jueves, 14 de mayo de 2009
El Leviatán porcino o los albores del capitalismo verde
John Brown
“En todos los discursos del catastrofismo científico, se percibe con claridad un mismo deleite en detallarnos las necesidades implacables a que se ve sometida desde ahora nuestra supervivencia. Los técnicos de la administración de las cosas se apresuran para anunciarnos triunfalmente la mala nueva, la que hace por fin ociosa cualquier disputa sobre el gobierno de los hombres. El catastrofismo de Estado no es, de manera descarada, sino una infatigable propaganda en favor de la supervivencia planificada, es decir de una versión más autoritariamente planificada de lo que ya existe.” (René Riesel, Jaime Semprún, Catastrophisme, administration du désastre et soumission durable, Encyclopédie des nuisances, Paris 2008)
I.
Sabemos desde Hobbes que el Estado moderno emblematizado por el monstruo bíblico Leviatán se caracteriza por fundar su legitimidad en un intercambio de protección por obediencia. En este sentido muy poco es lo que lo diferencia de la Mafia, organización que suele proponer el mismo tipo de canje a las poblaciones que controla. A diferencia de otras formas de organización política, el Estado no está basado en un mando y un orden absolutos y trascendentes -divinos- que sirven de fundamento a la sociedad así como a la naturaleza, si no en una transacción, un contrato, entre los integrantes de la multitud por el cual todos aceptan la protección de un poder común a cambio de la obediencia a éste. La existencia y la acción del nuevo soberano fundado en y por esa transacción son garantía de la paz pública. Coherentemente con ello, la legitimidad, el fundamento de la obediencia al soberano, se basará en el riesgo siempre presente de recaer en el desorden y el conflicto civil que motivara el pacto político inicial.
De ahí el interés de todo soberano por mantener en sus súbditos la conciencia más o menos clara o difusa de este riesgo y el del propio Hobbes al recordarnos en defensa de sus tesis que, aun existiendo un soberano que garantiza la paz pública cerramos nuestras puertas y nuestros cajones con llave por temor a que nos roben o nos asalten los demás. ¿Qué haríamos si no existiera? El soberano protege frente al miedo ocasionado por la mera existencia de otros individuos. Esta existencia se ve asociada a toda suerte de peligros de agresión, opresión o contagio. El otro es quien puede matarnos, robarnos o transmitirnos su enfermedad. Del otro procede en general el mal del que nos protege el poder soberano. Concretamente, en lo que afecta a la vida y la salud de los súbditos, es el soberano quien se encarga de proteger a todos y cada uno de sus súbditos de todos y cada uno de los demás mortales, así como de las posibles catástrofes naturales que ponen en peligro la existencia. El poder moderno es abiertamente inmunitario.
El brote de gripe inicialmente llamada "porcina" ha venido de nuevo a ilustrar el funcionamiento de este mecanismo de sujeción al poder y a engrasar algo más sus engranajes. La campaña de prensa desatada en Europa y en los Estados Unidos así como en el propio México sirve entre otras cosas para hacer olvidar la crisis del capitalismo y sus consecuencias para la mayoría de la población, pero también para crear mecanismos de obediencia en momentos que parecerían propicios a la revuelta. El mecanismo parece funcionar pues ha podido comprobarse, sobre todo en los países más cercanos al foco inicial, México y los Estados Unidos, el apresuramiento de la población por seguir las recomendaciones e incluso las órdenes y prohibiciones de las autoridades sin plantearse en ningún caso si están justificadas. Los cierres de colegios y medios de transporte, el ridículo carnaval de máscaras en México DF y las medidas de cierre de fronteras o de conexiones aéreas son, más que medidas de profilaxis médica, elementos de un ritual de revitalización de una soberanía estatal últimamente bastante desacreditada. De este modo, mediante este particular happening entre teatral y circense, vemos cómo se genera el aumento correlativo de la demanda de poder y de la oferta de obediencia tan ansiado por los Estados y los centros de poder del capital.
II.
Respecto de la gripe A -inicialmente denominada "porcina"- existen dos hipótesis aparentemente contradictorias planteadas ambas desde posiciones anticapitalistas. La primera es la que se ve reflejada en el artículo de Mike Davis La gripe porcina y el monstruoso poder de la gran industria pecuaria publicado inicialmente en The Guardian y traducido al castellano en Rebelión. Constata Davis en este texto, que considera real el riesgo de pandemia:
“En 1965, por ejemplo, había en los EEUU 53 millones de cerdos repartidos entre más de un millón de granjas; hoy, 65 millones de cerdos se concentran en 65.000 instalaciones. Eso ha significado pasar de las anticuadas pocilgas a ciclópeos infiernos fecales en los que, entre estiércol y bajo un calor sofocante, prestos a intercambiar agentes patógenos a la velocidad del rayo, se hacinan decenas de millares de animales con más que debilitados sistemas inmunitarios.”
Se trata de una descripción del modo en que la evolución capitalista de la agricultura ha conducido, concretamente en el terreno de la cría industrial de ganado porcino, a una enorme concentración de las explotaciones y al correspondiente hacinamiento de los animales. La concentración de los cerdos ha seguido el mismo ritmo que las de los seres humanos, pues como ya resaltara el propio Davis en otro artículo que diera pié a uno de sus últimos libros, nuestro planeta cuenta desde hace poco con una mayoría de población urbana, la mayor parte de la cual se hacina en suburbios de chabolas. Nuestro planeta se ha convertido así en un planeta de “ciudades miseria” o en el más elocuente título brasileño del libro de Davis, en un “planeta favela”. Ciertamente, todo esto no puede no entrañar un grave riesgo para la salud de la especia humana, pues en los lugares en que se hacinan sin higiene tanto los miembros de nuestra especie como los de las que le sirven de alimento se forman focos de contagio de enfermedades infecciosas y de evolución acelerada de los agentes patógenos.
Frente a este nuevo brote de gripe, la respuesta de las autoridades de los países ricos es la misma que ante los brotes de miseria: cerrar las fronteras, erigiendo lo que denomina Davis una “línea Maginot biológica” aludiendo a la línea de fortificaciones -que resultó perfectamente inútil- con la que Francia intentó precaverse de una invasión alemana después de la primera guerra mundial. La utilidad de este tipo de medidas es más que discutible en un mundo como el nuestro, pero ello no les impide tener una fuerte carga simbólica a nivel político como afirma Wendy Brown a propósito de los distintos muros que recorren tramos cada vez mayores de nuestro planeta. La amenaza de pandemia es real y en cualquier momento la situación sanitaria de las zonas de miseria que van expandiéndose en el tercer mundo, pero también en el “tercer mundo interno” de los países ricos, puede tener consecuencias catastróficas a nivel mundial. Con todo, no es el aspecto real de la amenaza lo fundamental, sino la manipulación de esta como medio de restablecimiento de la autoridad estatal.
En este sentido, resulta esclarecedor el artículo de Michel Chossudovsky Mentiras políticas y desinformación mediática en relación a la pandemia de gripe porcina también publicado en Rebelión en el que este muestra las proporciones reales de la “pandemia” mediante datos de diversas fuentes médicas oficiales. “La gripe es una enfermedad común. Anualmente hay millones de casos de gripe por toda América. “Según el Diario de la Asociación Médica Canadiense, = afirma Chossudovsky= la gripe mata al año hasta a 2.500 canadienses y a unos 36.000 estadounidenses. En todo el mundo, la cifra de muertes atribuidas anualmente a la gripe es de entre 250.000 y 500.000” (Thomas Walkom,The Toronto Star, 1 de mayo de 2009, http://www.latimes.com/features/health/la-sci-swine-reality30-2009apr30,0,3606923.story)”. En otras palabras, el centenar de muertos por gripe porcina que ha habido a nivel mundial en el último mes contrasta con las 20.000 a 50.000 víctimas de la gripe común que ha habido en el planeta durante el mismo período. Resultan así grotescamente exageradas las dantescas previsiones de la OMS según la cual más de un tercio de la población mundial enfermaría de este nuevo brote gripal. De ahí la conclusión de Chossudovsky:
“Declaraciones de esta naturaleza sobre la “inevitable propagación” de la enfermedad crean, bastante deliberadamente, una atmósfera de temor, inseguridad y pánico. También sirven para distraer la atención de la gente de la devastadora crisis económica global que está llevando al mundo a la pobreza y al paro generalizados, por no mencionar la guerra en Oriente Medio y el tema más general de los crímenes de guerra de la OTAN-EEUU. La Verdadera Crisis Global está marcada por la pobreza, el colapso económico, los conflictos étnicos, la muerte y la destrucción , la derogación de los derechos civiles y la desaparición de los programas sociales del Estado. El anuncio por parte del UE de la pandemia de gripe porcina inevitablemente sirve para debilitar el movimiento de protesta social que se ha extendido por Europa. En México las medidas de emergencia contra la gripe porcina que han “cerrado” zonas urbanas enteras se consideran en general un pretexto del gobierno de Felipe Calderón para frenar la creciente desconformidad social con una de las administraciones más corruptas de la historia mexicana. En México se suspendió el desfile del 1 de mayo, que iba dirigido contra el gobierno de Calderón.”
III.
Aparentemente, las posiciones de Mike Davis y de Michel Chossudovsky parecen contradecirse. Para Mike Davis, la epidemia constituye una amenaza real y la acción de los poderes públicos tanto médicos como políticos parece perfectamente inútil pues no ataca las causas reales del nuevo brote viral. Para Chossudovsky la “pandemia” es una exageración propagandística que busca distraer la atención de los problemas reales. Muchos se dirán: con tal de atacar al sistema, estos radicales no temen contradecirse y decir a la vez que la pandemia es un mito y una realidad. Pero, ¿y si en lugar de contradecirse, ambas posturas estuvieran mostrando dos lados de una misma realidad o mejor dicho, una realidad y la apariencia que esta necesariamente genera? ¿La realidad de un capitalismo que, mediante la miseria y el hacinamiento humano y animal prepara las condiciones del desastre y la apariencia de un poder estatal que siempre está dispuesto a gestionar el desastre y sus posibles consecuencias? El capitalismo nos sitúa ya en la catástrofe o en su inminencia. Como buen heredero ideológico del cristianismo espera el fin de los tiempos y lo anticipa a la vez. Espera la catástrofe que es su horizonte y la gobierna o, más bien gobierna a los hombres en nombre del gobierno de la catástrofe. Este cristianismo sin Mesías ni salvación produce sistemáticamente la catástrofe y legitima su poder por la propia catástrofe. Tal es el sentido del “capitalismo verde” con el que los progresistas Obama y Zapatero esperan hacernos salir de la crisis o incluso “refundar el capitalismo”. El sentido de esta curiosa empresa consiste en hacer de la crisis ecológica y sanitaria producida por el desarrollo capitalista el punto de partida de un nuevo ciclo de acumulación centrado en una serie de actividades económicas que se destinan a corregir o cuando menos paliar los efectos de una crisis que el propio sistema hace inevitable. Las nuevas fuentes de energía, el automóvil “verde”, la vivienda y la alimentación ecológica son respuestas cosméticas al despilfarro energético, a la invasión del espacio humano por el automóvil, al consumo desmedido de energía en la vivienda y en la industria y al envenenamiento de la población por unos productos alimenticios en cuya producción sólo se ha tenido en cuenta la máxima real de una economía de mercado: “producir al menor coste unitario para vender lo más caro posible”. En otros términos, producir lo peor posible para extraer de la venta de basura el máximo beneficio, independientemente de las externalidades negativas para el trabajador, el consumidor o su entorno natural o social.
El capitalismo juega siempre al borde del desastre: por un lado no puede dejar de producirlo, pues la acumulación indefinida de ganancia se basa en un aumento indefinido de la producción y, en último término tiene por horizonte necesario la destrucción del planeta; pero, por otro lado, al no poder regenerar enteramente las "externalidades" en que se basa, concretamente, el entorno natural y social, debe controlar su destrucción productivista y consumista. Debe convencernos de que la catástrofe es necesaria, pues está inscrita en esa nueva naturaleza que es la esfera económica, pero que, además de esta esfera existe un poder político sin el cual todo sería peor y la destrucción ya se habría producido. De lo que se trata es de acercarnos asintóticamente a la catástrofe final, sin llegar nunca a ella. Para eso basta declarar que la verdadera catástrofe final es siempre otra, distinta y más grave de la que antes temíamos y en la que nos vemos instalados. Se trata de la lógica suicida practicada por los "Judenräte", los consejos judíos que en la Europa oriental ocupada por los nazis gestionaban los ghettos en concertación con el ocupante. Sus dirigentes, miembros prominentes de sus comunidades, justificaban su colaboración con los nazis ejercían , incluso la entrega de personas para su exterminio en los campos, y el poder que ejercían sobre las comunidades judías, afirmando que, sin los consejos judíos todos serían exterminados y que gracias a ellos se evitaría lo peor. Lo que ocurrió es que lo peor se fue redefiniendo cada vez en términos más oscuros, hasta que los propios integrantes de los consejos tuvieron que reconocer su complicidad en el exterminio. Cuando se produjo la digna y racionalísima revuelta del ghetto de Varsovia contra los nazis y sus cómplices, ya era demasiado tarde. Algo parecido es lo que se nos propone hoy ante la catástrofe generada por el capitalismo: confiar en los gobiernos y las autoridades que promueven este sistema para evitar así lo peor. Hoy, la evitación de lo peor se denomina "capitalismo verde".
