miércoles, 3 de junio de 2009
Antiterrorismo: la deriva y la esencia.
(Publicado en Viento Sur sección: web 02/06/2009)
Brevísima introducción al manifiesto del Calas
John Brown
« Es soberano quien designa al terrorista »(Julien Coupat)
Se acaba de constituir en Francia un Comité por la derogación de las leyes antiterroristas (Calas ) en el que participan como miembros fundadores o como firmantes de su manifiesto algunos de los intelectuales más conocidos del pensamiento radical europeo: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Slavoj Zizek, Jacques Rancière, Etienne Balibar, Daniel Bensaïd y otros. Este manifiesto titulado « Acabemos con las derivas autoritarias » se publica poco después de la puesta en libertad condicional de Julien Coupat, joven pensador neosituacionista fundador de la revista Tiqqun acusado de « terrorismo » por haber saboteado junto con sus compañeros de la comuna de Tarnac algunas vías de tren de alta velocidad sin el menor riesgo efectivo para la integridad física de las personas. La única prueba de la participación de Julien Coupat en estos actos -reivindicados, por otra parte, por un grupo antincuclear alemán- son una serie de escritos entre los que destaca « La insurrección que viene » en los cuales el autor anónimo y colectivo hace una crítica de la frenética « movilidad » obligatoria propia de la fase actual del capitalismo y manifiesta su confianza en que una próxima insurrección frene estos flujos deletéreos. Se pasa así del terrorismo al delito de opinión. Este caso ha terminado por ser recogido por varios medios de prensa (Libération e incluso más recientemente Le Monde) que lo dieron a conocer haciendo patente el funcionamiento aberrante y liberticida de las leyes antiterroristas francesas.
La campaña de prensa y la movilización de los comités de apoyo, que lograron desgastar considerablemente la imagen de la ministra de Justicia y de la fiscalía ha permitido que, por fin, Julien Coupat fuese puesto en libertad (condicional).La legislación antiterrorista francesa tiene una tradición propia que entronca con la extensión de las medidas represivas coloniales de Argelia a la metrópoli en los años 50 y 60, medidas mantenidas en la legislación y reforzadas a finales de los 90 por una legislación antiterrorista de nuevo cuño. Posteriormente, una nueva oleada legislativa, tras los atentados del 11 de septiembre, condujo a la adopción a nivel de la UE de una directiva antiterrorista cuyas prescripciones han ido transcribiéndose en las legislaciones internas de los Estados miembros.
El antiterrorismo, tanto en Francia como en el resto de Europa se ha convertido en un aspecto más de la legislación, perdiéndose de vista su carácter intrínsecamente excepcional. Como sostienen los miembros del Calas, es hoy « un modo de gobierno ». Por un lado, la legislación antiterrorista abole las garantías del derecho penal: presunción de inocencia, prohibición de la analogía en la incriminación penal, necesidad de que exista una tipificación previa del delito para que este sea perseguible (nullum crimen sine lege). Por otra parte, con el antiterrorismo se configura un tipo específico de delito, el de « terrorismo », cuya particularidad es la intencionalidad política, en torno a la cual puede ordenarse según un principio de analogía todo un conjunto de actos perfectamente dispares que incluyen desde los actos de violencia contra personas y bienes, o los asesinatos hasta los actos de sabotaje sin peligro para las personas y meros actos de apoyo ideológico o moral o incluso de « inspiración intelectual ». El poder dispone así de un enorme arsenal para acallar toda forma de disidencia en el marco de un sistema jurídico cuyos precedentes se encuentran en los regímenes totalitarios europeos.
En el Estado español, el País Vasco ha sido el laboratorio privilegiado de las medidas de excepción, desde las leyes antiterroristas de Franco de los años 70 hasta las de la monarquía. La represión del independentismo radical vasco bajo el pretexto de su vinculación al terrorismo de ETA es uno de los elementos definitorios del actual régimen español. El tratamiento antiterrorista de la cuestión vasca es, efectivamente, central para la monarquía transfranquista en la medida en que, por un lado permite controlar un importante foco de disidencia que sigue cuestionando uno de los pilares fundamentales del régimen, la denominada « unidad de España » . Por otra parte, y tal vez ello sea aún más importante que la dimensión de control de la disidencia vasca, el antiterrorismo se ha convertido en un elemento que sirve de sostén de la muy precaria « identidad nacional » española. En los precisos términos de José María Aznar que afirmaba preferir la úlcera del terrorismo al cáncer del separatismo, el País Vasco es el síntoma que sostiene a España como enfermizo sujeto político. Esto mismo es lo que permitió a Aznar convertir el antiterrorismo en « producto de exportación », made in Spain. El preciado trozo de la « patria española » que es el País Vasco para el españolismo constituye a la vez un objeto de odio a penas disimulado en el discurso del régimen. El País Vasco asociado con el terrorismo es el símbolo de un nuevo irredentismo español que ya tiene sus profetas en personajes como Fernando Savater o Rosa Díez. El conjunto de la clase política oficial, del PP a un importante sector de IU comulgan con este culto nacional del « antiterrorismo democrático ».
No cabe minimizar la responsabilidad de ETA en este fenómeno, pues esta organización ha imitado especularmente al Estado español: del mismo modo que era indispensable al poder español disponer de un País Vasco asociado al terrorismo de ETA como legitimación de su « democracia antiterrorista » frente a cualquier rebelión vasca o de otro lugar del Estado, ETA necesitaba de la brutalidad franquista disfrazada de « defensa de la democracia » para justificar su perpetuidad como organización y polarizar a un sector significativo del independentismo radical vasco en torno a sus actos y decisiones. En ambos casos la legitimidad de la representación política se basa en la violencia tiránica del otro. En ambos casos, la población y sus luchas sociales y políticas se ven secuestradas por una representación hobbesiana basada en el terror.
La España franquista se convirtió gracias a la explotación de la « cuestión vasca » en « democracia antiterrorista ». Ello le permitió conservar y legitimar lo esencial de sus recursos represivos e incluso transformar el Tribunal de Orden Público de Franco en la actual Audiencia Nacional. Así se mantenía en lo fundamental el clima de excepción jurídica y política de la dictadura que quedó personificado en el jefe del Estado designado por Franco. Esta perpetuación del franquismo es lo que ha permitido al Estado español estar en la vanguardia de la legislación antiterrorista europea: España a penas tuvo que introducir cambios en su legislación para aplicar la directiva antiterrorista y es sin duda -junto con Turquía- el país europeo donde se juzga y condena a más personas por supuestos delitos de terrorismo. En cierto modo, la adhesión de España a la Comunidad Europea en plena ofensiva neoliberal de los años 80, se vio facilitada por el hecho no de que el Estado español se hubiera hecho democrático, sino de que Europa se hubiera vuelto franquista.
La importancia de una campaña contra la legislación antiterrorista es en el Estado español aún mayor que en el resto de Europa. En España, el antiterrorismo no es una legislación de excepción sino uno de los pilares del régimen íntimamente asociado a la monarquía dentro del dispositivo de excepción que está en marcha ininterrumpidamente desde aquel lejano 18 de julio. Es este mismo dispositivo aún vigente el que impide juzgar hoy los crímenes de la dictadura. El autoritarismo no es una deriva sino una esencia. Sin perder de vista esta especificidad sería útil tomar ejemplo de la campaña francesa contra las leyes antiterroristas e introducir la temática de manera algo más enérgica dentro de lo que queda de campaña para las elecciones europeas y, desde luego, en el proceso de constitución del espacio político de la izquierda anticapitalista. Con el fin de estimular esta indispensable reflexión, se puede leer a continuación una traducción del manifiesto del Calas. El texto se puede también firmar en la URL que indicamos más abajo.
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Acabemos con las derivas autoritarias
Comité por la derogación de las leyes antiterroristas (Calas)
Desde 1986, año en que se estableció en Francia la legislación antiterrosista, una acumulación de leyes sucesivas ha edificado un sistema penal de excepción que resucita las « leyes canallescas » del siglo XIX y recuerda los períodos más sombríos de nuestra historia. La acusación de « asociación de malhechores con vistas a cometer una infracción terrorista » que se intodujo en el Código penal en 1996 es la piedra angular del nuevo régimen. Sus límites son particularmente imprecisos: bastan dos personas para constituir un « grupo terrorista » y basta un acto preparatorio para que exista infracción. Este acto preparatorio no se define en la ley, puede tratarse del mero hecho de tener depositadas octavillas en su propia casa. Sobre todo, cualquier tipo de relación, aunque sea tenue o lejana, de amor o de amistad, con uno de los miembros del « grupo » es suficiente para que estar a su vez implicado. Por este motivo, de diez personas encarceladas por infracciones « relacionadas con el terrorismo », nueve lo han sido bajo esta calificación penal..
Según confiesa uno de sus promotores, este derecho especial responde a un objetivo de prevención. A diferencia del derecho común que incrimina actos, la práctica antiterrorista se contenta con las intenciones, o con las meras relaciones. Según el juez Bruguière, citado por Human Rights Watch, « la particularidad de la ley es que nos permite perseguir a personas implicadas en una actividad terrorista sin tener que determinar un vínculo entre esta actividad y un proyecto terrorista en concreto ». En esta perspectiva ha podido considerarse la posesión de determinados libros como un elemento incriminatorio, pues constituirían indicios de opiniones y de la opinión a la intención sólo hay un paso. A este carácter borroso de la ley penal se asocia un procedimiento de extrema brutalidad. Basta que el ministerio fiscal opte de manera discrecional por incoar diligencias sobre una acusación de terrorismo para que la policía obtenga unos poderes de investigación exorbitantes: registros nocturnos, « sonorización » de los domicilios, escuchas telefónicas e interceptación del correo en todo tipo de soportes... Por su parte, el plazo de detención -período que precede a la presentación ante juez - pasa de 48 horas en derecho común a 144 en el procedimiento antiterrorista. La persona detenida debe esperar que hayan pasado 72 horas para ver a un abogado, limitándose la entrevista con éste a 30 minutos y sin que el abogado haya tenido acceso al sumario. Tras esta detención, a la espera de un posible juicio, el presunto inocente podrá pasar hasta dieciocho años en arresto provisional.
