miércoles, 4 de mayo de 2011

¿Seré yo también ETA? La prohibición de Bildu y el delirio analógico



ως αλλο προς αλλο
(como  una  cosa  en orden a  otra)



"Lo  que  es  uno  lo  es,  o  según  el  número,  o  según la  especie.  O 
según  el  género,  o  según  la  analogía;  es  uno  por  el  número  aque- 
llo  cuya  materia  es  una;  por la  especie,  aquello  cuyo  enunciado  es 
uno;  por  el  género, lo  que tiene  la misma  figura  de  la  predicación, 
y  según  la  analogía, todo lo que  es  como  una  cosa  en orden a  otra"
(Aristóteles, Met. V, 7)


La prohibición de Bildu lleva hasta las últimas consecuencias la lógica del antiterrorismo, que constituye uno de los principios fundamentales de la "democrcaia antiterrorista" heredera del franquismo. Efectivamente, los argumentos que sustentan la prohibición de Bildu nada tienen que ver con los supuestos que permitirían en una democracia capitalista "normal" prohibir una organización política. En aras de la defensa de los derechos de asociación y participación política, estos supuestos tendrían que ser sumamente limitados y no admitir extensión alguna por analogía: sólo puede prohibirse, en efecto, una organización que aporte una ayuda necesaria a un grupo subversivo armado para la realización de sus actividades armadas. Se juzgan, por lo tanto, los actos y no las intenciones, y aún menos las intenciones supuestas.

Toda extensión de ese motivo inicial de prohibición constituye un posible atropello contra las libertades, pues, por extensión, la analogía del delito termina por cubrir al conjunto de la ciudadanía. Si se utiliza el concepto extrajurídico y antijurídico de "terrorismo" en el marco del derecho penal normal, nos encontraremos con una completa subversión de su sistemática. Veamos. Todo el mundo conviene en que es terrorista quien realice atentados armados contra civiles con fines políticos e incluso en que también lo son quienes aportan una ayuda material a la realización de las acciones armadas. Sin embargo y mediante el uso sistemático del principio de analogía, el concepto de terrorismo alcanza a toda persona que apoye moralmente o inspire intelectualmente al terrorismo. Así, un partido que apoya los fines independentistas y socialistas de esta "es ETA" como afirma brutalmente la doctrina Garzón. También "es ETA" quien se niegue a condenar las acciones de ETA en un país donde el actual partido del gobierno no ha condenado el terrorismo de Estado y el primer partido de la actual oposición se niega a condenar, siguiendo en ello al Jefe del Estado, la sangrienta dictadura del Generalísimo Franco.

El problema es que la cosa no para ahí, ni puede detenerse en ningún punto. El principio de analogía, una vez se aplica como regla de método -la metafísica de Aristóteles que en él explícitamente se sustenta, así nos lo enseña- termina cubriendo el conjunto de la realidad. Todo el que no sea puro es sospechoso y, por ser sospechoso, es ya en cierto grado culpable. Aplicado a la política, es el principio de todo racismo, el que durante el nazismo imponía explorar sistemáticamente hasta la más mínima conexión de un individuo con la raza judía. Toda división toda ambigüedad, toda impureza eran inaceptables cuando se trataba en el régimen nacionalsocialista de defender a la raza aria del complot judío mundial y sigue siéndolo ahora, cuando se trata de defender al Estado de derecho de la lacra terrorista. Todo el que no comulgue al 200% con las políticas y legislaciones antiterroristas es cómplice del terrorismo y, en último análisis, terrorista. Una correcta aplicación del principio de analogía lleva así al PP a considerar que el PSOE es cómplice de ETA por haber iniciado con esta organización hace años unas negociaciones de paz, por cierto abortadas por la intransigencia del gobierno. A ello responde el PSOE que el PP también negoció con ETA y que, si cabe, aún fue más cómplice, pues hizo toda una serie de concesiones a las que el PSOE siempre se ha negado.

Por supuesto, cualquier ciudadano, que independientemente de su filiación política no condene a ETA o no condene a los que no la condenan, también "es ETA". Cualquier ciudadano que dé prioridad a la aplicación de las leyes penales normales y critique la normalización de la excepción en nombre de los "derechos de las víctimas", también será sospechoso de complicidad con ETA y, por analogía "es ETA". Quien acepte que un condenado de ETA, una vez cumplido el máximo efectivo de su pena tiene que quedar libre, digan lo que digan las víctimas, pues en una democracia la dimensión universal y pública de la ley debe desplazar a la esfera privada el comprensible odio y afán de venganza de víctimas y parientes, también "es ETA". Quien se oponga a la práctica de la tortura y dé crédito a quienes la denuncian "es ETA". Quien se niegue al linchamiento de los militantes y supuestos simpatizantes de ETA "es ETA". Quien tenga algo que objetar contra el lanzamiento de un bomba atómica táctica sobre las localidades donde esté más representada la izquierda abertzale o incluso, de manera preventiva, contra el conjunto del País Vasco -esta vez sí, incluida Navarra- "es ETA". Nunca el odio y el afán de venganza será lo suficientemente puro. El más extremista del antiterrorismo, si hace análisis de conciencia, terminará encontrando dentro de sí algún pequeño escrúpulo que le haga dudar de la "solución final". El también "es ETA". Yo, con todos estos cuestionamientos y por mucho que me haya hartado de criticar la violencia de ETA y la del Estado como sangrientos frutos de un mismo principio de soberanía, "soy ETA". Bildu, sus listas y sus candidatos, aunque sean la única organización política del Estado Español que rechace de manera explícita la violencia sin hacer excepciones en favor de ETA, de FRanco o de los GAL, también "son ETA".Usted, cualquiera de ustedes, "es ETA". 

lunes, 2 de mayo de 2011

La muerte aparente de Osama Ben Laden

(Tony Smith, "The Elevens are Up", 1963)

"Ainsi, dans le système de Spinoza, tous ceux qui disent : les Allemands ont tué dix mille Turcs, parlent mal et faussement, à moins qu'ils n'entendent : Dieu modifié en Allemands a tué Dieu modifié en dix mille Turcs ; et ainsi toutes les phrases par lesquelles on exprime ce que les hommes se font les uns aux autres n'ont pas d'autre véritable sens que celui-ci : Dieu se hait lui-même, il se demande des grâces à lui-même et il se les refuse ; il se persécute, il se mange, il se calomnie, il s'envoie sur l'échafaud, etc."
(Pierre Bayle, Dictionnaire historique et critique, 1756)
(Así, en el sistema de Spinoza, todos los que dicen : los alemanes han matado a diez mil turcos hablan mal y falsamente, salvo que entiendan que: Dios modificado en Alemanes ha matado a Dios modificado en diez mil turcos, de modo que todas las frases por las que se expresa lo que los hombres se hacen unos a otros no tienen  más sentido verdadero que éste: Dios se odia a sí mismo, se pide gracias a sí mismo y se las deniega; se persigue, se come, se calumnia, se envía al cadalso, etc.)
Hay muertes que no lo son o que sólo lo son en apariencia. Ello puede ocurrir porque quien muere tenga algo de inmortal, como los héroes de la Grecia antigua, pero también puede darse el caso de que el muerto ya haya fallecido hace tiempo. Este último es el caso de Osama Ben Laden, antiguo agente de la CIA reconvertido al yihadismo que, vuelto contra su antiguo amo, no olvidó los sanguinarios métodos aprendidos en la agencia. Su momento de gloria fue el ataque contra las torres gemelas de Nueva York,  el acto, paralelo en su significado y efectos a la quema del Reichstag   por los nazis, que desencadenó el estado de excepción permanente en que hoy vivimos. Ese acto tuvo algunas réplicas de menor intensidad, como el 11M madrileño o la reciente bomba de Marraquech, pero no fue nunca igualado en su impacto por ningún otro. Su repetición ya no era necesaria. LOs atentados del 11 de septiembre fueron tan exactamente acordes a las necesidades del régimen imperial que diero y siguen dando pábulo a toneladas de explicaciones necias de los teóricos de la conspiración. No hubo, sin embargo, ninguna conspiración, sino pura mecánica de una sociedad basada en el juego del principio de seguridad y del principio de riesgo. Se trata de jugar con fuego extremando la opresión y el sojuzgamiento de las tres cuartas partes de la humanidad, practicar la violencia más desmedida en Palestina o en Pakistán o en Colombia, y luego gestionar la respuesta violenta de los más débiles reforzando los aparatos de represión y de control, explotar sin tasa al tercer mundo y en el mayor grado posible a los trabajadores de las metrópolis. Lo que ha hecho Israel durante los últimos 50 años. El 11 de septiembre nos ha enseñado a todos los habitantes del centro imperial a vivir como Israel. Vivir como Israel es aceptar la normalidad de la opresión cotidiana de otros pueblos y, a la vez, la banalidad de un control cada vez más riguroso sobre nuestras propias sociedades. Desde el 11 de septiembre, todos somos Israel.

