. Si el orden social, político y económico vigente se presentaba antes de la epidemia como lo necesario siendo nuestras vidas realidades contingentes dependientes de ese orden, hoy nos encontramos ante una situación invertida en la que nuestras vidas son lo necesario y el orden social deja de ser uno y necesario, siendo lo único necesario que la vida se abra camino. La epidemia nos sitúa así en una tópica, ante la contemplación de nosotros mismos no como sujetos coherentes fundamentos de nuestras vidas y del orden social, sino como sujetos detenidos y fragmentados que se ven a sí mismos en la coyuntura, determinados de manera plural por diversas estructuras sociales cuya incoherencia se hace hoy patente. Hoy, el orden social no depende del Estado ni del capital, ni siquiera del buen funcionamiento de los aparatos ideológicos, sino de nuestra capacidad de cooperación que se hace visible a pesar de todas sus contradicciones. La capacidad de cooperación es lo que nos permite obtener los recursos necesarios para vivir y para protegernos de amenazas y adversidades. Es esta capacidad de combinar nuestras fuerzas que hoy redescubrimos la que nos hace libres; sin ella viviríamos en una constante preocupación ante las amenazas de la naturaleza y de nuestros congéneres. La distancia, el vacío que destotaliza el orden social y sus coherencias supuestas nos permite reconocer también las líneas de antagonismo que atraviesan nuestras sociedades, la brutalidad de un poder de clase que calcula las muertes aceptables tras haber calculado la explotación aceptable, la enfermedad y la miseria aceptables. El vacío de la distancia que hoy tomamos nos hace ver la cooperación como indispensable y ese poder como prescindible.

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