(Tony Smith, "The Elevens are Up", 1963)
"Ainsi, dans le système de Spinoza, tous ceux qui disent : les Allemands ont tué dix mille Turcs, parlent mal et faussement, à moins qu'ils n'entendent : Dieu modifié en Allemands a tué Dieu modifié en dix mille Turcs ; et ainsi toutes les phrases par lesquelles on exprime ce que les hommes se font les uns aux autres n'ont pas d'autre véritable sens que celui-ci : Dieu se hait lui-même, il se demande des grâces à lui-même et il se les refuse ; il se persécute, il se mange, il se calomnie, il s'envoie sur l'échafaud, etc."
(Pierre Bayle, Dictionnaire historique et critique, 1756)
(Así, en el sistema de Spinoza, todos los que dicen : los alemanes han matado a diez mil turcos hablan mal y falsamente, salvo que entiendan que: Dios modificado en Alemanes ha matado a Dios modificado en diez mil turcos, de modo que todas las frases por las que se expresa lo que los hombres se hacen unos a otros no tienen más sentido verdadero que éste: Dios se odia a sí mismo, se pide gracias a sí mismo y se las deniega; se persigue, se come, se calumnia, se envía al cadalso, etc.)
Hay muertes que no lo son o que sólo lo son en apariencia. Ello puede ocurrir porque quien muere tenga algo de inmortal, como los héroes de la Grecia antigua, pero también puede darse el caso de que el muerto ya haya fallecido hace tiempo. Este último es el caso de Osama Ben Laden, antiguo agente de la CIA reconvertido al yihadismo que, vuelto contra su antiguo amo, no olvidó los sanguinarios métodos aprendidos en la agencia. Su momento de gloria fue el ataque contra las torres gemelas de Nueva York, el acto, paralelo en su significado y efectos a la quema del Reichstag por los nazis, que desencadenó el estado de excepción permanente en que hoy vivimos. Ese acto tuvo algunas réplicas de menor intensidad, como el 11M madrileño o la reciente bomba de Marraquech, pero no fue nunca igualado en su impacto por ningún otro. Su repetición ya no era necesaria. LOs atentados del 11 de septiembre fueron tan exactamente acordes a las necesidades del régimen imperial que diero y siguen dando pábulo a toneladas de explicaciones necias de los teóricos de la conspiración. No hubo, sin embargo, ninguna conspiración, sino pura mecánica de una sociedad basada en el juego del principio de seguridad y del principio de riesgo. Se trata de jugar con fuego extremando la opresión y el sojuzgamiento de las tres cuartas partes de la humanidad, practicar la violencia más desmedida en Palestina o en Pakistán o en Colombia, y luego gestionar la respuesta violenta de los más débiles reforzando los aparatos de represión y de control, explotar sin tasa al tercer mundo y en el mayor grado posible a los trabajadores de las metrópolis. Lo que ha hecho Israel durante los últimos 50 años. El 11 de septiembre nos ha enseñado a todos los habitantes del centro imperial a vivir como Israel. Vivir como Israel es aceptar la normalidad de la opresión cotidiana de otros pueblos y, a la vez, la banalidad de un control cada vez más riguroso sobre nuestras propias sociedades. Desde el 11 de septiembre, todos somos Israel.
Las invasiones de Afganistán y de Iraq fueron sólo una parte de la respuesta, la que exhibía los atributos del poder soberano en un momento de gravísima crisis de la soberanía causada por la globalización. No hay mejor prueba de la erosión de esa soberanía que la privatización masiva de las guerras de Iraq y de Afganistán en las que la mitad de los efectivos combatientes son mercenarios o agentes contractuales de empresas privadas, frecuentemente de ciudadanía distinta de la norteamericana. La guerra deviene negocio para una empresas de trabajo temporal particularmente sanguinarias. El mercado dentro del espectáculo de la guerra representa la pantomima de la soberanía cuando esta experimenta ya un eclipse duradero. Las dos guerras principales, la de Afganistán y la de Iraq, son fundamentalmente un sangriento espectáculo de marionetas que afirma el poder de una soberanía casi difunta. No son guerras por el petróleo, sino mero espectáculo, representación melancólica del Leviatán cuyo cadáver apesta hasta en el último rincón del planeta. El frente fundamental sigue siendo, sin embargo, el interior donde los controles de todo tipo, las barreras y los muros visibles e invisibles se multiplican. Signo del estado de excepción es la generalización de la figura penal del "terrorismo". Antes el terrorismo no tenía cabida en el derecho penal de los Estados liberales, pues el derecho penal clásico sólo castiga actos bien definidos y nunca intenciones, aun menos cuando se trata de intenciones políticas. El terrorismo sólo existía como delito en los códigos penales de los regímenes capitalistas de excepción: fascismo y nacionalsocialismo, franquismo etc. Hoy, lo excepcional y totalitario se ha vuelto normal. Ya no se trata de impedir mediante la represión del delito que este se vuelva a cometer, sino de mantener en funcionamiento un mecanismo en el cual se acepta una cierta dosis de violencia privada haciendo cada vez más estricto el control sobre ella. No se trata de impedir que la haya, pues es imposible, sino de controlarla y delimitarla, eventualmente orientarla de modo que no resulte nociva al sistema e incluso pueda reportar alguna utilidad. Ya no se trata de perseguir al incendiario o al homicida por sus actos, sino de perseguir a un individuo que sólo puede definirse por sus turbias y siempre supuestas "intenciones": el terrorista. El problema es que, dentro de la indefinición de la figura del terrorista, propia de la perspectiva amplia y general de una sociedad de control, todos somos potencialmente terroristas, pues todo animal político integra siempre en su comportamiento propiamente político un grado de antagonismo, de agresión y de violencia. Todos somos terroristas.