Las invasiones de Afganistán y de Iraq fueron sólo una parte de la respuesta, la que exhibía los atributos del poder soberano en un momento de gravísima crisis de la soberanía causada por la globalización. No hay mejor prueba de la erosión de esa soberanía que la privatización masiva de las guerras de Iraq y de Afganistán en las que la mitad de los efectivos combatientes son mercenarios o agentes contractuales de empresas privadas, frecuentemente de ciudadanía distinta de la norteamericana. La guerra deviene negocio para una empresas de trabajo temporal particularmente sanguinarias. El mercado dentro del espectáculo de la guerra representa la pantomima de la soberanía cuando esta experimenta ya un eclipse duradero. Las dos guerras principales, la de Afganistán y la de Iraq, son fundamentalmente un sangriento espectáculo de marionetas que afirma el poder de una soberanía casi difunta. No son guerras por el petróleo, sino mero espectáculo, representación melancólica del Leviatán cuyo cadáver apesta hasta en el último rincón del planeta. El frente fundamental sigue siendo, sin embargo, el interior donde los controles de todo tipo, las barreras y los muros visibles e invisibles se multiplican. Signo del estado de excepción es la generalización de la figura penal del "terrorismo". Antes el terrorismo no tenía cabida en el derecho penal de los Estados liberales, pues el derecho penal clásico sólo castiga actos bien definidos y nunca intenciones, aun menos cuando se trata de intenciones políticas. El terrorismo sólo existía como delito en los códigos penales de los regímenes capitalistas de excepción: fascismo y nacionalsocialismo, franquismo etc. Hoy, lo excepcional y totalitario se ha vuelto normal. Ya no se trata de impedir mediante la represión del delito que este se vuelva a cometer, sino de mantener en funcionamiento un mecanismo en el cual se acepta una cierta dosis de violencia privada haciendo cada vez más estricto el control sobre ella. No se trata de impedir que la haya, pues es imposible, sino de controlarla y delimitarla, eventualmente orientarla de modo que no resulte nociva al sistema e incluso pueda reportar alguna utilidad. Ya no se trata de perseguir al incendiario o al homicida por sus actos, sino de perseguir a un individuo que sólo puede definirse por sus turbias y siempre supuestas "intenciones": el terrorista. El problema es que, dentro de la indefinición de la figura del terrorista, propia de la perspectiva amplia y general de una sociedad de control, todos somos potencialmente terroristas, pues todo animal político integra siempre en su comportamiento propiamente político un grado de antagonismo, de agresión y de violencia. Todos somos terroristas.

Todos somos pues israelíes y todos somos también terroristas. Vivimos en el miedo del otro que no es sino el miedo a nosotros mismos. Miedo cultivado y reproducido desde las instancias del poder, miedo alimentado por las propias promesas de seguridad del poder. Un nuevo muro antiterrorista promete seguridad, pero al mismo tiempo genera un odio mayor en el enemigo, aumenta su empeño en vengarse. Las propias defensas contra el miedo generan aun más miedo y más dependencia ante el poder, lo que lleva al paroxismo la mezcla de temor y esperanza que lsirve de fundamento al poder, produciendo y reproduciendo la obediencia de los súbditos. Cada uno de nosotros puede ser, por lo demás, un terrorista o un cómplice objetivo del terrorismo: en el paroxismo del miedo no hay límites: todo vecino algo diferente, cualquier vecino por lo tanto, pues, por definición todos son "algo" diferentes, puede ser un terrorista. Yo mismo lo puedo ser o puedo ser visto como tal por el vecino. Nunca es sufiente la cohesión del grupo en torno a su identidad y sus principios: el racismo y el fascismo acechan detrùas de la defensa del Estado de derecho.

El fantasma de Ben Laden es el fantasma de esta escisión de nuestras sociedades y de nosotros mismos que nos hace cómplices y aun agentes despiadados de un poder tan brutal como el del viejo colonialismo, a la vez que enemigos de ese mismo poder. No hay occidental que aquel famoso 11 de septiembre no se viera atravesado a la vez por un cierto consuelo, un sentido de expiación de una horrible falta, expresado como una inquieta e incierta alegría y, a la vez, un profundo temor a ser víctima de un atentado "terrorista". Temor del israelí a ser víctima estructural de la violencia, temor del israelí a ser, aunque sea un solo día, palestino. Las tiranías neoliberales del centro y la periferia capitalistas han explotado al máximo esta escisión, que llegó al paroxismo en algunos regímenes árabes como el de Ben Alí en Túnez, régimen este que puede darse por modelo casi ideal del mecanismo de poder hoy en juego. La dictadura de Ben Alí estaba basada hacia dentro y hacia afuera del país en un permanente chantaje: o se acepta un ferreo control del conjunto de la vida social por el gobierno y sus órganos policiales o no tardarán los islamistas en liquidar toda libertad. El resultado es que no fue en ningún momento necesario que los islamistas se encargasen de esa liberticida tarea: el propio régimen, esa "democracia con limitaciones explicables" amiga de Occidente, se encargó por sí sola de hacerlo. Para ello era necesario esgrimir el fantasma de Ben Laden y de Al Qaida, como lo han hecho hace aún poquísmos días los representantes del poder marroquí a raíz del oportunísimo atentado de Marraquech que desbarató la jornada de lucha del movimiento democrático convocada para el 1 de mayo. Como nos muestra el ejemplo de Ben Alí, este procedimiento tiene, sin embargo, un límite que las poblaciones sometidas a este juego infame saben ante o después identificar.

