sábado, 6 de septiembre de 2014

Democracia

(Guión de mi exposición en el marco de la formación de Podemos Bélgica del 6 de septiembre de 2014)

Nada más comúnmente aceptado que la democracia. Puede decirse que, hoy, la legitimidad de una palabra o de una práctica política depende de la adscripción democrática explícita de quien la enuncia. Democracia se conjuga, por otra parte, con otros conceptos como el de Estado de derecho y derechos humanos. Quien se sitúe abiertamente fuera de este marco está inmediatamente en una posición políticamente marginal. Todo el mundo reivindica la democracia: en nombre de ella se reclaman derechos no reconocidos, pero en nombre de ella también se defiende un orden establecido que niega estos mismos derechos. La democracia tiene así una función que recuerda a la de Dios en las teologías políticas, pues la referencia a Dios, como fundamento de todo orden, sirve tanto para justificar un estado de cosas como para condenarlo. Y es que a Dios, como recordaban Jenófanes de Colofón y Spinoza solo lo hacen hablar los hombres. La democracia se invoca, pues, como fundamento o crítica de un orden: puede decirse "esto es lo que el pueblo ha decidido democráticamente, luego hay que acatarlo" o por el contrario "esta política es antipopular y contraria a la democracia."

La democracia, en las divisiones antiguas de los regímenes políticos como la de Aristóteles o la de Polibio, es uno de los tres regímenes que se distinguen por el número de personas que ostentan la función de gobierno:  monarquía cuando es uno, aristocracia cuando son varios -entre los "mejores"- y democracia cuando son todos. La Antigüedad conoció democracias y ciudades que tuvieron momentos democráticos como Atenas o la Roma republicana, pero estos regímenes democráticos no fueron frecuentes ni fueron estables. La democracia estaba mal vista. Se consideraba un régimen peligroso para la unidad y la coherencia de la ciudad al tener "los muchos" el mando. Era un régimen que en cualquier momento podía modificar de manera radical el reparto del poder y de la riqueza como ocurrió en Atenas con las leyes de Solón y de Clístenes. La democracia se consideraba peligrosa porque podía incidir directamente sobre el orden social y económico y subvertirlo. De ahí que se intentase pensar formas intermedias de gobierno que, al garantizar ciertas prerrogativas a los más ricos y poderosos, moderaran la peligrosidad intrínseca de la democracia.

Se comprende bien el peligro que percibieron los oligarcas de la Antigüedad en las democracias si se observa una particularidad del término democracia y de su significado. Democracia, como sabemos, procede de un término "demos" que significa "pueblo" y de un término "kratos", que procede de un verbo “kratein” que significa sostener, mantener, y en un sentido derivado, gobernar. Democracia parece ser así el "gobierno del pueblo", el que invoca Lincoln en su célebre definición de "democracia" como "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". El problema es que "el pueblo" puede entenderse de diversas maneras. Pueblo es, según se entiende habitualmente, el conjunto de los habitantes de un país o de los súbditos de un Estado. Pueblo, en ese sentido seríamos todos. Existe, sin embargo, otra acepción del término en la que "pueblo" es claramente una parte de la población, cuando afirmamos, por ejemplo que "fulano es un hombre del pueblo" o que "el pueblo está harto de los privilegios de la oligarquía". Como había una democracia de orden y una democracia del conflicto, existe un pueblo total y un pueblo parcial. La lengua griega tenía, a diferencia de muchas lenguas modernas, dos términos para expresar esos dos sentidos de "pueblo": laos, para el pueblo-todo y demos, para el pueblo-parte. La parte que es el demos no es además una parte cualquiera sino la parte que carece de una parte específica en el reparto del poder y de la riqueza.

En toda sociedad organizada se procede a un reparto del poder y de la riqueza entre sus miembros y las categorías sociales en que estos se integran. Este reparto es reconocido por las leyes y forma parte, de manera abierta de la representación que la sociedad tiene de sí misma. Que unos tengan más y otros menos, que unos tengan algo y otros nada es algo que no solo no se oculta sino que se exhibe. La desigualdad entre los grupos sociales se considera así algo legítimo. Esto no pasa, sin embargo, en una democracia. La democracia parte de la idea de igualdad entre los ciudadanos. En una sociedad de iguales se hace difícil justificar el que unos tengan riqueza o poder y otros no. De ahí el conflicto permanente por el reparto de estos bienes, conflicto que desestabiliza los términos del reparto y tiende a modificarlos, cosa que ocurrió con frecuencia en las democracias antiguas. La desigualdad, que se hacía temporalmente invisible bajo un tipo de reparto, volvía a hacerse patente cuando los excluidos del reparto se mostraban públicamente. En este sentido, la política tenía una eficacia propia sobre la realidad social. Para neutralizar esta eficacia de la democracia, la Antigüedad no tenía mejor arma que su abolición por medio de restauraciones oligárquicas. La modernidad, por el contrario, se valdrá de la forma de la democracia para imposibilitar esa eficacia de lo político sobre el ámbito económico y social.

Una de las características fundamentales de la modernidad capitalista, no solo como sistema económico sino como sistema general de dominación y de gobierno es la separación entre dominación y explotación. En todas las demás sociedades de clases dominación política y social y explotación son fenómenos asociados. La explotación, la apropiación del excedente por parte de una minoría se realiza desde fuera de la producción y por medios violentos. Para cobrar los tributos el señor feudal necesitaba poseer una autoridad política y una fuerza militar, Lo mismo puede decirse del propietario de esclavos o de los monarcas egipcios o del Creciente Fértil. Solo en el capitalismo se da ese extraño fenómeno por el que la relación entre explotación y dominación política y social se invisibiliza. En su Democracia en América, Alexis de Tocqueville veía en los Estados Unidos nacientes una sociedad sin clases, donde imperaba la más completa ausencia de distinciones sociales. Era esa igualdad social y simbólica la que constituía para Tocqueville la esencia de la democracia, mucho más que un sistema de gobierno propiamente dicho. Esta igualdad exterior encubría, sin embargo, formas reales de desigualdad. La aparente ausencia de dominación social de una clase por otra en el marco de un régimen jurídico y político democrático no permitía ver cómo un sector de la sociedad extraía del otro una riqueza de la que se apropiaba.

Esto responde al hecho de que, en el capitalismo, la explotación ocurre en el ámbito de la producción y no queda cubierta por las relaciones jurídico-políticas. Una vez que un trabajador ha vendido su fuerza de trabajo a un patrón, este la puede usar a su antojo e imponer al trabajador formas de disciplina laboral sobre las que no tiene nada que decir. Si en el ámbito jurídico, hasta la formalización del contrato de trabajo, el trabajador y su patrón eran estrictamente iguales, todo cambiará cuando se pase al ámbito real de la producción. El derecho, que solo contempla relaciones contractuales entre iguales, se prolonga por lo demás en una estructura política que solo ve ciudadanos iguales y que se autodenomina democrática. Por un lado, tenemos la más absoluta igualdad jurídico-política y por otro una desigualdad efectiva, en el terreno de la producción que queda enteramente al margen del derecho y de la política. En una democracia capitalista los responsables del gobierno son elegidos por ciudadanos iguales, pero nadie se plantea que el patrón de una empresa tenga que ser elegido por sus trabajadores. En la producción, en la empresa, estamos en el ámbito privado del patrón. Este ha comprado en el mercado la fuerza de trabajo del trabajador por un tiempo determinado y, durante ese tiempo, la consume en su casa como a él le parece. Como su finalidad es ganar dinero, naturalmente, la pondrá a trabajar de la manera más útil posible y se apropiará toda la riqueza producida por el trabajador que exceda del conjunto de bienes necesarios para la reproducción de su fuerza de trabajo. No hay así en ese simple uso privado de una mercancía una violencia política, no hay ni siquiera desigualdad social propiamente dicha, pues sencillamente se ejecutan las consecuencias de un contrato de compraventa.

Veamos, por otro lado, cómo funciona la esfera política y jurídica que es el otro lado de este dispositivo de invisibilización de la dominación social y política que hace que las sociedades capitalistas tengan la apariencia de sociedades sin clases. En este ámbito, el soberano no será de derecho divino, ni justificará su poder por la riqueza o por la estirpe. Tampoco apoyará ese poder en la violencia, aunque el poder implique el monopolio de la violencia. El gobernante en una democracia capitalista es un mandatario elegido por el pueblo. Personas con un voto igual eligen así a quienes los gobiernan. Cada elección es así un pacto por el cual los ciudadanos aceptan que otro los represente y actúe en su lugar. Del mismo modo que en el contrato particular de compraventa de fuerza de trabajo los contratantes son iguales hasta que el contrato se consuma, en el contrato social que es toda elección los votantes y los candidatos son iguales hasta que uno es elegido. En el primer caso, la explotación económica quedaba ocultada por un contrato, en el segundo caso la dominación política desaparece también bajo el velo del contrato. Nos encontramos así ante dos esferas aparentemente separadas, aunque misteriosamente unidas por el contrato, por el derecho que hace desaparecer bajo el libre acuerdo, bajo el consenso, la dominación política y la social. 

