Entre los textos recientes de Immanuel Wallerstein figura un librito dedicado a los orígenes del Universalismo europeo (Universalismo europeo: la retórica del poder 2006). Este libro pretende mostrar, entre otras cosas, que el universalismo que supuestamente sirve de base a las intervenciones "humanitarias" y al "deber de injerencia" no es ninguna novedad, sino que los mismos argumentos que hoy se esgrimen en favor de la intervención en Libia o que ya se utilizaron para las expediciones militares de Yugoslavia, Afganistán e Iraq, resonaron hace cinco siglos en la España que necesitaba justificar su imperio. Por un lado, el padre Vitoria, defensor de la particularidad de las distintas sociedades indígenas y de la legitimidad natural de sus ordenamientos políticos, por el otro, Ginés de Sepúlveda, quien justificaba la destrucción del orden político y social de los indios en nombre de los numerosos crímenes contra la naturaleza que estos cometían, entre los cuales destacaba como el más horrendo la antropofagia.
Quedaban así delineadas para la modernidad dos grandes posturas que determinarán la evolución del derecho de gentes: por un lado, el respeto a la soberanía como principio casi absoluto, por otro, la colocación por encima de las soberanías de un principio superior, de alcance universal que permite enjuiciar a cada pueblo desde fuera, cosa que el principio soberano impedía. O el derecho era sólo el conjunto de normas que cada comunidad se daba, o bien era un conjunto de normas universales capaces de juzgar y derogar las anteriores. Sabemos en qué amplia medida la opción universalista fue aplicada por las potencias europeas en sus conquistas coloniales y en sus empresas de dominación imperial, cuyo último avatar es el imperialismo humanitario denunciado por Noam Chomsky o Jean Bricmont. El universalismo, cuya forma más extendida es la defensa de los derechos humanos, aparece hoy, sobre todo, como la máscara del ejercicio de la fuerza por parte de las grandes potencias "democráticas". Humanidad y bestialidad no son así sino las dos caras de una misma moneda.
Noam Chomsky siempre fue sumamente crítico, como lo es también Immanuel Wallerstein, de este imperialismo humanitario. La reivindicación por el Imperio de los términos "democracia" y "derechos humanos" es para Chomsky un ejercicio de mentira y de cinismo. La mejor prueba de ello es que jamás una intervención "humanitaria" se ha dirigido contra un crimen perpetrado por las propias grandes potencias y sus Estados vasallos. De manera kantiana considera Chomsky que la no universalizabilidad de una máxima de conducta destruye la moralidad del acto que en ella se basa. Esto, sin embargo, no priva enteramente de pertinencia el que un movimiento popular -como las actuales insurrecciones árabes- se remita a estos valores al luchar contra la dictadura que lo oprime. Puede haber así un uso no cínico de los valores "universalistas", cuando de lo que se trata es de librarse de la particularidad política que los niega en la práctica. Tiene sentido hablar de "libertad" cuando la libertad no es sino el otro aspecto de la liberación y la libertad de expresión no es sino la palabra públicamente tomada. No se trata en este caso de derechos "garantizados", sino de derechos ejercidos en una correlación de fuerzas que, a su vez, abre paso a una nueva constitución. El universalismo deja de ser abstracto y mentiroso y se convierte en potencia de lo común que busca expandirse.
Frente a las revoluciones árabes y a su concreta demanda y simultáneo ejercicio de libertad, las izquierdas, sobre todo latinoamericanas, han mostrado una muy peculiar ceguera. Uno de los motivos de esta ceguera -aparte de la óptica dualista característica de la izquierda como tal, a la que ya nos hemos referido aquí- es el rechazo de toda universalidad como mera propaganda del imperialismo. Los motivos de este rechazo son claros, y, sin embargo, esta actitud puede ser muy nociva para quienes la defienden. Un proceso revolucionario "socialista" cobra sólo sentido en cuanto se inscribe en una dinámica mundial de superación del capitalismo, en cuanto asume su universalismo propio, que no tiene por qué coincidir con el del capital. Asumir este universalismo significa ser capaz de asociar un proceso de resistencia y de cambio con otro, de descubrir y desarrollar lo común de los distintos procesos. Para ello es indispensable reconocerlos, reconocerse en ellos. Una lucha por la libertad y contra una tiranía en un lado del planeta debe poder reconocerse en otra muy lejana: ambas deben poder resonar desde el suelo común de resistencia a la opresión que las aúna. No se trata de limitarse a invocar principios y valores abstractos que han resultado excelentes compañeros de la cañonera o el bombardero y han sido justamente criticados, sino de ir más allá. Se trata de asociarse a la libertad y a la resistencia en ejercicio, hecha acto.
La peor conclusión que los movimientos antiimperialistas pueden extraer de la crítica al intervencionismo humanitario es que sólo los regímenes más brutales y menos respetuosos con las libertades son los que pueden hacer frente a la brutalidad del Imperio. Sólo regímenes enrocados en su soberanía, permanentemente a la defensiva dentro y fuera de sus fronteras podrían, según esta perspectiva, resistir a los embates de las grandes potencias y defender sus transformaciones sociales. Esta lógica conduce a defender a Gadafi, a Ahmadi Nejad en Irán o a Laurent Gbagbo en Costa de Marfil, a defender, en abstracto todo régimen que se oponga al menos nominalmente o coyunturalmente al orden imperial, por nefasto para sus poblaciones y liberticida que sea. El particularismo antiimperialista se asocia a otros particularismos frente al universalismo mentiroso y cínico del capital. La izquierda soberanista se limita a negar también cínicamente el universalismo abstracto de los derechos humanos, pero se muestra incapaz de afirmar otro universalismo absolutamente incompatible con el imperio del capital, un universalismo sin universales ni generalidades abstractas, basado como la democracia spinozista no en la representación y en sus principios jurídicos, sino en la composición de fuerzas concreta que constituye lo común.
Ese "otro" universalismo es hoy indispensable, incluso para defender mejor y más eficazmente procesos de transformación en curso desde hace mucho tiempo como el cubano o desde bastante menos como los demás procesos latinoamericanos de contenido anticapitalista. Dejar toda referencia universal en manos del capital y de sus agentes es aceptar su victoria sin combatir. Sólo hay política cuando una posición particular pugna por afirmar su universalidad. Sólo desde lo común, desde esa particularidad que lucha por imponer su universalidad tienen sentido la democracia y la propia política, la libre expresión y la libre asociación, la propia singularidad de cada uno. No se trata de derechos que requieren la garantía de un soberano que, por su propia posición, se reserva el derecho de conculcarlos, sino del ejercicio sin garantías en un nuevo marco social y productivo, de la potencia de lo singular. Esa misma potencia que hoy vemos derribar tiranías que parecían sempiternas, la misma que ya pudimos ver en acción en la Comuna de París, en 1917 en Rusia o el el 58 en Cuba. Los procesos de transformación actuales sólo podrán articularse y reforzarse entre sí si reconocen su común fundamento, ese universalismo sin abstracciones ni generalidades que algunos seguimos empeñados en denominar comunismo.