Con este procedimiento pretenden “salvar el capitalismo” o incluso “refundarlo”. Sabiendo por Dickens y Marx cómo se fundó el capitalismo, más vale andarse con cuidado. Lo que se avecina, si los progresistas que promueven un “capitalismo verde” logran sus objetivos es sumamente inquietante. Si lo hacen tendrán en sus manos un dispositivo de sumisión prácticamente ilimitado, pues ellos mismos podrán, al igual que la Mafia o el Leviatán, generar la amenaza frente a la cual nos ofrecerán protección a cambio de obediencia. Sólo la desactivación del mecanismo capitalista que produce y reproduce la catástrofe ecológica y sanitaria que amenaza hoy a la especie humana puede impedir que se verifique la peor de las hipótesis. Sin una salida del capitalismo, la agravación tendencialmente ilimitada del desastre que ya existe se asociará a una profundización de la sumisión de los individuos y las sociedades a un poder legitimado por su promesa siempre insuficientemente cumplida de paliar los efectos catastróficos de su propia actuación. La "doctrina del shock" de Naomi Klein parece un diagnóstico optimista de nuestra situación. Según ella, el capitalismo aprovecharía los desastres naturales y bélicos para establecer nuevas condiciones de explotación. Sin embargo, el capitalismo no sólo aprovecha los desastres como "externalidades positivas", sino que es perfectamente capaz de producirlas por sí mismo en el marco de su funcionamiento normal. La situación normal y la catástrofe resultan inseparables, al igual que en el terreno político son indisociables el Estado de derecho y la dictadura basada en el estado de excepción. Esperemos que la necesaria insurrección no llegue demasiado tarde.
martes, 24 de marzo de 2009
Comunismo o policía
Reflexiones al hilo de dos artículos del número 100 de Viento Sur ( Capitalismo y ciudadanía:
la anomalía de las clases sociales, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero y “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo, de Antoni Domènech)
John Brown
Er ist vernünftig, jeder versteht ihn. Er ist leicht.
Du bist doch kein Ausbeuter, Du kannst ihn begreifen.
Er ist gut für dich, erkundige dich nach ihm.
Die Dummköpfe nennen ihn dumm, und die Schmutzigen
nennen ihn schmutzig.
Er ist gegen den Schmutz und gegen die Dummheit.
Die Ausbeuter nennen ihn ein Verbrechen.
Wir aber wissen:
Er ist das Ende der Verbrechen.
Er ist keine Tollheit, sondern
das Ende der Tollheit.
Er ist nicht das Rätsel
sondern die Lösung.
Er ist das Einfache
Das schwer zu machen ist.
Bertolt Brecht, Lob des Kommunismus1
En el número 100 de la revista Viento Sur aparecen dos artículos que comparten objetivos similares: defender la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos como un patrimonio ilustrado que la izquierda ha hecho mal en despreciar y considerar ajeno y hostil. Se trata de los textos Capitalismo y ciudadanía: la anomalía de las clases sociales, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero y “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo de Antoni Domènech. La común finalidad de ambos artículos y la conexión de sus argumentos más allá de la manifiesta diferencia de estilos nos brinda una ocasión de discutir las implicaciones teóricas y políticas de este peculiar tipo de planteamientos que se alejan de la socialdemocracia en sus objetivos sociales, coincidiendo, sin embargo con ella al menos en la sacralización de las formas politicas e institucionales de la democracia liberal.
I. Democracia como potencia de clase o como poder de Estado
El texto de Antoni Domènech se centra en el significante democracia burguesa para mostrar, en primer lugar, que éste no pertenece al bagaje terminológico ni conceptual del marxismo inicial. El término compuesto "democracia burguesa" habría reunido dos sentidos opuestos constituyendo lo que se denomina en retórica un oxímoron, pues la palabra « democracia » según diversos testimonios filológicos conservaba su significado antiguo de gobierno de los hombres libres más pobres que integraban el demos. En segundo lugar, afirma Domènech que la renuncia a la democracia y su calificación como « burguesa » por parte de la izquierda es el resultado histórico de la campaña de autodefensa de la revolución bolchevique contra la agresión de las potencias de la Entente. Tendría, por lo tanto, un mero valor propagandístico más que un contenido teórico. Concluye así Domènech: « Lo cierto es que ni para Bernstein, ni para Rosa Luxemburgo –ni para el Lenin de ¿Qué hacer? (1902), pongamos por caso – nombraba todavía la “democracia burguesa”, como luego para el grueso del marxismo vulgar y desmemoriado del siglo XX, una forma de Estado o de gobierno introducida por los burgueses y característica de una entera época de dominación y triunfo político capitalista, ni menos una “sobrestructura” política que adviene necesariamente con el desarrollo de la vida económica capitalista. »
Sobre los aspectos filológicos del texto, en cuanto éste se ocupa del significante « democracia burguesa » no podemos sino coincidir con Domènech. Muy probablemente, el sentido del término « democracia » en Marx y en los primeros marxistas correspondiera con precisión a su significado antiguo. Muy probablemente también las referencias a la « democracia burguesa » en los autores marxistas citados vayan dirigidas al partido o al sector político de los demócratas « puros » burgueses. Con todo, según reconoce sin ambages Domènech, el sentido antiguo -y a menudo despectivo- del término « democracia » se refería, no al gobierno del « pueblo », sino al del « demos », esto es de la parte más pobre de la ciudadanía. Se trata así de una denominación perfectamente clasista, pero en el sentido contrario al de una pretendida « democracia burguesa », pues esta última, al ser un imposible gobierno de los pobres ejercido por los ricos, constituiría según acertadamente apunta Domènech un oxímoron. Este sentido clasista -puesto oportunamente de relieve en la obra de Jacques Rancière (Cf. La haine de la démocratie)- se conserva en Marx y Engels así como en Rosa Luxemburg cuando estos se refieren a la dictadura del proletariado como conquista de la democracia. Este sentido de "pueblo" es directamente antagónico y político; para Jacques Rancière es el que funda la posibilidad misma de la política: "Hay política cuando existe una parte de los sin parte o un partido de los pobres. (…) La exorbitante pretensión del demos de ser la totalidad de la comunidad es sólo la efectuación a su propio modo -el de un partido- la condición de la política."2. El problema aquí es que el término « democracia » no se puede entender en sentido neutral, como gobierno del pueblo en un sentido meramente contable de "totalidad de la población", y, por consiguiente, es imposible considerar sinónimos el término antiguo y el moderno. Demos y pueblo distan de ser lo mismo, por mucho que el sentido moderno del término « pueblo », como oportunamente recuerdan Balibar y Rancière, sea doble, pues se refiere tanto al conjunto de la población como a su parte más pobre, la parte excluida de la democracia. El sentido moderno prevalente, aquel en que se sustentan las teorías de la soberanía popular y las formas jurídicas en que estas se basan, es el de « pueblo » como totalidad de jure homogénea de la poblacion.
La idea de pueblo es, como sabemos desde Hobbes, el correlato directo de la existencia del soberano. Antes de la constitución del soberano no existe pueblo, sino una multitud de individuos que viven en la discordia e incluso en la guerra civil propias del Estado de naturaleza. El pueblo en tanto que sujeto activo -dentro de la lógica hobbesiana de la representación por la que se rige el Estado moderno tanto absolutista como liberal- es quien lo representa. Quien actúa en nombre del pueblo mediante su autorización es el actor, el agente de los actos del pueblo como un todo unificado, mientras que los distintos individuos de la multitud prepolítica son los autores de estos actos, los que los autorizan. En términos de Hobbes: The King is the people. El Rey es el pueblo: sólo el significante soberano hace existir y consistir a la multitud como una unidad, como un todo. Una democracia en el sentido moderno es, así, un gobierno del pueblo, entendido no como el demos o el conjunto de los ciudadanos más pobres, sino como la totalidad de la población. Se trata por consiguiente de un gobierno de la multitud representada por el soberano, en el cual el elemento activo es el propio soberano que actúa en nombre del pueblo. La solución rousseauista consistente en evitar las dificultades de la representación otorgando la soberanía exclusivamente al « peuple assemblé », al pueblo reunido, no elimina la escisión entre el representado y su representante, sino que la desplaza al interior del propio sujeto, del propio individuo de la multitud autor de los actos del actor soberano. Esto hace que en cada individuo del peuple assemblé coexistan dos intereses: su interés particular y el interés general. Una democracia directa basada en esta escisión es tan ciega en lo que al interés particular se refiere como los regímenes basados en la representación/delegación. El ejemplo límite de Rousseau nos muestra que la diferencia ente la democracia antigua y la moderna no está meramente basada como suele afirmarse en la oposición entre democracia directa (griega) y democracia representativa (de los modernos), sino más radicalmente, en la oposición entre una democracia explícitamente clasista, basada en la representación de intereses particulares (como lo estaban todas las formas de gobierno premodernas) y una democracia basada en la representación moderna de un pretendido « interés general ».
En el contexto institucional moderno, resulta imposible un gobierno como la democracia griega explícitamente basado en los intereses de una clase. Esto no quiere decir que no se defiendan hoy intereses particulares, sino que, en el marco del poder moderno sea este democrático o monárquico, la defensa de un interés parcial debe siempre efectuarse en nombre del interés general. Esto obedece al hecho de que no existe continuidad semántica posible entre el registro antiguo y medieval del gobierno y el moderno del poder. Como afirma con suma pertinencia Giuseppe Duso "entre la democracia de los antiguos y la de los modernos la diferencia no consiste en el modo de ejercitar el poder, sino en el modo general de pensar la política y sus términos fundamentales"3. El gobierno antiguo y medieval es un gobierno basado en el previo reconocimiento de una pluralidad no homogénea, siendo la tarea del gobernante la de armonizar los intereses de los distintos grupos como elementos de un mismo organismo. Del mismo modo que en el Fedro platónico (246-256) el alma racional debe gobernar las otras almas, armonizando así una pluralidad divergente, el buen gobernante debe saber integrar en una acción común las diversas partes de la ciudad y sus divergentes intereses. La fábula de los miembros y el estómago atribuida a Menenio Agrippa (Tito Livio, Ab urbe condita II, 32) y las alegorías medievales del buen gobierno como la de Ambrogio Lorenzetti en el Palazzo Pubblico de Siena, nos muestran claramente la existencia y el explicito reconocimiento de esta pluralidad.
El reconocimiento de la pluralidad social tenía además por consecuencia que los intereses de los grupos fueran representados ante los gobernantes a través de delegados o diputados de los estamentos o estados dotados de un mandato imperativo. El Parlamento convocado por Luis XVI en vísperas de la Revolución de 1789 estaba así compuesto de representantes de los tres estados, algunos de los cuales eran portadores de un mandato imperativo en forma de pliegos de quejas (cahiers de doléances). La reivindicación de un interés parcial, fuera este popular o nobiliario, no debía en el antiguo régimen transitar por su expresión como interés general del « pueblo ». En este mismo orden de cosas, cuando el conde de Boulainvilliers (primer traductor al francés de la Ética de Spinoza) defiende en su Histoire de l’ancien gouvernement de la France los intereses de su clase frente al absolutismo, lo hace en nombre de la existencia de dos naciones, de dos razas, los nobles de origen franco y la plebe de origen galo-romano. En el marco de la polémica nobiliaria contra una monarquía absoluta4 bajo la cual estaban ya incubando el mercado interior y el pueblo homogéneo que le corresponde, Boulainvilliers llega a exacerbar la división de la población dándole un origen biológico. Este planteamiento desembocará en el surgimiento de un discurso que anticipa las temáticas biopolíticas que coexistirá con el poder soberano, pero desde el punto de vista que ahora nos interesa, constituye una forma de exageración o de caricatura del pluralismo y la diversidad que rigen la lógica del « gobierno », frente a la unicidad y la homogeneidad que informan la del poder. Sólo olvidando esta discontinuidad fundamental entre gobierno de los antiguos y poder de los modernos puede operarse el acto de ilusionismo que nos presenta la democracia moderna, democracia que es una forma de poder moderno, una forma de Estado soberano, como algo homólogo a la democracia explícitamente clasista de la antigüedad.
Pero hay más: cuando Marx y Engels se refieren en el Manifiesto del partido comunista a la conquista de la democracia (die Erkämpfung der Demokratie) como riguroso sinónimo de la dictadura del proletariado, no están afirmando con ello que los regímenes capitalistas oligárquicos de su tiempo fueran en ningún sentido « democracias » que hubiera que conquistar. En ningún país de Europa existía nada parecido, pues los regímenes posteriores a la Revolución francesa, por mucho que con frecuencia pretendieran legitimarse en nombre de la nación o del pueblo, eran manifiestamente oligarquías clasistas autoritarias y violentas. Conquistar la democracia no significaba ni podía significar para Marx y Engels conquistar un poder democrático que ya existe en las formas y en las instituciones, con la mera finalidad de darle una nueva base o un nuevo contenido, sino realizar una democracia que no existe mediante la constitución de una fuerza proletaria que suspende el derecho vigente y sienta las bases de una nueva constitución. Dictadura del proletariado es así fuerza constituyente clasista ejercida por los expropiados: algo muy próximo a la democracia en sentido antiguo y ciertamente muy alejado de la democracia en sentido moderno.