Para entender esto, necesitamos dar un paso más. El capitalismo es una sociedad de individuos: la comunidad social y política se considera siempre como algo derivado de los individuos que la componen. Ahora bien, los individuos aislados solo pueden llegar a unirse sometiéndose a una norma común, pero cuando esta no existe la tienen que crear mediante un acuerdo entre individuos que se presuponen independientes, libres e iguales. En una sociedad donde la dimensión individual es originaria, la unificación de la sociedad en un todo resulta aparentemente imposible. La única posibilidad de unificar a una multitud de individuos que se consideran autónomos y aislados es que uno de ellos actúe en nombre de todos, que los represente. De ahí todas las versiones de lo que se denomina el Contrato Social, ese contrato imaginario por el cual los individuos aislados terminan constituyendo un pueblo y un Estado. Se suelen ensalzar las virtudes de la representación, afirmando que los ciudadanos eligen a sus representantes y estos obedecen a su mandato. No estaría mal si fuera así, pero la cosa es bastante más complicada. Existen en efecto, varias formas de representación que pueden reducirse a dos grandes tipos: la representación con mandato obligatorio y la representación libre. Esto significa que la persona que nos representa debe, en el primer caso atenerse al mandato que se le otorga y no tomar ninguna decisión fuera de él, mientras que en el segundo caso el representante actúa y decide en nombre de quien lo designa sin tener que ceñirse al mandato. De ahí la idea de que los programas electorales están para incumplirse...

En las formas de representación anteriores al capitalismo, ya fuera en las ciudades griegas o en las cortes o estados generales del antiguo régimen, el mandato de los representantes era imperativo, mientras que en los sistemas modernos el mandato es libre. Esto tiene que ver con el hecho de que en las sociedades anteriores existían comunidades diversas y con intereses colectivos propios cuyos representantes eran meros portadores de un mandato que expresaba rigurosamente esos intereses. Tal era el caso en las costes medievales de los distintos Estados y corporaciones, o en la ciudad griega de los distintos "partidos" que representaban a grupos sociales. Cuando existe ya un grupo social, este puede dar a su representante un mandato que expresa sus intereses. Pero ¿Qué ocurre cuando solo hay individuos? ¿Qué mandato pueden estos otorgar al representante cuando obviamente no son un todo con intereses definidos? En una sociedad de individuos el mandato solo puede ser libre. Este mandato libre responde al hecho de que, como dijo Margaret Thatcher, la sociedad no existe. En el capitalismo solo hay individuos y estos componen un todo cuando son representados, pero nunca antes. El pueblo no existe antes del soberano que lo representa. Por ese motivo, el mandato del soberano solo puede ser libre. La democracia representativa propia del capitalismo es así, al igual que las otras formas del liberalismo, una variante del absolutismo.

Por otro lado, el soberano representa y funda a la vez la sociedad. No representa a ninguna de sus partes sino al todo. La división efectiva de la sociedad es sistemáticamente ignorada. Para el soberano moderno solo existe el pueblo en sentido total, el que se constituye como tal cuando el soberano lo representa, pero no ese demos de la antigüedad que era solo una parte de la sociedad, la parte excluida. No hay lugar en una "democracia representativa" capitalista para el antagonismo social. Cuando este se ha reconocido, ha sido por la presión exterior al sistema político representativo de los trabajadores y sus organizaciones sindicales y políticas. Esta presión produjo en particular anomalías en el orden jurídico como la constitución de una legislación laboral específica que enfrentaba a los trabajadores colectivamente y no ya individualmente con sus patrones, Las democracias europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron así una anomalía dentro del sistema político representativo, que duró lo que duraron a nivel de cada Estado y del sistema geopolítico mundial los instrumentos de hegemonía de los trabajadores. Una vez liquidados esos instrumentos de representación por la transformación radical del capitalismo que vivimos desde finales de los años 70, las clases populares no cuentan ya con esa representación anómala que constituía una anomalía en el sistema. En este momento, el sistema político vuelve a representar exclusivamente un orden de mercado, esto es una sociedad de individuos solo unidos por transacciones contractuales tanto en la esfera social y económica como en la política. De ahí la "sordera" de las autoridades políticas actuales -incluidos los pecios de lo que fue la izquierda- a las reivindicaciones sociales y la consiguiente imposibilidad de influir eficazmente sobre la economía a partir del sistema político:

Esta impotencia de lo político respecto de lo económico se fundamenta clásicamente en la oposición entre política y economía. La economía, como vimos a propósito de la explotación, no es en el capitalismo una cosa pública, sino estrictamente privada. Paralelamente a la constitución del Estado moderno se desarrolló un discurso sobre la producción, la distribución y el reparto de la riqueza que los asimilaba a fenómenos naturales. La economía no solo es algo privado desde el punto de vista jurídico, sino un fenómeno natural. Como fenómeno natural, se presenta como una realidad autorregulada por el mercado. El gobernante debe pues, ante la economía, tener el mismo punto de vista que ante la meteorología. Igual que afirmó Felipe II que no había enviado a la Armada Invencible a "luchar contra los elementos", el soberano moderno puede afirmar que no hay nada que hacer frente a las realidades de la economía. De este modo, la relación de explotación y de dominación social presente en la economía queda obviada y se afirma que esta es tan apolítica como los vientos o las corrientes marítimas. Esta concepción es el fundamento de la política liberal que se basa, no en la desaparición del Estado y del soberano, sino en la toma de distancia del soberano respecto del sistema autorregulado de la economía, su abstención de legislar o intervenir en este sector. Naturalmente, esta regla de abstención, de no hacer, de laissez faire, tiene algunas excepciones: cuando el mercado deja de funcionar como sistema autorregulado, ya sea por la evolución de la competencia entre capistalistas o por obra de la lucha de clases, el Estado interviene masivamente para hacerlo funcionar de nuevo. En esos momentos de excepción puede apreciarse prefectamente que en el capitalismo y en sus formas políticas modernas sigue existiendo como en toda sociedad de clases una relación entre dominación y explotación, por mucho que como vimos, esta tienda a quedar disimulada bajo el velo del derecho.

El reconocimiento de la relación efectiva entre dominación política y explotación en el marco del capitalismo es esencial para una reconquista de la política. La economía no es un argumento frente a la política y la intervención política en la esfera económica, más allá del mito de su carácter natural y de su supuesta -aunque siempre desmentida- autorregulación es posible y necesaria. Lo que se presenta en el discurso habitual del poder neoliberal como una intervención objetiva para mantener el libre funcionamiento de un proceso natural no es sino la defensa de un orden social basado en la explotación, un orden de clase. Necesitamos frente a ese orden un nuevo tipo de representación democrática, una representación portadora del mandato obligatorio de las mayorías sociales y no un mandato libre que aparte a los ciudadanos de la actividad política. Necesitamos una sociedad que exista como tal independientemente de la representación y del mercado y cuyas mayorías sociales -el demos- puedan expresarse como poder efectivo, como democracia.






sábado, 5 de julio de 2014

La casta como noción común




Mientras hablaba el día 27 de junio es Salónica,  presentando en público la iniciativa Podemos junto a dos buenos amigos, se abrió literalmente la caja de los truenos. Muy cerca de nosotros debió de caer algún rayo pues varias veces la sala se llenó de esa característica luz azulada, seguida casi inmediatamente del estruendo del trueno.  En algún momento, llegamos incluso a asustarnos. Me comentó la hija de mi amigo Mijalis " cada  vez que pronuncias la palabra  "casta"  nos cae un rayo".

Viene a cuento esta anécdota de lo que intenté explicar en mi intervención, que estuvo en buena parte dirigida a criticar las políticas que se justifican a sí mismas en nombre de la naturaleza, empezando por las inspiradas en la fisiocracia y las demás economías políticas. Estas políticas se basan en la idea de que, al margen del gobierno político de los hombres, existe un gobierno económico basado en las pasiones, los intereses y las necesidades humanas, que constituyen una esfera de determinación "natural" de todas las demás esferas de la existencia. Este determinismo económico, supuestamente natural, suele asociarse erróneamente con el marxismo, pero es en realidad uno de los pilares ideológicos de la dominación capitalista (que los marxismos históricos han mimetizado). La dominación capitalista se basa, en efecto, en una ocultación de la relación entre dominación política y explotación. El principal instrumento de esta ocultación es la separación entre una esfera económica autorregulada -y cuyo funcionamiento es en todo semejante al de la naturaleza- y una esfera política donde impera la libertad de decisión, sea esta la de un soberano individual o la de todo un pueblo. El juego de estas dos esferas se traduce en una oposición necesidad-libertad que atraviesa toda la historia de la filosofía burguesa desde Descartes hasta hoy.

El determinismo económico se presenta como un límite natural de toda acción politica, que el gobernante sensato debe respetar, del mismo modo que un agricultor ha de tener en cuenta las estaciones o un navegante la meteorología. La particularidad de la esfera de la necesidad económica es, sin embargo, que los elementos que la constituyen son las mismas pasiones, intereses y necesidades humanos que se encuentran en la esfera de la política. El cometido de la disciplina conocida como economía política no es otro que el de naturalizar la esfera económica, determinando sus supuestas leyes y hurtándola a la política. Desde sus inicios en la fisiocracia, escuela cuyo nombre alude por cierto a un "gobierno natural", el ideal del régimen capitalista ha sido el de un gobierno a través de la naturaleza. La misión de la política en este contexto, no era otra sino establecer un marco de no interferencia entre política y economía. Tal es el espíritu general del liberalismo, que ha de entenderse como un dispositivo de dominación que pone todo en juego para hacer invisible la relación entre dominación y explotación que en los demás regímenes sociales era perfectamente manifiesta. Un señor feudal o un amo de esclavos, por no hablar del rey déspota de las monarquías del Creciente Fértil,  se valían abiertamente de su poder político y de los medios violentos que este ponía a su disposición para extraer el excedente a los trabajadores. Dominación política y explotación se confundían, operaban en un mismo plano.