Criticando el supuesto panteismo de Spinoza, Bayle afirmaba que, el autor de la Ética debería llegar, del hilo de su "panteismo", a la absurda conclusión de que Dios modificado en alemán mata a Dios modificado en turco. Para Bayle la máxima paradoja es que una misma sustancia, un mismo Dios, se mate a sí mismo bajo distintas formas. Hoy Obama mata a Osama, los cuerpos especiales norteamericanos matan al anciano y enfermo agente de la CIA, la misma sustancia capitalista se divide y se mata. Como ocurrió ya el 11 de septiembre, pero al revés. El capitalismo y su régimen de control y seguridad no es, sin embargo, la divinidad que pretende ser. Como gustaba decir Jacques Lacan: "nada es todo". Hay siempre algo más, hay un más allá del espectáculo imaginario del Turco que mata al Cristiano y del Cristiano que mata al Turco: hay un público que no quiere ver más ese espectáculo y destroza el teatro de marionetas exigiendo ser él quien escriba la obra y protagonice la función. Las revoluciones árabes habían matado a Ben Laden antes de que lo hiciera Obama. Hoy sólo los tiranos que se ven acosados, como Gadafi o como ese particular despotismo árabe que es el régimen sionista, siguen afirmando que Al Qaida es la única alternativa a sus poderes despóticos. Mientras tanto, el poder norteamericano, temeroso de su gemelo terrorista, aun después de muerto no encontró mejor solución para liberarse de él que arrojar su cadáver al mar, supuestamente según los rituales del Islam, aunque contraviniéndolos en realidad de la manera más descarada. No era el ritual funerario de ninguna religión, sino un acto de "desaparición" ya ampliamente practicado por la dictadura militar argentina y por otros regímenes "amigos" de los Estados Unidos. Se trataba de que no hubiera tumba, ni lugar donde rendir culto a la memoria de Ben Laden, de borrar su memoria de la faz de la tierra. Se trataba de hacer como si nunca hubiera existido, con ese odio que sólo puede profesarse a lo que es una parte negada de uno mismo. Quienes hoy han arrojado a Ben Laden muerto al mar saben de alguna manera que no pueden confesarse que su empeño es tan vano como el de quien deseara librarse de su propia sombra.

miércoles, 27 de abril de 2011

Democracia en Cuba

  



"uno de nuestros mayores errores al principio, y muchas veces a lo largo de la Revolución, fue creer que alguien sabía cómo se construía el socialismo"
Fidel Castro Ruz, 17 de noviembre de 2005


El sexto congreso del Partido Comunista de Cuba acaba de debatir y aprobar la versión definitiva de los lineamientos de política económica. Este acontecimiento resulta muy singular visto desde nuestra parte del mundo. En primer lugar, muestra que las cuestiones económicas pueden ser objeto de una decisión política y no están siempre ya decididas por la dinámica invencible de los mercados. En segundo lugar, la dirección comunista cubana nos muestra que unas directrices de política económica pueden ser enmendadas por la ciudadanía en el 60% de su contenido y ello tras un largo proceso de debate en el que han participado todas las categorías de la población en los barrios, las empresas, las universidades e incluso las escuelas secundarias.

Ambas experiencias, profundamente democráticas, son sencillamente inconcebibles en las sociedades capitalistas en que nos ha tocado vivir. Ningún gobierno europeo ha organizado ningún debate público sobre la financiación pública de los bancos tras la crisis de los activos tóxicos, ni sobre las reformas laborales, ni sobre la reducción generalizada de sueldos públicos y pensiones, ni sobre el aumento de la edad de jubilación. Ni siquiera los partidos neoliberales de izquierda o derecha que nos gobiernan propusieron nunca medidas semejantes en sus programas electorales. Sencillamente, en el capitalismo, sobre la economía no se puede decidir nada que vaya en contra de los mercados, es decir de los intereses sagrados del capital financiero. La idea misma de una consulta sobre esta materia resulta tan absurda como la decisión de una asamblea de internos del frenopático de que mañana haga sol y buen tiempo. Un país como Cuba resulta, a pesar de sus múltiples defectos de los que no sólo es reponsable el bloqueo, un pésimo ejemplo para el orden capitalista en el resto del mundo. El hecho de que allí se decida sobre la economía, significa que aquí se ocultan decisiones políticas efectivas bajo la apariencia mentirosa de que se está obedeciendo a leyes naturales. Basta para convencerse de ello leer La crisis que viene, un excelente librito descargable gratuitamente que explica con claridad y rigor cómo en Europa y en concreto en el Estado Español se está haciendo pasar por una fatalidad económica un conjunto de medidas de redistribución de la riqueza en favor de los más ricos.

Aparentemente, los lineamientos representan un ajuste económico sin precedentes en el que se prevé transferir a un sector privado aún por estructurar a medio millón de trabajadores del Estado, quedaría progresivamente eliminada la "libreta" de racionamiento, sustituyéndola, para las personas más necesitadas, por una subvención en metálico y pasarían a un naciente y limitadísimo sector privado toda una serie de actividades que hasta hoy han estado en manos del gobierno con resultados poco halagüeños. El mercado hace pues su entrada oficial en una economía hasta ahora casi monopolizada por el Estado. Hay quien dirá que esto es el comienzo del fin del socialismo y un regreso al capitalismo y que se prefigura en Cuba un modelo de desarrollo a la China con un amplio desarrollo del mercado y una dirección política autoritaria de la economía. No lo parece. En primer lugar, las medidas que se van a adoptar se aplicarán de forma no traumática y se mantendrá un sistema de protección social eficaz para el conjunto de la población, preservándose la enseñanza gratuita a todos los niveles y la sanidad gratuita y universal.

Considerar que las medidas preconizadas por los lineamientos son "contrarias al socialismo" significa suponer que existe un único modelo de socialismo, que existe un saber sobre la economía y la sociedad que bastaría aplicar para construir un tipo de sociedad conocido de antemano. Sin negar que en la propia Cuba existió la tentación, sobre todo en los años 70, de afirmar que existía un modelo socialista identificado con el soviético, es importante destacar que la dirección comunista cubana antes y después de ese período se caracterizó por su flexibilidad y su capacidad de experimentar nuevas formas de organización y decisión con una participación nada simbólica de la población. La práctica del Che Guevara en los primeros años de la revolución es ejemplar a este respecto, pero no representa ni mucho menos el único caso de experimentación política y social de la construcción de una nueva sociedad. Por otra parte, la introducción de un espacio de mercado en la economía cubana sólo es una medida contraria al socialismo para quien identifique socialismo y economía de Estado. En sí, tanto el Estado como el mercado son obstáculos al único objetivo real del socialismo: el comunismo. El proceso de transición al comunismo que se denomina socialismo -no otro es el significado marxista de este término- no puede ser sino una desestabilización interna de los dos grandes dispositivos de dominación del capitalismo que son el Estado y el mercado generalizado en la perspectiva de la abolición de ambos.

El socialismo es según Marx una fase inestable de transición a un sistema en completa ruptura con el capitalismo que se denomina comunismo. El socialismo mantiene numerosos elementos del capitalismo: el Estado, elementos de mercado, el trabajo asalariado etc. El socialismo no es ningún modo de producción, sino una fase de desestabilización del orden capitalista determinada por la lucha de clases. Como lo hemos visto en los países de la Europa del Este, el socialismo no conduce sólo al comunismo. En las irónicas palabras de Etienne Balibar, el marxismo debería hoy plantearse el novedoso problema de la transición en un sentido regresivo: "del comunismo al capitalismo.." Esto significa algo muy sencillo para un materialista: no existe ninguna finalidad en la historia, no existe ningún "sentido de la historia" que pueda suplir a la providencia religiosa. Nada garantiza el comunismo y desde luego no el socialismo que, según Althusser reúne "todas las condiciones de imposibilidad del comunismo". El comunismo como régimen de abundancia y de libre acceso a los comunes productivos y a la riqueza social es un resultado aleatorio de una lucha social y política cuyo marco es el socialismo. El comunismo, además, no es posible en un solo país, ni siquiera en un país tan grande como era la URSS. Su requisito es una transformación social radical a nivel planetario.