La discontinuidad entre la democracia como poder y como Estado y la democracia como potencia constituyente es así un aspecto fundamental de una política marxista, o en general materialista. Que ningún proyecto político anticapitalista deba abandonar el término democracia, ni regalarlo a los poderes capitalistas, no quiere decir que se deba aceptar como neutral y universal el contenido que este término ha heredado del Estado moderno absolutista y liberal. Esto sería quedarse con el regalo, pero con un regalo envenenado. La democracia que Marx propugna, la democracia que premite salir del capitalismo como sistema global -no sólo económico- de dominación, es una democracia que no puede ser burguesa no sólo porque el término « democracia burguesa » constituya un oxímoro desde un punto de vista lógico-formal, sino porque democracia es siempre y sólo un término de clase. En este sentido, la democracia tiene poco que ver con el ámbito semántico del Estado de derecho, de la ciudadanía y de los derechos fundamentales. Intentaremos mostrarlo a partir de una serie de observaciones sobre el segundo de los dos artículos que motivan las presentes reflexiones.
II. El eterno retorno del capitalismo por medio del Estado de derecho
La contribución de Carlos Fernández Liria (CFL) y Luis Alegre Zahonero (LAZ) al número 100 de Viento Sur dedicado a los argumentos anticapitalistas es un exponente de la ya probada capacidad de sus autores de denunciar las incoherencias y contradicciones inherentes a las democracias capitalistas, pero por otro lado, pone de manifiesto el límite que impone a su argumentación su propio planteamiento de partida. Este planteamiento puede describirse como la voluntad obstinada de los autores de hacer encajar en una perspectiva que pretende ser a la vez anticapitalista y marxista la defensa del Estado de derecho, de la democracia representativa y de los derechos fundamentales. Al igual que Antoni Domènech, CFL y LAZ consideran como un regalo a las clases dominantes el que las fuerzas anticapitalistas no asuman como propias estas instituciones, conceptos y valores que consideran un patrimonio propio de la ilustración y no tan sólo del capitalismo. Como elocuentemente afirmaban en su libro Comprender Venezuela: “El protagonista de la sociedad comunista del futuro puede y debe ser el ciudadano exigido por el proyecto político de la Ilustración. La existencia humana en condiciones de derecho implica la defensa de las libertades civiles y de la seguridad jurídica del individuo. Así pues, la utopía que nos proponíamos resulta ser aquello que insensatamente nos proponíamos dejar atrás.”
Lo que nuestros autores afirman reiteradamente a lo largo de sus últimas obras5 es que sólo en un régimen socialista podrán tener pleno sentido la democracia representativa, el Estado de derecho y el conjunto de derechos y libertades en que estos pretenden basarse. Lo que ocurre es que este socialismo basado en la transformación en realidad de unas instituciones que en régimen capitalista carecen de contenido se presenta como una inversión en favor del derecho del orden de hegemonía que según ellos existe entre el ámbito político-jurídico y la economía. Basta que la política y el derecho estén en el puesto de mando para que tengamos algo distinto del capitalismo. A propósito de la experiencia venezolana afirman los autores: “ ... si bien el Socialismo del siglo XXI no intenta en absoluto superar los ideales clásicos de la Ilustración, el Derecho y la Ciudadanía, sí introduce sin embargo la novedad de intentar realmente llevarlos a cabo hasta sus últimas consecuencias.”6
Ahora bien, llevar a sus últimas consecuencias " los ideales clásicos de la Ilustración, el Derecho y la Ciudadanía" significa poner la política como lugar de elaboración del derecho por la soberanía popular en el puesto de mando. Esto es lo que las democracias capitalistas no habrían hecho, puesto que han supeditado siempre la soberanía popular y el derecho a la economía. El problema del capitalismo, según esto, es que la economía decide los destinos de la sociedad y desvirtúa unas instituciones jurídicas y políticas que, en sí mismas constituyen una conquista humana con valor universal e irrenunciable. Por ello mismo deben invertirse las prioridades hoy existentes para « poner en derecho » la sociedad y la economía, llegando, a juicio de los autores, a una situación sociopolítica que realizaría los ideales ilustrados y sería de suyo incompatible con el capitalismo. Podemos afirmar de entrada que esta idea de una inversión de las prioridades que pone del derecho lo que está invertido y pone en derecho lo que no corresponde a derecho nos parece una herramienta insuficiente para salir del capitalismo, tan insuficiente que, a veces, no parece que sea este realmente el objetivo perseguido. Lo que ocurre es que al intentar poner sobre sus pies democráticos el par democracia/capitalismo que hoy reposa evidentemente sobre el capitalismo, la inversión operada no es capaz de deshacerse de los efectos inevitablemente provocados por la unidad del binomio, con independencia de la posición relativa de sus términos. Ello se debe al hecho de que la mera existencia de una esfera económica autónoma y autorregulada recrea necesariamente el capitalismo por mucho que se afirme la supeditación de éste al Estado democrático y a su ordenamiento jurídico. El proyecto de Marx de poner sobre sus pies una dialéctica hegeliana que “se sostenía sobre su cabeza” resultó incapaz , por mucho que invocara la nueva base material de la dialéctica invertida, de superar los límites del idealismo implícito en toda dialéctica. Del mismo modo, el proyecto de CFL y LAZ desemboca en un callejón sin salida semejante, pues su democracia « puesta en derecho » y no « puesta en sociedad » no pueda liberarse de la estructura capitalista fundamental que anima y unifica el, a nuestro juicio, indisoluble binomio Estado de derecho/capitalismo. La democracia « puesta en derecho », convertida en auténtico Estado de derecho en un contexto « socialista », heredaría ineluctablemente estatutos jurídicos, relaciones mercantiles y de propiedad, y formas estatales y jurídicas capitalistas, por mucho que se haya pretendido depurarlas de residuos capitalistas.
Este proyecto de no renunciar al patrimonio ilustrado del Estado de derecho y de los derechos humanos conduce a una versión neokantiana de la democracia radical que no sólo no es incompatible con el capitalismo, sino que recapitula y repite -eso sí, en forma depurada y respetuosa del derecho- las instituciones jurídicas y políticas fundamentales del modo de gobierno liberal que sirve de marco al capitalismo histórico. Lo que sí resulta incompatible con este planteamiento de una democracia de derecho basada en los derechos del individuo del mercado, en la propiedad privada y en los aparatos estatales que garantizan la vigencia de este orden, es un régimen social fundado, no ya en la cooperación mercantil, sino en la cooperación directa, esto es, el comunismo. La cuestión del comunismo -nunca abordada por nuestros autores- va mucho más allá de un mero término más o menos sinónimo de socialismo, constituye un problema político y teórico esencial, pues lo que está en juego en el planteamiento comunista no es ni más ni menos que la posibilidad misma de salir del dispositivo liberal de gobierno, a nuestro juicio inseparable del capitalismo. Por ello mismo, igual que creemos que no hay que regalar el término "democracia" a las clases capitalistas, estimamos que el término "comunismo" tampoco les debe ser abandonado aceptando hacer de él un sinónimo de "totalitarismo colectivista". Si la democracia, según hemos visto, tiene una dimensión de clase que la hace realmente incompatible con el capitalismo, el comunismo no es una mera utopía (negativa), sino la permanente exigencia de autodeterminación social que se enfrenta al orden mercantil (incluso en condiciones de derecho) y al Estado (incluso socialista) en nombre de la apropiación colectiva de lo común.
1. La propiedad privada
No hay mejor modo de reconocer el callejón sin salida en que desembocan CFL y LAZ que examinar su argumentación relativa al tema central del artículo: la propiedad. Nuestros autores realizan en su texto una defensa de la propiedad -privada- como condición indispensable de la independencia del ciudadano. Recordando las tesis de Kant en esta materia, que en lo fundamental recogen las del Segundo Tratado de Locke, sostienen que sólo puede ser un ciudadano autónomo quien no dependa de otro y, por consiguiente, quien sea propietario de sus medios de subsistencia. Afirman así que: «Debemos ante todo recordar que la mejor tradición ilustrada consideró siempre la propiedad privada una condición de la ciudadanía. Ciertamente, resulta fácil comprender las sólidas razones que llevaron a establecer esta conexión entre la propiedad y la autonomía ciudadana: sólo quien no depende del arbitrio de otro para garantizar su subsistencia (porque puede asegurarla por sus propios medios) puede considerarse verdaderamente independiente. Por el contrario, aquél cuya subsistencia misma depende de la voluntad de otro –es decir, de la propiedad de otro que puede hacer siempre lo que quiera con lo suyo— cabe decir que tiene su autonomía y, por lo tanto, todos sus derechos de ciudadanía hipotecados.»
Se sostiene de ese modo que la ciudadanía depende de la propiedad y más concretamente, de la propiedad privada. Ello obliga a los autores a introducir, siguiendo a Kant, algunas precisiones sobre el contenido y el objeto de esta propiedad. En primer lugar, el objeto de la propiedad privada no puede verse reducido a la propia persona o al propio cuerpo, pues debe ser algo que se posea independientemente de uno mismo y que, por consiguiente, pueda intercambiarse con los bienes de otros en el mercado. La venta, aun temporal, de la propia persona o del propio cuerpo genera una situación de dependencia incompatible con la "independencia civil".Los bienes intercambiados pueden ser materiales o intelectuales pues, según recuerda Kant -citado por lo autores- en el concepto de propiedad cabe “toda habilidad, oficio, arte o ciencia” que permita al individuo ganarse la vida sin depender de otro. Se trata de poder vender un opus (un producto, material o intelectual) y no una opera (una capacidad de trabajar que se pondría al servicio del comprador).
De entrada podemos decir que lo que aquí se sostiene no vale como principio general y que la relación entre propiedad y ciudadanía no ha sido históricamente tan clara como aquí se supone, ni siquiera en la modernidad capitalista. En períodos anteriores al surgimiento del capitalismo, la falta de relación entre propiedad (distinguida del dominium) y ciudadanía resultaba patente, pues tanto en Grecia como en Roma los esclavos podían perfectamente ser propietarios e incluso ricos propietarios sin que por ello su vida tuviese la más mínima dimensión pública. La oscuridad y la tristeza de la esclavitud no consistían, como recuerda Hannah Arendt, en el hecho de que el esclavo fuese pobre o que estuviera completamente expropiado, sino en su exclusión de la vida pública y su encierro en el ámbito de la economía. La condición servil no consistía necesariamente en una falta de propiedad, sino en una mucho más radical falta de libertad. Más cerca de nosotros, en los regímenes liberales anteriores al siglo XX, un porcentaje importantísimo de la población propietaria quedó apartado de la ciudadanía activa mediante el sufragio censitario. Si la mayoría de los propietarios independientes, pequeños y medianos empresarios, campesinos y comerciantes no participaban en los mecanismos de representación política, mal puede afirmarse que lo que Kant propone sea algo que se haya visto realizado en la historia. Se trata más bien de una condición que es del orden del deber ser, una ilusión necesaria generada por la lógica misma del mercado y por el discurso jurídico que en ella se basa. Ninguna sociedad realmente existente se ha basado en el intercambio simple que constituye el mito fundacional del derecho moderno y, sin embargo, para que el orden jurídico se sostenga, el discurso jurídico ha de actuar como si las relaciones mercantiles interindividuales se basaran en el intercambio de valores iguales entre personas libres e iguales.