El capitalismo separa los dos planos. Oculta la relación entre dominación y explotación invisibilizando no solo la relación entre estos dos aspectos sino el funcionamiento efectivo de cada uno de ellos. La dominación se oculta mediante su traducción en términos de representación, de gobierno legitimo que responde real o virtualmente a los intereses y la voluntad de los ciudadanos. Desde Hobbes hasta el presente, todo gobierno, para ser legítimo, debe basarse en la representación, debe actuar en nombre del pueblo con la autorización de este. De este modo, la dominación del soberano, sometida a la autorización del pueblo, tiende a hacerse imperceptible e incluso enteramente invisible en la democracia, régimen en el cual el pueblo como soberano gobierna al pueblo como súbdito. Del lado de la economía, la explotación se hace también invisible. Su punto de partida es, en efecto, un intercambio entre iguales en el que uno vende por un tiempo su capacidad de trabajar y otro se la compra a cambio de una contrapartida, generalmente monetaria. Ese intercambio entre agentes mercantiles libres e iguales no permite ver lo que, posteriormente ocurre en la esfera privada del comprador de esta capacidad de trabajar, cuando este le da el uso que considera oportuno, que suele ser el de generar un valor superior al pagado por la capacidad de trabajar adquirida. El capitalismo se presenta por consiguiente a si mismo como una sociedad sin dominación y sin clases en la que el gobierno al igual que las relaciones laborales se basa en el contrato,  la autorización y el consenso de individuos libres e iguales.

Esto, naturalmente, es una mera representación imaginaria  -por mucho que su existencia resulte fundamental para el funcionamiento del sistema-  de una sociedad cuyas relaciones políticas tienen un componente esencial de violencia y cuyas relaciones económicas se basan en la expropiación de los trabajadores. Este conjunto de representaciones imaginarias es el resultado de las relaciones sociales reales y de la posición relativamente pasiva que en ellas ocupan los integrantes de las clases dominadas. Un individuo que no participa en la organización global de la actividad social ni gobierna su cuerpo político se ve a si mismo como un átomo cuya relación con los demás opera mediante intercambios mercantiles regidos por la forma jurídica del contrato. La ideología dominante es así la de la clase dominada. De este modo, por mucho que la dominación y la explotación sean en cierto modo evidentes, ni una ni otra pueden expresarse como tales, sino como abusos respecto de las normas jurídicas que rigen el contrato y el consenso básicos.

Tal ha sido el funcionamiento del capitalismo en sus diferentes fases industriales. La entrada del capitalismo en una fase de acumulación basada en la hegemonía del capital financiero, que dura desde mediados de los 70 y coincide en España con el establecimiento del régimen de la Transición, ha trastocado profundamente estas representaciones. Por un lado, el trabajador actual, postfordista o postindustrial, ya no se ve tanto a sí mismo como un vendedor de fuerza de trabajo, sino como un propietario de capital humano que compite con otros en el mercado para valorizar este capital. Lo hace mediante formas varias de cooperación y de participación flexible en empresas de geometría variable. La figura del empresario que compra fuerza de trabajo confrontada a la del vendedor de esta ha quedado sustituida por una red de relaciones de cooperación, a menudo asimétricas y desiguales entre propietarios de distintas formas de capital. Todas estas asociaciones tienen, sin embargo, una característica común que es su necesidad de financiación y, por consiguiente, su dependencia del capital financiero, en otras palabras, su endeudamiento. Ahora bien, la relación de endeudamiento se distingue muy claramente de la relación mercantil. Si la relación mercantil es por esencia impersonal -por encontrarse mediada por el dinero y las mercancías- la relación de crédito y de deuda es estrictamente personal. Se basa incluso en la confianza reciproca entre deudor y acreedor y en las garantías de un pago futuro que este último pueda aportar. La deuda hace aflorar un poder que el capitalismo anterior invisibilizaba. El acreedor ejerce efectivamente un poder efectivo sobre el presente y el futuro del deudor: este garantiza el pago de su deuda supeditando su actuación futura al cumplimiento de esta obligación. La relación de explotación se hace de nuevo personal y visible, aunque no es inmediatamente violenta, sino asumida voluntariamente por el deudor como fundamento de una obligación moral.

La clase dominante capitalista que, en épocas anteriores resultaba invisible, adquiere ahora visibilidad. Se presenta a si misma como un grupo diferenciado que ejerce un poder natural sobre los demás.  Ya no es la naturaleza en abstracto la que domina por medio de la necesidad económica, sino personas concretas, perfectamente visibles como individuos y como grupo social. El término "casta" en cuanto se refiere a las relaciones de poder basadas en grupos de linaje propias de la sociedad hindú se aplica perfectamente a esta nueva condición en la que el capitalismo de hegemonía financiera se expresa como relación de acreedor a deudor. Las castas de la India establecían una separación estanca entre grupos sociales denominados en sánscrito "varna" en relación al "color" de sus integrantes. La diferencia de castas es estanca en cuanto supone una diferencia racial. Por ello mismo, se propone como el modelo de un poder personal y "natural". La relación de deuda ha consolidado una casta en los principales países dominados por el capitalismo financiero (en la práctica, casi todo el planeta), un grupo social perfectamente visible, que ejerce un poder de hecho más allá de las urnas y demás instituciones de la representación. Ya no se trata para la casta de invisibilizar el poder, ni de disimular la explotación,  sino de exhibirlos. La casta dominante es uno de los polos, de los portadores, de la relación de deuda merced a la cual los banqueros y los financieros ocupan hoy el gobierno efectivo orientando los gobiernos formales. Lo hacen, no como un poder difuso, sino como una presencia concreta y personal cuyo correlato es la sensación de impotencia e incluso de vergüenza de las personas y comunidades endeudadas.

Señalar a la casta como enemigo no es hoy ninguna abstracción populista y demagógica sino un acertado diagnóstico de las relaciones de poder reales. Casta es deuda y deuda es casta. Mostrar que esta relación no es natural ni moral y que puede traducirse en términos de antagonismo político permite reconquistar la política, desactivando para sectores muy amplios de la población, el mecanismo de despolitización que disimula a la vez la explotación y la dominación en régimen capitalista. En este sentido, la idea de "casta" es una noción común, forjada en la resistencia al régimen de la deuda, una idea adecuada que nos permite salir de la impotencia de las representaciones imaginarias de las distintas fases del capitalismo y acceder a un nuevo tipo de racionalidad que inspira una potencia constituyente. No es así de extrañar que la "naturaleza" se vengue con rayos y truenos, con insultos, descalificaciones y amenazas, ante la destitución de su poder que opera hoy el uso político del término "casta".

jueves, 19 de junio de 2014

Maquiavelo crítico del stalinismo, sobre los usos de Maquiavelo en Gramsci y Althusser


(Publico aquí el guión de mi intervención en la UPF del 6 de junio. Gracias, de nuevo a los organizadores y a los participantes)


Maquiavelo crítico del stalinismo, sobre los usos de Maquiavelo en Gramsci y Althusser

El título de esta ponencia es una pequeña provocación anacrónica que se apoya en el adagio althusseriano de que “la filosofía no tiene historia”. La filosofía es, en efecto, un campo de batalla o de duelos (Kampfplatz la llamaba Kant) en el que se enfrentan permanentemente según Althusser dos grandes tendencias, idealismo y materialismo. Naturalmente, los contornos de dos realidades que solo existen en y por su enfrentamiento no pueden nunca ser nítidos y puede decirse que idealismo y materialismo se interpenetran el uno al otro. No hay así ni idealismo ni materialismo puro, ni tampoco habrá nunca solución a este conflicto pues la filosofía, a diferencia de las ciencias, no tiene objeto. No existe un objeto de la filosofía como pueden existir los de la química, la física, la matemática o la biología, ni puede haber una solución al conflicto mediante un conocimiento “objetivo”.

Que la filosofía no tenga objeto no significa que en ella nada se juegue, sino todo lo contrario. La filosofía si bien no es la teoría de un objeto, es la práctica específica relacionada con las prácticas teóricas e ideológicas donde se deciden la liberación o el cierre de nuevas prácticas teóricas científicas o políticas. También en la filosofía (idealista) se sutura el campo ideológico, se (r)establece la coherencia del campo ideológico que el surgimiento de una nueva ciencia -siempre hurtada al sistema de reconocimientos propio de la ideología- pone en peligro.  Asimismo, la filosofía (idealista) somete la práctica política a determinados discursos morales, jurídicos,  teológicos o, en general, ideológicos que constituyen, a través de distintos aparatos de Estado ideológicos o políticos, los tipos de sujetos acordes con la reproducción de las relaciones sociales.