Por lo demás, la ley centraliza en París el tratamiento de los asuntos « terroristas », que se confía a una sección de la fiscalía y a un equipo de jueces instructores que trabaja en estrecha relación con los servicios de información. Se han creado asimismo audiencias penales epeciales donde el jurado popular se sustituye por magistrados profesionales. Se ha establecido así un auténtico sistema paralelo con jueces de instrucción, fiscales, jueces de las libertades y de la detención, audiencias penales y pronto incluso presidentes de audiencia, jueces de aplicación de las penas, todos ellos con el marchamo de « antiterroristas ». La aplicación cada vez más amplia de los procedimientos antiterroristas a asuntos de Estado muestra que el antiterrorismo es hoy ya una técnica de gobierno, un medio de control de las poblaciones. Además -y tal vez sea esto lo más grave- esta justicia exorbitante contamina el derecho común: la legislación antiterrorista ha servido de modelo en otros ámbitos para generalizar el concepto de « banda organizada », ampliar los poderes de los servisios de investigación y centralizar el tratamiento de determinadas instrucciones. El Convenio Europeo de Derechos Humanos y el Pacto de las Naciones Unidas sobre los derechos civiles y políticos, ambos ratificados por Francia garantizan que una sanción penal se base en una incriminación inteligible y previsible. Además, estos textos otorgan a todos el derecho a organizar equitativamente su defensa -lo que supone la rápida intervención de un abogado con acceso al sumario. El procedimiento « hermano gemelo de la libertad » debe ser controlado por un tercero imparcial, lo que es imposible cuando existe un sector especializado que funciona en circuito cerrado, en una lógica de combate ideológico incompatible con la serenidad de la justicia. Es ilusorio pedir que este régimen procesal se aplique de manera menos amplia y brutal: precisamente está diseñado para aplicarse tal como se aplica. Por ello pedimos que las leyes antiterroristas se abroguen pura y simplemente y que Francia respete la letra y el espíritu del Convenio Europeo de Derechos Humanos y el Pacto de las Naciones Unidas sobre los derechos civiles y políticos. Invitamos a todos aquellos que se preocupan por las libertades a que se unan a nuestra campaña en este sentido.
El Calas está compuesto por : Giorgio Agamben, Esther Benbassa, Luc Boltanski, Saïd Bouamama, Antoine Comte, Eric Hazan, Gilles Manceron, Karine Parrot, Carlo Santulli, Agnès Tricoire. Con las firmas de : Alain Badiou, filósofo; Etienne Balibar, filósofo; Jean-Christophe Barley, escritor; Daniel Bensaïd, filósofo; Alima Boumedienne, senadora; Rony Brauman, expresidente de Médicos sin Fronteras y docente; Raymond Depardon, fotógrafo y director de cince; Pascal Casanova, crítico literario; Jean-Marie Gleize, poeta; Nicolas Klotz, director de cine; François Maspero, escritor; Emmanuelle Perreux, presidenta del Sindicato de la Magistratura; Jacques Rancière, filósofo; Michel Tubiana, presidente honorario de la Liga de Derechos Humanos; Slavoj Zizek, filósofo.
Original francés: http://www.liberation.fr/societe/0101570130-pour-en-finir-avec-les-derives-autoritaires
La petición puede firmarse en el sitio del Calas: http://www.calas-fr.net/petition.2009-03-31.7555668522/Petition_signForm
jueves, 14 de mayo de 2009
El Leviatán porcino o los albores del capitalismo verde
John Brown
“En todos los discursos del catastrofismo científico, se percibe con claridad un mismo deleite en detallarnos las necesidades implacables a que se ve sometida desde ahora nuestra supervivencia. Los técnicos de la administración de las cosas se apresuran para anunciarnos triunfalmente la mala nueva, la que hace por fin ociosa cualquier disputa sobre el gobierno de los hombres. El catastrofismo de Estado no es, de manera descarada, sino una infatigable propaganda en favor de la supervivencia planificada, es decir de una versión más autoritariamente planificada de lo que ya existe.” (René Riesel, Jaime Semprún, Catastrophisme, administration du désastre et soumission durable, Encyclopédie des nuisances, Paris 2008)
I.
Sabemos desde Hobbes que el Estado moderno emblematizado por el monstruo bíblico Leviatán se caracteriza por fundar su legitimidad en un intercambio de protección por obediencia. En este sentido muy poco es lo que lo diferencia de la Mafia, organización que suele proponer el mismo tipo de canje a las poblaciones que controla. A diferencia de otras formas de organización política, el Estado no está basado en un mando y un orden absolutos y trascendentes -divinos- que sirven de fundamento a la sociedad así como a la naturaleza, si no en una transacción, un contrato, entre los integrantes de la multitud por el cual todos aceptan la protección de un poder común a cambio de la obediencia a éste. La existencia y la acción del nuevo soberano fundado en y por esa transacción son garantía de la paz pública. Coherentemente con ello, la legitimidad, el fundamento de la obediencia al soberano, se basará en el riesgo siempre presente de recaer en el desorden y el conflicto civil que motivara el pacto político inicial.
De ahí el interés de todo soberano por mantener en sus súbditos la conciencia más o menos clara o difusa de este riesgo y el del propio Hobbes al recordarnos en defensa de sus tesis que, aun existiendo un soberano que garantiza la paz pública cerramos nuestras puertas y nuestros cajones con llave por temor a que nos roben o nos asalten los demás. ¿Qué haríamos si no existiera? El soberano protege frente al miedo ocasionado por la mera existencia de otros individuos. Esta existencia se ve asociada a toda suerte de peligros de agresión, opresión o contagio. El otro es quien puede matarnos, robarnos o transmitirnos su enfermedad. Del otro procede en general el mal del que nos protege el poder soberano. Concretamente, en lo que afecta a la vida y la salud de los súbditos, es el soberano quien se encarga de proteger a todos y cada uno de sus súbditos de todos y cada uno de los demás mortales, así como de las posibles catástrofes naturales que ponen en peligro la existencia. El poder moderno es abiertamente inmunitario.
El brote de gripe inicialmente llamada "porcina" ha venido de nuevo a ilustrar el funcionamiento de este mecanismo de sujeción al poder y a engrasar algo más sus engranajes. La campaña de prensa desatada en Europa y en los Estados Unidos así como en el propio México sirve entre otras cosas para hacer olvidar la crisis del capitalismo y sus consecuencias para la mayoría de la población, pero también para crear mecanismos de obediencia en momentos que parecerían propicios a la revuelta. El mecanismo parece funcionar pues ha podido comprobarse, sobre todo en los países más cercanos al foco inicial, México y los Estados Unidos, el apresuramiento de la población por seguir las recomendaciones e incluso las órdenes y prohibiciones de las autoridades sin plantearse en ningún caso si están justificadas. Los cierres de colegios y medios de transporte, el ridículo carnaval de máscaras en México DF y las medidas de cierre de fronteras o de conexiones aéreas son, más que medidas de profilaxis médica, elementos de un ritual de revitalización de una soberanía estatal últimamente bastante desacreditada. De este modo, mediante este particular happening entre teatral y circense, vemos cómo se genera el aumento correlativo de la demanda de poder y de la oferta de obediencia tan ansiado por los Estados y los centros de poder del capital.
II.
Respecto de la gripe A -inicialmente denominada "porcina"- existen dos hipótesis aparentemente contradictorias planteadas ambas desde posiciones anticapitalistas. La primera es la que se ve reflejada en el artículo de Mike Davis La gripe porcina y el monstruoso poder de la gran industria pecuaria publicado inicialmente en The Guardian y traducido al castellano en Rebelión. Constata Davis en este texto, que considera real el riesgo de pandemia:
“En 1965, por ejemplo, había en los EEUU 53 millones de cerdos repartidos entre más de un millón de granjas; hoy, 65 millones de cerdos se concentran en 65.000 instalaciones. Eso ha significado pasar de las anticuadas pocilgas a ciclópeos infiernos fecales en los que, entre estiércol y bajo un calor sofocante, prestos a intercambiar agentes patógenos a la velocidad del rayo, se hacinan decenas de millares de animales con más que debilitados sistemas inmunitarios.”
Se trata de una descripción del modo en que la evolución capitalista de la agricultura ha conducido, concretamente en el terreno de la cría industrial de ganado porcino, a una enorme concentración de las explotaciones y al correspondiente hacinamiento de los animales. La concentración de los cerdos ha seguido el mismo ritmo que las de los seres humanos, pues como ya resaltara el propio Davis en otro artículo que diera pié a uno de sus últimos libros, nuestro planeta cuenta desde hace poco con una mayoría de población urbana, la mayor parte de la cual se hacina en suburbios de chabolas. Nuestro planeta se ha convertido así en un planeta de “ciudades miseria” o en el más elocuente título brasileño del libro de Davis, en un “planeta favela”. Ciertamente, todo esto no puede no entrañar un grave riesgo para la salud de la especia humana, pues en los lugares en que se hacinan sin higiene tanto los miembros de nuestra especie como los de las que le sirven de alimento se forman focos de contagio de enfermedades infecciosas y de evolución acelerada de los agentes patógenos.
Frente a este nuevo brote de gripe, la respuesta de las autoridades de los países ricos es la misma que ante los brotes de miseria: cerrar las fronteras, erigiendo lo que denomina Davis una “línea Maginot biológica” aludiendo a la línea de fortificaciones -que resultó perfectamente inútil- con la que Francia intentó precaverse de una invasión alemana después de la primera guerra mundial. La utilidad de este tipo de medidas es más que discutible en un mundo como el nuestro, pero ello no les impide tener una fuerte carga simbólica a nivel político como afirma Wendy Brown a propósito de los distintos muros que recorren tramos cada vez mayores de nuestro planeta. La amenaza de pandemia es real y en cualquier momento la situación sanitaria de las zonas de miseria que van expandiéndose en el tercer mundo, pero también en el “tercer mundo interno” de los países ricos, puede tener consecuencias catastróficas a nivel mundial. Con todo, no es el aspecto real de la amenaza lo fundamental, sino la manipulación de esta como medio de restablecimiento de la autoridad estatal.
En este sentido, resulta esclarecedor el artículo de Michel Chossudovsky Mentiras políticas y desinformación mediática en relación a la pandemia de gripe porcina también publicado en Rebelión en el que este muestra las proporciones reales de la “pandemia” mediante datos de diversas fuentes médicas oficiales. “La gripe es una enfermedad común. Anualmente hay millones de casos de gripe por toda América. “Según el Diario de la Asociación Médica Canadiense, = afirma Chossudovsky= la gripe mata al año hasta a 2.500 canadienses y a unos 36.000 estadounidenses. En todo el mundo, la cifra de muertes atribuidas anualmente a la gripe es de entre 250.000 y 500.000” (Thomas Walkom,The Toronto Star, 1 de mayo de 2009, http://www.latimes.com/features/health/la-sci-swine-reality30-2009apr30,0,3606923.story)”. En otras palabras, el centenar de muertos por gripe porcina que ha habido a nivel mundial en el último mes contrasta con las 20.000 a 50.000 víctimas de la gripe común que ha habido en el planeta durante el mismo período. Resultan así grotescamente exageradas las dantescas previsiones de la OMS según la cual más de un tercio de la población mundial enfermaría de este nuevo brote gripal. De ahí la conclusión de Chossudovsky:
“Declaraciones de esta naturaleza sobre la “inevitable propagación” de la enfermedad crean, bastante deliberadamente, una atmósfera de temor, inseguridad y pánico. También sirven para distraer la atención de la gente de la devastadora crisis económica global que está llevando al mundo a la pobreza y al paro generalizados, por no mencionar la guerra en Oriente Medio y el tema más general de los crímenes de guerra de la OTAN-EEUU. La Verdadera Crisis Global está marcada por la pobreza, el colapso económico, los conflictos étnicos, la muerte y la destrucción , la derogación de los derechos civiles y la desaparición de los programas sociales del Estado. El anuncio por parte del UE de la pandemia de gripe porcina inevitablemente sirve para debilitar el movimiento de protesta social que se ha extendido por Europa. En México las medidas de emergencia contra la gripe porcina que han “cerrado” zonas urbanas enteras se consideran en general un pretexto del gobierno de Felipe Calderón para frenar la creciente desconformidad social con una de las administraciones más corruptas de la historia mexicana. En México se suspendió el desfile del 1 de mayo, que iba dirigido contra el gobierno de Calderón.”