Es absurdo plantearse hoy en Cuba una transición al comunismo independiente de un desarrollo comunista de la producción y de las sociedades a escala mundial. Con todo, la espera de una revolución mundial no puede ser pasiva. Mientras tanto, hay que hacer todo lo necesario para desarrollar la capacidad de acción, la potencia efectiva del conjunto de la población: la salud, la enseñanza y la cultura son a este respecto esenciales. Cuba ha cosechado en este terreno grandísimos éxitos que permitirían un paso sin demasiadas dificultades a una sociedad basada en el libre acceso a los comunes productivos. Sin embargo, quien hoy visita Cuba ve un contraste fortísimo entre una población sana, culta, correctamente vestida, más parecida a la del primer mundo que a la del tercero y unas condiciones materiales a menudo tercermundistas. Mantener el proceso revolucionario exige acabar con una escasez material excesiva que no puede sólo justificarse por el bloqueo, aunque éste es innegablemente muy dañino. Además de ser víctima del acto de guerra continuado que representa el bloqueo norteamericano, Cuba ha mantenido una especia de comunismo de guerra espartano que hoy, según los propios comunistas cubanos, ya no se puede mantener sin poner en peligro el conjunto del proceso. Una vida material aceptable para el conjunto de la población exige la movilización de la iniciativa particular de los ciudadanos tanto dentro de la economia estatal como en el sector mercantil.

Cuba nos da hoy un ejemplo de democracia efectiva. Nos muestra que es posible decidir independientemente de los mercados. Esa independencia es inseparable de la independencia nacional reconquistada en Cuba con la revolución de 1959. Sin embargo, para que esta independencia sea firme y efectiva, para garantizar precisamente que el mercado no vuelva a ser soberano, la revolución cubana tiene por delante un importante desafío: alentar no sólo la iniciativa económica, sino la iniciativa política del conjunto de la población. Para ello es necesario dar mayor contenido a las estructuras de poder popular hoy existentes haciendo no ya que evolucionen hacia un pluralismo partitocrático como en nuestros capitalismos "democráticos" de Europa y Estados Unidos, sino hacia formas de participación ciudadana efectiva basadas en otra forma más real de pluralismo que permita la expresión de las singularidades. La experiencia del debate sobre los lineamientos es un primer paso importante, aunque limitado. Unos medios de comunicación social públicos, pero libres y pluralistas, serían un elemento fundamental para este nuevo aliento político. En la Cuba actual los medios de prensa existentes, en particular la prensa comunista, son claramente inadecuados al nivel cultural y político de la población. La transición al comunismo no puede realizarse sólo en Cuba; por ello mismo, el período de inestabilidad y de experimentación permanente que constituye el socialismo perdurará aún durante bastante tiempo. Mientras tanto, la revolución cubana ha sabido mantener y desarrollar la posibilidad de un comunismo imposible. Esto es lo que explica, sin duda su pervivencia tras el derrumbe de un bloque socialista que había renunciado hacía tiempo a esa posibilidad de lo imposible.

viernes, 8 de abril de 2011

Fukushima: la pulsión de muerte como fuente de energía



Varios reactores de la central nuclear de Fukushima aún está en peligro de fusión, cuando llega la noticia de una segunda central nuclear japonesa cuyo contenedor se ha resquebrajado. Da la impresión en estos accidentes que se estuviera manejando algo imposible de controlar, pues no sólo siguen produciéndose catástrofes o simples accidentes nucleares, sino que el ritmo al que estos se producen parece ir en aumento. Hace una veintena de años, con menos centrales nucleares en el mundo y con un parque de centrales relativamente más reciente, se calculaba el riesgo de accidente grave en uno cada 15 a 20 años. Hoy, a parte del gran número de accidentes ocultados o minimizados por la industria, los medios de comunicación y los gobiernos, parece que vamos superando esta frecuencia. La energía nuclear no es, sin embargo, "económicamente indispensable", ni siquiera para el capitalismo de consumo, pues puede sustituirse con facilidad mediante energías renovables: China lo está haciendo parcialmente, Alemania y Suecia lo tienen previsto a corto plazo. El capitalismo de consumo, no lo olvidemos, también es sustituible.

La "necesidad" de la energía nuclear nada tiene que ver con los imperativos de nuestra existencia material, ni siquiera con las exigencias de nuestra "comodidad". Si nos parece tan inerradicable es porque es perfectamente coherente con un sistema de dominación que hoy no solemos ser capaces de reconocer, debido al grado de "naturalidad" que le otorgamos. El capitalismo, tal es el sistema de dominación a que nos referimos, no es un sistema orientado a la satisfacción de necesidades, sino más bien a la multiplicación al infinito de éstas. Una producción orientada por la lógica de la mercancía y del beneficio jamás puede contentarse con satisfacer necesidades. En términos freudianos, el capitalismo no puede contentarse con regirse por el principio de placer. El principio de placer es un principio "económico" en sentido antiguo, en sentido aristotélico, pues el placer se define como fin de la tensión provocada por una determinada presión interior o exterior ejercida sobre el individuo. Lo que libera de esta presión tensión produce placer restableciendo el equilibirio inicial. La satisfacción es así retorno al equilibrio. El principio de placer es un principio esencialmente conservador.  Pero el principio rector del capitalismo no puede ser el placer, sino algo que está más allá del placer y que incluye cierto sufrimiento y cierto dolor. Jacques Lacan. bautizará a ese "más allá del principio de placer" con el término de "jouissance", en castellano "goce". El goce tiene como límite la muerte del sujeto - pasa "de las cosquillas a la parrilla"- y se ve siempre alimentado por la pulsión de muerte. Lo que nos mantiene en vida es una limitación de este goce por el lenguaje que le pone freno, por el discurso.

Lo que da al capitalismo su aspecto "natural" es su juego permanente con el goce y la pulsión de muerte, esto es con aspectos esenciales del ser humano en tanto que hablante. La propuesta capitalista es simple y sádica: si esto le ha gustado, encontraremos algo que le guste más, siempre más. El capitalismo secuestra a través de la mercancía una caracterùistica fundamental de todo deseo humano: su naturaleza metonímica, el hecho, fácilmente reconocible de que lo que siempre deseamos en algo es...otra cosa. Esa otra cosa, tiene su límite en algo siempre inalcanzable, en ese morirse de gusto en que consistiría una -imposible para el sujeto vivo- "satisfacción definitiva". El capitalismo es así la puesta en funcionamiento como resorte económico del más allá del principio de placer, de la pulsión de muerte.