Para que hubiera independencia civil tendrían que haberse dado esas condiciones, pero ¿se han llegado a dar efectivamente en algún momento de la historia? Nuestros autores parecen creerlo. Sostienen efectivamente que: "Debemos notar que sólo sobre la base de la expropiación generalizada (es decir, sólo una vez suprimida la “independencia civil” de la mayoría de la población) es posible poner en operación la lógica capitalista de producción e intercambio. No hay capitalismo sin clase obrera. Y no hay clase obrera si la posibilidad misma de la independencia civil no ha sido destruida". Ello supondría que antes del capitalismo, que la habría suprimido, habría existido independencia civil para la mayoría de la población. Es olvidar que la sociedad feudal que precedió al capitalismo era una sociedad de clases basada en la dependencia personal. Pensar que en el régimen feudal que imperaba en casi toda Europa en los albores del capitalismo existía "independencia civil" para la mayoría de la población es ignorar enteramente la historia real en nombre de las necesidades internas de un planteamiento teórico. Ni Kant ni nadie sensato ha podido nunca decir que, por mucho que los campesinos feudales tuvieran acceso a los "comunes" en forma de tierras, aguas y bosques o pudieran utilizar en régimen de enfiteusis una tierra de la que en ningún caso eran propietarios en sentido moderno, tuvieran estos campesinos la más mínima independencia civil. Lo que el capitalismo destruyó no fue la independencia civil sino el régimen de dependencia personal que unía a los trabajadores con sus señores y con las tierras de estos, régimen en cuyo marco los trabajadores organizaban en muchos casos de manera directa y autónoma el proceso de trabajo y podían subsistir sin verse obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Las tierras seguían siendo, con todo, del señor, el cual extraía su tributo como señor y amo de las personas y como dueño de las tierras. Ciertamente, Marx describirá en el capítulo del Capital sobre la acumulación originaria la situación inglesa en términos que podrían sugerir que existió ese acceso masivo a una propiedad fundamento de la independencia civil: "La inmensa mayoría de la población se componía entonces y aun más en el siglo XV de campesinos libres que cultivaban su propia tierra, cualquiera que fuere el rótulo feudal que encubriera su propiedad. En las grandes fincas señoriales el arrendatario libre había desplazado al bailiff (bailío), siervo él mismo en otros tiempos. Los trabajadores asalariados agrícolas se componían en parte de campesinos que valorizaban su tiempo libre trabajando en las fincas de los grandes terratenientes, en parte de una clase independiente poco numerosa tanto en términos absolutos como en relativos de asalariados propiamente dichos. Pero también estos últimos eran de hecho, a la vez, campesinos que trabajaban para sí mismos, pues además de su salario se les asignaba tierras de labor con una extensión de 4 acres y más, y asimismo cottages. Disfrutaban además, a la par de los campesinos propiamente dichos, del usufructo de la tierra comunal, sobre la que pacía su ganado y que les proporcionaba a la vez el combustible: leña, turba, etc." Por mucho que Marx describa una situación de transición que ya no es feudal y aún no es capitalista en la cual una buena parte del campesinado es libre, esta libertad no se basa en la propiedad, ni se traduce en libertad política ni independencia civil. Incluso los campesinos independientes necesitaban algún "rótulo feudal" para justificar la apropiación de sus tierras y, por otra parte, en las grandes fincas señoriales los arrendatarios libres de la tierra habían desplazado a los siervos de la gleba. Todo ello son consecuencias momentáneas de la generalización del intercambio mercantil y de la sustitución del tributo feudal por la renta de la tierra. El capitalismo liberará a los trabajadores en un doble sentido, en buena medida irónico: los liberará de la dependencia personal pero también de la posesión de sus medios de producción. No sorprende que entre los adalides de un socialismo respetuoso de la propiedad privada figure un mitificador del pasado precapitalista como Chesterton, un encantador reaccionario que ve en la sociedad feudal un paraíso de pequeños propietarios que vivían de labrar sus parcelas y ordeñar sus vacas. Tampoco olvidemos que el mismo Chesterton partidario de la creación de una Liga Distribucionista destinada a ®establecer esta utopía era un gran admirador de los cuentos de hadas.
2. Comunismo y propiedad
Lo sorprendente en la línea de argumentación de CFL y LAZ es que no sólo intenten basar su defensa de la propiedad privada en Kant o en Chesterton, sino que se sirvan de Marx con el mismo fin, pues lo menos que se puede decir de Marx es que no es uno de los grandes defensores de la propiedad privada. Recuerdan así los autores en favor de sus tesis la afirmación de Marx en el Capital conforme a la cual “la economía política procura, por principio, mantener en pie la más agradable de las confusiones entre la propiedad privada que se funda en el trabajo personal y la propiedad privada capitalista –diametralmente contrapuesta– que se funda en el aniquilamiento de la primera”. (MEGA, II, 6, p. 683). El problema es que dan a la afirmación de Marx un valor histórico, como si antes del capitalismo hubiera existido una Arcadia feliz en la que los trabajadores independientes gozaban de una propiedad privada basada en el trabajo personal. Esta utopía del pasado constituye desde la obra de Locke uno de los elementos básicos de justificación del orden de mercado. El problema de esta utopía de la propiedad privada es que, partiendo de ella, sería difícil negar a los individuos más laboriosos, que con su esfuerzo hubiesen conseguido crear más riqueza, el derecho a comprar a los más perezosos la escasa propiedad de que éstos dispusieran. Esta progresiva adquisición por los laboriosos del patrimonio de los perezosos es la explicación mítica y moralizante de la acumulación primitiva de capital que circula en el pensamiento burgués desde Locke hasta Adam Smith y que aún hoy utilizan las distintas patronales cuando defienden el "workfare" y la flexiguridad frente al Estado del bienestar (Welfare). Es muy exactamente la que Marx combate en su capítulo del Capital sobre la denominada "acumulación primitiva" donde muestra con abundantes argumentos que la acumulación originaria fue el resultado de un violentísimo proceso de expropiación de los trabajadores7. Que enemigos reaccionarios del capitalismo como Chesterton presentasen esta utopía moral de la propiedad basada en el trabajo como el marco de un nuevo socialismo católico y feudal sólo muestra el callejón sin salida al que conduce toda reivindicación con pretensiones anticapitalistas de la igualdad y la propiedad derivadas de la lógica del mercado. En la Crítica del programa de Gotha, Marx se opondrá a estos mismos puntos de vista expresados por Ferdinand Lassalle y sus seguidores que exigían en nombre de la relación entre trabajo y propiedad que los trabajadores obtuvieran "el fruto íntegro de su trabajo" olvidando el carácter social que tiene el trabajo en el propio capitalismo.
En la actualidad, en el marco de un sistema productivo altamente socializado, la reivindicación de la propiedad privada como condición de la ciudadanía resulta sumamente problemática. De hecho, las modalidades más extremas de expropiación y de sumisión que ha logrado el liberalismo han adoptado la forma de la subcontratación de los servicios de trabajadores autónomos por parte de las grandes empresas que los empleaban. De hecho, el gran objetivo del capitalismo neoliberal es convertir a todo trabajador en empresario, esto es en propietario de algún tipo de capital, aunque este consista exclusivamente en un capital inmaterial de conocimientos y capacidades que Gary Becker denomina “capital humano”. En un momento en que, precisamente, el instrumento productivo fundamental es el conocimiento, cuyo carácter es irremediablemente social y colectivo, la expropiación del trabajador adopta paradójicamente la forma de una imposible apropiación privada de “sus” medios de producción.
No porque Marx y Engels afirmaran en el Manifiesto del partido comunista que los capitalistas ya habían suprimido la propiedad privada de los medios de producción para la aplastante mayoría de la sociedad, cabe concluir que la tarea de los comunistas sea restablecerla. La respuesta de Marx y Engels en el Manifiesto a las críticas burguesas contra el programa comunista es inequívoca: "Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.
Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad."
Por ello mismo, la principal tarea de los comunistas es culminar de manera activa la socialización de los medios de producción realizada pasivamente por el capital: "El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas."
El grado de socialización de la producción ya alcanzado por el capital sólo es reversible mediante la implantación de la barbarie, sea esta la de Pol Pot o la explícitamente reivindicada por Kaczinsky (Unabomber) y los primitivistas. Para Marx la propiedad privada de los medios de producción para la mayoría de la población carece en el capitalismo de actualidad e incluso de realidad. La idea de una sociedad de propietarios libres e iguales que intercambian con seguridad material y jurídica sus propiedades en un mercado cuya libertad es garantizada por un Estado de derecho corresponde además demasiado fielmente a la ilusión necesaria que produce el derecho privado como para haber existido en ninguna fase de la historia de la humanidad. Más que una realidad histórica abolida por el capitalismo, constituye el ideal utópico del propio capitalismo, ideal que a la vez contrasta con la dura realidad de la explotación y mantiene toda esperanza de superación de esta dentro del propio sistema, y, por otro lado, mantiene día a día la operatividad de las ficciones del derecho. El derecho tiene que funcionar para que la ley del valor siga siendo operativa, pues como sabemos, el origen de la plusvalía, de la generación de valor nuevo está a la vez dentro y fuera del intercambio mercantil. La evolución postfordista del sistema capitalista con la generalización de la relación contractual y la desaparición progresiva de la relación laboral regulada por la ley y por convenios con valor legal en favor de la contratación generalizada entre propietarios independientes muestra muy claramente hacia dónde conduce esta utopía. No fuera del sistema, sino hacia su imposible ideal. Pero la persecución de este ideal no lleva, como reconocen CFL y LAZ, a una atenuación, sino a un incremento de la explotación, de la precariedad, de la inseguridad, y por consiguiente de la dependencia efectiva. Todo ello bajo los colores de la independencia y de la propiedad privada. La búsqueda aparente de la utopía propia del régimen, sólo conduce de manera cada vez más radical a sus propios fundamentos en la violencia, la expropiación y la explotación. Podemos decir aquí con Pascal que “quien hace el ángel hace la bestia”.
3. La mala conciencia de la izquierda produce monstruos
La adopción como ideal anticapitalista de lo que no es sino el ideal del propio capitalismo se presenta como la única posibilidad de no recaer en la utopía y el totalitarismo. Aquí la mala conciencia de izquierdas vuelve a hacer estragos y desorienta en la designación del enemigo real. Ningún totalitarismo, ni el nazi, ni el fascista ni el staliniano, es independiente de la forma Estado y del dispositivo de gobierno biopolítico y económico que le sirve de necesario complemento. No es el temido colectivismo lo que hace del stalinismo un régimen totalitario, sino el mantenimiento e incluso la elevación al paroxismo del aislamiento de los individuos, la destrucción de todo lazo social entre ellos que no estuviera mediado por la relación con el soberano. El totalitarismo no es el resultado de una apropiación colectiva de unos medios de producción altamente socializados, sino, por el contrario, el dispositivo que hace imposible esta apropiación. En ello el Estado socialista soviético es una forma de excepción del Estado expropiador capitalista. La relación con el comunismo que tiene la muchedumbre solitaria de los desfiles de la Plaza Roja o la que participa en los actos de linchamiento de la revolución cultural maoista no es mayor que la de las ordenadas masas nacionalsocialistas filmadas por Lenny Riefenstahl en el congreso del partido nacionalsocialista. Ciertamente, en la Rusia y la China revolucionarias, el régimen sigue manteniendo ciertas apariencias revolucionarias indispensables para su legitimación, en cierto modo siegue cabalgando un impulso revolucionario vencido, pero sobre todo impide el desarrollo de las formas no estatales de apropiación pública de los bienes comunes. Los socialismos reales cercenan el impulso revolucionario de la democracia clasista mediante un ordenamiento estatal basado en la expropiación de los trabajadores por el Estado. La expropiación colectiva de los trabajadores es correlativa a la reproducción voluntarista y policial de su aislamiento social. Se trata en todos estos casos de formas de individualidad cuyo aislamiento obedece a su dependencia respecto de un Estado soberano encarnado en un caudillo. En este aspecto, nada cambia el hecho de que se reconozca la propiedad privada como hacía el nacionalsocialismo o que esta quedase abolida en el caso del stalinismo.
La confusión del comunismo con una de las formas excepcionales, “totalitarias” del Estado capitalista es un pesado lastre para el pensamiento y la práctica anticapitalista. Esto y no otra cosa es lo que explica la voluntad de defender a toda costa la estructura jurídica y política del capitalismo, buscando en su contenido "auténtico" una salida del propio capitalismo. Como lo que se considera el comunismo histórico encarnado en los socialismos reales conduce a la esterilidad totalitaria, de lo que se trata, para dar un nuevo aliento al pensamiento y la práctica política de la izquierda es de reivindicar lo que estos totalitarismos habían rechazado: el Estado de derecho, la ciudadanía, los derechos humanos, la propiedad privada etc. Se confunde así el rechazo de la normalidad liberal por las formas excepcionales del poder capitalista con una forma de ruptura con este poder. Ahora bien, en el stalinismo no hay un error histórico de la izquierda, sino una estructura de poder perfectamente coherente y perfectamente emparentada con el Estado capitalista tanto normal como excepcional.
Revivimos hoy lo que ya viviera la Edad Media al descubrir la obra política de Aristóteles: para escándalo de quienes, siguiendo la tradición de la escolástica consideraron la tiranía como un mal y un pecado, la Política de Aristóteles la situaba entre las formas de gobierno, describiendo su esencia. La superación de este escándalo es el principio de la reflexión política moderna. Hoy tenemos ante nosotros una tarea semejante cuando se trata de entender la formas políticas totalitarias y de manera muy particular, el stalinismo. Se trata de salir de la lógica religiosa y moral del pecado y de la traición y de seguir la máxima materialista que Spinoza proponía para la política, incluso cuando esta manifestaba aparentemente el vicio o la maldad de una supuesta naturaleza humana: “no reir, no llorar ni detestar, sino entender.”