La irrupción ucrónica de Maquiavelo en la obra de dos filósofos Marxistas, Antonio Gramsci y Louis Althusser, no constituye una mera curiosidad histórica, sino una opción estratégica de estos pensadores dentro de la lucha filosófica de su tiempo y de las opciones políticas que estaban en juego. Sostendremos aquí que, tanto en Gramsci como en Althusser, Maquiavelo interviene como referente materialista que permite liberar la política de la cárcel teórica en que la conversión del marxismo en ideología oficial de Estados y partidos supuestamente “obreros” la habían encerrado. En las páginas de Leer El Capital mantendrá Althusser una relación sumamente polémica con la obra de Antonio Gramsci considerado como un exponente del humanismo y el historicismo que Althusser combate en ese momento. Es interesante, sin embargo, comprobar que en esas mismas páginas, Althusser intenta reivindicar la política, la especificidad de la práctica política y que lo hace en un primer nivel, en su discurso manifiesto, refiriéndose a los grandes de la política de la coyuntura en el contexto marxista, sobre todo a Lenin y Mao. La referencia a Lenin forma parte de la obligaciones rituales, la referencia a Mao tiene, en cambio, algo de provocación en un momento marcado por el conflicto entre China y la URSS. Los personajes teóricos reales que están detrás de los nombres de Lenin y Mao nunca se declaran explícitamente. Sabemos, sin embargo, que el lenguaje y los problemas que les presta a ambos no son otros que los de Maquiavelo, pues ese lenguaje y esos problemas son los que articulan su curso sobre Maquiavelo de 1962 en la Escuela Normal Superior y el libro que escribirá diez años más tarde sobre el mismo autor: Maquiavelo y nosotros.

El problema teórico y el problema de la política

Louis Althusser se plantea en Leer El Capital, una de las dos grandes obras de referencia del primer althusserianismo junto con la recopilación de artículos “Pour Marx”, el estatuto del descubrimiento de Marx en el plano científico, y el tipo de filosofía que corresponde a las tesis básicas del Marx maduro. Hay que recordar que Althusser reconoce entre el Marx juvenil que se considera más “filosófico” y el Marx posterior a la Ideología Alemana un corte que corresponde al que separa ciencia e ideología: el joven Marx estaría aún preso de una ideología idealista y humanista de raíz hegeliana y feuerbachiana, mientras que el Marx maduro, el que emprende el proyecto de una crítica de la economía política cuyo resultado inacabado será El Capital es el inventor de una ciencia nueva, el descubridor de un nuevo continente: el continente historia. La ciencia marxista de la historia es así un discurso teórico sobre la historia que ha sido capaz de constituir como cualquier otra ciencia, su objeto propio, en este caso la “formación social”. La formación social es una estructura compleja que, según la tópica marxiana de la Introducción de 1857 consta de diversos niveles o instancias de la realidad social (“economía”, derecho, política, ideología, etc.) en cada uno de los cuales se despliegan realidades y dinámicas sociales relativamente autónomas  pero capaces de interacción sobre la base común de la producción material y de las relaciones sociales que dan forma a esta. La producción material ejerce así una determinación en última instancia sobre el conjunto de las demás instancias, pero la ejerce de manera sobredeterminada, esto es en tanto que se ve determinada por las mismas instancias que determina (en última instancia). De este modo, jamás deja ver en estado puro este tipo de determinación que algunos llaman económica con un abuso de lenguaje, pues si hay algo que demuestra Marx en El Capital -Crítica de la Economía Política- es que no puede existir economía ni instancia económica propiamente dicha no sometida a la ley de la sobredeterminación.

Si el liberalismo como esquema de gobierno intentó liquidar esa política -que Adam Smith y Benjamin Constant consideraron siempre como un gobierno violento- afirmando la autorregulación de una esfera económica, Marx hará exactamente lo contrario. Su crítica de la economía política no funda ninguna economía, sino que arraiga la economía en el conjunto de las relaciones sociales que determinan, permiten y reproducen las relaciones de producción propias de cada época. Lo hace, en la medida en que descubre que la economía solo puede aparecernos como una esfera autorregulada si se ignora la lucha de clases, la cual impone una constante regulación exterior, política, de esa supuesta esfera autorregulada.

La consideración de la esfera de la producción material como determinante en última instancia de todo el proceso social e histórico, aun a través de gran cantidad de mediaciones, no deja de ser una proposición teórica determinista. Ciertamente, Althusser atenúa este determinismo al introducir la “autonomía relativa” de las instancias y la “determinación en última instancia”, pero el resultado final sigue siendo claramente determinista mientras no se precise el tipo de lógica que regula la sobredeterminación. Si la sobredeterminación es una mera acumulación de líneas de causalidad coherentes y con temporalidades coordinadas, no se sale del determinismo. Este determinismo será muy pronto un problema para Louis Althusser, pues por mucho que permita entender racionalmente los procesos históricos del pasado, la explicación materialista de la historia de muy poco sirve a la hora de plantearse la acción política. La necesidad de pensar las condiciones de la práctica política conducirá a Althusser, desde muy pronto a formular algunas de las tesis del materialismo aleatorio, bajo otros nombres y en relación con las obras de Maquiavelo y de Spinoza.

El problema de la determinación en última instancia por la esfera de la producción se plantea en el Althusser de los 60 como estrechamente relacionado con la idea de una causalidad expresiva. Por causalidad expresiva entenderá Althusser el tipo de causalidad que corresponde al despliegue de una esencia preexistente. El esquema hegeliano de determinación de lo real como despliegue o expresión de una esencia ha podido servir a cierto marxismo como clave de interpretación de la “determinación en última instancia” de modo que la función del despliegue del espíritu en la historia según la tesis hegeliana, la cumpliría en el marxismo la esfera económica: la articulación de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, o -en versiones más simplistas, pero ampliamente difundidas como la de Stalin- el simple desarrollo de la técnica. De este modo, el conjunto de las esferas sociales se ve determinado por una esencia simple de la que cada una de estas esferas es una expresión y la evolución de conjunto de la sociedad depende del despliegue de esta base económica.


Althusser reconoce en la dialéctica hegeliana un obstáculo insuperable para un pensamiento de la acción política. Sostiene así en Pour Marx que « No es casual que la teoría hegeliana de la totalidad social no haya fundado nunca una política, que ni exista ni pueda existir una política hegeliana” 1 y precisará en  Lire le Capital a propósito de la temporalidad propia del despliegue de la esencia en la dialéctica de Hegel  que:  « Que no exista un saber del porvenir impide que haya una ciencia de la política, un saber referido a los efectos futuros de los fenómenos presentes. Por esto, en sentido estricto, no es posible ninguna política hegeliana y, de hecho, nunca se ha conocido un hombre político hegeliano.»2

Existe un correlato marxista de este determinismo hegeliano que también hace imposible la política, que, por usar la expresión de un famoso poema de Mayakovsky, “empantana el futuro”: es el determinismo económico, el economicismo unido a su par inseparable, el humanismo. Despliegue de la necesidad económica o dialéctica de la esencia humana son correlativos. Son de hecho una expresión de la dualidad que atraviesa todo el pensamientos burgués entre libertad moral del sujeto y necesidad natural. Como quiera que la necesidad de la economía depende según esta línea de pensamiento -que constituye hoy la ideología dominante- de la acción de sujetos humanos en un contexto en que  esta acción aparece separada de sus resultados (y de sus causas), la necesidad de lo económico resulta no ser sino el otro aspecto del despliegue de una esencia humana, su aspecto invisible, su despliegue fuera de sí. Por este motivo, Althusser atacará en Pour Marx tanto el economicismo como el humanismo, por mucho que este último se haya presentado en algunos importantes autores marxistas como Gramsci o Lukács como la vía de salida del callejón de salida economicista. En ambos casos, estamos ante esquemas de causalidad expresiva, esquemas que, desde el punto de vista del tiempo solo pueden entender racionalmente los procesos que conducen hasta el presente, pero nunca plantearse ese futuro abierto que exige la política.

La historia materialista se verá así limitada en su capacidad explicativa mientras siga presa de la causalidad expresiva y no sea capaz de comprender la articulación aleatoria de temporalidades distintas en el funcionamiento de una estructura social. Solo la relativa autonomía de las temporalidades de la producción material, del derecho, la política, la religión, etc. permite entender los efectos de coyuntura, el posible desmembramiento de las estructuras existentes y la composición de otras nuevas. El desfase entre unos tiempos y otros, la no totalización del conjunto de las esferas de la vida de una sociedad bajo el tiempo único de una esencia determinante hace posible la historia del futuro y la acción política. De ahí que Althusser hable explícitamente de dos historias: Una historia de la determinación económica y una historia que sería la del presente y del futuro, la de la política. Una historia por lo tanto de la determinación económica y una historia de la contingencia, de la coyuntura y de la acción. En Sobre la dialéctica materialista, denunciará la confusión existente entre estos dos tipos de historia:

« como si pudieran confundirse -dirá- la práctica teórica de un historiador clásico que analiza el pasado con la práctica de un dirigente revolucionario que reflexiona en el presente sobre el presente, sobre la necesidad que hay que realizar, sobre los medios para producirla, sobre los puntos de aplicación estratégicos de estos medios, en resumen sobre su propia acción, puesto que él actúa sobre la historia concreta. [...] Por mucho que un ideólogo se empeñe en sumergirlo bajo la demostración de un análisis histórico: un hombrecito está siempre allí, en la llanura de la historia y de nuestra vida, este eterno “momento actual”.3».