Con el capitalismo, la pulsión de muerte se hace algo cotidiano, se banaliza y mercantiliza. Por ello mismo, el propio sistema que juega siempre con este aspecto tanático, tiene que convertirse en un sistema de control estricto de los actos de individuos y poblaciones. La sociedad del riesgo cantada por los neoliberales es estrictamente lo mismo que la sociedad de control. Se trata de los dos aspectos complementarios de la producción y del consumo capitalistas: por un lado la acumulación ampliada de capital sostenida por la acumulación ampliada de deseo y por la constante transgresión del principio de placer con todos los riesgos consiguientes para la salud humana o la vida humana en el planeta; por otro lado una malla cada vez más estrecha de controles orientados a mantener la salud y la seguridad de los individuos. El problema es que la maximización del beneficio está en permanente conflicto con la seguridad y los dispositivos de seguridad no eliminan los riesgos, sino que cada vez permiten que haya más riesgos mediante un cálculo cada vez más afinado. Riesgo y beneficio son objeto de cálculos complementarios que cada vez permiten asumir más riesgos y obtener mayores beneficios para el capital. Hoy la cantidad de productos directamente tóxicos y cancerígenos presentes en el mercado es directamente proporcional a los recursos médicos destinados a limitar la muerte por cáncer. Se logra hacer que muera proporcionalmente menos gente por cáncer, al tiempo que se introducen en el ambiente y en la cadena alimentaria más elementos patógenos."Nos" podemos permitir más cáncer a cambio de más beneficios.

La energía nuclear se inscribe como emblema en esta sociedad del riesgo que gestiona comercialmente la pulsión de muerte. Sin embargo, su puesta de largo no fue una utilización "civil" sino su uso militar exterminista. Antes, mucho antes de Fukushima, Hiroshima. Se trataba aquí de que una gran potencia soberana, los Estados Unidos de América, hiciese saber ante la faz de la tierra que a ella se aplicaba la fórmula bíblica que define al Gran Leviatán: "no hay potencia en la tierra que se le compare". Los centenares de miles de muertos instantáneos de Hiroshima y Nagasaki dan una impresión de poder divino, de ese poder consistente en hacer que lo que es deje de ser. El poder que siempre ambicionó tener cualquier soberano. Un poder que también se rige por la pulsión de muerte, que, como las demás pulsiones según Freud, está sometida a la ambivalencia: mirar-ser mirado, excretar-ser excretado, maltratar-ser maltratado, matar-ser matado. Soberano es quien tiene derecho a matar y ejerce ese derecho. Nunca un poder soberano pudo en la historia de la humanidad matar tanto ni tan rápido como la primera potencia nuclear.

Restablecido el equilibrio mediante la existencia de varias potencias nucleares, equilibrio que dominó la guerra fría, ya no era posible utilizar la energía nuclear con fines bélicos sin poner en peligro su propia existencia. Ese fue el principio de un nuevo régimen de la energía nuclear: su uso "civil". El uso civil se rige, sin embargo, por el mismo principio que el militar: se trata de desencadenar un proceso físico que libera una tremenda energía sumamente dfícil de controlar. La diferencia estriba en el cálculo de riesgos: en uno se trata de aumentar al máximo la letalidad de esa energía, en el segundo, de reducirla al mínimo. En ambos casos, la letalidad, la posibilidad de dar la muerte está presente. En el uso civil de la energía nuclear, ya no será el soberano quien decida sobre el uso, sino la "técnica" y la "economía". Pasamos así de un régimen de soberanía basado en la decisión y en la ley como voluntad soberana a una sociedad biopolítica basada en el control, en el poder difuso que vigila y limita unos procesos sociales autónomos. Sus principios según los enuncia Michel Foucault: son recíprocamente inversos  para la sociedad de soberanía "hacer morir, dejar vivir"; para la de control "hacer vivir, dejar morir". La soberanía se basa en una gestión al por mayor de la muerte, la biopolítica en su gestión como inevitable residuo. Ambos principios se articulan en el Estado capitalista contemporáneo, que si bien renuncia cada vez más a la pena de muerte y a la guerra abiertamente declarada, practica con cada vez más intensidad y frecuencia el terrorismo de Estado y la "intervención humanitaria". La energía nuclear es la forma más visible en que, en contexto biopolítico, de preservación y fomento de la vida, se sigue expresando la pulsión de muerte: por un lado es la del propio poder soberano, pues la energía nuclear civil no deja de ser la permanente metáfora de la militar; por otro, y sin contradicción, es la de la mercancía y su esencial transgresión del principio de placer en el goce.

En la energía nuclear confluyen, pues, dos usos políticos de la pulsión de muerte. Ambos son la expresión extrema por un lado de la soberanía y, por otro, de la mercancía como soporte del valor. Si la expresión más acabada de la soberanía es Hiroshima, la expresión definitiva del suplemento tanático que constituye la mercancía es sin duda la energía nuclear. La energía nuclear resultante de la fisión del átomo es esencialmente una fuerza de muerte. No sólo en el sentido en que Empédocles nos enseñara, mucho antes de Freud, que la muerte es una fuerza de separación (de fisión), sino porque cada kilowattio producido se mide en valor de cambio, pero también en la segunda unidad de valor del capitalismo que Marx no analizó: el riesgo calculado de muerte. Apostar por la energía nuclear es apostar por la estructura fundamental del capitalismo, por el capital como fuerza inmensa contrapuesta al trabajador, fuerza que necesariamente sigue su propia dinámica y a la que sólo se puede obedecer. La apuesta de los países socialistas por la energía nuclear desvela claramente su naturaleza de capitalismos de Estado. La fisión nuclear desata como el propio capital al que es homóloga un proceso potentísimo pero estrictamente incontrolable. Intentar detener una central nuclear fuera de control es una misión sumamente difícil y en algunas circunstancias como las actuales de Fukushima o las de Chernobil, prácticamente imposible. Algo idéntico ocurre con la dinámica del capital y de los mercados funancieros. Lo mismo que produce energía y riqueza produce necesariamente destrucción, muerte y miseria. Esto ocurre no accidental, sino necesariamente. No es un accidente que haya un "accidente" nuclear o una crisis económica, sino una necesidad interna del sistema, que se basa en el hecho de que un proceso que va más allá de toda posible satisfacción, un impulso que debe jugar siempre con la muerte, una pulsión de muerte es el principal motor en ambos casos.

El psicoanálisis y la experiencia demuestran que es imposible al ser humano liberarse de la pulsión de muerte. Todo individuo, toda civilización tiene que poder arreglárselas con la pulsión de muerte. El propio capitalismo lo ha hecho, pero da la impresión de que cada vez es menos capaz de controlarla, pues cada vez necesita más ponerla directamente en juego para obtener ganancia. Es perfectamente posible que un desarrollo gigantesco de fuerzas productivas no conduzca directamente a otra forma de organización social, sino a la destrucción generalizada. Esto es así, porque, contrariamente a la fe progresista de Marx, el capitalismo integra directamente en la riqueza que produce un cálculo de la cantidad posible de muerte que esta supone. Plusvalía y plus de goce, plus de muerte, son inseparables. De ahí la necesidad de que el comunismo, más que una simple prolongación de la potencia del capital sea también un freno de esta potencia, una barrera ante la pulsión de muerte, indispensable para crear realmente una nueva civilización. Una nueva civilización que, como todas las demás, tendrá que gestionar conflictivamente esta pulsión gracias a la cual tenemos lenguaje e historia, pero que, dejada a sí misma conduce a la extinción de la civilización y de la vida.

miércoles, 6 de abril de 2011

Breve defensa de "otro" universalismo




Entre los textos  recientes de Immanuel Wallerstein figura un librito dedicado a los orígenes del Universalismo europeo (Universalismo europeo: la retórica del poder 2006).  Este libro pretende mostrar, entre otras cosas, que el universalismo que supuestamente sirve de base a las intervenciones "humanitarias" y al "deber de injerencia" no es ninguna novedad, sino que los mismos argumentos que hoy se esgrimen en favor de la intervención en Libia o que ya se utilizaron para las expediciones militares de Yugoslavia, Afganistán e Iraq,  resonaron hace cinco siglos en la España que necesitaba justificar su imperio. Por un lado, el padre Vitoria, defensor de la particularidad de las distintas sociedades indígenas y de la legitimidad natural de sus ordenamientos políticos, por el otro, Ginés de Sepúlveda, quien justificaba la destrucción del orden político y social de los indios en nombre de los numerosos crímenes contra la naturaleza que estos cometían, entre los cuales destacaba como el más horrendo la antropofagia.