III.
Aparentemente, las posiciones de Mike Davis y de Michel Chossudovsky parecen contradecirse. Para Mike Davis, la epidemia constituye una amenaza real y la acción de los poderes públicos tanto médicos como políticos parece perfectamente inútil pues no ataca las causas reales del nuevo brote viral. Para Chossudovsky la “pandemia” es una exageración propagandística que busca distraer la atención de los problemas reales. Muchos se dirán: con tal de atacar al sistema, estos radicales no temen contradecirse y decir a la vez que la pandemia es un mito y una realidad. Pero, ¿y si en lugar de contradecirse, ambas posturas estuvieran mostrando dos lados de una misma realidad o mejor dicho, una realidad y la apariencia que esta necesariamente genera? ¿La realidad de un capitalismo que, mediante la miseria y el hacinamiento humano y animal prepara las condiciones del desastre y la apariencia de un poder estatal que siempre está dispuesto a gestionar el desastre y sus posibles consecuencias? El capitalismo nos sitúa ya en la catástrofe o en su inminencia. Como buen heredero ideológico del cristianismo espera el fin de los tiempos y lo anticipa a la vez. Espera la catástrofe que es su horizonte y la gobierna o, más bien gobierna a los hombres en nombre del gobierno de la catástrofe. Este cristianismo sin Mesías ni salvación produce sistemáticamente la catástrofe y legitima su poder por la propia catástrofe. Tal es el sentido del “capitalismo verde” con el que los progresistas Obama y Zapatero esperan hacernos salir de la crisis o incluso “refundar el capitalismo”. El sentido de esta curiosa empresa consiste en hacer de la crisis ecológica y sanitaria producida por el desarrollo capitalista el punto de partida de un nuevo ciclo de acumulación centrado en una serie de actividades económicas que se destinan a corregir o cuando menos paliar los efectos de una crisis que el propio sistema hace inevitable. Las nuevas fuentes de energía, el automóvil “verde”, la vivienda y la alimentación ecológica son respuestas cosméticas al despilfarro energético, a la invasión del espacio humano por el automóvil, al consumo desmedido de energía en la vivienda y en la industria y al envenenamiento de la población por unos productos alimenticios en cuya producción sólo se ha tenido en cuenta la máxima real de una economía de mercado: “producir al menor coste unitario para vender lo más caro posible”. En otros términos, producir lo peor posible para extraer de la venta de basura el máximo beneficio, independientemente de las externalidades negativas para el trabajador, el consumidor o su entorno natural o social.
El capitalismo juega siempre al borde del desastre: por un lado no puede dejar de producirlo, pues la acumulación indefinida de ganancia se basa en un aumento indefinido de la producción y, en último término tiene por horizonte necesario la destrucción del planeta; pero, por otro lado, al no poder regenerar enteramente las "externalidades" en que se basa, concretamente, el entorno natural y social, debe controlar su destrucción productivista y consumista. Debe convencernos de que la catástrofe es necesaria, pues está inscrita en esa nueva naturaleza que es la esfera económica, pero que, además de esta esfera existe un poder político sin el cual todo sería peor y la destrucción ya se habría producido. De lo que se trata es de acercarnos asintóticamente a la catástrofe final, sin llegar nunca a ella. Para eso basta declarar que la verdadera catástrofe final es siempre otra, distinta y más grave de la que antes temíamos y en la que nos vemos instalados. Se trata de la lógica suicida practicada por los "Judenräte", los consejos judíos que en la Europa oriental ocupada por los nazis gestionaban los ghettos en concertación con el ocupante. Sus dirigentes, miembros prominentes de sus comunidades, justificaban su colaboración con los nazis ejercían , incluso la entrega de personas para su exterminio en los campos, y el poder que ejercían sobre las comunidades judías, afirmando que, sin los consejos judíos todos serían exterminados y que gracias a ellos se evitaría lo peor. Lo que ocurrió es que lo peor se fue redefiniendo cada vez en términos más oscuros, hasta que los propios integrantes de los consejos tuvieron que reconocer su complicidad en el exterminio. Cuando se produjo la digna y racionalísima revuelta del ghetto de Varsovia contra los nazis y sus cómplices, ya era demasiado tarde. Algo parecido es lo que se nos propone hoy ante la catástrofe generada por el capitalismo: confiar en los gobiernos y las autoridades que promueven este sistema para evitar así lo peor. Hoy, la evitación de lo peor se denomina "capitalismo verde".
Con este procedimiento pretenden “salvar el capitalismo” o incluso “refundarlo”. Sabiendo por Dickens y Marx cómo se fundó el capitalismo, más vale andarse con cuidado. Lo que se avecina, si los progresistas que promueven un “capitalismo verde” logran sus objetivos es sumamente inquietante. Si lo hacen tendrán en sus manos un dispositivo de sumisión prácticamente ilimitado, pues ellos mismos podrán, al igual que la Mafia o el Leviatán, generar la amenaza frente a la cual nos ofrecerán protección a cambio de obediencia. Sólo la desactivación del mecanismo capitalista que produce y reproduce la catástrofe ecológica y sanitaria que amenaza hoy a la especie humana puede impedir que se verifique la peor de las hipótesis. Sin una salida del capitalismo, la agravación tendencialmente ilimitada del desastre que ya existe se asociará a una profundización de la sumisión de los individuos y las sociedades a un poder legitimado por su promesa siempre insuficientemente cumplida de paliar los efectos catastróficos de su propia actuación. La "doctrina del shock" de Naomi Klein parece un diagnóstico optimista de nuestra situación. Según ella, el capitalismo aprovecharía los desastres naturales y bélicos para establecer nuevas condiciones de explotación. Sin embargo, el capitalismo no sólo aprovecha los desastres como "externalidades positivas", sino que es perfectamente capaz de producirlas por sí mismo en el marco de su funcionamiento normal. La situación normal y la catástrofe resultan inseparables, al igual que en el terreno político son indisociables el Estado de derecho y la dictadura basada en el estado de excepción. Esperemos que la necesaria insurrección no llegue demasiado tarde.
martes, 24 de marzo de 2009
Comunismo o policía
Reflexiones al hilo de dos artículos del número 100 de Viento Sur ( Capitalismo y ciudadanía:
la anomalía de las clases sociales, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero y “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo, de Antoni Domènech)
John Brown
Er ist vernünftig, jeder versteht ihn. Er ist leicht.
Du bist doch kein Ausbeuter, Du kannst ihn begreifen.
Er ist gut für dich, erkundige dich nach ihm.
Die Dummköpfe nennen ihn dumm, und die Schmutzigen
nennen ihn schmutzig.
Er ist gegen den Schmutz und gegen die Dummheit.
Die Ausbeuter nennen ihn ein Verbrechen.
Wir aber wissen:
Er ist das Ende der Verbrechen.
Er ist keine Tollheit, sondern
das Ende der Tollheit.
Er ist nicht das Rätsel
sondern die Lösung.
Er ist das Einfache
Das schwer zu machen ist.
Bertolt Brecht, Lob des Kommunismus1
En el número 100 de la revista Viento Sur aparecen dos artículos que comparten objetivos similares: defender la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos como un patrimonio ilustrado que la izquierda ha hecho mal en despreciar y considerar ajeno y hostil. Se trata de los textos Capitalismo y ciudadanía: la anomalía de las clases sociales, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero y “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo de Antoni Domènech. La común finalidad de ambos artículos y la conexión de sus argumentos más allá de la manifiesta diferencia de estilos nos brinda una ocasión de discutir las implicaciones teóricas y políticas de este peculiar tipo de planteamientos que se alejan de la socialdemocracia en sus objetivos sociales, coincidiendo, sin embargo con ella al menos en la sacralización de las formas politicas e institucionales de la democracia liberal.
I. Democracia como potencia de clase o como poder de Estado
El texto de Antoni Domènech se centra en el significante democracia burguesa para mostrar, en primer lugar, que éste no pertenece al bagaje terminológico ni conceptual del marxismo inicial. El término compuesto "democracia burguesa" habría reunido dos sentidos opuestos constituyendo lo que se denomina en retórica un oxímoron, pues la palabra « democracia » según diversos testimonios filológicos conservaba su significado antiguo de gobierno de los hombres libres más pobres que integraban el demos. En segundo lugar, afirma Domènech que la renuncia a la democracia y su calificación como « burguesa » por parte de la izquierda es el resultado histórico de la campaña de autodefensa de la revolución bolchevique contra la agresión de las potencias de la Entente. Tendría, por lo tanto, un mero valor propagandístico más que un contenido teórico. Concluye así Domènech: « Lo cierto es que ni para Bernstein, ni para Rosa Luxemburgo –ni para el Lenin de ¿Qué hacer? (1902), pongamos por caso – nombraba todavía la “democracia burguesa”, como luego para el grueso del marxismo vulgar y desmemoriado del siglo XX, una forma de Estado o de gobierno introducida por los burgueses y característica de una entera época de dominación y triunfo político capitalista, ni menos una “sobrestructura” política que adviene necesariamente con el desarrollo de la vida económica capitalista. »
Sobre los aspectos filológicos del texto, en cuanto éste se ocupa del significante « democracia burguesa » no podemos sino coincidir con Domènech. Muy probablemente, el sentido del término « democracia » en Marx y en los primeros marxistas correspondiera con precisión a su significado antiguo. Muy probablemente también las referencias a la « democracia burguesa » en los autores marxistas citados vayan dirigidas al partido o al sector político de los demócratas « puros » burgueses. Con todo, según reconoce sin ambages Domènech, el sentido antiguo -y a menudo despectivo- del término « democracia » se refería, no al gobierno del « pueblo », sino al del « demos », esto es de la parte más pobre de la ciudadanía. Se trata así de una denominación perfectamente clasista, pero en el sentido contrario al de una pretendida « democracia burguesa », pues esta última, al ser un imposible gobierno de los pobres ejercido por los ricos, constituiría según acertadamente apunta Domènech un oxímoron. Este sentido clasista -puesto oportunamente de relieve en la obra de Jacques Rancière (Cf. La haine de la démocratie)- se conserva en Marx y Engels así como en Rosa Luxemburg cuando estos se refieren a la dictadura del proletariado como conquista de la democracia. Este sentido de "pueblo" es directamente antagónico y político; para Jacques Rancière es el que funda la posibilidad misma de la política: "Hay política cuando existe una parte de los sin parte o un partido de los pobres. (…) La exorbitante pretensión del demos de ser la totalidad de la comunidad es sólo la efectuación a su propio modo -el de un partido- la condición de la política."2. El problema aquí es que el término « democracia » no se puede entender en sentido neutral, como gobierno del pueblo en un sentido meramente contable de "totalidad de la población", y, por consiguiente, es imposible considerar sinónimos el término antiguo y el moderno. Demos y pueblo distan de ser lo mismo, por mucho que el sentido moderno del término « pueblo », como oportunamente recuerdan Balibar y Rancière, sea doble, pues se refiere tanto al conjunto de la población como a su parte más pobre, la parte excluida de la democracia. El sentido moderno prevalente, aquel en que se sustentan las teorías de la soberanía popular y las formas jurídicas en que estas se basan, es el de « pueblo » como totalidad de jure homogénea de la poblacion.