En el momento de escribir esto, Gramsci constituye para Althusser un grave problema. Por un lado,  aun siendo casi ignorado en el Partido Comunista Francés, su figura se asocia en el Partido italiano con formas extremadas de humanismo y de historicismo. Althusser reconoce que el “historicismo absoluto” de Gramsci puede constituir una correcta aplicación de una tesis materialista fundamental del marxismo:

“Al presentar el marxismo como un historicismo, Gramsci resalta una determinación esencial para la teoría marxista: su papel práctico en la historia real. Una de las constantes preocupaciones de Gramsci se refiere al papel histórico-práctico de lo que denomina, retomando la concepción crociana de la religión, las grandes concepciones del mundo o ideologías: se trata de formaciones teóricas capaces de penetrar en la vida práctica de los hombres, por lo tanto de inspirar y animar a toda una época histórica, dando a los hombres, no solo a los intelectuales, sino también y sobre todo a los simples, a la vez una visión general del curso del mundo y una regla de conducta práctica.”

Sin embargo, desde el punto de vista filosófico, el historicismo de Gramsci incurre para Althusser en una peligrosa confusión entre la filosofía y la teoría materialista de la historia, una confusión idealista que hace que coincidan la historia real y su concepto negando la autonomía de la práctica científica y haciendo de la historia efectiva el lugar de despliegue de una verdad...filosófica. La historia queda así dominada por la filosofía y se confunden las determinaciones del objeto histórico con el despliegue de una verdad. La ciencia histórica pierde a la vez su objeto y su propia autonomía. Desde el punto de vista que adopta Althusser en Leer El Capital, para Gramsci, que equipara la ciencia marxista y las demás ciencias a las ideologías, la verdad no es un producto de una práctica específica sino una esencia que se despliega y revela en la historia. De este modo, lo que podía haber sido una útil afirmación de una tesis marxista sobre la relación entre el saber y la práctica en el marco de la historia real, se convierte en su contrario, pues ya no se trata de que el pensamiento actúe como una fuerza material e histórica, sino de que las fuerzas materiales produzcan los efectos del pensamiento.

El Maquiavelo de Gramsci

Para el Althusser de Leer El Capital, Gramsci será el ejemplo de un pensador genial pero contradictorio. En cierto modo, en una escritura dominada por los enfrentamientos de una coyuntura filosófica donde se imponía la lucha antihumanista, el humanismo integral y el historicismo integral de Gramsci podían verse como un peligroso instrumento en manos del enemigo teórico. Sin embargo, paralelamente al ataque abierto contra el Gramsci historicista, nos encontramos en esa misma época con un texto de Althusser donde la visión de Gramsci es muy distinta: el curso sobre Althusser de 1962 que, tras una continua reelaboración acabó constituyendo uno de sus más importantes textos póstumamente publicados: Machiavel et nous, texto cuya redacción final puede datarse a principios de los 70.

En Machiavel et Nous, Gramsci, en concreto el Cuaderno 13 de sus cuadernos de la cárcel titulado Pequeñas notas sobre Maquiavelo (Noterelle sul Machiavelli), ocupa un lugar decisivo. Frente al “misterio” de Maquiavelo que han reconocido muchos autores desde Croce a Merleau-Ponty, Gramsci intenta resituar la obra y, sobre todo, El Príncipe en el contexto histórico y político de su época. Lo hace reconociendo en Maquiavelo no solo el fundador de una ciencia política autónoma respecto de la teología o de la moral, sino el inspirador en el presente de una teoría original del partido como sujeto político, del partido como Príncipe Moderno, eco del Nuevo Príncipe maquiaveliano. Maquiavelo es, para Gramsci un pensador de actualidad, pues gracias a él será posible definir las condiciones de una actividad política al margen de los determinismos económicos o providenciales-dialécticos en que se encontraba encerrado el marxismo en ese momento - paso de los años 20 a los 30 del siglo pasado – en que se constituye el bloque ideológico staliniano. Comprobamos, de paso, la gran cercanía de los problemas planteados por Althusser en Lire Le Capital con los que cuarenta años antes se planteaba Gramsci. Ambos se enfrentaban, en efecto, a un mismo macizo ideológico denominado “socialismo científico” y ambos se esfuerzan por liberar la práctica política del proletariado y de sus organizaciones de esta traba. No es exagerado afirmar que Maquiavelo es, para Antonio Gramsci, uno de los grandes autores de referencia: es el único al que dedica un cuaderno entero y sobre cuyo modelo planea escribir una obra. Una primera redacción del párrafo 21 del cuaderno 13 decía lo siguiente:

“Marx y Maquiavelo. Este tema puede dar lugar a un doble trabajo: un estudio sobre las relaciones reales entre los dos como teóricos de la política militante, de la acción, y un libro que extrajese de las doctrinas marxistas un sistema ordenado de política actual del tipo Príncipe. El tema sería el partido político en sus relaciones con las clases y con el Estado: no el partido como categoría sociológica, sino el partido que quiere fundar el Estado.[...]Se trataría, en resumen, no de compilar un repertorio de máximas políticas, sino de escribir un libro “dramático” en cierto sentido, un drama histórico en acto, en el que las máximas políticas se presentasen come necesidad individualizada y no como principios de ciencia”.

Por otra parte, en este cuaderno clave en la elaboración teórica de Gramsci, nos encontraremos, a propósito de Maquiavelo con algunos de los topoi clásicos del gramscismo: guerra de movimientos-guerra de posiciones, violencia-hegemonía, oriente y occidente, etc. Maquiavelo, para el Gramsci de la cárcel, es una auténtica llave de salida de sus “dos cárceles”: la cárcel de piedra fascista y la cárcel de palabras del stalinismo ascendente. Frente al determinismo histórico del macizo ideológico marxista, frente al providencialismo basado en el “saber científico” de los dirigentes de los partidos, Gramsci, apoyándose en Maquiavelo  propone una nueva teoría de la práctica política como “necesidad individualizada” no reductible a los principios generales de ninguna ciencia, ni deducible de ellos. Décadas antes de la propuesta althusseriana de un materialismo aleatorio, Gramsci propone ya una política de la singularidad activa en la coyuntura.

Esta perspectiva de la singularidad se opone a toda concepción de la historia basada en supuestas leyes. La racionalidad de la historia no se basa en leyes a priori, sino en un hacer que constituye la nueva realidad y las leyes que la rigen. De ahí que El Príncipe no sea una descripción de constantes de la política, una formulación de leyes, sino un conjunto de máximas y ejemplos organizados en torno a una exhortación final “A tomar Italia y a liberarla del poder de los bárbaros”. El Príncipe será así, ante todo, un manifiesto, un manifiesto dirigido públicamente y desde el pueblo (cf. dedicatoria) a un príncipe que aún no existe para exhortarlo a dar el paso, desviándose del curso normal de las cosas, que permita crear en Italia un Estado moderno sobre el modelo de Francia o de España.

“La doctrina de Maquiavelo no era en su tiempo una cosa puramente “libresca”, un monopolio de pensadores aislados, un libro secreto que circula entre iniciados. El estilo de Maquiavelo no es el de un tratadista sistemático, como los que había en la Edad Media y el Humanismo, es enteramente otra cosa: es estilo de hombre de acción, de quien quiere impulsar a la acción, es estilo de “manifiesto” de partido.” (Q13§20)

Se han planteado los historiadores del pensamiento la cuestión del destinatario de este manifiesto. Hay un destinatario manifiesto del Príncipe que es un príncipe muy concreto, Lorenzo el Magnífico de Medicis, el duque de Florencia, pero vemos que en el texto mismo se van definiendo los términos de una ecuación cuya “x” apunta mucho más allá de este destinatario formal. Van determinándose en el texto del Príncipe las condiciones que deben cumplirse para que surja un príncipe, pero ese príncipe es aún desconocido, es más es por motivos esenciales, un príncipe que no existe. Los príncipes que existen, por el hecho mismo de seguir siéndolo, no necesitan las lecciones ni las exhortaciones de Maquiavelo: ellos o no necesitan saber o, en cierto modo, ya saben. Así nos dirá Gramsci que:

“Se puede suponer por consiguiente que Maquiavelo tenía en mente a “quien no sabe”, que su intención era hacer la educación política de “quien no sabe”, una educación política no negativa, de odiadores de tiranos, como parecería entenderlo Foscolo, sino positiva, de quien debe reconocer como necesarios determinados medios, aunque sean propios de los tiranos, porque quiere determinados fines.[...] ¿Quién, pues, “no sabe”? La clase revolucionaria de su tiempo, el “pueblo” y la “nación italiana”, la democracia ciudadana que expresa desde su interior mismo los Savonarola o los Pier Soderini y no los Castruccio o los Valentino. Puede considerarse que Maquiavelo quiere convencer a estas fuerzas de la necesidad de tener un “jefe” que sepa lo que quiere y como obtener lo que quiere, y de aceptarlo con entusiasmo aunque sus actos puedan ser o parecer contrarios a la ideología difusa del tiempo, la religión.” (Q13§20)

El Príncipe es así, para Gramsci, un manifiesto revolucionario popular. Es, por consiguiente, un texto con características propias en las que destaca la dimensión mítica en su compleja articulación con el contenido racional: “La característica general del Príncipe es que no constituye un tratado sistemático sino un libro “vivo” en el que ideología política y ciencia política se funden en la forma dramática del mito. Las formas en que la ciencia política se configuraba se movían entre la utopía y el tratado escolar antes de Maquiavelo , este dio a su concepción la forma fantástica y artística, gracias a la cual el elemento doctrinal y racional se encarna en un “condottiero” que representa plásticamente y “antropomórficamente” el símbolo de la voluntad colectiva” (Q13, 1)

Ahora bien, el Príncipe mítico no existe todavía: el manifiesto es un dispositivo para traerlo a la existencia. El manifiesto aspira a constituir a partir de esa figura imposible a la vez mítica y racional, de ese monstruo que debe poder ser hombre y bestia, zorro y león, que se sitúa para poder fundarla fuera del orden de la ciudad y de sus poderes constituidos, un nuevo sujeto político que Maquiavelo concibe como un individuo dotado de una potencia propia (virtù) capaz de determinar a su favor las condiciones objetivas, de actuar en la coyuntura como la pieza que falta para subvertir los equilibrios del orden que ya existe y producir un orden nuevo. El Príncipe de Maquiavelo, como su heredero, el Abraham de Hegel o como el clinamen de Lucrecio, surge de la nada. El Príncipe “está escrito para un hipotético “hombre de la providencia” que podría manifestarse como se manifestara el Valentino u otros “condottieri”, a partir de la nada, sin tradición dinástica, por sus cualidades militares excepcionales.”