El presunto regalo que la izquierda habría hecho al orden capitalista rechazando sus instituciones políticas y jurídicas “normales” no es ni mucho menos el origen del despotismo staliniano. Podemos incluso afirmar lo contrario: tanto en su lado de poder soberano, como en su aspecto de gobierno biopolítico, el stalinismo no sale nunca del marco del Estado moderno y del poder capitalista. La propia estatalización de los medios de producción no permite afirmar que se haya salido de este marco de poder. El stalinismo, como régimen capitalista de excepción, limita el mercado a su mínima expresión, expropia de manera generalizada los medios de producción de grandes y pequeños propietarios, probablemente incluso dentro de una cierta inercia revolucionaria o buscando con ello una legitimidad revolucionaria para la restauración del orden. Todo ello no impide que la relación de los individuos con los medios de producción estatalizados sea básicamente la misma que la que estos experimentaban en el capitalismo de régimen normal con los medios de producción de sus patrones privados. El individuo productor se enfrenta al capital tanto bajo las formas políticas y jurídicas normales como bajo las excepcionales como a un poder ajeno. Tanto bajo el stalinismo como bajo el capitalismo liberal, el Estado es el garante jurídico y político de esta expropiación permanente.
¿Conclusión?
"Try again, fail again, fail better"
(Inténtalo de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor)
(Samuel Beckett)
¿Por qué regalar el “comunismo” a las clases dominantes? ¿Por qué aceptar sin más su confusión con las tiranías socialistas del siglo XX? A pesar de los fracasos de las revoluciones aplastadas bajo un orden totalitario capitalista a la vez soberano y biopolítico, el comunismo sigue siendo hoy una exigencia política y ética. Sin la hipótesis comunista, sin un planteamiento de apropiación colectiva de los comunes sin mediación mercantil ni estatal, ninguna política tendría hoy sentido. Renunciar al comunismo es, en efecto, reducir la política que es reivindicación de la parte de los sin parte, a mera gestión de las partes ya asignadas por el Estado y el mercado, a lo que denomina Jacques Rancière: "policía" por oposición a una política basada en el antagonismo promovido por la exigencia comunista. El comunismo no es ni puede ser un modelo ni una utopía, sino la liberación de una exigencia irrenunciable que está siempre ya presente en la existencia social de los humanos. El comunismo no es el objeto de un deseo utópico, sino la causa y el motor de un deseo político que sólo podrá extinguirse con la especie humana. Imponerle como marco el Estado democrático, el Estado de derecho e incluso las libertades fundamentales propias del individuo de mercado que se centran en la propiedad privada, es acabar con cualquier posibilidad de política.
Renunciar al comunismo es asimismo renunciar a unas libertades y una independencia individual no basadas en el mercado sino en el libre acceso a los comunes, a la productividad común del intelecto general y del trabajo libremente asociado. Sólo un acceso igual por parte de todos a las capacidades productivas colectivas y a la riqueza que estas producen puede servir de base a una libertad individual no sometida al chantaje del mercado y permite pensar una libre asociación de los individuos. Renunciar al comunismo es renunciar a la política, a la democracia y a la libertad en el sentido más radical de estos términos en favor de la triste utopía social de una sociedad de comerciantes libres, iguales y solitarios necesaria al funcionamiento del derecho mercado. Es aceptar un orden policial cuyos efectos letales ya se dejan sentir, renunciando a las exigencias vitales del animal político.
miércoles, 4 de marzo de 2009
El terrorismo como residuo de la política
Puede afirmarse que la crisis de la representación política es resultado directo del éxito de un modelo de gobierno liberal que, con mayores o menores matices y con algunos episodios marcados por gobiernos de excepción (nazismo, franquismo etc.) ha sido el modo normal de gobierno en el capitalismo. Este modo de gobierno se caracteriza por la autolimitación del poder soberano en favor de la autorregulación de la esfera económica y de la autonomía de la sociedad civil, ambas articuladas en torno a la institución central que constituye el mercado. La función residual del poder soberano es la de policía, pero esta no representa tan sólo una tarea represiva, sino fundamentalmente el conjunto sumamente complejo de tareas que permiten el funcionamiento del mercado y regeneran la ilusión naturalista de su "autorregulación". Entre ellas está la represión de la delincuencia, pero también la generación de marcos jurídicos y políticos que salvaguardan la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos. Esto, si se quiere es, a muy grandes trazos, el esquema transhistórico de base en que se funda este modo de gobierno liberal, el único que hace posible el funcionamiento del mercado universal (que incluye la compraventa de fuerza de trabajo) y del capitalismo. Con todo, según la historia concreta de cada país, las condiciones mínimas de reproducción del régimen pueden variar en función de alianzas relativamente estables o contingentes entre los sectores sociales dominantes o incluso de formas de negociación con los dominados. En el Estado Español, un elemento fundamental de la autorreproducción del régimen es el mantenimiento de su unidad territorial, lo cual es comprensible cuando el Estado Español fue inicialmente un Imperio y sólo muy tardiamente pretendió -en vano- dotarse de una legitimidad nacional. De ahí que la propia supervivencia del poder soberano y su posibilidad misma de realizar sus funciones de policía dependan de una particularmente frágil y en gran parte mítica "unidad nacional". Esto es lo que explica la "centralidad" de la cuestión vasca.
Según el aforismo de Ludwig Wittgenstein "de lo que no se puede hablar, más vale callar". Y es que sobre las condiciones mismas que hacen posible el hablar no es posible decir nada mediante el propio lenguaje. Sobre los fundamentos del lenguaje no existe un metalenguaje que los explicite. El territorio de un lenguaje que denota hechos es el de la mera facticidad. Paralelamente a esto, en el régimen liberal, sólo es articulable aquello que no se opone a la reproducción del propio régimen en sus elementos básicos que son el poder soberano/policial, el mercado y los derechos individuales de los agentes de mercado. Consecuencia de ello es que la política, sustituida por la policía, tienda a experimentar un eclipse: sólo existen problemas de gestión, pero no hay nada que decidir en cuanto al modelo de sociedad y de organización política, pues este se considera definitivo.
Naturalmente, esto genera una repetición de prácticas y procesos normales y una exclusión de aquellos que resultan anómalos. Entre los que se ven designados como anómalos figuran en lugar destacado los que tienen que ver con la supervivencia de la política más allá de su neutralización policial y económica. La política, en la medida en que tiene que ver no ya con la simple vida (Zoé), sino con el "buen vivir" -según nos enseña Aristóteles- supone siempre una distancia respecto de la facticidad de la naturaleza. La capacidad humana de decisión -y de fundación- de las formas políticas del "buen vivir" no establece nada de manera definitiva. La política en este sentido radical es esa persecución del "buen vivir" siempre abierta a nuevas perspectivas. Más allá del "fin de la historia" que el liberalismo ha procurado imponer desde sus albores mediante el comercio, la finanza y las armas, está la historia concreta que necesariamente hace fracasar este proyecto al igual que todo otro proyecto totalitario. La politicidad y la historicidad de la especie humana arraigan en la imposibilidad de una definición naturalista y "objetiva" del "buen vivir". Para una especie sustraida por el lenguaje a la naturaleza, el objetivo de la ciudad será siempre objeto de disputa e incluso de antagonismo.
La supresión del antagonismo real, aquél en que lo que está en juego no es el cambio de un gobierno liberal y capitalista por otro sino la constitución de un orden político y social distinto, equivale a una eliminación de la política. Esta pretendida eliminación es un objetivo totalitario que el orden capitalista siempre ha querido alcanzar, pero que por motivos que tienen que ver con la antinatural naturaleza de la especie humana, siempre se ha visto frustrada. Cada vez que se ha pretendido hacerlo, se ha podido establecer una ficción de orden, pero a costa de generar un residuo irreductible. Este residuo es lo que se denomina "terrorismo" y que no representa una forma concreta de acción política marcada por la violencia, sino -si se atiende a los contenidos de la legislación vigente- cualquier acción política que pretenda subvertir el orden existente. Poco importa que pretenda hacerlo por las armas o por las urnas o incluso que busque alcanzar sus objetivos por medios enteramente pacíficos, tampoco es determinante que la acción vaya dirigida contra el centro neurálgico del capitalismo o que ponga en peligro la constitución históricamente y geográficamente aleatoria, pero esencial en términos de dominación, de sus aparatos estatales. Lo decisivo para calificar una actividad de terrorista es su finalidad política, en sentido fuerte, su desafío al orden policial. De este modo el terrorismo, en el sentido amplio en que lo conciben los actuales poderes ejecutivo-judiciales del capitalismo de la crisis, no es sino el resto irreductible de la política. Lo que queda cuando se pretende suprimir todo cuestionamiento sobre el "buen vivir"en nombre de un gobierno basado en la gestión policial de la vida y la economía.
miércoles, 18 de febrero de 2009
Chávez indispensable e inesencial
El referéndum recientemente celebrado en Venezuela sobre una reforma de la constitución que posibilita la reelección sin límite de mandatos de los principales cargos públicos de elección popular ha suscitado de nuevo escándalo en numerosos medios de prensa y responsables políticos españoles y europeos. A juicio de estos, el presidente Hugo Chávez pretendería "perpetuarse en el poder" obteniendo un "mandato indefinido", alcanzando así una especie de poder vitalicio. Esto es olvidar, como últimamente se ha señalado, que su permanencia en el cargo depende en cualquier caso de su capacidad de vencer en las sucesivas elecciones e incluso en los posibles referéndums revocatorios que, según las constitución bolivariana en vigor, pueden convocarse por iniciativa popular a mitad de cada mandato. Era de esperar algo de mala fe en aquellos medios que, en su momento, no tuvieron reparo en admitir e incluso aplaudir el golpe de Estado contra el presidente Chávez como una maniobra de "normalización" democrática. Y es que la experiencia revolucionaria bolivariana sigue siendo indigesta para el conjunto de los defensores del consenso racista fundamental en que se basa "nuestro" modelo democrático. Que un importante porcentaje de la población accediera a la ciudadanía, no sólo en términos de voto, sino también de derechos sociales y políticos supuso según la oposición venezolana un "inflamiento del censo" por parte de un gobierno "populista". Efectivamente, con Chávez salieron a la luz del día más de 4 millones de personas que habían sido completamente ignoradas por los gobiernos anteriores en lo que a derechos sociales y políticos se refiere. Esta población negra, india y mestiza constituye la base de apoyo del gobierno de Chávez y el motor de una revolución bolivariana que aspira a romper las barreras de raza y de clase en que estaba tácitamente basado el régimen anterior. En Bolivia, en Ecuador y, en diversos grados, en el resto de América Latina nos encontramos con procesos similares en los cuales grandes movimientos populares pugnan por liquidar el consenso racista mediante una inclusión de las clases populares indias negras y mestizas en una democracia de nueva planta.
En el marco de las sociedades de pasado colonial e incluso esclavista predominantes en América Latina se hace particularmente visible un rasgo fundamental del dispositivo de gobierno liberal y de las "democracias liberales" que en él se basan. Dentro de estos regímenes, se reconocen ciertamente numerosos derechos al conjunto de los ciudadanos: derechos civiles, libertades políticas, inmunidades privadas, incluso derechos sociales. Sin embargo, el "conjunto de los ciudadanos", sin perder su universalidad en el ámbito de las formas jurídicas, se estrecha en la práctica de manera considerable. En la práctica, los derechos quedan limitados al sector de la población que no plantea problemas a la supervivencia del régimen y de sus modalidades diferenciales de explotación y control social. Los individuos libres, iguales y propietarios, los que tienen algo que intercambiar en el mercado son los que constituyen el pueblo, el "conjunto de los ciudadanos". Quedan fuera de éste conjunto, que es un todo exclusivo y excluyente, quienes carecen de propiedad o se encuentran fuera de los circuitos productivos y de intercambio. En los países coloniales este sector de la población está fundamentalmente representado por los descendientes de siervos y esclavos. En los países capitalistas desarrollados, este lugar se ve ocupado por poblaciones procedentes de las antiguas colonias o, en general, de la periferia: inmigrantes con más o menos papeles, refugiados, solicitantes de asilo etc. En casos particulares, como el de los Estados Unidos, la población excluida incluye grupos importantes de población penitenciaria. Sin embargo, incluso los más probos ciudadanos, los que trabajan y tienen propiedades, pueden tener experiencias cotidianas de esta privación de derechos en el marco del despotismo laboral impuesto por unas condiciones de trabajo cada vez más precarias o en esas circunstancias excepcionales, aunque familiares, que son siempre las de cualquier contacto con la institución policial. Las fronteras de la democracia y la ciudadanía pasan así por Guantánamo o los campos de “acogida” de inmigrantes “ilegales”, por las fábricas y las oficinas del precariado o por la comisaría de la esquina.