La idea de pueblo es, como sabemos desde Hobbes, el correlato directo de la existencia del soberano. Antes de la constitución del soberano no existe pueblo, sino una multitud de individuos que viven en la discordia e incluso en la guerra civil propias del Estado de naturaleza. El pueblo en tanto que sujeto activo -dentro de la lógica hobbesiana de la representación por la que se rige el Estado moderno tanto absolutista como liberal- es quien lo representa. Quien actúa en nombre del pueblo mediante su autorización es el actor, el agente de los actos del pueblo como un todo unificado, mientras que los distintos individuos de la multitud prepolítica son los autores de estos actos, los que los autorizan. En términos de Hobbes: The King is the people. El Rey es el pueblo: sólo el significante soberano hace existir y consistir a la multitud como una unidad, como un todo. Una democracia en el sentido moderno es, así, un gobierno del pueblo, entendido no como el demos o el conjunto de los ciudadanos más pobres, sino como la totalidad de la población. Se trata por consiguiente de un gobierno de la multitud representada por el soberano, en el cual el elemento activo es el propio soberano que actúa en nombre del pueblo. La solución rousseauista consistente en evitar las dificultades de la representación otorgando la soberanía exclusivamente al « peuple assemblé », al pueblo reunido, no elimina la escisión entre el representado y su representante, sino que la desplaza al interior del propio sujeto, del propio individuo de la multitud autor de los actos del actor soberano. Esto hace que en cada individuo del peuple assemblé coexistan dos intereses: su interés particular y el interés general. Una democracia directa basada en esta escisión es tan ciega en lo que al interés particular se refiere como los regímenes basados en la representación/delegación. El ejemplo límite de Rousseau nos muestra que la diferencia ente la democracia antigua y la moderna no está meramente basada como suele afirmarse en la oposición entre democracia directa (griega) y democracia representativa (de los modernos), sino más radicalmente, en la oposición entre una democracia explícitamente clasista, basada en la representación de intereses particulares (como lo estaban todas las formas de gobierno premodernas) y una democracia basada en la representación moderna de un pretendido « interés general ».
En el contexto institucional moderno, resulta imposible un gobierno como la democracia griega explícitamente basado en los intereses de una clase. Esto no quiere decir que no se defiendan hoy intereses particulares, sino que, en el marco del poder moderno sea este democrático o monárquico, la defensa de un interés parcial debe siempre efectuarse en nombre del interés general. Esto obedece al hecho de que no existe continuidad semántica posible entre el registro antiguo y medieval del gobierno y el moderno del poder. Como afirma con suma pertinencia Giuseppe Duso "entre la democracia de los antiguos y la de los modernos la diferencia no consiste en el modo de ejercitar el poder, sino en el modo general de pensar la política y sus términos fundamentales"3. El gobierno antiguo y medieval es un gobierno basado en el previo reconocimiento de una pluralidad no homogénea, siendo la tarea del gobernante la de armonizar los intereses de los distintos grupos como elementos de un mismo organismo. Del mismo modo que en el Fedro platónico (246-256) el alma racional debe gobernar las otras almas, armonizando así una pluralidad divergente, el buen gobernante debe saber integrar en una acción común las diversas partes de la ciudad y sus divergentes intereses. La fábula de los miembros y el estómago atribuida a Menenio Agrippa (Tito Livio, Ab urbe condita II, 32) y las alegorías medievales del buen gobierno como la de Ambrogio Lorenzetti en el Palazzo Pubblico de Siena, nos muestran claramente la existencia y el explicito reconocimiento de esta pluralidad.
El reconocimiento de la pluralidad social tenía además por consecuencia que los intereses de los grupos fueran representados ante los gobernantes a través de delegados o diputados de los estamentos o estados dotados de un mandato imperativo. El Parlamento convocado por Luis XVI en vísperas de la Revolución de 1789 estaba así compuesto de representantes de los tres estados, algunos de los cuales eran portadores de un mandato imperativo en forma de pliegos de quejas (cahiers de doléances). La reivindicación de un interés parcial, fuera este popular o nobiliario, no debía en el antiguo régimen transitar por su expresión como interés general del « pueblo ». En este mismo orden de cosas, cuando el conde de Boulainvilliers (primer traductor al francés de la Ética de Spinoza) defiende en su Histoire de l’ancien gouvernement de la France los intereses de su clase frente al absolutismo, lo hace en nombre de la existencia de dos naciones, de dos razas, los nobles de origen franco y la plebe de origen galo-romano. En el marco de la polémica nobiliaria contra una monarquía absoluta4 bajo la cual estaban ya incubando el mercado interior y el pueblo homogéneo que le corresponde, Boulainvilliers llega a exacerbar la división de la población dándole un origen biológico. Este planteamiento desembocará en el surgimiento de un discurso que anticipa las temáticas biopolíticas que coexistirá con el poder soberano, pero desde el punto de vista que ahora nos interesa, constituye una forma de exageración o de caricatura del pluralismo y la diversidad que rigen la lógica del « gobierno », frente a la unicidad y la homogeneidad que informan la del poder. Sólo olvidando esta discontinuidad fundamental entre gobierno de los antiguos y poder de los modernos puede operarse el acto de ilusionismo que nos presenta la democracia moderna, democracia que es una forma de poder moderno, una forma de Estado soberano, como algo homólogo a la democracia explícitamente clasista de la antigüedad.
Pero hay más: cuando Marx y Engels se refieren en el Manifiesto del partido comunista a la conquista de la democracia (die Erkämpfung der Demokratie) como riguroso sinónimo de la dictadura del proletariado, no están afirmando con ello que los regímenes capitalistas oligárquicos de su tiempo fueran en ningún sentido « democracias » que hubiera que conquistar. En ningún país de Europa existía nada parecido, pues los regímenes posteriores a la Revolución francesa, por mucho que con frecuencia pretendieran legitimarse en nombre de la nación o del pueblo, eran manifiestamente oligarquías clasistas autoritarias y violentas. Conquistar la democracia no significaba ni podía significar para Marx y Engels conquistar un poder democrático que ya existe en las formas y en las instituciones, con la mera finalidad de darle una nueva base o un nuevo contenido, sino realizar una democracia que no existe mediante la constitución de una fuerza proletaria que suspende el derecho vigente y sienta las bases de una nueva constitución. Dictadura del proletariado es así fuerza constituyente clasista ejercida por los expropiados: algo muy próximo a la democracia en sentido antiguo y ciertamente muy alejado de la democracia en sentido moderno.
La discontinuidad entre la democracia como poder y como Estado y la democracia como potencia constituyente es así un aspecto fundamental de una política marxista, o en general materialista. Que ningún proyecto político anticapitalista deba abandonar el término democracia, ni regalarlo a los poderes capitalistas, no quiere decir que se deba aceptar como neutral y universal el contenido que este término ha heredado del Estado moderno absolutista y liberal. Esto sería quedarse con el regalo, pero con un regalo envenenado. La democracia que Marx propugna, la democracia que premite salir del capitalismo como sistema global -no sólo económico- de dominación, es una democracia que no puede ser burguesa no sólo porque el término « democracia burguesa » constituya un oxímoro desde un punto de vista lógico-formal, sino porque democracia es siempre y sólo un término de clase. En este sentido, la democracia tiene poco que ver con el ámbito semántico del Estado de derecho, de la ciudadanía y de los derechos fundamentales. Intentaremos mostrarlo a partir de una serie de observaciones sobre el segundo de los dos artículos que motivan las presentes reflexiones.
II. El eterno retorno del capitalismo por medio del Estado de derecho
La contribución de Carlos Fernández Liria (CFL) y Luis Alegre Zahonero (LAZ) al número 100 de Viento Sur dedicado a los argumentos anticapitalistas es un exponente de la ya probada capacidad de sus autores de denunciar las incoherencias y contradicciones inherentes a las democracias capitalistas, pero por otro lado, pone de manifiesto el límite que impone a su argumentación su propio planteamiento de partida. Este planteamiento puede describirse como la voluntad obstinada de los autores de hacer encajar en una perspectiva que pretende ser a la vez anticapitalista y marxista la defensa del Estado de derecho, de la democracia representativa y de los derechos fundamentales. Al igual que Antoni Domènech, CFL y LAZ consideran como un regalo a las clases dominantes el que las fuerzas anticapitalistas no asuman como propias estas instituciones, conceptos y valores que consideran un patrimonio propio de la ilustración y no tan sólo del capitalismo. Como elocuentemente afirmaban en su libro Comprender Venezuela: “El protagonista de la sociedad comunista del futuro puede y debe ser el ciudadano exigido por el proyecto político de la Ilustración. La existencia humana en condiciones de derecho implica la defensa de las libertades civiles y de la seguridad jurídica del individuo. Así pues, la utopía que nos proponíamos resulta ser aquello que insensatamente nos proponíamos dejar atrás.”