No se puede llegar más lejos del “marxismo realmente existente” en los años 30. Del marco determinista ya sea económico o dialéctico no queda aquí nada. Estamos ante una nueva lógica, una lógica de los encuentros al margen del principio de razón, ante una teoría de lo singular complejo, de la articulación aleatoria de lo múltiple, de la inmanencia radical que niega toda reducción del proceso histórico a una esencia simple. Así critica Gramsci en el cuaderno sobre Maquiavelo el marxismo determinista como un “partido” contrario a la necesaria articulación de fuerzas, a la constitución de un bloque histórico que exige compromisos, un partido marcado por: “la convicción férrea de que existen para el desarrollo histórico leyes objetivas que tienen el mismo carácter que las leyes naturales, junto a la persuasión de un finalismo fatalista semejante al religioso; dado que las condiciones favorables acabarán fatalmente por darse y estarán determinados por ellas, de un modo algo misterioso, con acontecimientos palingenéticos, se concluye la inutilidad sino el carácter nocivo de toda iniciativa voluntaria tendente a predisponer estas situaciones conforme a un plan.”(Q13.§22). Es difícil no reconocer el mismo tono e incluso argumentos semejantes que los empleados por Althusser en sus críticas al economicismo, al humanismo y a la dialéctica...e incluso a Antonio Gramsci en Lire Le Capital.

Del lado de Althusser

Althusser dedica un capítulo casi entero de Machiavel et nous a la lectura gramsciana de Maquiavelo. Aquí ya están enteramente ausentes los tonos de la polémica anithumanista y antihistoricista y, en torno a Maquiavelo, se establece con Gramsci una alianza teórica mucho más fuerte que la anterior discordia.  Althusser coincide en lo fundamental de su análisis con los elementos resaltados por Gramsci: la determinación histórica del texto del Príncipe como manifiesto en favor de la constitución de una monarquía absoluta y de un Estado soberano territorial de base popular, la calificación del Príncipe como un manifiesto, así como el vacío en el que se sitúa la figura del Príncipe, su falta de pasado, de linaje, de posición social en el orden existente. Se resalta también el hecho de que la intervención del nuevo príncipe no se desprende de las condiciones establecidas sino que, por el contrario, modifica este marco radicalmente, produciendo efectos incalculables. Althusser reconoce así plenamente su deuda con Gramsci, pero va más allá, avanza de manera más clara y abierta hacia la perspectiva de un materialismo aleatorio.

Althusser reconocerá en Gramsci el sagaz lector de Maquiavelo que ha logrado reconocer en el Florentino lo que otros no consiguieron ver: el formulador de una historia escrita en futuro o abierta al futuro. Es esta la otra historia que, como vimos, reclamaba Althusser en Lire Le Capital. Es útil aquí recurrir al contraste entre el Maquiavelo de Gramsci y de Althusser y el de Hegel. Hegel se interesó también por Maquiavelo en un texto del capítulo nueve de su Constitución de Alemania escrito entre 1798 y 1803. Hegel fue capaz de reconocer en Maquiavelo la formulación de un problema político similar al planteado por la Alemania dividida y débil de principios del XIX, una Alemania que, como la Italia de Maquiavelo, necesitaba un Estado que la modernizase. Sin embargo, aun siendo consciente del carácter político del problema maquiaveliano -y alemán- solo pudo Hegel pensarlo desde la perspectiva especulativa, desde el eterno presente de la idea del Estado, desde la fe en su necesario despliegue reconocible en el presente.

Gramsci no entra en esa especulación y, maquiavelianamente, “va dritto alla realtà effettuale della cosa”. Emite Gramsci un diagnóstico sobre la situación italiana cuyo desarrollo social y político se encontraba bloqueado por la persistencia de ese peculiar “momento democrático” -para Gramsci un momento de estacamiento de indecisión en la lucha de clases- que se llama fascismo. Italia está unificada cuando escribe Gramsci desde hace más de 60 años, pero está “mal” unificada. Persiste la cuestión meridional, la situación semicolonial del sur de Italia respecto del norte industrial, persiste también la explotación del proletariado y de las demás clases trabajadoras. Maquiavelo, para Gramsci, encerrado en su prisión fascista -cuyos muros eran el más claro exponente del bloqueo del proceso histórico- representa una perspectiva de acción política: la de la constitución de un nuevo Estado. Althusser afirma así que: “Si Maquiavelo le habla a Gramsci, no es en pasado, sino en presente, mejor aún, en futuro” (MeN.45)

¿Qué es lo que ve Gramsci en Maquiavelo según Althusser? A la vez la necesidad de lograr la unidad nacional italiana y la exigencia para ello de un instrumento específico: “una nación no se constituye espontáneamente. Los elementos preexistentes no se unifican por sí mismos. Hace falta un instrumento que forje su unidad, reúna sus elementos reales o potenciales, defienda la unidad realizada y extienda potencialmente sus fronteras. Este instrumento es el Estado nacional único.” La constitución de ese Estado que realiza la unidad nacional es, según la lectura de Gramsci, el fin que se propone Maquiavelo. El fin del propio Gramsci es “la revolución proletaria y la instauración del socialismo” en las condiciones peculiares y particularmente complejas de Occidente.

Si para la creación del Estado nacional Maquiavelo había reconocido la necesidad de un Príncipe Nuevo, Gramsci llamará Príncipe Moderno al sujeto político capaz de dar forma a la materia existente, de unificar como fuerza nacional al proletariado disperso y desorganizado bajo ese violentísimo momento inorgánico que es el fascismo. La finalidad es la constitución de un bloque histórico junto con otras clases y otros aparatos políticos e ideológicos en el que el proletariado y su partido ejerzan su hegemonía. “El Príncipe Moderno de Gramsci -dirá Althusser- es el partido político proletario marxista-leninista. Ya no es un simple individuo y la historia no está a la merced de la “virtù” de ese individuo (p.48).

Vimos como Gramsci calificaba el texto del Príncipe de “manifiesto revolucionario”. Althusser explorará las características de ese manifiesto partiendo de la definición gramsciana. Verá en él “un dispositivo enteramente específico que establece relaciones particulares entre el discurso y su “objeto”, entre el discurso y su “sujeto”.  Para Althusser, El Príncipe es un texto inquietante (“saisissant”) pero al mismo tiempo inasible (“insaisissable”). Un texto que interpela a su lector y lo sobrecoge (“saisit”), pero que todos su lectores reconocen como inasible. Esto obedece a su profundo desfase respecto de lo que es un texto científico “normal”. Maquiavelo proclama ciertamente en el prólogo de los Discorsi que ha descubierto un nuevo territorio, una nueva ciencia, pero su ciencia no es aplicación de unos principios generales a los que se pliegan los casos particulares como en Montesquieu -o en el socialismo científico- sino una ciencia de otro tipo. Si en la ciencia “normal” existe un discurso sin sujeto, sin destinatario ni interlocutor, un discurso válido para todos y para nadie, la teoría de Maquiavelo, si se aborda al margen de toda subjetividad, de toda acción, escapa de las manos al lector, como un puñado de arena: “si hay ciertamente en él una teoría, resulta sumamente difícil e incluso imposible enunciarla de forma sistemática, bajo la forma de la universalidad del concepto, que, sin embargo, debería revestir.”4 El pensamiento de Maquiavelo se nos escurre entre las manos porque escapa a las buenas reglas convencionales. Cabe así preguntarse, según Althusser, “si estos textos no tendrían un modo de existencia enteramente distinto del enunciado de “leyes de la historia”.5

Veamos esto más de cerca: en primer lugar, los textos de Maquiavelo nos aparecen como elementos dispersos, anécdotas, historias y máximas no unificados por un hilo conductor claramente visible. Por otro lado, lo que caracteriza a los distintos fragmentos es el planteamiento de un problema político, no la contemplación especulativa de un objeto. Cuando Maquiavelo se interesa por la “verità effettuale della cosa”, se interesa, como nos enseña Gramsci por la singularidad de la cosa, del caso, pero “la cosa es también la causa, la tarea, el problema singular que hay que plantear y resolver” (52). La cosa se presenta así, a la vez que como objeto de un conocimiento, como causa singular de un deseo, de una acción, causa que se nos presenta imaginariamente como finalidad o como tarea.