Quedaban así delineadas para la modernidad dos grandes posturas que determinarán la evolución del derecho de gentes: por un lado, el respeto a la soberanía como principio casi absoluto, por otro, la colocación por encima de las soberanías de un principio superior, de alcance universal que permite enjuiciar a cada pueblo desde fuera, cosa que el principio soberano impedía. O el derecho era sólo el conjunto de normas que cada comunidad se daba, o bien era un conjunto de normas universales capaces de juzgar y derogar las anteriores. Sabemos en qué amplia medida la opción universalista fue aplicada por las potencias europeas en sus conquistas coloniales y en sus empresas de dominación imperial, cuyo último avatar es el imperialismo humanitario denunciado por Noam Chomsky o Jean Bricmont. El universalismo, cuya forma más extendida es la defensa de los derechos humanos, aparece hoy, sobre todo, como la máscara del ejercicio de la fuerza por parte de las grandes potencias "democráticas". Humanidad y bestialidad no son así sino las dos caras de una misma moneda.

Noam Chomsky siempre fue sumamente crítico, como lo es también Immanuel Wallerstein, de este imperialismo humanitario. La reivindicación por el Imperio de los términos "democracia" y "derechos humanos" es para Chomsky un ejercicio de mentira y de cinismo. La mejor prueba de ello es que jamás una intervención "humanitaria" se ha dirigido contra un crimen perpetrado por las propias grandes potencias y sus Estados vasallos. De manera kantiana considera Chomsky que la no universalizabilidad de una máxima de conducta destruye la moralidad del acto que en ella se basa. Esto, sin embargo, no priva enteramente de pertinencia el que un movimiento popular -como las actuales insurrecciones árabes- se remita a estos valores al luchar contra la dictadura que lo oprime. Puede haber así un uso no cínico de los valores "universalistas", cuando de lo que se trata es de librarse de la particularidad política que los niega en la práctica. Tiene sentido hablar de "libertad" cuando la libertad no es sino el otro aspecto de la liberación y la libertad de expresión no es sino la palabra públicamente tomada. No se trata en este caso de derechos "garantizados", sino de derechos ejercidos en una correlación de fuerzas que, a su vez, abre paso a una nueva constitución. El universalismo deja de ser abstracto y mentiroso y se convierte en potencia de lo común que busca expandirse.

Frente a las revoluciones árabes y a su concreta demanda y simultáneo ejercicio de libertad, las izquierdas, sobre todo latinoamericanas, han mostrado una muy peculiar ceguera. Uno de los motivos de esta ceguera -aparte de la óptica dualista característica de la izquierda como tal, a la que ya nos hemos referido aquí- es el rechazo de toda universalidad como mera propaganda del imperialismo. Los motivos de este rechazo son claros, y, sin embargo, esta actitud puede ser muy nociva para quienes la defienden. Un proceso revolucionario "socialista" cobra sólo sentido en cuanto se inscribe en una dinámica mundial de superación del capitalismo, en cuanto asume su universalismo propio, que no tiene por qué coincidir con el del capital. Asumir este universalismo significa ser capaz de asociar un proceso de resistencia y de cambio con otro, de descubrir y desarrollar lo común de los distintos procesos. Para ello es indispensable reconocerlos, reconocerse en ellos. Una lucha por la libertad y contra una tiranía en un lado del planeta debe poder reconocerse en otra muy lejana: ambas deben poder resonar desde el suelo común de resistencia a la opresión que las aúna. No se trata de limitarse a invocar principios y valores abstractos que han resultado excelentes compañeros de la cañonera o el bombardero y han sido justamente criticados, sino de ir más allá. Se trata de asociarse a la libertad y a la resistencia en ejercicio, hecha acto.

La peor conclusión que los movimientos antiimperialistas pueden extraer de la crítica al intervencionismo humanitario es que sólo los regímenes más brutales y menos respetuosos con las libertades son los que pueden hacer frente a la brutalidad del Imperio. Sólo regímenes enrocados en su soberanía, permanentemente a la defensiva dentro y fuera de sus fronteras podrían, según esta perspectiva, resistir a los embates de las grandes potencias y defender sus transformaciones sociales. Esta lógica conduce a defender a Gadafi, a Ahmadi Nejad en Irán o a Laurent Gbagbo en Costa de Marfil, a defender, en abstracto todo régimen que se oponga al menos nominalmente o coyunturalmente al orden imperial, por nefasto para sus poblaciones y liberticida que sea. El particularismo antiimperialista se asocia a otros particularismos frente al universalismo mentiroso y cínico del capital. La izquierda soberanista se limita a negar también cínicamente el universalismo abstracto de los derechos humanos, pero se muestra incapaz de afirmar otro universalismo absolutamente incompatible con el imperio del capital, un universalismo sin universales ni generalidades abstractas, basado como la democracia spinozista no en la representación y en sus principios jurídicos, sino en la composición de fuerzas concreta que constituye lo común.

Ese "otro" universalismo es hoy indispensable, incluso para defender mejor y más eficazmente procesos de transformación en curso desde hace mucho tiempo como el cubano o desde bastante menos como los demás procesos latinoamericanos de contenido anticapitalista. Dejar toda referencia universal en manos del capital y de sus agentes es aceptar su victoria sin combatir. Sólo hay política cuando una posición particular pugna por afirmar su universalidad. Sólo desde lo común, desde esa particularidad que lucha por imponer su universalidad tienen sentido la democracia y la propia política, la libre expresión y la libre asociación, la propia singularidad de cada uno. No se trata de derechos que requieren la garantía de un soberano que, por su propia posición, se reserva el derecho de conculcarlos, sino del ejercicio sin garantías en un nuevo marco social y productivo, de la potencia  de lo singular. Esa misma potencia que hoy vemos derribar tiranías que parecían sempiternas, la misma que ya pudimos ver en acción en la Comuna de París, en 1917 en Rusia o el el 58 en Cuba.  Los procesos de transformación actuales sólo podrán articularse y reforzarse entre sí si reconocen su común fundamento, ese universalismo sin abstracciones ni generalidades que algunos seguimos empeñados en denominar comunismo.


jueves, 31 de marzo de 2011

"Crear dos, tres, muchos Tahrir": la revolución árabe y el internacionalismo perdido



"Grande es el desorden bajo el cielo, la situación es excelente"
Mao Zedong
Ernesto "Che" Guevara
(Discurso a la Tricontinental)


Una ola de revoluciones populares democráticas barre el norte de África y el conjunto del mundo árabe. Ya se ha llevado a dos añejos tiranos, Ben Alí en Túnez y Mubarak en Egipto. El proceso no se ha acabado, pues prosigue en multitud de otros países de la zona y amenaza al conjunto de aparatos de dominación neocolonial que han tenido atenazado durante décadas al mundo árabe y musulmán. En Egipto y Túnez la coyuntura revolucionaria dista de estar cerrada. En Libia, la población también se alzó contra el déspota local, aunque su respuesta brutal y sanguinaria a las manifestaciones con uso de fuego real y de medios militares transformó la insurrección popular en guerra civil. Al olor de la sangre, no tardaron en asomarse los buitres humanitarios que vieron en Libia una ocasión única para frenar el conjunto del proceso revolucionario en el mundo árabe, haciéndose con una cabeza de playa en ese país. En Libia, primero con la agresión de Gadafi contra los manifestantes y después con la intervención contra Gadafi de la OTAN, ha empezado la contrarrevolución. ¿Acaso cabía esperar que un acontecimiento político de estas dimensiones y trascendencia no tuviera respuesta por parte del poder imperial?

