"En tanto que el Estado exista, no hay libertad. Cuando haya libertad, no habrá ningún Estado."
V.I. Lenin
Las consecuencias de algunos actos pueden superar en determinadas circunstancias las expectativas de quienes los realizan o de quienes los contemplan. Es como si el acto desbordase el marco en que inicialmente se inscribía para teñir de sus consecuencias amplias regiones de la realidad. El que dos grupos de ciudadanos andaluces y militantes del SAT llenaran sus carros de productos de primera necesidad y salieran sin pagar de varios supermercados de las cadenas Carrefour y Mercadona parecería un acto bastante intranscedente en un país y en una región que atraviesan una dura crisis económica. De hecho, los directivos de la cadena Carrefour tuvieron la inteligencia de regalar a los activistas el contenido de los carros, quedando por su parte el incidente zanjado. No ocurrió, sin embargo, lo mismo en Mercadona: allí la dirección puso denuncia contra los expropiadores y optó por dar al incidente una solución antagonista y represiva. Se produjeron a consecuencia de ello diversas detenciones y se puso en marcha un procedimiento judicial contra las personas que intervinieron en los actos de expropiación.
La actitud de la dirección de Mercadona, si bien fue poco hábil, es perfectamente comprensible. Lo que se está cuestionando con estos actos aun simbólicos de expropiación de bienes de primera necesidad es un orden social basado en la propiedad, el mismo orden que está depauperando a capas cada vez más amplias de las sociedades europeas en nombre del pago de la deuda financiera. El mismo principio jurídico y moral por el que "hay que pagar" el contenido de los carritos de Mercadona es el que impone el pago de la deuda odiosa tanto pública como privada. Cuestionar la propiedad es socavar uno de los cimientos principales del orden establecido. Vivimos en un orden jurídico y político cuya base es la propiedad: es algo que saben bien los directivos de Mercadona y que saben no menos bien los compañeros que participaron junto al alcalde Sánchez Gordillo en los actos de expropiación.
Ante un acto que sacude los cimientos del orden vigente, la primera reacción es experimentar un cierto vértigo, pues lo que se nos escurre bajo nuestros pies es el suelo mismo en que reposa el conjunto del orden social. De ahí algunas reacciones de pánico de personas que consideraron que, a partir del momento en que se toleran estas expropiaciones, queda abierta la posibilidad de que cualquiera entre en nuestras casas y se instale en ellas, de que se pierda todo respecto a la intimidad de las personas y peligre su seguridad. Los reflejos del miedo a los pobres por parte de quienes no se consideran pobres -aunque cada vez lo sean más- se activaron de inmediato y se intensificaron merced a la labor de los medios de comunicación de todas las derechas (La Gaceta, La Razón, ABC, El País, Interconomía, La Ser etc.). Era esencial que una sociedad cuya mayoría social está siendo masivamente despojada en beneficio de unos pocos, siguiera identificándose con los valores y principios de la propiedad y de los propietarios. Era esencial que la causa de la inseguridad y de la pobreza no se localizase en sus auténticos responsables, que son el capital financiero y su Estado, sino en un puñado de activistas que, precisamente, luchaban contra la inseguridad y la pobreza que afectan a las mayorías.
El acto de Sánchez Gordillo y de sus compañeros nos interpela a todos y nos obliga a tomar partido: o bien con los que defienden el orden de la propiedad a costa de la existencia misma de las personas o bien con quienes subordinan la propiedad a la cobertura de las necesidades vitales de la gente. Rara vez, en una sociedad de la que decían que había desparecido la lucha de clases, ha estado más clara la línea de antagonismo. La lucha de clases se presenta, no ya como la lucha entre dos bandos preconstituidos, sino como el proceso y el resultado de una lucha por la apropiación/expropiación de la riqueza y de los medios de producción. Unos, la minoría de los de arriba, expropian a través de la finanza y del Estado a la mayoría, esta empieza ahora a expropiar -según la fórmula de Marx- a los expropiadores. No se trata, sin embargo, en esta expropiación de desplazar la propiedad de unos a otros, de unos particulares a otros o de los particulares al Estado, sino, sobre todo, de pasar de la lógica de la propiedad a la de los comunes. Existen comunes, bienes comunes que no deben ser objeto de propiedad, pues la propiedad, tanto privada como estatal, los degrada y los puede destruir, impidiendo el libre acceso a ellos. Estos comunes no son nada misterioso, son el trasunto de toda sociedad humana: los medios de subsistencia básicos, la salud, la educación, la cultura, el conocimiento, pero también el agua, el aire, la tierra, el lenguaje. La acción del SAT en Mercadona fue exactamente un acto de reapropiación de comunes, de lo necesario para el sustento de aquellos seres humanos a quienes el régimen de la propiedad niega el sustento. Es el equivalente estricto de la ocupación por los campesinos de tierras baldías en manos de terratenientes. El motor de estos actos no es una ideología, sino una situación de necesidad. Como afirma magistralmente el compañero Sánchez Gordillo, "no somos la extrema izquierda, sino la extrema necesidad".