Lo que nuestros autores afirman reiteradamente a lo largo de sus últimas obras5 es que sólo en un régimen socialista podrán tener pleno sentido la democracia representativa, el Estado de derecho y el conjunto de derechos y libertades en que estos pretenden basarse. Lo que ocurre es que este socialismo basado en la transformación en realidad de unas instituciones que en régimen capitalista carecen de contenido se presenta como una inversión en favor del derecho del orden de hegemonía que según ellos existe entre el ámbito político-jurídico y la economía. Basta que la política y el derecho estén en el puesto de mando para que tengamos algo distinto del capitalismo. A propósito de la experiencia venezolana afirman los autores: “ ... si bien el Socialismo del siglo XXI no intenta en absoluto superar los ideales clásicos de la Ilustración, el Derecho y la Ciudadanía, sí introduce sin embargo la novedad de intentar realmente llevarlos a cabo hasta sus últimas consecuencias.”6
Ahora bien, llevar a sus últimas consecuencias " los ideales clásicos de la Ilustración, el Derecho y la Ciudadanía" significa poner la política como lugar de elaboración del derecho por la soberanía popular en el puesto de mando. Esto es lo que las democracias capitalistas no habrían hecho, puesto que han supeditado siempre la soberanía popular y el derecho a la economía. El problema del capitalismo, según esto, es que la economía decide los destinos de la sociedad y desvirtúa unas instituciones jurídicas y políticas que, en sí mismas constituyen una conquista humana con valor universal e irrenunciable. Por ello mismo deben invertirse las prioridades hoy existentes para « poner en derecho » la sociedad y la economía, llegando, a juicio de los autores, a una situación sociopolítica que realizaría los ideales ilustrados y sería de suyo incompatible con el capitalismo. Podemos afirmar de entrada que esta idea de una inversión de las prioridades que pone del derecho lo que está invertido y pone en derecho lo que no corresponde a derecho nos parece una herramienta insuficiente para salir del capitalismo, tan insuficiente que, a veces, no parece que sea este realmente el objetivo perseguido. Lo que ocurre es que al intentar poner sobre sus pies democráticos el par democracia/capitalismo que hoy reposa evidentemente sobre el capitalismo, la inversión operada no es capaz de deshacerse de los efectos inevitablemente provocados por la unidad del binomio, con independencia de la posición relativa de sus términos. Ello se debe al hecho de que la mera existencia de una esfera económica autónoma y autorregulada recrea necesariamente el capitalismo por mucho que se afirme la supeditación de éste al Estado democrático y a su ordenamiento jurídico. El proyecto de Marx de poner sobre sus pies una dialéctica hegeliana que “se sostenía sobre su cabeza” resultó incapaz , por mucho que invocara la nueva base material de la dialéctica invertida, de superar los límites del idealismo implícito en toda dialéctica. Del mismo modo, el proyecto de CFL y LAZ desemboca en un callejón sin salida semejante, pues su democracia « puesta en derecho » y no « puesta en sociedad » no pueda liberarse de la estructura capitalista fundamental que anima y unifica el, a nuestro juicio, indisoluble binomio Estado de derecho/capitalismo. La democracia « puesta en derecho », convertida en auténtico Estado de derecho en un contexto « socialista », heredaría ineluctablemente estatutos jurídicos, relaciones mercantiles y de propiedad, y formas estatales y jurídicas capitalistas, por mucho que se haya pretendido depurarlas de residuos capitalistas.
Este proyecto de no renunciar al patrimonio ilustrado del Estado de derecho y de los derechos humanos conduce a una versión neokantiana de la democracia radical que no sólo no es incompatible con el capitalismo, sino que recapitula y repite -eso sí, en forma depurada y respetuosa del derecho- las instituciones jurídicas y políticas fundamentales del modo de gobierno liberal que sirve de marco al capitalismo histórico. Lo que sí resulta incompatible con este planteamiento de una democracia de derecho basada en los derechos del individuo del mercado, en la propiedad privada y en los aparatos estatales que garantizan la vigencia de este orden, es un régimen social fundado, no ya en la cooperación mercantil, sino en la cooperación directa, esto es, el comunismo. La cuestión del comunismo -nunca abordada por nuestros autores- va mucho más allá de un mero término más o menos sinónimo de socialismo, constituye un problema político y teórico esencial, pues lo que está en juego en el planteamiento comunista no es ni más ni menos que la posibilidad misma de salir del dispositivo liberal de gobierno, a nuestro juicio inseparable del capitalismo. Por ello mismo, igual que creemos que no hay que regalar el término "democracia" a las clases capitalistas, estimamos que el término "comunismo" tampoco les debe ser abandonado aceptando hacer de él un sinónimo de "totalitarismo colectivista". Si la democracia, según hemos visto, tiene una dimensión de clase que la hace realmente incompatible con el capitalismo, el comunismo no es una mera utopía (negativa), sino la permanente exigencia de autodeterminación social que se enfrenta al orden mercantil (incluso en condiciones de derecho) y al Estado (incluso socialista) en nombre de la apropiación colectiva de lo común.
1. La propiedad privada
No hay mejor modo de reconocer el callejón sin salida en que desembocan CFL y LAZ que examinar su argumentación relativa al tema central del artículo: la propiedad. Nuestros autores realizan en su texto una defensa de la propiedad -privada- como condición indispensable de la independencia del ciudadano. Recordando las tesis de Kant en esta materia, que en lo fundamental recogen las del Segundo Tratado de Locke, sostienen que sólo puede ser un ciudadano autónomo quien no dependa de otro y, por consiguiente, quien sea propietario de sus medios de subsistencia. Afirman así que: «Debemos ante todo recordar que la mejor tradición ilustrada consideró siempre la propiedad privada una condición de la ciudadanía. Ciertamente, resulta fácil comprender las sólidas razones que llevaron a establecer esta conexión entre la propiedad y la autonomía ciudadana: sólo quien no depende del arbitrio de otro para garantizar su subsistencia (porque puede asegurarla por sus propios medios) puede considerarse verdaderamente independiente. Por el contrario, aquél cuya subsistencia misma depende de la voluntad de otro –es decir, de la propiedad de otro que puede hacer siempre lo que quiera con lo suyo— cabe decir que tiene su autonomía y, por lo tanto, todos sus derechos de ciudadanía hipotecados.»
Se sostiene de ese modo que la ciudadanía depende de la propiedad y más concretamente, de la propiedad privada. Ello obliga a los autores a introducir, siguiendo a Kant, algunas precisiones sobre el contenido y el objeto de esta propiedad. En primer lugar, el objeto de la propiedad privada no puede verse reducido a la propia persona o al propio cuerpo, pues debe ser algo que se posea independientemente de uno mismo y que, por consiguiente, pueda intercambiarse con los bienes de otros en el mercado. La venta, aun temporal, de la propia persona o del propio cuerpo genera una situación de dependencia incompatible con la "independencia civil".Los bienes intercambiados pueden ser materiales o intelectuales pues, según recuerda Kant -citado por lo autores- en el concepto de propiedad cabe “toda habilidad, oficio, arte o ciencia” que permita al individuo ganarse la vida sin depender de otro. Se trata de poder vender un opus (un producto, material o intelectual) y no una opera (una capacidad de trabajar que se pondría al servicio del comprador).
De entrada podemos decir que lo que aquí se sostiene no vale como principio general y que la relación entre propiedad y ciudadanía no ha sido históricamente tan clara como aquí se supone, ni siquiera en la modernidad capitalista. En períodos anteriores al surgimiento del capitalismo, la falta de relación entre propiedad (distinguida del dominium) y ciudadanía resultaba patente, pues tanto en Grecia como en Roma los esclavos podían perfectamente ser propietarios e incluso ricos propietarios sin que por ello su vida tuviese la más mínima dimensión pública. La oscuridad y la tristeza de la esclavitud no consistían, como recuerda Hannah Arendt, en el hecho de que el esclavo fuese pobre o que estuviera completamente expropiado, sino en su exclusión de la vida pública y su encierro en el ámbito de la economía. La condición servil no consistía necesariamente en una falta de propiedad, sino en una mucho más radical falta de libertad. Más cerca de nosotros, en los regímenes liberales anteriores al siglo XX, un porcentaje importantísimo de la población propietaria quedó apartado de la ciudadanía activa mediante el sufragio censitario. Si la mayoría de los propietarios independientes, pequeños y medianos empresarios, campesinos y comerciantes no participaban en los mecanismos de representación política, mal puede afirmarse que lo que Kant propone sea algo que se haya visto realizado en la historia. Se trata más bien de una condición que es del orden del deber ser, una ilusión necesaria generada por la lógica misma del mercado y por el discurso jurídico que en ella se basa. Ninguna sociedad realmente existente se ha basado en el intercambio simple que constituye el mito fundacional del derecho moderno y, sin embargo, para que el orden jurídico se sostenga, el discurso jurídico ha de actuar como si las relaciones mercantiles interindividuales se basaran en el intercambio de valores iguales entre personas libres e iguales.
Para que hubiera independencia civil tendrían que haberse dado esas condiciones, pero ¿se han llegado a dar efectivamente en algún momento de la historia? Nuestros autores parecen creerlo. Sostienen efectivamente que: "Debemos notar que sólo sobre la base de la expropiación generalizada (es decir, sólo una vez suprimida la “independencia civil” de la mayoría de la población) es posible poner en operación la lógica capitalista de producción e intercambio. No hay capitalismo sin clase obrera. Y no hay clase obrera si la posibilidad misma de la independencia civil no ha sido destruida". Ello supondría que antes del capitalismo, que la habría suprimido, habría existido independencia civil para la mayoría de la población. Es olvidar que la sociedad feudal que precedió al capitalismo era una sociedad de clases basada en la dependencia personal. Pensar que en el régimen feudal que imperaba en casi toda Europa en los albores del capitalismo existía "independencia civil" para la mayoría de la población es ignorar enteramente la historia real en nombre de las necesidades internas de un planteamiento teórico. Ni Kant ni nadie sensato ha podido nunca decir que, por mucho que los campesinos feudales tuvieran acceso a los "comunes" en forma de tierras, aguas y bosques o pudieran utilizar en régimen de enfiteusis una tierra de la que en ningún caso eran propietarios en sentido moderno, tuvieran estos campesinos la más mínima independencia civil. Lo que el capitalismo destruyó no fue la independencia civil sino el régimen de dependencia personal que unía a los trabajadores con sus señores y con las tierras de estos, régimen en cuyo marco los trabajadores organizaban en muchos casos de manera directa y autónoma el proceso de trabajo y podían subsistir sin verse obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Las tierras seguían siendo, con todo, del señor, el cual extraía su tributo como señor y amo de las personas y como dueño de las tierras. Ciertamente, Marx describirá en el capítulo del Capital sobre la acumulación originaria la situación inglesa en términos que podrían sugerir que existió ese acceso masivo a una propiedad fundamento de la independencia civil: "La inmensa mayoría de la población se componía entonces y aun más en el siglo XV de campesinos libres que cultivaban su propia tierra, cualquiera que fuere el rótulo feudal que encubriera su propiedad. En las grandes fincas señoriales el arrendatario libre había desplazado al bailiff (bailío), siervo él mismo en otros tiempos. Los trabajadores asalariados agrícolas se componían en parte de campesinos que valorizaban su tiempo libre trabajando en las fincas de los grandes terratenientes, en parte de una clase independiente poco numerosa tanto en términos absolutos como en relativos de asalariados propiamente dichos. Pero también estos últimos eran de hecho, a la vez, campesinos que trabajaban para sí mismos, pues además de su salario se les asignaba tierras de labor con una extensión de 4 acres y más, y asimismo cottages. Disfrutaban además, a la par de los campesinos propiamente dichos, del usufructo de la tierra comunal, sobre la que pacía su ganado y que les proporcionaba a la vez el combustible: leña, turba, etc." Por mucho que Marx describa una situación de transición que ya no es feudal y aún no es capitalista en la cual una buena parte del campesinado es libre, esta libertad no se basa en la propiedad, ni se traduce en libertad política ni independencia civil. Incluso los campesinos independientes necesitaban algún "rótulo feudal" para justificar la apropiación de sus tierras y, por otra parte, en las grandes fincas señoriales los arrendatarios libres de la tierra habían desplazado a los siervos de la gleba. Todo ello son consecuencias momentáneas de la generalización del intercambio mercantil y de la sustitución del tributo feudal por la renta de la tierra. El capitalismo liberará a los trabajadores en un doble sentido, en buena medida irónico: los liberará de la dependencia personal pero también de la posesión de sus medios de producción. No sorprende que entre los adalides de un socialismo respetuoso de la propiedad privada figure un mitificador del pasado precapitalista como Chesterton, un encantador reaccionario que ve en la sociedad feudal un paraíso de pequeños propietarios que vivían de labrar sus parcelas y ordeñar sus vacas. Tampoco olvidemos que el mismo Chesterton partidario de la creación de una Liga Distribucionista destinada a ®establecer esta utopía era un gran admirador de los cuentos de hadas.