Ante una situación así, quien esté comprometido con una posición anticapitalista no puede sino ver una coyuntura favorable. Una coyuntura que podría ampliar la ya enorme falla abierta en el sistema de dominación capitalista mundial por los procesos revolucionarios y de resistencia popular de América Latina. Si el símbolo de la revuelta árabe es la plaza Tahrir (plaza de la Liberación del Cairo), la más mínima sensibilidad internacionalista debería hacer revivir la vieja consigna del Che actualizándola: "crear dos, tres, muchos Tahrir". Las revueltas árabes son revueltas democráticas, no son revueltas socialistas ni anticapitalistas...de momento. Nadie puede creer, sin embargo, que las cosas puedan quedarse como están desde el punto de vista social allí donde las revoluciones árabes han culminado su primera fase con la caída de los dictadores. En una economía capitalista que sólo puede estar basada en una división del trabajo desigual, la democracia exige que se tengan algo más en cuenta las reivindicaciones de las mayorías sociales empobrecidas por la rapiña interna y externa. Cualquier gobierno egipcio o tunecino deberá apartarse del programa neoliberal y del funcionamiento "normal" del capitalismo mundial si quiere gobernar. Si no, antes o después -probablemente antes- se producirán levantamientos populares como los que conoció Latinoamérica en el último decenio. La democracia y el capitalismo neoliberal son incompatibles, pero ya no es posible restablecer las dictaduras. El juego está, pues abierto.



No es sorprendente que un auténtico campeón mundial del conservadurismo como China vea en todas las revueltas árabes un peligro inminente para la "sociedad armoniosa" y el mantenimiento de la estabilidad ("wei wen"), hasta el punto de aumentar su presupuesto de orden público a tal nivel que éste supera ya al de defensa (624.000 millones de euros y 601.000 respectivamente). Ren Siwen, el editorialista del diario de Pequín  Beijing Ribao describía así las revoluciones del mundo árabe: "..desde finales del año pasado, algunos países del Oriente Medio y de áfrica del Norte son presa de constantes disturbios: el orden público es caótico, la seguridad de las personas no está garantizada y su vida se encuentra sumida en una difícil situación. Todas estas convulsiones ha sido origen de grandes calamidades para los habitantes de estos países. Lo que merce nuestra atención es el pequeño número de individuos con fines inconfesables que, desde dentro y fuera de  nuestras fronteras quieren propagar estos disturbios en China". ("La estabilidad es la clave de la felicidad";. Artículo traducido en Courrier International, n. 1064) Lo que sí sorprende, sin embargo, es la tibieza con que la izquierda transformadora latinoamericana ha acogido estos procesos. Ya desde las primeras manifestaciones de Túnez, la reacción fue timorata, cuando la población egipcia se echó a la calle y logró echar a Mubarak, se empezó a sentir cierto temor. Daba le impresión de que estos movimientos populares sin cabezas visibles y con reivindicaciones tales como dignidad ("karama") y democracia pudieran suponer un peligro para los gobiernos revolucionarios de América Latina. Según cierta lógica de la conspiración que sustituye demasiado a menudo a la información y al análisis en la izquierda, unos movimientos así sólo podían ser resultado de una manipulación imperialista. Queda por esponde qué interés oscuro podría peseguir el imperialismo organizando la defenestración de sus más fieles servidores en el mundo árabe. Pero la lógica y los hechos no tienen ninguna importancia cuando siempre ya se tiene la clave de todo. Los acontecimientos de Libia, el encadenamiento alzamiento popular-represión militar-guerra civil-intervención, parecieron confirmar los peores temores de los dirigentes latinoamericanos de izquierda que, en lugar de tomar partido por la insurrección, movidos por un automatismo de guerra fría y de bloques, se solidarizaron con Gadafi. ¡Cómo si ese íntimo amigo de Berlusconi, carcelero de inmigrantes y cómplice de mil fechorías de las oligarquías capitalistas europeas y norteamericanas fuera un dirigente antiimperialista! ¡Cómo si Gadafi fuera un Fidel Castro, un Evo Morales o un Hugo Chávez!

Esta solidaridad con Gadafi tiene como contrapartida un alejamiento cada vez mayor del proceso árabe en curso. Cada vez se hace más improbable que la izquierda de gobierno latinoamericana ejerza una influencia sobre estos procesos revolucionarios, y cada vez es más probable que este abandono abra de nuevo las puertas a las potencias occidentales "democráticas" o a la derecha islamista. Hay, sin embargo, algo peor. El enrocamiento soberanista de los dirigentes de la izquierda latinoamericana les ha hecho perder la perspectiva internacionalista en cuanto se refiere al mundo árabe y musulmán. El soberanismo, la defensa a ultranza de la inviolabilidad del Estado nación por encima de los intereses de los procesos revolucionarios efectivos, los mantiene en una posición defensiva, incapacitados para actuar en la coyuntura, par hacer política. Cuando la mejor defensa de los procesos revolucionario en curso es precisamente la extensión de la resistencia al capital a escala mundial, el internacionalismo. Parece hoy que el internacionalismo sólo existiera ya del lado del capital y algunos comunistas prominentes se hubieran hecho celosos guardianes de la integridad nacional. El mundo al revés, si comparamos la situación actual a la de 1917 en que eran los comunistas los que daban miedo, pues eran agentes de una revolución mundial y las burguesías se protegían detrás de sus fronteras nacionales. Y si esta parálisis de la acción internacionalista ya es algo pésimo en sí, puede haber aún algo mucho peor: que la identificación de los dirigentes de la izquierda con tiranos como Gadafi funcione, por la propiedad conmutativa de la igualdad, en el otro sentido. Esta siniestra identificación terminaría también operándose, no sólo en la propaganda imperialista -que no se priva de hacerla- sino también entre unos movimientos populares que, desde el primer momento, en la avenida Bourguiba de Túnez o en la plaza Tahrir del Cairo, tomaron como emblemas de su revuelta a Cuba, al Che y a Hugo Chávez.

lunes, 28 de marzo de 2011

Libia. Más allá del derecho internacional, cabalgar el tigre "humanitario"



"El que te habla de humanidad te quiere engañar"
Carl Schmitt


El maestro Danilo Zolo, uno de los más profundos y rigurosos críticos de la supuesta "obligación de ingerencia" y de los consiguientes bombardeos humanitarios, se opone hoy, en una entrevista publicada en Rebelión  a la intervención aliada en Libia desde el punto de vista del derecho internacional. Su razonamiento es claro e impecable: la intervención viola principios básicos del ordenamiento internacional como el respeto a la soberanía de los Estados o la no agresión. Por otra, la Resolución del Consejo de Seguridad en que se basa la intervención "aliada" en Libia conculca abiertamente la propia Carta de las Naciones Unidas, en concreto, su artículo 2, apartado 7 que afirma lo siguiente: "7. Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados, ni obligará; a los Miembros a someter dichos asuntos a procedimientos de arreglo conforme a la presente Carta; pero este principio no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas prescritas en el Capítulo VII." Las medidas coesrcitivas del Capítulo VII son algunas excepciones al principio de intangibilidad de la soberanía estatal aplicables en caso de que un Estado incurra en una "amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresion" (VII, art.39). Naturalmente, este último supuesto no es en modo alguno aplicable al caso libio en que una insurrección popular ha degenerado en guerra civil. Desde el punto de vista del derecho internacional, la intervención, es, como afirma Zolo, una "auténtica impostura". En cuanto a las acusaciones contra Gadafi por crímenes contra la humanidad, son también una farsa. Como sigue explicando Zolo, en el caso de Libia no se da ninguno de los supuestos de "genocidio" o "crimen contra la humanidad" que contempla el estatuto de Roma de la Corte Pënal Internacional.