El objetivo de la revolución bolivariana promovida por Chávez y una amplia coalición de fuerzas sociales y políticas es acabar de una vez por todas con la estructura racista y colonial de la sociedad venezolana. Para ello es necesario que las mayorías sociales accedan a la salud, a la cultura, a la actividad productiva y, por supuesto, a una vida política que no acabe en el voto. Paradójicamente, la multiplicación de las consultas electorales bajo los distintos mandatos presidenciales de Chávez, es muestra de la extraordinaria vitalidad política del país. Las distintas votaciones -en las que no ha salido siempre ganadora la mayoría presidencial como se comprobó en el resultado del referéndum constitucional y en los resultados de las elecciones locales- se realizan en un marco de debate político intenso sobre la realidad del país y sus transformaciones. Podría esperarse, según una lógica europea o norteamericana, que un pueblo que apoya mayoritariamente y de manera reiterada el liderazgo de Hugo Chávez fuese políticamente pasivo, que la presencia en la más alta magistratura de la República de un personaje carismático sustituyese todo tipo de actuación política por parte de la población. Esto, con carisma o sin carisma de los dirigentes, es lo que ocurre de manera sistemática en las democracias liberales. En ellas, el pueblo abandona masivamente todo protagonismo político en favor de los distintos poderes del Estado que se erigen en sus representantes. Como afirmaba ese gran clásico de la forma más burguesa del liberalismo que fue Benjamin Constant, la libertad de los "modernos" consiste, no en participar en la vida política de la ciudad, sino en disfrutar de sus "goces privados". El gobierno, considerado como una actividad, por un lado pesada y por otro peligrosa, queda así en mano de administradores profesionales. En este tipo de régimen, lo único que ofrece a la población un símil de garantía contra el despotismo de sus dirigentes es la posibilidad de cambiarlos periódicamente. En el capitalismo liberal, lo único que puede cambiar son los representantes políticos. Por supuesto, a condición de que no cambie nada más. Cuando se parte del dogma liberal que afirma la naturalidad de las relaciones sociales y económicas, toda pretensión de transformarlas supone una transgresión, no ya de las leyes humanas sino de las que impone la propia naturaleza. La gran ficción en que se basa la dominación capitalista en el contexto liberal consiste en el rechazo de que unos hombres gobiernen a otros, lo cual no está reñido con la más completa sumisión a una pretendida dominación de la naturaleza en lo que a la economía y la sociedad se refiere. Mercier de la Rivière, uno de los primeros " economistas" de la escuela fisiocrática sostenía que era posible y aun provechoso un despotismo político basado en el más estricto respeto de de lo que consideraba como "las leyes de la naturaleza". Lo que hoy denominamos libertad de mercado se denominaba aún en el siglo XVIII "despotismo". Sostiene así Mercier: «el despotismo natural de la evidencia conduce al despotismo social: el orden esencial de toda sociedad es un orden evidente, y como la evidencia siempre tiene la misma autoridad, no es posible que la evidencia de este orden sea manifiesta y pública, sin que gobierne despóticamente.» (Le Mercier de la Rivière, L'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, Nourse-Desaint, Londres- Paris,1767, p. 280).
Sin embargo, para que este despotismo fuese aceptable, este debía desprenderse de todo carácter personal. El monarca despótico de Mercier debía ser un mero ejecutor de los preceptos dictados por el orden natural de la sociedad. Se comprende así que las democracias liberales herederas de este pretendido gobierno natural consideren fundamental para la libertad de los ciudadanos el cambio de las personas que ostentan la representación política. La política en cuanto tal ha perdido todo contenido, pues el orden social y económico fundamental resulta inalterable: en términos de Margaret Thatcher, "No Existe Alternativa, There Is No Alternative (consigna antipolítica que se traduce en las siglas TINA, el SPQR del Imperio neoliberal). En el capitalismo democrático y liberal, los ciudadanos se ven representados por un poder doblemente legitimado por las elecciones y por su ortodoxia en materia económica. Esta última se basa en un saber que se supone a todo gobierno que actúe conforme a los pretendidos dictados del mercado, esto es conforme a los intereses de los grupos capitalistas dominantes. Para los detentadores de ese saber toda discrepancia, todo oposición tiene su origen en la ignorancia. Existe así la verdad, que se expresa como evidencia natural y, frente a ella, las distintas variantes del “populismo”, o de los intentos “irracionales” de defender los intereses populares frente a los dictados del capital. En un contexto de igualdad política formal entre los ciudadanos, el único modo de hacer pasar este efectivo despotismo por una forma de democracia consiste en impedir (aun así con algunas excepciones como las “monarquías constitucionales” o los regímenes liberales abiertamente dictatoriales), que los mismos personajes se perpetúen indefinidamente en los principales cargos de representación política. De ese modo, es posible realizar a la vez el ideal de Rousseau de que un hombre no gobierne a otro hombre y el de Mercier de que el auténtico rector de la sociedad sea la naturaleza. El peligro del despotismo y del totalitarismo no hay que situarlo tanto en los regímenes denominados “populistas” como en el propio (neo)liberalismo como negación de la política y del antagonismo en nombre de la naturaleza. Afirma en este sentido Ernesto Laclau: “Para pensar el totalitarismo hay que pensar en regímenes que no construyan a un pueblo sino que pongan límites absolutos a la construcción de ese pueblo. Si se piensa en regímenes autoritarios, potencialmente totalitarios, en América Latina, no hay que pensar en el populismo sino, por ejemplo, en el neoliberalismo.”
En el caso de Venezuela nos encontramos con una situación sumamente distinta. Tras la quiebra del modelo de democracia liberal oligárquica consecutiva a la gran insurrección popular contra el neoliberalismo que representó el Caracazo, la alternancia de los políticos profesionales en los principales cargos representativos perdió toda significación. La propia llegada a la presidencia de la República de un personaje como Hugo Chávez Frías que no es ningún político profesional muestra la amplitud de una crisis de representación política correlativa a la crisis de legitimación social del capitalismo en Venezuela. Conquistar la democracia por parte de las mayorías sociales, no sólo en Venezuela y América Latina sino en el resto del mundo capitalista supone romper con el despotismo de un gobierno supuestamente natural. Resulta fundamental para ello liquidar los mecanismos ideológicos y políticos que reproducen la “naturalidad del mercado”, una naturalidad que apenas logra ocultar el poder de clase de las oligarquías capitalistas.
La revolución bolivariana, a pesar de las numerosísimas dificultades que atraviesa y de sus importantes contradicciones, avanza en ese sentido, fomentando la apropiación por parte del pueblo de la riqueza social y de los medios de producción, pero también desarrollando a través de los consejos comunales formas de democracia que no sólo permiten sino que requieren una constante intervención de la ciudadanía. En este contexto, la posibilidad de que Hugo Chávez sea reelegido por un número indefinido de mandatos, refleja la exigencia de dar continuidad a un proceso largo y difícil de transformaciones sociales, y en ningún modo la sumisión del pueblo venezolano a los dictados de ningún déspota. A diferencia de lo que ocurre en las democracias liberales en las que lo único que puede cambiarse son los gobiernos, en el proceso revolucionario bolivariano lo determinante es la transformación social efectiva, aquella misma que resulta imposible en un marco liberal y representativo en el que la población se dedica a sus “goces privados”. La permanencia de Hugo Chávez en la presidencia de la República depende así de su capacidad de contribuir desde su cargo a neutralizar el espacio de la representación política y su correlato dentro del dispositivo liberal que es la pretendida autorregulación de la esfera económica. Ciertamente se necesita tiempo para ello, lo cual justifica que Chávez vuelva a presentarse ante los electores para obtener uno o varios nuevos mandatos presidenciales. Para el proceso bolivariano, Chávez es a la vez indispensable e inesencial. Indispensable, pues, al menos de momento, representa la continuidad de la revolución y asume una indispensable función de destrucción de la función representativa, precisamente mediante su retórica “populista” perfectamente inadecuada a la “dignidad” del cargo presidencial. Inesencial, porque el objetivo de la revolución, en palabras del propio Chávez es acabar con el Estado burgués y sus dispositivos de despolitización mediante la representación. Tal vez sea necesario que, durante un cierto tiempo, Venezuela mantenga en la presidencia a esa bestia negra de todas las oligarquías capitalistas que es Hugo Chávez. Que no cambie de presidente, mientras la sociedad experimenta un cambio decisivo. En cualquier caso, si Chávez se opusiera a los objetivos de transformación social y de conquista de la democracia, la constitución bolivariana contiene ya medidas eficaces para prevenir la consolidación de una dictadura personal. Una de ellas, por cierto heredada de la singular experiencia de democracia revolucionaria que fue la Comuna de París, es la posibilidad de revocar a mitad de su mandato a todos los cargos públicos electos, incluido, naturalmente, el presidente de la República.
sábado, 7 de febrero de 2009
Eluana (Englaro) o la vida obligatoria. Del racismo al vampirismo
En sus cursos sobre la biopolítica de finales de los años 70, Michel Foucault contraponía dos tipos de poder: un poder soberano, basado en la ley y cuya prerrogativa es “hacer morir y dejar vivir” y un poder biopolítico cuyo objeto es la vida de las poblaciones y que tiene por máxima “hacer vivir y dejar morir”. Ambos poderes coexisten y se articulan entre sí. En nuestras sociedades nos encontramos así con la coexisteencia de formas de poder centradas en la ley y en la represión de sus infracciones y de otras formas de poder que se caracterizan por un permanente control de las poblaciones y de los individuos encaminado al fomento de la vida. Conocemos, de ese modo, un poder soberano, legal y discontinuo, que se manifiesta preferentemente como fuerza que castiga las infracciones y otro poder permanente y mucho más discreto que el anterior, que se ejerce sobre la vida y la población. Caracteriza al poder soberano el hecho de que allí donde no tiene que imponer su ley mediante sanciones e incluso mediante el ejercicio de su monopolio del poder de matar, “deja vivir” a los súbditos. Allí donde la ley no regula la realidad, la vida tiene derecho a expresarse con libertad. El poder tremendo del soberano, clásicamente representado en el Leviatán de Hobbes es, con todo, un poder discontinuo, que sólo interviene episódicamente para restablecer el orden legal, pero que, por lo demás, no interfiere innecesaiamente en la vida. Esta última, clásicamente, sigue perteneciendo a la esfera privada e incluso íntima de los individuos.
El surgimiento de un poder biopolítico, cuya coexistencia con el poder legal del soberano marcará el surgimiento del modelo liberal de gobierno, cambia radicalmente el planteamiento caracteristico de la soberanía. En cierto sentido, lo invierte. Su máxima “hacer vivir y dejar morir” conecta de manera decisiva el poder con la vida y deshace las lindes entre lo público y lo privado. Cuando se afirma que el biopoder gobierna la vida de la población, ello equivale a decir que fomenta su calidad y su intensidad y regula su cantidad. Para conseguir este objetivo no opera mediante intervenciones directas, sino estableciendo dispositivos que obtienen resultados concretos (un aumento o disminución de la población, un incremento de la riqueza, una mejora de la salud) mediante la acción libre de todos y cada uno de los integrantes de esta población. El fomento de la vida que se expresa en el liberalismo como la creación de un marco para el logro de la “felicidad individual” es así el principio fundamental por el que se rigen nuestras sociedades. Quienes lo transgreden, como los asesinos, los terroristas o los delincuentes sexuales, quedan calificados como enemigos del plan biopolítico de fomento de la vida mediante la libertad, como enemigos de la vida y de la humanidad, formas de vida nocivas y que, como tales, pueden exterminarse. Esto es en gran medida lo que explica la inmensa popularidad del homicidio en la literatura y el cine de masas y del terrorismo y la pedofilia en los medios de comunicación y el espectáculo político.
El caso de Eluana Englaro, la joven italiana que llevaba 17 años en coma profundo y entorno a la cual se ha desarrollado -y tras su muerte persiste- un importante debate ético y político en Italia, ha venido a recordarnos la pertinencia de estas observaciones de Foucault. Tras años de combate judicial, los padres de la joven lograron que la justicia italiana permitiese a los médicos desconectar a Eluana Englaro del complejo dispositivo que la mantiene en vida vegetativa. Cuando por fin parecía posible poner término a la pesadilla que constituye la prolongación indefinida de un estado que no es ni de vida ni de muerte, se produjo una doble intervención de la Iglesia católica y del gobierno de Silvio Berlusconi para impedir que acabara este prolongadísmo caso de ensañamiento médico.
Para la Iglesia, se trataba de defender, como en el caso del aborto, la vida como don de Dios frente a los intentos humanos de disponer de ella. Bien es cierto que este principio no es tan absoluto como parece, pues la Iglesia acepta en determinadas condiciones decisivas excepciones a esta norma, como la pena de muerte y la “guerra justa” y tampoco se escandaliza demasiado su jerarquía por el orden capitalista que mata de hambre y enfermedades curables a millones de seres humanos cada año. Ciertamente, en estos casos, se trata de proteger bienes superiores como el orden político y jurídico, que como se sabe, nos ponen al amparo de males mayores. Según el dicho escolástico minus malum habet rationem boni (el mal menor guarda cierta proporción de bien). De manera general, la presencia del mal en el mundo, incluso del mal que afecta injustamente al inocente, puede justificarse dentro de los vericuetos insondables del plan divino de salvación que los padres de la Iglesia denominaron “Economía”. El dolor, el mal, el sufrimiento tienen una finalidad para el cristiano. Benedicto XVI en el sermón del Angelus pronunciado el 1 de febrero y reproducido en el Osservatore Romano ilustraba perfectamente esta tesis con macabra poesía: “ Es precisamente "la fuerza de la vida en el sufrimiento” el tema que los obispos italianos han escogido para su habitual Mensaje con ocasión del Día de la Vida que hoy se celebra. Me uno de todo corazón a sus palabras en las que se advierte el amor de los Pastores por la gente, y el valor de anunciar la verdad, el valor de decir con claridad, por ejemplo, que la eutanasia es una falsa solución al drama del sufrimiento, una solución que no es digna del hombre. La auténtica respuesta no puede ser, efectivamente, dar la muerte, por "dulce" que esta sea, sino dar testimonio del amor que ayuda a enfrentarse al dolor y a la agonía de modo humano. Tengamos esta certidumbre: ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está cerca de él, queda desperdiciada ante Dios.” En la economía cristiana, el dolor no es algo simplemente negativo, sino el mejor modo de que el hombre participe en el sufrimiento y la muerte de Jesucristo. Tiene así un valor instrumental. Es inversión y no pura pérdida. Intentar suprimirlo o paliarlo excesivamente es oponerse a los planes de la providencia de manera arrogante y egoista. De ahí que la eutanasia, al igual que el suicidio, resulte absolutamente inaceptable.