2. Comunismo y propiedad
Lo sorprendente en la línea de argumentación de CFL y LAZ es que no sólo intenten basar su defensa de la propiedad privada en Kant o en Chesterton, sino que se sirvan de Marx con el mismo fin, pues lo menos que se puede decir de Marx es que no es uno de los grandes defensores de la propiedad privada. Recuerdan así los autores en favor de sus tesis la afirmación de Marx en el Capital conforme a la cual “la economía política procura, por principio, mantener en pie la más agradable de las confusiones entre la propiedad privada que se funda en el trabajo personal y la propiedad privada capitalista –diametralmente contrapuesta– que se funda en el aniquilamiento de la primera”. (MEGA, II, 6, p. 683). El problema es que dan a la afirmación de Marx un valor histórico, como si antes del capitalismo hubiera existido una Arcadia feliz en la que los trabajadores independientes gozaban de una propiedad privada basada en el trabajo personal. Esta utopía del pasado constituye desde la obra de Locke uno de los elementos básicos de justificación del orden de mercado. El problema de esta utopía de la propiedad privada es que, partiendo de ella, sería difícil negar a los individuos más laboriosos, que con su esfuerzo hubiesen conseguido crear más riqueza, el derecho a comprar a los más perezosos la escasa propiedad de que éstos dispusieran. Esta progresiva adquisición por los laboriosos del patrimonio de los perezosos es la explicación mítica y moralizante de la acumulación primitiva de capital que circula en el pensamiento burgués desde Locke hasta Adam Smith y que aún hoy utilizan las distintas patronales cuando defienden el "workfare" y la flexiguridad frente al Estado del bienestar (Welfare). Es muy exactamente la que Marx combate en su capítulo del Capital sobre la denominada "acumulación primitiva" donde muestra con abundantes argumentos que la acumulación originaria fue el resultado de un violentísimo proceso de expropiación de los trabajadores7. Que enemigos reaccionarios del capitalismo como Chesterton presentasen esta utopía moral de la propiedad basada en el trabajo como el marco de un nuevo socialismo católico y feudal sólo muestra el callejón sin salida al que conduce toda reivindicación con pretensiones anticapitalistas de la igualdad y la propiedad derivadas de la lógica del mercado. En la Crítica del programa de Gotha, Marx se opondrá a estos mismos puntos de vista expresados por Ferdinand Lassalle y sus seguidores que exigían en nombre de la relación entre trabajo y propiedad que los trabajadores obtuvieran "el fruto íntegro de su trabajo" olvidando el carácter social que tiene el trabajo en el propio capitalismo.
En la actualidad, en el marco de un sistema productivo altamente socializado, la reivindicación de la propiedad privada como condición de la ciudadanía resulta sumamente problemática. De hecho, las modalidades más extremas de expropiación y de sumisión que ha logrado el liberalismo han adoptado la forma de la subcontratación de los servicios de trabajadores autónomos por parte de las grandes empresas que los empleaban. De hecho, el gran objetivo del capitalismo neoliberal es convertir a todo trabajador en empresario, esto es en propietario de algún tipo de capital, aunque este consista exclusivamente en un capital inmaterial de conocimientos y capacidades que Gary Becker denomina “capital humano”. En un momento en que, precisamente, el instrumento productivo fundamental es el conocimiento, cuyo carácter es irremediablemente social y colectivo, la expropiación del trabajador adopta paradójicamente la forma de una imposible apropiación privada de “sus” medios de producción.
No porque Marx y Engels afirmaran en el Manifiesto del partido comunista que los capitalistas ya habían suprimido la propiedad privada de los medios de producción para la aplastante mayoría de la sociedad, cabe concluir que la tarea de los comunistas sea restablecerla. La respuesta de Marx y Engels en el Manifiesto a las críticas burguesas contra el programa comunista es inequívoca: "Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.
Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad."
Por ello mismo, la principal tarea de los comunistas es culminar de manera activa la socialización de los medios de producción realizada pasivamente por el capital: "El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas."
El grado de socialización de la producción ya alcanzado por el capital sólo es reversible mediante la implantación de la barbarie, sea esta la de Pol Pot o la explícitamente reivindicada por Kaczinsky (Unabomber) y los primitivistas. Para Marx la propiedad privada de los medios de producción para la mayoría de la población carece en el capitalismo de actualidad e incluso de realidad. La idea de una sociedad de propietarios libres e iguales que intercambian con seguridad material y jurídica sus propiedades en un mercado cuya libertad es garantizada por un Estado de derecho corresponde además demasiado fielmente a la ilusión necesaria que produce el derecho privado como para haber existido en ninguna fase de la historia de la humanidad. Más que una realidad histórica abolida por el capitalismo, constituye el ideal utópico del propio capitalismo, ideal que a la vez contrasta con la dura realidad de la explotación y mantiene toda esperanza de superación de esta dentro del propio sistema, y, por otro lado, mantiene día a día la operatividad de las ficciones del derecho. El derecho tiene que funcionar para que la ley del valor siga siendo operativa, pues como sabemos, el origen de la plusvalía, de la generación de valor nuevo está a la vez dentro y fuera del intercambio mercantil. La evolución postfordista del sistema capitalista con la generalización de la relación contractual y la desaparición progresiva de la relación laboral regulada por la ley y por convenios con valor legal en favor de la contratación generalizada entre propietarios independientes muestra muy claramente hacia dónde conduce esta utopía. No fuera del sistema, sino hacia su imposible ideal. Pero la persecución de este ideal no lleva, como reconocen CFL y LAZ, a una atenuación, sino a un incremento de la explotación, de la precariedad, de la inseguridad, y por consiguiente de la dependencia efectiva. Todo ello bajo los colores de la independencia y de la propiedad privada. La búsqueda aparente de la utopía propia del régimen, sólo conduce de manera cada vez más radical a sus propios fundamentos en la violencia, la expropiación y la explotación. Podemos decir aquí con Pascal que “quien hace el ángel hace la bestia”.
3. La mala conciencia de la izquierda produce monstruos
La adopción como ideal anticapitalista de lo que no es sino el ideal del propio capitalismo se presenta como la única posibilidad de no recaer en la utopía y el totalitarismo. Aquí la mala conciencia de izquierdas vuelve a hacer estragos y desorienta en la designación del enemigo real. Ningún totalitarismo, ni el nazi, ni el fascista ni el staliniano, es independiente de la forma Estado y del dispositivo de gobierno biopolítico y económico que le sirve de necesario complemento. No es el temido colectivismo lo que hace del stalinismo un régimen totalitario, sino el mantenimiento e incluso la elevación al paroxismo del aislamiento de los individuos, la destrucción de todo lazo social entre ellos que no estuviera mediado por la relación con el soberano. El totalitarismo no es el resultado de una apropiación colectiva de unos medios de producción altamente socializados, sino, por el contrario, el dispositivo que hace imposible esta apropiación. En ello el Estado socialista soviético es una forma de excepción del Estado expropiador capitalista. La relación con el comunismo que tiene la muchedumbre solitaria de los desfiles de la Plaza Roja o la que participa en los actos de linchamiento de la revolución cultural maoista no es mayor que la de las ordenadas masas nacionalsocialistas filmadas por Lenny Riefenstahl en el congreso del partido nacionalsocialista. Ciertamente, en la Rusia y la China revolucionarias, el régimen sigue manteniendo ciertas apariencias revolucionarias indispensables para su legitimación, en cierto modo siegue cabalgando un impulso revolucionario vencido, pero sobre todo impide el desarrollo de las formas no estatales de apropiación pública de los bienes comunes. Los socialismos reales cercenan el impulso revolucionario de la democracia clasista mediante un ordenamiento estatal basado en la expropiación de los trabajadores por el Estado. La expropiación colectiva de los trabajadores es correlativa a la reproducción voluntarista y policial de su aislamiento social. Se trata en todos estos casos de formas de individualidad cuyo aislamiento obedece a su dependencia respecto de un Estado soberano encarnado en un caudillo. En este aspecto, nada cambia el hecho de que se reconozca la propiedad privada como hacía el nacionalsocialismo o que esta quedase abolida en el caso del stalinismo.
La confusión del comunismo con una de las formas excepcionales, “totalitarias” del Estado capitalista es un pesado lastre para el pensamiento y la práctica anticapitalista. Esto y no otra cosa es lo que explica la voluntad de defender a toda costa la estructura jurídica y política del capitalismo, buscando en su contenido "auténtico" una salida del propio capitalismo. Como lo que se considera el comunismo histórico encarnado en los socialismos reales conduce a la esterilidad totalitaria, de lo que se trata, para dar un nuevo aliento al pensamiento y la práctica política de la izquierda es de reivindicar lo que estos totalitarismos habían rechazado: el Estado de derecho, la ciudadanía, los derechos humanos, la propiedad privada etc. Se confunde así el rechazo de la normalidad liberal por las formas excepcionales del poder capitalista con una forma de ruptura con este poder. Ahora bien, en el stalinismo no hay un error histórico de la izquierda, sino una estructura de poder perfectamente coherente y perfectamente emparentada con el Estado capitalista tanto normal como excepcional.
Revivimos hoy lo que ya viviera la Edad Media al descubrir la obra política de Aristóteles: para escándalo de quienes, siguiendo la tradición de la escolástica consideraron la tiranía como un mal y un pecado, la Política de Aristóteles la situaba entre las formas de gobierno, describiendo su esencia. La superación de este escándalo es el principio de la reflexión política moderna. Hoy tenemos ante nosotros una tarea semejante cuando se trata de entender la formas políticas totalitarias y de manera muy particular, el stalinismo. Se trata de salir de la lógica religiosa y moral del pecado y de la traición y de seguir la máxima materialista que Spinoza proponía para la política, incluso cuando esta manifestaba aparentemente el vicio o la maldad de una supuesta naturaleza humana: “no reir, no llorar ni detestar, sino entender.”