La lógica de la intervención "humanitaria" destinada a "proteger" a la población libia, no tiene, pues nada que ver con los grandes textos que rigen el ordenamiento internacional. Estos textos se basan en la coexistencia de Estados soberanos bajo una normas comunes que se aplican a sus relaciones, dentro del absoluto respeto por su política interna. El único motivo que pueden esgrimir las potencias occidentales que atacan hoy al régimen de Gadafi es un "motivo humanitario". Esta defensa de la "humanidad" es, como se sabe, bien flexible, pues se aplica según el arbitrio de las potencias. Así, se consideró necesaria una intervención en Kosovo o ahora en Libia, pero no así en el Congo donde ya han muerto más de 6 millones de personas en una guerra interminable o en Palestina donde se producen asesinatos cotidianos de civiles palestinos y de vez en cuando auténticas carnicerías como la de Gaza durante la operación "Plomo Fundido". La apelación a la humanidad sirve para defender intereses de las distintas potencias saltándose, en nombre de un principio "superior", el marco del derecho internacional y la soberanía de los Estados. De ahí el razonable temor de algunos dirigentes de gobiernos o partidos de izquierda latinoamericanos como Hugo Chávez, Fidel Castro o Evo Morales, a que, con esta operación en Libia quede enteramente liquidado el marco jurídico internacional. El problema es que quienes como ellos critican este tipo de intervenciones son demasiado optimistas: hace tiempo que el marco jurídico de los Estados soberanos ha saltado por los aires. Lo hizo con las dos guerras de Iraq, con la guerra de Yugoslavia, la intervención en Haití, Afganistán  etc. En este momento, es perfectamente inútil invocar un marco legal que es sistemáticamente violado por la propia institución que debería aplicarlo y protegerlo: las Naciones Unidas. 

 Para un jurista o un moralista, la violación sistemática de las normas a la que estamos asistiendo es un crimen que hay que juzgar; para un materialista, es un hecho que hay que explicar. Este hecho obedece a la nueva realidad de la gestión internacional del capital en el marco de la globalización. Los teóricos del nuevo orden internacional de la globalización como Robert Cooper no engañan a nadie. Afirma Cooper en un célebre artículo que hay tres tipos de Estados: los postmodernos que aplican el principio de transparencia recíproca y renuncian en gran parte a sus prerrogativas soberanas, los modernos que se mantienen aferrados al principio de soberanía y los Estados fallidos que ni siquiera llegan a aplicar el principio de soberanía en su propio territorio (Somalia, Afganistán etc.). En esta situación  sólo un bloque de países "postmodernos" que coincide con los grandes países del "Centro" del sistema capitalista mundial reducen su soberanía para aplicar "voluntariamente" normas comerciales, monetarias, de seguridad, de defensa etc. compartidas. Entre estos países se aplica un principio de legalidad que ignora las fronteras de los Estados. A los demás no se les aplica el mismo rasero y para ellos se considera legítimo el recurso a la violencia. Como sostiene Cooper:

"El mundo postmoderno tiene que empezar a acostumbrarse a los dobles raseros. Entre nosotros, operamos sobre la base de leyes y de una seguridad abierta y cooperativa. Sin embargo, cuando tratamos con Estados anticuados fuera del contienente postmoderno de Europa, tenemos que volver a los métodos más rudos que se aplicaban en otra era: la fuerza, el ataque preventivo, el engaño, todo lo que sea necesario para tratar con quienes viven todavía en el siglo diecinueve del "cada Estado por sí mismo.".

La globalización no se gobierna pues mediante el derecho internacional que rige o regía las relaciones entre Estados soberanos: en un caso, el derecho internacional es innecesario, pues los Estados postmodernos comparten ordenamientos similares. En los demás casos, como el derecho internacional y el principio de soberanía entran en conflicto con la gestión del capital globalizado, las potencias renuncian abiertamente a aplicarlo y recurren a la violencia, por supuesto en nombre de la humanidad y del unviersalismo postmoderno. El derecho internacional ha muerto.

En el caso de la revolución libia y de la intervención de las potencias occidentales contra Gadafi, estamos ante un ejemplo práctico del principio de doble rasero de Cooper. Libia pretende ser un Estado soberano. Es por consiguiente un Estado que no comparte el ordenamiento básico de la globalización. Por consiguiente, las potencias pueden aplicar en las relaciones con él la violencia y no el derecho. La violencia contra el régimen de Gadafi es un hecho del nuevo orden capitalista globalizado. Independientemente de los intereses concretos que la hayan desencadenado, a pesar de su manifiesta ilegalidad e incluso de la doctrina abiertamente racista de la teoría del "doble rasero", más vale entenderla que condenarla. Entendiéndola, situándala en el nuevo marco geopolítico mundial, se pueden aprovechar sus efectos, condenándola, sólo queda la impotencia y la nostalgia de un orden de Estados soberanos que ha desaparecido. En este caso, no se está atacando a ningún régimen antiimperialista, sino a un tirano amigo de Berlusconi y carcelero de inmigrantes a sueldo de las potencias europeas. Derribándolo, o contribuyendo a que la isurgencia libia lo haga, las potencias capitalistas no ganarán ni una sola gota de petróleo libio que ya no tengan. La ofensiva contra Gadafi tiene otra función fundamental, pero que sólo puede entenderse en el marco de la globalización y del fin del derecho internacional: dividir Túnez de Egipto y separar el norte de África de la orilla europea del mediterráneo. Se trata, ante todo de impedir que se extienda la revolución al conjunto del mundo árabe y al espacio euromediterráneo. Para ello, como afirma Tony Blair, hay que canalizarla, reconducirla, domarla. Un punto de apoyo en el norte de África como el que supone Libia sería geoestratégicamente valiosísimo. La intervención de la OTAN en Libia intenta cabalgar una revolución contra un tirano árabe tan amigo de Occidente -al menos últimamente- y tan criminal como pudieran serlo Mubarak o Ben Alí. Al mismo tiempo, y contradictoriamente, esta misma intervención permite sobrevivir a una rebelión que, por su escasísima e improvisada fuerza militar estaba a punto de sucumbir a la represión del ejército de Gadafi. Hoy, gracias a que las circunstancias geopolíticas instauradas por la intervención le permiten sobrevivir, la rebelión puede vencer. Si vence rápidamente, si liquida en los próximos días el régimen de Gadafi, será improbable una ocupación del país por parte de una OTAN que apenas puede ya mantenerse en Afganistán. Jugar con la bestia humanitaria es una jugada arriesgada, pero, para la revolución libia es la única posible.