Todos somos pues israelíes y todos somos también terroristas. Vivimos en el miedo del otro que no es sino el miedo a nosotros mismos. Miedo cultivado y reproducido desde las instancias del poder, miedo alimentado por las propias promesas de seguridad del poder. Un nuevo muro antiterrorista promete seguridad, pero al mismo tiempo genera un odio mayor en el enemigo, aumenta su empeño en vengarse. Las propias defensas contra el miedo generan aun más miedo y más dependencia ante el poder, lo que lleva al paroxismo la mezcla de temor y esperanza que lsirve de fundamento al poder, produciendo y reproduciendo la obediencia de los súbditos. Cada uno de nosotros puede ser, por lo demás, un terrorista o un cómplice objetivo del terrorismo: en el paroxismo del miedo no hay límites: todo vecino algo diferente, cualquier vecino por lo tanto, pues, por definición todos son "algo" diferentes, puede ser un terrorista. Yo mismo lo puedo ser o puedo ser visto como tal por el vecino. Nunca es sufiente la cohesión del grupo en torno a su identidad y sus principios: el racismo y el fascismo acechan detrùas de la defensa del Estado de derecho.
El fantasma de Ben Laden es el fantasma de esta escisión de nuestras sociedades y de nosotros mismos que nos hace cómplices y aun agentes despiadados de un poder tan brutal como el del viejo colonialismo, a la vez que enemigos de ese mismo poder. No hay occidental que aquel famoso 11 de septiembre no se viera atravesado a la vez por un cierto consuelo, un sentido de expiación de una horrible falta, expresado como una inquieta e incierta alegría y, a la vez, un profundo temor a ser víctima de un atentado "terrorista". Temor del israelí a ser víctima estructural de la violencia, temor del israelí a ser, aunque sea un solo día, palestino. Las tiranías neoliberales del centro y la periferia capitalistas han explotado al máximo esta escisión, que llegó al paroxismo en algunos regímenes árabes como el de Ben Alí en Túnez, régimen este que puede darse por modelo casi ideal del mecanismo de poder hoy en juego. La dictadura de Ben Alí estaba basada hacia dentro y hacia afuera del país en un permanente chantaje: o se acepta un ferreo control del conjunto de la vida social por el gobierno y sus órganos policiales o no tardarán los islamistas en liquidar toda libertad. El resultado es que no fue en ningún momento necesario que los islamistas se encargasen de esa liberticida tarea: el propio régimen, esa "democracia con limitaciones explicables" amiga de Occidente, se encargó por sí sola de hacerlo. Para ello era necesario esgrimir el fantasma de Ben Laden y de Al Qaida, como lo han hecho hace aún poquísmos días los representantes del poder marroquí a raíz del oportunísimo atentado de Marraquech que desbarató la jornada de lucha del movimiento democrático convocada para el 1 de mayo. Como nos muestra el ejemplo de Ben Alí, este procedimiento tiene, sin embargo, un límite que las poblaciones sometidas a este juego infame saben ante o después identificar.
Criticando el supuesto panteismo de Spinoza, Bayle afirmaba que, el autor de la Ética debería llegar, del hilo de su "panteismo", a la absurda conclusión de que Dios modificado en alemán mata a Dios modificado en turco. Para Bayle la máxima paradoja es que una misma sustancia, un mismo Dios, se mate a sí mismo bajo distintas formas. Hoy Obama mata a Osama, los cuerpos especiales norteamericanos matan al anciano y enfermo agente de la CIA, la misma sustancia capitalista se divide y se mata. Como ocurrió ya el 11 de septiembre, pero al revés. El capitalismo y su régimen de control y seguridad no es, sin embargo, la divinidad que pretende ser. Como gustaba decir Jacques Lacan: "nada es todo". Hay siempre algo más, hay un más allá del espectáculo imaginario del Turco que mata al Cristiano y del Cristiano que mata al Turco: hay un público que no quiere ver más ese espectáculo y destroza el teatro de marionetas exigiendo ser él quien escriba la obra y protagonice la función. Las revoluciones árabes habían matado a Ben Laden antes de que lo hiciera Obama. Hoy sólo los tiranos que se ven acosados, como Gadafi o como ese particular despotismo árabe que es el régimen sionista, siguen afirmando que Al Qaida es la única alternativa a sus poderes despóticos. Mientras tanto, el poder norteamericano, temeroso de su gemelo terrorista, aun después de muerto no encontró mejor solución para liberarse de él que arrojar su cadáver al mar, supuestamente según los rituales del Islam, aunque contraviniéndolos en realidad de la manera más descarada. No era el ritual funerario de ninguna religión, sino un acto de "desaparición" ya ampliamente practicado por la dictadura militar argentina y por otros regímenes "amigos" de los Estados Unidos. Se trataba de que no hubiera tumba, ni lugar donde rendir culto a la memoria de Ben Laden, de borrar su memoria de la faz de la tierra. Se trataba de hacer como si nunca hubiera existido, con ese odio que sólo puede profesarse a lo que es una parte negada de uno mismo. Quienes hoy han arrojado a Ben Laden muerto al mar saben de alguna manera que no pueden confesarse que su empeño es tan vano como el de quien deseara librarse de su propia sombra.