El dispositivo teórico de Maquiavelo está dominado por el planteamiento de un problema político concreto. El planteamiento del problema de la práctica política está en el centro de todo: todos los elementos teóricos están por consiguiente dispuestos (todas las “leyes” que se quiera) en función de un problema político central. Ahora bien, este problema político en su especificidad histórica escinde el texto de Maquiavelo internamente otorgándole dos centros: 1) un centro teórico consituido por máximas y principios racionales y 2) un centro práctico representado por la dimensión práctica del propio texto, su estatuto de objeto, de cosa política, de dispositivo destinado a modificar las correlaciones de fuerzas, a crear una nueva realidad.

Nos encontramos así ante una escisión constitutiva entre ser y saber que el psicoanálisis lacaniano nos ha enseñado a reconocer como propia de la formación de todo sujeto. Lacan sostenía que el pienso luego existo cartesiano debería articularse como una disyuntiva: “pienso o existo” con la consecuencia que “no pienso allí donde existo” y “no existo donde pienso”. Un desfase interno constituye así al sujeto. Althusser como atento lector de Lacan piensa en esta escisión cuando se refiere a Maquiavelo. El texto del Príncipe aparece así como la conjunción de un discurso teórico con un discurso por el que se constituye un sujeto político. El Príncipe, como manifiesto, es un dispositivo significante, un conjunto de significantes que produce efectos en la historia. Nos encontramos así según Althusser en un mismo texto con dos espacios discursivos:

“El espacio de la teoría pura, suponiendo que exista, contrasta efectivamente con el espacio de la práctica política. Para resumir esta diferencia, podemos decir muy esquemáticamente, y en términos que habría que transformar, que el primer espacio, teórico, no tiene sujeto (la verdad vale para todo sujeto posible), mientras que el segundo solo tiene sentido por su sujeto, posible o necesario, ya sea este el Príncipe Nuevo de Maquiavelo o el Príncipe Moderno de Gramsci. Para dejar aquí de lado el término ambiguo de sujeto que convendría sustituir por el término agente, digamos que el espacio presente de un análisis de coyuntura política, en su propia contextura, hecha de fuerzas opuestas y entremezcladas solo tiene sentido si preserva o contiene un determinado lugar, cierto lugar vacío, vacío para rellenarlo, vacío para insertar la acción de un individuo o de un grupo de hombres que vendrán a tomar en él posición y apoyo, para reunir las fuerzas capaces de cumplir la tarea política asignada por la historia -vacío para el futuro. “ 6

Un (re)encuentro en lo aleatorio

Si se recuerda la crítica de Althusser a Gramsci en Lire Le Capital, veremos que Gramsci se identifica con el historicismo y el historicismo a su vez con la confusión entre historia (materialismo histórico) y filosofía (materialismo dialéctico). La verdad científica (histórica), según la lectura que Althusser hacía de Gramsci en aquel texto aparecía como el despliegue de una esencia en la historia. La idea era así un momento del despliegue de su objeto o por decirlo en los términos spinozistas caros a Althusser “la idea del círculo aparece como un desarrollo del círculo real”.

En el texto de Althusser que ahora leemos se da un cambio completo de perspectiva, al menos en cuanto se reconoce a Gramsci como el principal lector marxista de Maquiavelo: la presencia de la teoría en la realidad histórica ya no obedece a que la teoría sea una expresión de la realidad histórica, sino que se explica por la colocación en ella de una “máquina de guerra” político-ideológica, el dispositivo “manifiesto”. El Príncipe no es una mera producción histórica indistinguible de las ideologías. Por un lado tiene un carácter racional y científico, resultante de una práctica autónoma. Por otro, sin embargo, es un aparato de subjetivación en el cual se configuran a la vez el Príncipe -definido por el conjunto de caracteres subjetivos que constituyen la “virtù”- y el pueblo que desea y reclama el surgimiento del Príncipe. El manifiesto es una potente interpelación del texto al príncipe y al pueblo que deben ocupar su vacío interno, deben dar forma a la vez al texto y a la realidad. No hay así una lógica determinista, no hay despliegue de una esencia, sino estrategia, trabajo y acción sobre una realidad existente. El Príncipe y el texto que lo acoge como conjunto de significantes que lo sitúan como sujeto, al igual que el propio pueblo, es una realidad aleatoria, en teŕminos de Althusser: “un puro posible imposible aleatorio” (67).

Estamos aquí ante un nuevo tipo de teoría y una nueva inscripción de la teoría en la realidad y en la práctica en clara ruptura con la dialéctica y con el DiaMat staliniano.  Esta nueva problemática pertenece al materialismo aleatorio atribuido corrientemente al último Althusser...en un texto cuya primera redacción es de 1962. Sabemos que en escritos tardíos Althusser definió una línea en la historia de la filosofía que nombró “corriente subterránea del materialismo del encuentro”, materialismo aleatorio o - con una metáfora poética tomada de Lucrecio y de Malebranche quienes probablemente la tienen de la Física de Aristóteles-  “materialismo de la lluvia”. Esta línea, la de Demócrito y Epicuro, la de Spinoza, la de Marx, pero también la de Heidegger o Wittgenstein, se caracteriza por una fuerte afirmación de la facticidad del ser, de la necesidad de su contingencia, más allá del principio de razón que domina la metafísica occidental. Toda necesidad está así subordinada, como en el atomismo antiguo, al acontecimiento previo del encuentro aleatorio. De este modo, es posible pensar fuera de toda trascendencia del ego, en un riguroso plano de inmanencia, las condiciones de una práctica y de la inscripción del individuo humano activo en la realidad, así como los efectos que mediante su práctica puede llegar a producir en ella. No existe así necesidad más que en los órdenes ya constituidos, que estabilizan el encuentro inicial y lo reproducen. Estos órdenes son siempre precarios, siempre relativamente inestables, pues dependen de la articulación de numerosos factores tanto internos como externos. La acción de un individuo o de un grupo (un individuo colectivo) puede determinar así el nacimiento de un orden a partir del desorden o la destrucción concurrente de un orden anterior.

Gramsci, como reconoce Althusser, piensa en estos términos que no son sino los de un pensamiento “en la coyuntura”, atravesado por la realidad que, a través de esa parte de ella que es el propio texto del manifiesto, reclama la constitución de un nuevo sujeto político. Esto permite a Althusser una reconciliación con Gramsci contra el enemigo común economicista y determinista, contra el macizo ideológico del stalinismo. De ahí que, al final del capítulo, Gramsci sea, para Althusser el igual de Maquiavelo en su insasibilidad:

“No es casual que Gramsci, habiendo comprendido el carácter inasible de Maquiavelo, haya podido comprender a Maquiavelo, ni que hable de él en un texto del que Merleau-Ponty podría haber dicho: “¿Cómo lo comprenderíamos?” De hecho, Gramsci es también inasible, por las mismas razones que nos hacen inasible a Maquiavelo.”









De la deuda a la casta...y vuelta.


(Para quienes asistieron al acto sobre la deuda ilegítima y también para las demás personas interesadas en el tema, dejo aquí el guión de la intervención que tenía prevista y a la que renuncié para dejar tiempo al debate)


Se ha solido asociar la cuestión de la deuda con dos dimensiones, la económica y la moral. Desde el punto de vista económico, la deuda aparece como una transacción diferida, como un intercambio cuyas dos fases, el préstamo y el reembolso, el acto de dar y la recepción de la contrapartida están separados en el tiempo. Por otra parte, desde el punto de vista moral, la deuda es el modelo de la obligación: el sujeto moral se ve obligado a devolver lo que le ha sido prestado en las condiciones estipuladas por el contrato. Su dignidad personal, su crédito moral, su palabra, quedan empeñados al suscribir la deuda.

Tanto desde el punto de vista económico como del moral, la deuda instituye aparentemente una relación entre iguales comparable a cualquier contrato. Yo compro una cosa a otra persona y es evidente que se la tengo que pagar, sin lo cual le estaré robando. La tengo que pagar porque contraté libremente con una persona jurídicamente igual a mí y bajo unas normas jurídicas idénticas para los dos. Se considera que el pago por una mercancía que yo compro extingue toda obligación hacia el vendedor. De este modo, las relaciones de mercado aparecen como relaciones libres entre agentes iguales. Antes y después de la transacción comercial cada uno de los sujetos es libre y no tiene ninguna relación estable con la otra parte contratante. Así, se ha visto en las relaciones de mercado el modelo de una liberación respecto de las relaciones de poder personal feudales o de la dependencia del individuo respecto de una comunidad. El mercado solo crea una comunidad transitoria, efímera, destinada a desaparecer, en el momento mismo de la transacción. Su modelo es la interacción a distancia a través de relaciones de intercambio entre propietarios. Kant compara esta comunidad de los propietarios con la acción a distancia de los cuerpos celestes. Marx afirma que en la sociedad de mercado, cada individuo tiene sus relaciones sociales en el bolsillo. Frente a toda comunidad directa entre los seres humanos, lo que crea el mercado es una comunidad inmunitaria, una comunidad que se autodestruye.