El presunto regalo que la izquierda habría hecho al orden capitalista rechazando sus instituciones políticas y jurídicas “normales” no es ni mucho menos el origen del despotismo staliniano. Podemos incluso afirmar lo contrario: tanto en su lado de poder soberano, como en su aspecto de gobierno biopolítico, el stalinismo no sale nunca del marco del Estado moderno y del poder capitalista. La propia estatalización de los medios de producción no permite afirmar que se haya salido de este marco de poder. El stalinismo, como régimen capitalista de excepción, limita el mercado a su mínima expresión, expropia de manera generalizada los medios de producción de grandes y pequeños propietarios, probablemente incluso dentro de una cierta inercia revolucionaria o buscando con ello una legitimidad revolucionaria para la restauración del orden. Todo ello no impide que la relación de los individuos con los medios de producción estatalizados sea básicamente la misma que la que estos experimentaban en el capitalismo de régimen normal con los medios de producción de sus patrones privados. El individuo productor se enfrenta al capital tanto bajo las formas políticas y jurídicas normales como bajo las excepcionales como a un poder ajeno. Tanto bajo el stalinismo como bajo el capitalismo liberal, el Estado es el garante jurídico y político de esta expropiación permanente.
¿Conclusión?
"Try again, fail again, fail better"
(Inténtalo de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor)
(Samuel Beckett)
¿Por qué regalar el “comunismo” a las clases dominantes? ¿Por qué aceptar sin más su confusión con las tiranías socialistas del siglo XX? A pesar de los fracasos de las revoluciones aplastadas bajo un orden totalitario capitalista a la vez soberano y biopolítico, el comunismo sigue siendo hoy una exigencia política y ética. Sin la hipótesis comunista, sin un planteamiento de apropiación colectiva de los comunes sin mediación mercantil ni estatal, ninguna política tendría hoy sentido. Renunciar al comunismo es, en efecto, reducir la política que es reivindicación de la parte de los sin parte, a mera gestión de las partes ya asignadas por el Estado y el mercado, a lo que denomina Jacques Rancière: "policía" por oposición a una política basada en el antagonismo promovido por la exigencia comunista. El comunismo no es ni puede ser un modelo ni una utopía, sino la liberación de una exigencia irrenunciable que está siempre ya presente en la existencia social de los humanos. El comunismo no es el objeto de un deseo utópico, sino la causa y el motor de un deseo político que sólo podrá extinguirse con la especie humana. Imponerle como marco el Estado democrático, el Estado de derecho e incluso las libertades fundamentales propias del individuo de mercado que se centran en la propiedad privada, es acabar con cualquier posibilidad de política.
Renunciar al comunismo es asimismo renunciar a unas libertades y una independencia individual no basadas en el mercado sino en el libre acceso a los comunes, a la productividad común del intelecto general y del trabajo libremente asociado. Sólo un acceso igual por parte de todos a las capacidades productivas colectivas y a la riqueza que estas producen puede servir de base a una libertad individual no sometida al chantaje del mercado y permite pensar una libre asociación de los individuos. Renunciar al comunismo es renunciar a la política, a la democracia y a la libertad en el sentido más radical de estos términos en favor de la triste utopía social de una sociedad de comerciantes libres, iguales y solitarios necesaria al funcionamiento del derecho mercado. Es aceptar un orden policial cuyos efectos letales ya se dejan sentir, renunciando a las exigencias vitales del animal político.
miércoles, 4 de marzo de 2009
El terrorismo como residuo de la política
Puede afirmarse que la crisis de la representación política es resultado directo del éxito de un modelo de gobierno liberal que, con mayores o menores matices y con algunos episodios marcados por gobiernos de excepción (nazismo, franquismo etc.) ha sido el modo normal de gobierno en el capitalismo. Este modo de gobierno se caracteriza por la autolimitación del poder soberano en favor de la autorregulación de la esfera económica y de la autonomía de la sociedad civil, ambas articuladas en torno a la institución central que constituye el mercado. La función residual del poder soberano es la de policía, pero esta no representa tan sólo una tarea represiva, sino fundamentalmente el conjunto sumamente complejo de tareas que permiten el funcionamiento del mercado y regeneran la ilusión naturalista de su "autorregulación". Entre ellas está la represión de la delincuencia, pero también la generación de marcos jurídicos y políticos que salvaguardan la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos. Esto, si se quiere es, a muy grandes trazos, el esquema transhistórico de base en que se funda este modo de gobierno liberal, el único que hace posible el funcionamiento del mercado universal (que incluye la compraventa de fuerza de trabajo) y del capitalismo. Con todo, según la historia concreta de cada país, las condiciones mínimas de reproducción del régimen pueden variar en función de alianzas relativamente estables o contingentes entre los sectores sociales dominantes o incluso de formas de negociación con los dominados. En el Estado Español, un elemento fundamental de la autorreproducción del régimen es el mantenimiento de su unidad territorial, lo cual es comprensible cuando el Estado Español fue inicialmente un Imperio y sólo muy tardiamente pretendió -en vano- dotarse de una legitimidad nacional. De ahí que la propia supervivencia del poder soberano y su posibilidad misma de realizar sus funciones de policía dependan de una particularmente frágil y en gran parte mítica "unidad nacional". Esto es lo que explica la "centralidad" de la cuestión vasca.
Según el aforismo de Ludwig Wittgenstein "de lo que no se puede hablar, más vale callar". Y es que sobre las condiciones mismas que hacen posible el hablar no es posible decir nada mediante el propio lenguaje. Sobre los fundamentos del lenguaje no existe un metalenguaje que los explicite. El territorio de un lenguaje que denota hechos es el de la mera facticidad. Paralelamente a esto, en el régimen liberal, sólo es articulable aquello que no se opone a la reproducción del propio régimen en sus elementos básicos que son el poder soberano/policial, el mercado y los derechos individuales de los agentes de mercado. Consecuencia de ello es que la política, sustituida por la policía, tienda a experimentar un eclipse: sólo existen problemas de gestión, pero no hay nada que decidir en cuanto al modelo de sociedad y de organización política, pues este se considera definitivo.
Naturalmente, esto genera una repetición de prácticas y procesos normales y una exclusión de aquellos que resultan anómalos. Entre los que se ven designados como anómalos figuran en lugar destacado los que tienen que ver con la supervivencia de la política más allá de su neutralización policial y económica. La política, en la medida en que tiene que ver no ya con la simple vida (Zoé), sino con el "buen vivir" -según nos enseña Aristóteles- supone siempre una distancia respecto de la facticidad de la naturaleza. La capacidad humana de decisión -y de fundación- de las formas políticas del "buen vivir" no establece nada de manera definitiva. La política en este sentido radical es esa persecución del "buen vivir" siempre abierta a nuevas perspectivas. Más allá del "fin de la historia" que el liberalismo ha procurado imponer desde sus albores mediante el comercio, la finanza y las armas, está la historia concreta que necesariamente hace fracasar este proyecto al igual que todo otro proyecto totalitario. La politicidad y la historicidad de la especie humana arraigan en la imposibilidad de una definición naturalista y "objetiva" del "buen vivir". Para una especie sustraida por el lenguaje a la naturaleza, el objetivo de la ciudad será siempre objeto de disputa e incluso de antagonismo.
La supresión del antagonismo real, aquél en que lo que está en juego no es el cambio de un gobierno liberal y capitalista por otro sino la constitución de un orden político y social distinto, equivale a una eliminación de la política. Esta pretendida eliminación es un objetivo totalitario que el orden capitalista siempre ha querido alcanzar, pero que por motivos que tienen que ver con la antinatural naturaleza de la especie humana, siempre se ha visto frustrada. Cada vez que se ha pretendido hacerlo, se ha podido establecer una ficción de orden, pero a costa de generar un residuo irreductible. Este residuo es lo que se denomina "terrorismo" y que no representa una forma concreta de acción política marcada por la violencia, sino -si se atiende a los contenidos de la legislación vigente- cualquier acción política que pretenda subvertir el orden existente. Poco importa que pretenda hacerlo por las armas o por las urnas o incluso que busque alcanzar sus objetivos por medios enteramente pacíficos, tampoco es determinante que la acción vaya dirigida contra el centro neurálgico del capitalismo o que ponga en peligro la constitución históricamente y geográficamente aleatoria, pero esencial en términos de dominación, de sus aparatos estatales. Lo decisivo para calificar una actividad de terrorista es su finalidad política, en sentido fuerte, su desafío al orden policial. De este modo el terrorismo, en el sentido amplio en que lo conciben los actuales poderes ejecutivo-judiciales del capitalismo de la crisis, no es sino el resto irreductible de la política. Lo que queda cuando se pretende suprimir todo cuestionamiento sobre el "buen vivir"en nombre de un gobierno basado en la gestión policial de la vida y la economía.
miércoles, 18 de febrero de 2009
Chávez indispensable e inesencial
El referéndum recientemente celebrado en Venezuela sobre una reforma de la constitución que posibilita la reelección sin límite de mandatos de los principales cargos públicos de elección popular ha suscitado de nuevo escándalo en numerosos medios de prensa y responsables políticos españoles y europeos. A juicio de estos, el presidente Hugo Chávez pretendería "perpetuarse en el poder" obteniendo un "mandato indefinido", alcanzando así una especie de poder vitalicio. Esto es olvidar, como últimamente se ha señalado, que su permanencia en el cargo depende en cualquier caso de su capacidad de vencer en las sucesivas elecciones e incluso en los posibles referéndums revocatorios que, según las constitución bolivariana en vigor, pueden convocarse por iniciativa popular a mitad de cada mandato. Era de esperar algo de mala fe en aquellos medios que, en su momento, no tuvieron reparo en admitir e incluso aplaudir el golpe de Estado contra el presidente Chávez como una maniobra de "normalización" democrática. Y es que la experiencia revolucionaria bolivariana sigue siendo indigesta para el conjunto de los defensores del consenso racista fundamental en que se basa "nuestro" modelo democrático. Que un importante porcentaje de la población accediera a la ciudadanía, no sólo en términos de voto, sino también de derechos sociales y políticos supuso según la oposición venezolana un "inflamiento del censo" por parte de un gobierno "populista". Efectivamente, con Chávez salieron a la luz del día más de 4 millones de personas que habían sido completamente ignoradas por los gobiernos anteriores en lo que a derechos sociales y políticos se refiere. Esta población negra, india y mestiza constituye la base de apoyo del gobierno de Chávez y el motor de una revolución bolivariana que aspira a romper las barreras de raza y de clase en que estaba tácitamente basado el régimen anterior. En Bolivia, en Ecuador y, en diversos grados, en el resto de América Latina nos encontramos con procesos similares en los cuales grandes movimientos populares pugnan por liquidar el consenso racista mediante una inclusión de las clases populares indias negras y mestizas en una democracia de nueva planta.