Frente a estos actos de reapropiación de los comunes, se han producido diversas reacciones en la izquierda española. El presidente "socialista" de la Junta de Andalucía, junto a la casi totalidad del PSOE los condenó, Izquierda Unida reaccionó, como casi siempre, de maneras opuestas: un apoyo sin entusiasmo por parte de Llamazares contrastó con las condenas procedentes de los jerarcas de IU en la coalición de gobierno andaluza.
Militantes y cargos públicos de la irreductible IU-Extremadura no sólo se solidarizaron plenamente con los del SAT, sino que participaron en una acción similar organizada en Mérida por la Plataforma Extremeña por la Renta Básica. Dentro de estas reacciones, nos encontramos con una particularmente significativa. El único diputado de IU que procede del movimiento 15M, el joven economista Alberto Garzón, intenta fundamentar y justificar las acciones de Sánchez Gordillo y sus compañeros aplicándoles el concepto de "desobediencia civil" en un artículo de su blog "Pijus Economicus" (otro que juega con el falso latín...). El artículo lleva por título "Desobediencia civil, Estado de derecho y la izquierda". Vale la pena detenerse en los argumentos que en él se utilizan.
En primer lugar, Garzón fija el objetivo de su contribución: "El objetivo, a mi entender, es dilucidar si estas acciones son coherentes y consistentes con la acción política de la izquierda y, en concreto, de Izquierda Unida. Mi intención es hacer aquí algunas aportaciones a dicho debate, tratando de justificar que estas acciones son tácticas adecuadas que se inscriben en una estrategia que busca alcanzar una democracia real y un verdadero Estado de Derecho." Desde el primer momento destaca el afán normalizador: se trata de ver si estas acciones encajan en la "acción política de la izquierda" y en concreto de IU. Según el autor, parece que sí y que, además lo harían porque se inscriben en una estrategia orientada a la consecución de una "democracia real" y de un "verdadero Estado de Derecho". El objetivo de la izquierda es, a su juicio, el logro de una "democracia real" que se enmarca en el Estado de derecho.
Prosigue Alberto Garzón afirmando que las acciones del SAT en cuestión son actos de "desobediencia civil". La "desobediencia civil" se entiende aquí a la manera de Rawls (resumido por Luis Felip): "la desobediencia civil significa que, asumiéndose lo fundamental del estado democrático de derecho realmente existente (a pesar de sus imperfecciones), y en especial los principios de justicia que lo rigen, se lleva a cabo una forma de disensión”. La desobediencia civil es desobediencia dentro de un orden, puesto que parte del respeto al Estado de derecho realmente existente y a sus normas y justifica la disensión en nombre de los propios principios que lo inspiran. La desobediencia civil según Garazón no va más allá del chato concepto de Rawls, para quien la desobediencia civil es una forma de obediencia al orden del Estado de derecho que supera la mera obediencia de sus leyes. Una obediencia supererogatoria dirían los teólogos y los moralistas. La desobediencia queda así sometida a justificación, debe siempre poderse subsumir en una norma anterior de modo que la desobediencia legítima del súbdito, ante el insuperable poder del soberano, pueda siempre reducirse, en último término, a una forma de obediencia. Dentro del marco hobbesiano en el que se desenvuelve la filosofía de Rawls, es, en efecto, imposible aceptar una desobediencia civil radical, que cuestione no sólo un aspecto del orden legal sino la totalidad de este, y que lo haga sin necesidad de ninguna justificación interna al marco jurídico-moral del orden establecido. De aceptarse tal cosa, todo el sistema de la soberanía del Estado moderno como régimen de producción de obediencia saltaría en pedazos, pues el desobediente cuestionaría el monopolio legislativo del soberano, dándose su propia ley.
No creo que el compañero Sánchez Gordillo se reconozca en la disciplinada memez de una desobediencia que obedece. Tampoco creo que esta concepción pacata haga honor al creador del concepto de desobediencia civil, Henry David Thoreau, cuya radicalidad y amor por la libertad supera con creces a tantos espíritus tristes presos de la superstición del Estado. Lo que no puede pensar Alberto Garzón es otro tipo de desobediencia, la desobediencia que necesita pensar y practicar quien quiera romper con un régimen político y social y no sólo acomodarse a él, una desobediencia absoluta que no necesite justificación ni garantías, una desobediencia que, según la fórmula de Jacques Lacan "se autorice por sí misma".
No creo que el compañero Sánchez Gordillo se reconozca en la disciplinada memez de una desobediencia que obedece. Tampoco creo que esta concepción pacata haga honor al creador del concepto de desobediencia civil, Henry David Thoreau, cuya radicalidad y amor por la libertad supera con creces a tantos espíritus tristes presos de la superstición del Estado. Lo que no puede pensar Alberto Garzón es otro tipo de desobediencia, la desobediencia que necesita pensar y practicar quien quiera romper con un régimen político y social y no sólo acomodarse a él, una desobediencia absoluta que no necesite justificación ni garantías, una desobediencia que, según la fórmula de Jacques Lacan "se autorice por sí misma".