Para Berlusconi, por su parte, se trataba de seguir la línea marcada por la Iglesia dentro de una práctica política caracterizada por el decisionismo y la banalización de la excepción. Su actitud se justifica como una paradójica manifestación de poder “soberano” ante una situación de urgencia y excepción: más allá del “dejar vivir” biopolítico que debería permitir lógicamente que se pusiera fin al ensañamiento médico con Eluana Englaro, su posición representa una afirmación de un poder que se niega a “dejar morir”, que no se limita a fomentar la vida, sino que obliga a vivir. Un poder soberano que impone, no ya la pena de muerte, sino la “pena de vida”. Según el padre de Eluana Englaro, esta vida vegetativa obligatoria, más allá de la vida propiamente dicha “es peor que una condena a muerte”. Se trata de una situación que guarda cierto paralelismo con la alimentación forzada impuesta a los presos en huelga de hambre, de la que tenemos un ejemplo reciente en la actitud que adoptó el régimen español con el preso político vasco Iñaki de Juana. Es algo así como una pena de muerte al revés, en la cual un poder a la vez soberano y biopolítico que no deja vivir, sino que obliga a hacerlo, no permite tampoco a sus súbditos morir. La combinación del principio de soberanía y del régimen de gobierno biopolítico se traduce en estos casos en una absolutización totalitaria del objetivo de fomentar la vida por parte de algunos representantes de los poderes soberanos de este y del otro mundo.
El margen de libertad que quedaba a los individuos y a los grupos humanos en un régimen de poder soberano se afirmaba como un “dejar vivir” correlato del “hacer morir”. El poder soberano que dispone del monopolio del homicidio legítimo abandonaba de ese modo la vida a su suerte, asumiendo tan sólo como propio el ámbito de la ley y de la muerte. Inversamente, el poder biopolítico reconoce en principio como ámbito de libertad el “dejar morir”. Cuando ya no se puede fomentar la vida o cuando no se desea hacerlo, por ser esta vida “indigna de vivirse”, el gesto del poder biopolítico no es matar, sino dejar morir. La muerte es así uno de los pocos espacios de intimidad que siguen existiendo en un régimen biopolítico plenamente desarrollado. En régimen biopolítico, todo lo que tiene que ver con la vida y la salud es exaltado, es objeto de publicidad y de control, mientras que la muerte directa -no la espectacular de la televisión o del cine- es cuidadosamente ocultada.
Sostenía Foucault que, cuando en régimen biopolítico era necesaria la reafirmación del poder soberano, este ejercía su derecho a quitar la vida no de manera absoluta, sino en nombre de la defensa de la vida. Para ello, tenía que operarse dentro del continuum vital un corte entre la vida que debe protegerse y las formas de vida que resultan nocivas para esta y deben destruirse. El discurso que determina este corte, el que lo justifica y lo orienta es el del racismo. El racismo es el modo en que el soberano hace su aparición transcribiendo su modo específico de poder en términos biopolíticos, merced a una delimitación de las formas de vida que se pueden y deben liquidar. Sabemos que el nazismo representa una articulación ejemplar de formas extremas de poder soberano y biopolítico. Ello lo convertía necesariamente en un poder estructuralmente racista. Sin embargo, formas normales y “democráticas” del Estado liberal mantienen también prácticas y discursos racistas a la hora de gestionar el poder sobre territorios coloniales, poblaciones inmigrantes, disidentes políticos, delincuentes sexuales, enfermos mentales etc.
La posición mantenida por Berlusconi en el caso "Eluana" o por el gobierno de Zapatero en el caso De Juana no corresponde a este supuesto, sino tal vez a uno radicalmente inverso, en el cual el poder biopolítico tiene que afirmarse como poder soberano. Del mismo modo que el poder soberano, para ser operativo en contexto biopolítico, debe matar en defensa de la vida, el poder biopolítico en contexto de legitimidad soberana debe obligar a vivir para expresar su facultad de tomar posesión de la vida de un individuo. Reflejo especular del racismo, esta combinación aún sin nombre de un régimen biopolíico con una legitimidad soberana, sugiere una nueva vía de excepción: la condena a vida se opone a la condena a muerte como la continuidad de lo biopolítico a la discontinuidad de la soberanía. El equivalente de una pena de muerte en términos biopolíticos sería así el manenimiento indefinido de esta vida más allá de la muerte cuyos ejemplos literarios se encuentran en las novelas de vampiros o en los relatos de zombis. Las almas en pena son sobre todo cuerpos en pena que no encuentran el sosiego de la muerte. La tentación vampirista del poder moderno, soberano y biopolítico a la vez no es incompatible, sino perfectamente complementaria con el racismo. El poder que pretende mantener entre la vida y la muerte a sus súbditos, en nombre de la caridad y la defensa de la vida, es el mismo que encierra, expulsa, tortura e incluso mata a los cuerpos extraños venidos de los países periféricos. Los buenos sentimientos de compasión y caridad ante la víctima absoluta, el cuerpo humano desconectado de toda participación activa en cualquier circuito social o lingüístico, son la forma más explícita de aceptación de un poder absoluto, un poder que, por cierto, y también en nombre de la vida, puede matar sin escrúpulos ni límites.
Eluana Englaro murió, o mejor dicho, terminó de morir hace dos días tras una larguísima agonía que la Iglesia y el régimen de Berlusconi pretendían prolongar indefinidamente. Escapó así a la gigantesca violencia de un poder que se ejerce en nombre de las víctimas, para el cual la vida desnuda, ese producto que supieron fabricar en masa los campos de concentración, se convierte en medio de exaltación del poder que, en lugar de destruirla como en Auschwitz, la mantiene. Se acabó, de momento, la permanente interpelación de una muerta sin cadáver por su nombre. La familiaridad de llamarla "Eluana", sin mencionar su apellido, constituía un elemento del ritual de perpetuación vampírica de la muerte en vida. También formaba parte de ese dispositivo el horrendo fantasma de violación del primer ministro italiano que hasta el último momento recordó que la joven podría concenir un hijo. En este marco desolador destaca la decencia, el rigor democrático y cívico del padre de la joven, que procuró enfrentarse por todos los medios legales a la pesadilla de un poder sin límites. Su actitud es loable y necesaria, pero lamentablemente no es suficiente. Tanto en Italia como en el resto del mundo corremos el gravísimo riesgo de que se difundan a la vez el racismo y este reflejo especular del racismo que podriamos llamar provisionalmente vampirismo. Ambos guardan estrecha relación con la dualidad de poderes que mantiene el capitalismo. Mientras los vivientes no logremos hacernos con nuestra propia vida y esta siga a merced del Estado y de las dinámicas de valorización del capital, todos corremos el riesgo en grados mayores o menores de ser tratados con viscosa solicitud como víctimas, hasta el límite absoluto que es la muerte en vida..
La muerte de Eluana Englaro al cabo de tres días de interrupción de su alimentación artificial pone provisionalmente fin al espectáculo de cinismo y oportunismo político escenificado por Berlusconi y Ratzinger. Queda, sin embargo, una sociedad, no sólo italiana, marcada por un estilo de poder a la vez paternalista y descarnado, donde la defensa de las víctimas es el valor fundamental. Estamos viviendo en un mundo donde el fomento por los poderes del capital de la vida, -concebida como lo último que puede arrebatarse a una víctima- puede transformarse en práctica neovampirista del mantenimiento de la muerte en vida.
domingo, 25 de enero de 2009
Dios no existe: sin la menor duda, Sr. Dawkins
"La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo en la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución." (Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión, 1927)
La campaña en favor del ateismo emprendida por Richard Dawkins y otros autodefinidos "humanistas", primero en los autobuses de Londres y, posteriormente, en los de otras ciudades europeas tiene como lema: "Dios probablemente no existe: deje de preocuparse y disfrute de la vida." El lema corresponde a las tesis desarrolladas por el biólogo en su obra "The God Delusion" (El espejismo de Dios). En esa obra, Dawkins, partiendo de un planteamiento científico empirista y positivista reconoce muy pocas probabilidades a la existencia de Dios. Su modo de proceder no se limita a afirmar respecto de Dios que "no necesita esa hipótesis" como habría respondido el físico Laplace a Napoleón cuando este le preguntara por el lugar de la divinidad en su obra. El autor del Espejismo de Dios va más allá y evalúa en su libro la plausibilidad de la existencia de Dios como principio creador y ordenador del universo enfrentándose desde un punto de vista epistemológico a las tesis creacionistas. Lo que está en juego es, por lo tanto, el valor explicativo de cada una de las dos tesis a la hora de dar razón de la complejidad de nuestro universo.
El creacionismo, por su parte, forma parte de un movimiento de polémica anticientífica que se conoce en los Estados Unidos desde principios del siglo XX. Su objetivo fue la prohibición de la enseñanza de las tesis de Darwin y su sustitución por la doctrina de la Escritura. Hoy día ha limitado sus pretensiones y acepta cierto grado de pluralismo: reclama de las autoridades que el creacionismo, o más bien una versión adecentada de éste, se enseñe en paralelo a otras doctrinas como la darwiniana, con estatuto de hipótesis científica. Dentro de esta nueva presentación, el creacionismo ha cambiado incluso de nombre y se autodenomina « teoría del diseño inteligente ». La tesis principal de esta doctrina tal como se expresa en el folleto destinado a los docentes que ha elaborado el Discovery Institute norteamericano es la siguiente: « La teoría del diseño inteligente afirma que determinadas características del universo y de los seres vivos se explican mejor mediante una causa inteligente, y no por un proceso sin dirección como la selección natural. ». Esto, por mucho que se intente disimular no es una tesis nueva ni distinta del creacionismo, sino una nueva edición de la quinta vía tomista. Se sabe que Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, declara imposible una demostración de la existencia de Dios a priori, esto es a partir del concepto mismo de Dios. La única posibilidad que tiene el creyente para confirmar su fe en Dios es recurrir a pruebas racionales, pruebas que no equivalen a una demostración, pues esta debería partir de la idea de Dios y no de los pretendidos efectos de la existencia y la acción de Dios. De ahí que Santo Tomás proponga cinco vías para mostrar la existencia de Dios a partir de la creación, de los pretendidos « efectos de la acción divina ». La quinta de estas vías es la teleológica, que el Doctor Angélico expone en los siguientes términos: « la quinta prueba está tomada del gobierno del mundo. En efecto: vemos que los seres desprovistos de inteligencia, como los cuerpos naturales, obran de un modo conforme a un fin, pues se los ve siempre, o al menos muy a menudo, obrar del mismo modo, para llegar a lo mejor; de donde se deduce, que no por casualidad, sino con intención deliberada, llegan de este modo a su fin. Los seres desprovistos de conocimiento no tienden a un fin sino en tanto que son dirigidos por un ser inteligente, que lo conoce, como la flecha es dirigida por el arquero. Luego hay un ser inteligente, que conduce todas las cosas naturales a su fin, y este ser es al que se llama Dios. »
Lo que está en juego en el debate entre darwinismo y creacionismo tal como se plantea en la nueva formulación de éste último es la explicación de la complejidad del universo y en concreto de la de los seres vivos. La existencia de Dios como tal es el presupuesto de una de las hipótesis en liza. La otra hipótesis es la de la selección natural. Dawkins presenta la teoría darwiniana en su propio ámbito de aplicación como una hipótesis económica que permite entender el paso de las formas de vida más sencillas a las más complejas mediante variaciones sucesivas de los seres vivos dirigidas por la selección natural. El darwinismo es así una respuesta inmanentista a las teorías del diseño inteligente, que en realidad explican lo complejo e improbable por algo todavía más complejo e improbable como es la acción divina. Utilizando un simil técnico, afirmará Dawkins al final del cuarto capítulo de su libro que « El problema que nos ocupa es el problema de la improbabilidad estadística. Obviamente, no es solución postular algo aún más improbable. Lo que necesitamos es una « grúa », no un « gancho colgado del cielo » pues sólo una grúa puede hacerse cargo de una elevación paulatina y plausible de los más simple a una complejidad de otro modo improbable ». La revolución darwiniana habrá consistido según Dawkin en que: « Darwin y sus sucesores han mostrado cómo las criaturas vivas, con su espectacular improbabilidad estadística y su apariencia de diseño han evolucionado lenta y gradualmente a partir de comienzos simples. Podemos decir sin temor a equivocarnos que la ilusión del diseño en los seres vivos es sólo eso: una ilusión. » Por último, concluirá Dawkins que « Si se acepta lo argumentado en este capítulo, la premisa fáctica de la religión -la Hipótesis de Dios- resulta insostenible. Dios, casi con toda certeza, no existe. »
El problema es que lo insostenible sólo desde un punto de vista epistemológico, no lo es desde un punto de vista ontológico ni práctico. Aunque, para cualquier biólogo serio, la hipótesis inmanentista darwiniana arruine definitivamente el creacionismo como hipótesis que oriente los trabajos de su disciplina, sigue existiendo -pues de probabilidades se trata-, la posibilidad muy poco probable de que Dios exista. Basta esta pequeña probabilidad para que la religión y, como decía Marx, « die ganze alte Scheisse », toda la vieja mierda del temor y el temblor, de la culpa y el pecado regresen y amarguen la vida a los mortales.