En el marco de las sociedades de pasado colonial e incluso esclavista predominantes en América Latina se hace particularmente visible un rasgo fundamental del dispositivo de gobierno liberal y de las "democracias liberales" que en él se basan. Dentro de estos regímenes, se reconocen ciertamente numerosos derechos al conjunto de los ciudadanos: derechos civiles, libertades políticas, inmunidades privadas, incluso derechos sociales. Sin embargo, el "conjunto de los ciudadanos", sin perder su universalidad en el ámbito de las formas jurídicas, se estrecha en la práctica de manera considerable. En la práctica, los derechos quedan limitados al sector de la población que no plantea problemas a la supervivencia del régimen y de sus modalidades diferenciales de explotación y control social. Los individuos libres, iguales y propietarios, los que tienen algo que intercambiar en el mercado son los que constituyen el pueblo, el "conjunto de los ciudadanos". Quedan fuera de éste conjunto, que es un todo exclusivo y excluyente, quienes carecen de propiedad o se encuentran fuera de los circuitos productivos y de intercambio. En los países coloniales este sector de la población está fundamentalmente representado por los descendientes de siervos y esclavos. En los países capitalistas desarrollados, este lugar se ve ocupado por poblaciones procedentes de las antiguas colonias o, en general, de la periferia: inmigrantes con más o menos papeles, refugiados, solicitantes de asilo etc. En casos particulares, como el de los Estados Unidos, la población excluida incluye grupos importantes de población penitenciaria. Sin embargo, incluso los más probos ciudadanos, los que trabajan y tienen propiedades, pueden tener experiencias cotidianas de esta privación de derechos en el marco del despotismo laboral impuesto por unas condiciones de trabajo cada vez más precarias o en esas circunstancias excepcionales, aunque familiares, que son siempre las de cualquier contacto con la institución policial. Las fronteras de la democracia y la ciudadanía pasan así por Guantánamo o los campos de “acogida” de inmigrantes “ilegales”, por las fábricas y las oficinas del precariado o por la comisaría de la esquina.
El objetivo de la revolución bolivariana promovida por Chávez y una amplia coalición de fuerzas sociales y políticas es acabar de una vez por todas con la estructura racista y colonial de la sociedad venezolana. Para ello es necesario que las mayorías sociales accedan a la salud, a la cultura, a la actividad productiva y, por supuesto, a una vida política que no acabe en el voto. Paradójicamente, la multiplicación de las consultas electorales bajo los distintos mandatos presidenciales de Chávez, es muestra de la extraordinaria vitalidad política del país. Las distintas votaciones -en las que no ha salido siempre ganadora la mayoría presidencial como se comprobó en el resultado del referéndum constitucional y en los resultados de las elecciones locales- se realizan en un marco de debate político intenso sobre la realidad del país y sus transformaciones. Podría esperarse, según una lógica europea o norteamericana, que un pueblo que apoya mayoritariamente y de manera reiterada el liderazgo de Hugo Chávez fuese políticamente pasivo, que la presencia en la más alta magistratura de la República de un personaje carismático sustituyese todo tipo de actuación política por parte de la población. Esto, con carisma o sin carisma de los dirigentes, es lo que ocurre de manera sistemática en las democracias liberales. En ellas, el pueblo abandona masivamente todo protagonismo político en favor de los distintos poderes del Estado que se erigen en sus representantes. Como afirmaba ese gran clásico de la forma más burguesa del liberalismo que fue Benjamin Constant, la libertad de los "modernos" consiste, no en participar en la vida política de la ciudad, sino en disfrutar de sus "goces privados". El gobierno, considerado como una actividad, por un lado pesada y por otro peligrosa, queda así en mano de administradores profesionales. En este tipo de régimen, lo único que ofrece a la población un símil de garantía contra el despotismo de sus dirigentes es la posibilidad de cambiarlos periódicamente. En el capitalismo liberal, lo único que puede cambiar son los representantes políticos. Por supuesto, a condición de que no cambie nada más. Cuando se parte del dogma liberal que afirma la naturalidad de las relaciones sociales y económicas, toda pretensión de transformarlas supone una transgresión, no ya de las leyes humanas sino de las que impone la propia naturaleza. La gran ficción en que se basa la dominación capitalista en el contexto liberal consiste en el rechazo de que unos hombres gobiernen a otros, lo cual no está reñido con la más completa sumisión a una pretendida dominación de la naturaleza en lo que a la economía y la sociedad se refiere. Mercier de la Rivière, uno de los primeros " economistas" de la escuela fisiocrática sostenía que era posible y aun provechoso un despotismo político basado en el más estricto respeto de de lo que consideraba como "las leyes de la naturaleza". Lo que hoy denominamos libertad de mercado se denominaba aún en el siglo XVIII "despotismo". Sostiene así Mercier: «el despotismo natural de la evidencia conduce al despotismo social: el orden esencial de toda sociedad es un orden evidente, y como la evidencia siempre tiene la misma autoridad, no es posible que la evidencia de este orden sea manifiesta y pública, sin que gobierne despóticamente.» (Le Mercier de la Rivière, L'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, Nourse-Desaint, Londres- Paris,1767, p. 280).
Sin embargo, para que este despotismo fuese aceptable, este debía desprenderse de todo carácter personal. El monarca despótico de Mercier debía ser un mero ejecutor de los preceptos dictados por el orden natural de la sociedad. Se comprende así que las democracias liberales herederas de este pretendido gobierno natural consideren fundamental para la libertad de los ciudadanos el cambio de las personas que ostentan la representación política. La política en cuanto tal ha perdido todo contenido, pues el orden social y económico fundamental resulta inalterable: en términos de Margaret Thatcher, "No Existe Alternativa, There Is No Alternative (consigna antipolítica que se traduce en las siglas TINA, el SPQR del Imperio neoliberal). En el capitalismo democrático y liberal, los ciudadanos se ven representados por un poder doblemente legitimado por las elecciones y por su ortodoxia en materia económica. Esta última se basa en un saber que se supone a todo gobierno que actúe conforme a los pretendidos dictados del mercado, esto es conforme a los intereses de los grupos capitalistas dominantes. Para los detentadores de ese saber toda discrepancia, todo oposición tiene su origen en la ignorancia. Existe así la verdad, que se expresa como evidencia natural y, frente a ella, las distintas variantes del “populismo”, o de los intentos “irracionales” de defender los intereses populares frente a los dictados del capital. En un contexto de igualdad política formal entre los ciudadanos, el único modo de hacer pasar este efectivo despotismo por una forma de democracia consiste en impedir (aun así con algunas excepciones como las “monarquías constitucionales” o los regímenes liberales abiertamente dictatoriales), que los mismos personajes se perpetúen indefinidamente en los principales cargos de representación política. De ese modo, es posible realizar a la vez el ideal de Rousseau de que un hombre no gobierne a otro hombre y el de Mercier de que el auténtico rector de la sociedad sea la naturaleza. El peligro del despotismo y del totalitarismo no hay que situarlo tanto en los regímenes denominados “populistas” como en el propio (neo)liberalismo como negación de la política y del antagonismo en nombre de la naturaleza. Afirma en este sentido Ernesto Laclau: “Para pensar el totalitarismo hay que pensar en regímenes que no construyan a un pueblo sino que pongan límites absolutos a la construcción de ese pueblo. Si se piensa en regímenes autoritarios, potencialmente totalitarios, en América Latina, no hay que pensar en el populismo sino, por ejemplo, en el neoliberalismo.”
En el caso de Venezuela nos encontramos con una situación sumamente distinta. Tras la quiebra del modelo de democracia liberal oligárquica consecutiva a la gran insurrección popular contra el neoliberalismo que representó el Caracazo, la alternancia de los políticos profesionales en los principales cargos representativos perdió toda significación. La propia llegada a la presidencia de la República de un personaje como Hugo Chávez Frías que no es ningún político profesional muestra la amplitud de una crisis de representación política correlativa a la crisis de legitimación social del capitalismo en Venezuela. Conquistar la democracia por parte de las mayorías sociales, no sólo en Venezuela y América Latina sino en el resto del mundo capitalista supone romper con el despotismo de un gobierno supuestamente natural. Resulta fundamental para ello liquidar los mecanismos ideológicos y políticos que reproducen la “naturalidad del mercado”, una naturalidad que apenas logra ocultar el poder de clase de las oligarquías capitalistas.
La revolución bolivariana, a pesar de las numerosísimas dificultades que atraviesa y de sus importantes contradicciones, avanza en ese sentido, fomentando la apropiación por parte del pueblo de la riqueza social y de los medios de producción, pero también desarrollando a través de los consejos comunales formas de democracia que no sólo permiten sino que requieren una constante intervención de la ciudadanía. En este contexto, la posibilidad de que Hugo Chávez sea reelegido por un número indefinido de mandatos, refleja la exigencia de dar continuidad a un proceso largo y difícil de transformaciones sociales, y en ningún modo la sumisión del pueblo venezolano a los dictados de ningún déspota. A diferencia de lo que ocurre en las democracias liberales en las que lo único que puede cambiarse son los gobiernos, en el proceso revolucionario bolivariano lo determinante es la transformación social efectiva, aquella misma que resulta imposible en un marco liberal y representativo en el que la población se dedica a sus “goces privados”. La permanencia de Hugo Chávez en la presidencia de la República depende así de su capacidad de contribuir desde su cargo a neutralizar el espacio de la representación política y su correlato dentro del dispositivo liberal que es la pretendida autorregulación de la esfera económica. Ciertamente se necesita tiempo para ello, lo cual justifica que Chávez vuelva a presentarse ante los electores para obtener uno o varios nuevos mandatos presidenciales. Para el proceso bolivariano, Chávez es a la vez indispensable e inesencial. Indispensable, pues, al menos de momento, representa la continuidad de la revolución y asume una indispensable función de destrucción de la función representativa, precisamente mediante su retórica “populista” perfectamente inadecuada a la “dignidad” del cargo presidencial. Inesencial, porque el objetivo de la revolución, en palabras del propio Chávez es acabar con el Estado burgués y sus dispositivos de despolitización mediante la representación. Tal vez sea necesario que, durante un cierto tiempo, Venezuela mantenga en la presidencia a esa bestia negra de todas las oligarquías capitalistas que es Hugo Chávez. Que no cambie de presidente, mientras la sociedad experimenta un cambio decisivo. En cualquier caso, si Chávez se opusiera a los objetivos de transformación social y de conquista de la democracia, la constitución bolivariana contiene ya medidas eficaces para prevenir la consolidación de una dictadura personal. Una de ellas, por cierto heredada de la singular experiencia de democracia revolucionaria que fue la Comuna de París, es la posibilidad de revocar a mitad de su mandato a todos los cargos públicos electos, incluido, naturalmente, el presidente de la República.