Acto seguido, incurre Garzón en una larga digresión sobre la Ilustración y el capitalismo de la mano de nuestros amigos y compañeros Luis Alegre Zahonero y Carlos Fernández Liria -con quienes ya hemos tenido ocasión de mantener más de un interesante debate, en la que intenta mostrar que una cosa es el programa de la Ilustración basado en el concepto kantiano de "libertad civil" y otra el capitalismo. Uno y otro se resumen así: "Por un lado el ideal de vivir al margen de las creencias de los demás pero de acuerdo a las leyes y a la Razón, y por otro lado el ideal de permitir que los derechos de propiedad de los medios de producción permitan acrecentar la riqueza individual sin ningún tipo de intervención externa." Según esto, el capitalismo y el programa político de la Ilustración nada tendrían que ver y fue error gravísimo de la izquierda el confundirlos, un error que trajo consigo la derrota y la deriva totalitaria. En otros términos, fuera del Estado de derecho que constituye para ellos la suma del programa de la Ilustración, no hay salvación alguna para la izquierda.
Ciertamente, tanto Alberto Garzón como los dos pensadores que cita son amigos de la libertad, pero la sitúan mal. Buscan la libertad, no ya en el potente movimiento popular de resistencia al Estado expropiador -el Estado absolutista y su sucesor, el Estado liberal ilustrado- sino en este mismo Estado y en sus principios jurídicos. Buscan la libertad en el derecho, olvidando que el derecho se basa, como afirma toda la tradición, no sólo Pasukanis o Marx, sino Locke y el propio Kant que ellos toman como referencia, en la propiedad y olvidan que la propiedad es en los tiempos modernos resultado de la expropiación de los comunes. No es un bolchevique furioso denigrador de la Ilustración sino Immanuel Kant quien, siguiendo a Locke, afirma en sus Principios metafísicos del derecho (I, IX) que "una constitución civil no es más que el estado de derecho que asegura a cada uno lo suyo". Es curioso, por otra parte, que siga denominándose marxista gente que no ha comprendido que el trabajador es "libre" en el capitalismo según Marx en el doble sentido de que es jurídicamente libre y de que está expropiado de los medios de producción (comunes o privados). La libertad que defienden los partidarios de izquierda del Estado de derecho es la libertad determinada por el orden del derecho y del mercado, por el orden de la propiedad y de la expropiación de las mayorías. Este es a la vez indisolublemente el orden del derecho y del Estado y el marco de la reproducción del orden capitalista. Este no es ni puede ser, sin embargo, el partido de la libertad. El partido de la libertad sólo puede ser el partido de la libertad para todos, el partido de la democracia real -o de la democracia "omnino absoluta" (totalmente absoluta) de Spinoza- que no puede concidir con la defensa del régimen de propiedad/expropiación denominado Estado de Derecho.
Es terrible la derrota de la izquierda. Todavía no hemos salido de ella. Su síntoma principal es la ignorancia profunda de la historia popular y su voluntad de acomodarse a los relatos y a las justificaciones oficiales del poder. Así, puede confundirse una lucha secular por la libertad y por los comunes que historiadores como Peter Linebaugh o Silvia Federici -o anteriormente Hobsbawn o Thompson- describieron con detalle y emoción, con el secuestro de esta lucha en el marco del Estado de derecho, en el Estado de los propietarios basado en la expropiación de los comunes. Tremenda confusión que hace de Locke o de Kant compañeros de viaje de un socialismo de Estado que sería "la realización del Estado de derecho", del "verdadero" Estado de derecho...Como afirma Garzón en su artículo: "el fin más alto del ser humano es el de convertirse en un ciudadano en el marco de un verdadero Estado de Derecho: un Estado de Derecho socialista." Aparte de que la teoría del Estado de derecho socialista no es ninguna novedad, sino que ya fue desarrollada por Vichinsky y su escuela contra Pasukanis en el período de los procesos de Moscú, un socialismo así no sería la transición al comunismo, a la democracia absoluta de los comunes pensada por Marx y Engels -y por Spinoza- sino un Estado final de la humanidad, un fin de la historia, bajo el Estado, bajo el derecho, bajo la propiedad, aunque esta tenga un mayor componente público-estatal que permite calificarla de "socialista".
En algo se puede estar de acuerdo con Garzón. Tiene toda la razón cuendo afirma citando a Luis Felip que la izquierda: "ha de situar en primer plano la contradicción entre democracia y capitalismo". Lo que ocurre es que la democracia no se puede pensar desde las propias instituciones que producen y reproducen el orden capitalista: el mercado, el derecho, el Estado, el Estado de derecho. La democracia real es un régimen de lo común y su sumisión a la norma de la propiedad tanto privada como público-estatal (socialista) socava sus bases y termina destruyéndola. Obviamente, el comunismo, el movimiento real encaminado a la liberación de los comunes y la autodeterminación de la multitud, es el único partido de la libertad y de la democracia. Obviamente, el capitalismo es incompatible con ellas. Esto, sin embargo, no permite, sino que impide identificar libertad y democracia con Estado, derecho ni Estado de derecho. Donde hay Estado no hay libertad, donde hay libertad no hay Estado.