De hecho, esa escasa probabilidad ya había servido a Pascal -uno de los inventores del cálculo de probabilidades- como punto de apoyo para su famosa apuesta en favor de la existencia de Dios. Pascal utiliza para su apologética un dispositivo discursivo semejante a lo que después se llamaría la « teoría de los juegos »: « Usted tiene dos cosas que perder: la verdad y el bien, y dos cosas que comprometer: su razón y su voluntad, su conocimiento y su bienaventuranza; y su naturaleza posee dos cosas de las que debe huir: el error y la miseria. Su razón no está más dañada, eligiendo la una o la otra, puesto que es necesario elegir. He aquí un punto vacío. ¿Pero su bienaventuranza? Vamos a pesar la ganancia y la pérdida, eligiendo cruz (de cara o cruz) para el hecho de que Dios existe. Estimemos estos dos casos: si usted gana, usted gana todo; si usted pierde, usted no pierde nada. Apueste usted que Él existe, sin titubear. » La posibilidad de la existencia de Dios, por improbable que sea, deja abierto el temor al infinito castigo de un Dios celoso que no aceptaría con humor, a tenor de lo que nos dice la Biblia, que Bertrand Russell justificara su falta de fe diciendo: « Not enough evidence, God. Not enough evidence. » (No hay pruebas suficientes, Dios, no hay pruebas suficientes. Voltaire situará a Spinoza en circunstancias idénticas a las de la anécdota de Russell en un poema (Les systèmes) en que se burla de los filósofos. Presenta así Voltaire al autor de la Ética:
Alors un petit Juif, au long nez, au teint blême,
Pauvre, mais satisfait, pensif et retiré,
Esprit subtil et creux, moins lu que célébré,
Caché sous le manteau de Descartes, son maître,
Marchant à pas comptés, s’approcha du grand Être:
« Pardonnez-moi, dit-il en lui parlant tout bas,
Mais je pense, entre nous, que vous n’existez pas.
Je crois l’avoir prouvé par mes mathématiques.
J’ai de plats écoliers et de mauvais critiques:
Jugez-nous... » A ces mots, tout le globe trembla,
Et d’horreur et d’effroi saint Thomas recula.
(Entonces un pequeño judío, de larga nariz y pálida tez/Pobre mas satisfecho, pensativo y retirado,Espíritu sutil y huero, menos leído que celbrado,/Oculto bajo el manto de Descartes, su maestro,/Contando sus pasos se acerca al gran Ser:/« Perdonadme le dice, hablándole muy bajo, /Pero entre nosotros pienso que no existís,/Creo haberlo probado por mis matemáticas. Tengo burdos discípulos y malos críticos./Juzgadnos...Con estas palabras, todo el orbe tembló. Y de horror y pavor Santo Tomás dió un paso atrás.)
Para deshacerse del temor de Dios no se puede prescindir de una crítica de este supuesto « concepto ». No se trata de afirmar con Russell y Dawkins que no hay bastantes pruebas, sino de decir con Spinoza que el concepto religioso de la divinidad no es consistente. Se trata, en otros términos de reivindicar lo que llamaba Bayle, el « ateismo de sistema » de Spinoza. En términos de Santo Tomás, lo que hace Spinoza en el Libro I de la Ética sería una demostración a priori, a partir de su concepto, de la inexistencia de Dios o, mejor dicho, una demostración de la existencia de la naturaleza infinita que excluye la existencia del Dios transcedente. Para Spinoza, todo el contenido del presunto concepto de Dios se agota en la esencia de una naturaleza infinita. Desde este punto de vista, intentaremos aquí indicar (es imposible desarrollarlas en el espacio de un artículo) de la mano de Spinoza y de Freud y de otros nombres más antiguos de la tradición metrialista, algunas posibilidades de crítica del concepto de Dios más radicales y decisivas que lo que nos propone Dawkins. Nos ocuparemos así de la hipótesis de Dios mostrando su absurdo desde un punto de vista lógico y desde una perspectiva ontológico y haremos algunas observaciones sobre una ética atea (la de Dawkins no llega a serlo).
A modo de preliminar, cabe afirmar que desde un punto de vista lógico, la hipótesis de Dios, al igual que las vías tomistas, se basa en una falacia harto conocida: la afirmación del consecuente. Este tipo de argumento lógico sin validez tiene la estructura siguiente en lógica proposicional: si p, q; q, luego p. Por ejemplo: "Si Pedro es dueño del Palacio de Buckingham, Pedro es rico; Pedro es rico, luego Pedro es dueño del Palacio de Buckingham".
Otro bello ejemplo de afirmación del consecuente, además a propósito de la religión, nos lo da Freud en su ensayo "El porvenir de una ilusión", en un pasaje donde recuerda la estructura del razonamiento por el cual el creyente de las grandes religiones monosteistas « prueba » -circularmente- la verdad de su texto sagrado y la existencia de su Dios. Afirma así Sigmund Freud respecto de la Escritura: "De poco sirve que se atribuya a su texto literal o solamente a su contenido la categoría de revelación divina, pues tal afirmación es ya por sí misma una parte de aquellas doctrinas, cuya credibilidad se trata de investigar, y ningún principio puede demostrarse a sí mismo."(Freud, El porvenir de una ilusión, V). El planteamiento que critica Freud, traducido en términos de lógica de las proposiciones, se formularía de la manera siguiente: "Si un Dios bueno y veraz hubiera revelado la Biblia, esta sería necesariamente verdadera" y "como la Biblia afirma la existencia de Dios, ese Dios bueno y veraz existe". En el caso de las posiciones creacionistas con las que se enfrenta el libro de Dawkin, estas vendrían a afirmar: "Si un sujeto omnisciente y todopoderoso hubiera creado el mundo, habría podido hacerlo sumamente complejo; ahora bien, como el mundo es sumamente complejo, ha sido creado por un sujeto omnisciente y todopoderoso". Todos estos argumentos manifiestamente falaces son fácilmente refutables a poco que se preste atención, pues ni todos los ricos poseen el Palacio de Buckingham, ni existe una garantía divina sobre la Biblia, ni la complejidad del mundo implica su creación por una inteligencia suprema. La hipótesis de Dios, contemplada a partir de sus supuestos efectos, no es así una posibilidad improbable, sino una falacia lógica, un argumento carente de validez.
El concepto de Dios considerado no a partir de sus supuestos efectos (a posteriorir) sino en sí mismo (a priori), también resulta sumamente vulnerable a la crítica, por mucho que Dawkins no emprenda en ningún momento,esta tarea. Es lo que muestra Spinoza a lo largo del Libro I, De Dios, de su Ética. En este texto el filósofo aplica al concepto de Dios el aparato conceptual de la ontología cartesiana y lo define como: « un ser absolutamente infinito, esto es una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita ».
Esta operación no es en absoluto inocente, pues tiene como consecuencia inmediata una identificación entre creador y criatura que permite a Spinoza atribuir a la naturaleza la potencia infinita que la tradición tanto teológica como filosófica reconocía al Dios transcendente: « De la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas de infinitos modos » (Etica I, prop. XVI). Esa potencia infinita en eterna autodeterminación ignora cualquier tipo de transcendencia y por ello mismo es incompatible con toda idea de voluntad indefinida, de orden y de finalidad. Todo orden, toda finalidad implican alguna diferencia entre un sujeto que pone los fines y el orden y la realidad ordenada. Por otra parte, pensar a Dios como una realidad cuya esencia se expresa en una naturaleza infinita, supone introducir en el concepto de Dios, no ya la absoluta unidad, sino la más completa pluralidad que se expresa en los infinitos atributos y modos que a Dios constituyen. Como indica Spinoza en su carta 50 a Jarig Jelles: « Dios sólo mucha impropiedad puede decirse uno o único ». Y ello no sólo porque ni existe ni puede existir un género de « los Dioses », sino también y tal vez sobre todo, porque la esencia divina implica siempre necesariamente una pluralidad interna e infinita.
El dispositivo de la Etica consiste no en negar la plausibilidad de la hipótesis de un Dios transcedente como explicación del orden del universo, ni siquiera en negar la existencia de Dios, sino en producir la implosión del concepto de Dios afirmando a la vez que Dios es substancia y es infinito. El Dios sustancia infinita no puede ser el rector del universo, pues no se distingue realmente de éste. Los conceptos fundamentales en que se basan la teología y el sentido común: sujeto, fines, orden, no pueden ser sino productos de la imaginación. La voluntad de Dios, a su vez, en la medida en que corona el orden teleológico que teología y sentido común reconocen en el universo, no es sino « asilo de la ignorancia ». Como hemos visto, mero producto de la falacia de la afirmación del consecuente.
Otra línea de la crítica materialista del concepto de Dios presenta la idea de un rector del universo -y de un orden del universo producto de su voluntad- como una proyección antropomórfica. Son famosas las palabras de Jenófanes:
« "Los etíopes
Haciendo eco a estas palabras afirmará Spinoza que: « creo que, si un triángulo pudiese hablar, diría, de igual manera, que Dios es eminentemente triangular, mientras que un círculo diría que la naturaleza divina es eminentemente circular. Así cada uno adjudicaría a Dios sus propios atributos, asumiría ser en sí mismo semejante a Dios, y vería todo lo demás como mal formado » (Carta 56, a Hugo Boxel).
Sostiene Freud en el capítulo VI del texto que hemos citado anteriormente que los hombres han creado la divinidad para enfrentarse al terror a un universo que supera infinitamente sus fuerzas: « Recapitulando nuestro examen de la génesis psíquica de las ideas religiosas, podremos ya formularla como sigue: tales ideas, que nos son presentadas como dogmas, no son precipitadas de la experiencia ni conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la persistencia de tal indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. »
A la divinidad se le pueden pedir favores y gracias, se la puede aplacar cuando se la supone enojada. Esto es posible porque la persona religiosa supone que Dios comparte con nosotros el lenguaje y en buen medida la propia condición humana. La divinidad se pone así en el lugar de un universo mudo al que no cabe hacer ningún tipo de demanda. Ofrece la tranquilidad relativa que da un interlocutor supuesto al que se puede dirigir una demanda, pero al mismo tiempo, conserva la inmensa superioridad y la inabarcabilidad para el hombre que tenía la naturaleza. De ahí que la confianza y la esperanza en Dios estén inseparablemente unidas al terror que suscita la impenetrabilidad de sus designios. De ahí también el problema ético fundamental de un planteamiento empirista y estadístico como el de Dawkin que no logra liberar a nadie de la posibilidad siempre amenazadora de que exista el temible arquitecto del universo que describen las religiones. Difícilmente puede uno "dejar de preocuparse y disfrutar de la vida" cuando un Dios vengativo puede castigarnos, precisamente por "dejar de preocuparnos y disfrutar de la vida." La « apuesta pascaliana al revés » sigue siendo una apuesta y una apuesta nunca permite salir del círculo del temor y de la esperanza en el que la religión nos sitúa inevitablemente.
La campaña de Dawkins y de los humanistas pretende aunar la buena educación y el apego teórico a la experiencia características de la academia anglosajona. A pesar de ello, las reacciones del integrismo católico ante su campaña no han hecho gala de estos mismos valores, pues el ayuntamiento de Génova ha prohibido la publicidad atea en los autobuses, y en el propio ayuntamiento de Barcelona, algún concejal católico ha mostrado públicamente su enojo por la exhibición pública de mensajes que niegan aunque sea parcial y educadamente a Dios. Sin duda, es recomendable guardar las formas y mantener el respeto por las opiniones ajenas, sobre todo si no las compartimos. La libertad de pensamiento, según la fórmula de Rosa Luxemburg, es siempre "sólo la libertad del que piensa de otra manera (immer nur die Freiheit des Andersedenkenden)". Precisamente, por ello creemos necesario poder pensar de otra manera que los creacionistas y negar sus tesis de manera clara y tajante, replicando con todo respeto a los creacionistas...y al profesor Dawkin : Dios no existe, sin la menor duda.