Si bien la relación de deuda se basa en una contrato, tiene una particularidad que la distingue radicalmente de cualquier intercambio mercantil: la separación en el tiempo entre sus dos momentos fundamentales, la entrega del bien (del dinero) y el pago de la contrapartida (capital + interés). La liberación de toda obligación que supone el pago tarda en producirse y puede demorarse mucho tiempo. Esta particularidad es el primer elemento que distingue la relación de endeudamiento de cualquier relación de intercambio mercantil. Por otra parte, esa distancia en el tiempo asocia la deuda a la vida: no constituye un momento puntual sino una relación estable que el sujeto endeudado establece con el deudor. Es además, una relación de desigualdad, pues la deuda se contrae por la imposibilidad que tiene quien la pide de dar inmediatamente una contrapartida a su acreedor. Los sujetos de la relación de deuda, aunque sean formalmente los mismos que operan en la de intercambio mercantil son en realidad muy distintos: el prestamista tiene algo, una cantidad de dinero que puede prestar, pero la persona que pide el crédito no tiene nada más que una determinada extensión de vida, de actividad, de tiempo futuro, nada más que una simple promesa, que dar inmediatamente a cambio. Esa promesa está, sin embargo, acompañada de "garantías". Al contratar un préstamo se acabó el anonimato de la relación comercial: el prestador exige del individuo que le solicita un préstamo información sobre sus ingresos, sobre sus condiciones de vida, sus relaciones, sobre personas que puedan responder por él. Se trata para el prestamista de conocer lo mejor posible a la persona a quien concede el préstamo. Esta, por su lado, se esfuerza por dar buena impresión, dar garantías de que cumplirá su promesa de pago, dando muestras de seguridad e sí mismo, de firmeza y determinación frente a un futuro aleatorio. El crédito se concede como una apuesta sobre el futuro que debe ser lo menos arriesgada posible. Para ello, el prestador controla y el solicitante del prestamo da todas las garantías necesarias. Así ilustra estas crueles garantías Nietzsche en el segundo tratado de la Genealogía de la moral, "Sobre la deuda, la mala conciencia y otros asuntos conexos":

"El deudor, para inspirar confianza en su promesa de reembolso, para dar garantía de la seriedad y sacralidad de su promesa, para inculcar en su propia conciencia el reembolso como un deber, como una obligación, empeña en virtud de un contrato, a favor del acreedor y para el caso de que él no pague, otra cosa que aún , otra cosa que todavía tiene en su poder, por ejemplo su cuerpo, su mujer, su
libertad o incluso su vida (o, cuando se dan determinadas presuposiciones religiosas, incluso su bienaventuranza, la salvación de su alma, en último término incluso su paz en la tumba: así sucede en Egipto, donde el cadáver del deudor no encontraba descanso frente al acreedor ni siquiera en la
timba, si bien es verdad que precisamente entre los egipcios ese descanso era un tanto especial). Sobre todo, el acreedor podía infligir al cuerpo del deudor todo tipo de ultrajes y torturas, por ejemplo cortar de él la cantidad que pareciese proporcionada a la magnitud de la deuda: y ya tempranamente y y en todas partes hubo a estos efectos estimaciones exactas conforme a Derecho —en ocasiones descendían a detalles tan minúsculos como estremecedores— de los distintos miembros y lugares del cuerpo."

Donde había antes una relación entre sujetos independientes se establece un vínculo estable, aunque fuertemente asimétrico. El banco controla, ejerce un auténtico poder individualizado sobre el sujeto endeudado. Este se somete a ese control con docilidad, se autodisciplina y adapta su actuación presente e incluso su futuro a las condiciones establecidas por la deuda. Hay una relación moral de confianza, de confianza que se da y de confianza que se esfuerza uno por merecer. No es así necesario que el acreedor controle constantemente a su deudor, pues este asumirá él mismo ese control, velando por cumplir las condiciones de reembolso, mostrando laboriosidad, parsimonia y otras virtudes prácticas. La relación de deuda, al ser una relación intersubjetiva, singular, se convierte en relación moral. Las deudas se pagan y si no pago mis deudas pierdo mi crédito, pierdo la confianza que en mi se depositó.

Cuando ha podido pagar la deuda en el plazo estipulado, la situación del deudor es la misma que la del comprador de una mercancía una vez que se la ha pagado al vendedor. Está libre de cualquier tipo de obligación. Sin embargo, esto no es siempre así: en caso de que, a pesar de todos los esfuerzos por ser creíble y responder a sus obligaciones, el deudor no pueda hacer frente por circunstancias imprevistas al reembolso de su deuda, su situación será más complicada, pues tendrá que renegociar los plazos y cantidades, volver a dar garantías, nuevas y más estrictas esta vez. El pago se retrasa, la inseguridad aumenta, el interés de la deuda también. La deuda se acumula y obliga a nuevas negociaciones con el acreedor. Se pasa de tener una deuda a ser "endeudado", a ingresar en la condición estable de endeudado. Las consecuencias del endeudamiento pueden ser graves: empobrecimiento, pérdida de ingreso disponible, de patrimonio, de la vivienda (desahucios).

La relación de deuda es así una relación constitutiva de un tipo nuevo de subjetividad y de sujeción, de un tipo específico de poder. Nietzsche llega a afirmar que es la relación que crea la subjetividad humana propiamente dicha, la conciencia como memoria de la deuda. Se trata de un poder singularizado, próximo al individuo, internalizado por él. La deuda se convierte en culpa. La lengua alemana tiene, como señalaba Nietzsche una palabra única para las dos: Schuld. Cuando la deuda se hace un modo de vida, se convierte en una culpa inexpiable. El discurso del poder neoliberal se basa en ese sentimiento de culpa: nunca se es bastante capaz de garantizar el pago de la deuda, nunca se es bastante competitivo. Se nos dice: "Hay que pagar las deudas". Se repite "Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora nos toca pagar". El régimen juega con las "evidencias" que sustentan esa relación de poder y se vale de ellas para legitimar el dominio de una casta financiera frente a una sociedad endeudada y progresivamente expropiada de sus bienes comunes, de sus derechos, de sus viviendas, por el pago de una deuda que se come el futuro. La deuda crea la casta.

El origen de la deuda es político: es la desigualdad, la perfecta asimetría existente entre el prestador y el deudor, entre el que tiene y el que no tiene. No es una relación comercial abstracta sino desde el principio mismo una relación de dominación que poco tiene que ver con el intercambio mercantil. Una deuda que se hace impagable sirve de base a una nueva forma de esclavitud, pues el acreedor se hace dueño del presente y del futuro de la persona endeudada. La deuda de los Estados obedece al mismo principio que la deuda privada, aunque hay que añadir en este caso la corrupción estructural de un grupo dirigente político que representa fielmente al capital financiero y considera esta nueva esclavitud como una relación natural. De ahí que se le denomine con un término certero: casta, pues casta es el grupo social que, como en la India, afirma la naturalidad de sus privilegios. La deuda como relación política, más allá de la moral y de la economía, es el fundamento del poder de la casta, pero también su principal instrumento de legitimación. La solución del problema de la deuda no podrá ser por consiguiente ni moral ni económica, sino política, pues político es su propio origen. La política tendrá que prevalecer sobre la falsa naturalidad de la economía y el falso moralismo de la culpa. La política tendrá que devolvernos la libertad frente a esta nueva esclavitud.


martes, 10 de junio de 2014

Carta abierta a los redactores del País que "informan" sobre Podemos.



Tito Livio

“Tampoco se puede tildar de desordenada a una república con alguna razón cuando hay tantos ejemplos de virtud, porque los buenos ejemplos nacen de la buena educación, la buena educación de las buenas leyes y las buenas leyes de esos tumultos a los que muchos condenan con desconsideración”. (Maquiavelo, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio)


Carta abierta a los redactores del País que "informan" sobre Podemos.
(Respuesta al artículo Las bases de Podemos se enfrentan a sus fundadores para exigir democracia interna, publicado en el El País del 9 de junio de 2014)

Pues sí, señores redactores del País, en Podemos se discute. Discutimos por dos razones: porque tenemos libertad para hacerlo y luchamos por preservarla y porque nos jugamos en esa discusión cosas muy serias. Tal vez ustedes ni lo entiendan ni lo puedan entender. Ese desorden y esa discrepancia abierta se llaman democracia, se llaman libertad y no son causa de impotencia, sino, como ustedes pueden apreciar, de la propia potencia de Podemos, de su carácter expansivo, de su fuerte transversalidad social e ideológica.

Nosotros no partimos de una supuesta verdad predeterminada, ni de las órdenes de alguien que nos manda o que nos paga -como los dueños de su periódico les pagan a ustedes para crear la opinión que les conviene- sino que vamos pacientemente descubriendo juntos, dentro del sentido común y a partir de la decencia común algunas verdades que podemos compartir y que nos permiten actuar. Podemos se les va a escapar de las manos, pues no es un partido al uso, sino una organización que se enorgullece de haber aprendido del gran ejercicio de libertad que fue el 15M y no está dispuesta a incurrir en los errores de la politica tradicional de la izquierda, basada en supuestas verdades, patrimonio de direcciones iluminadas.


La política de la izquierda tradicional condujo a esta al aislamiento y la derrota según dos modalidades: la imposición mediante la violencia de la verdad de la dirección cuando esta disponía del aparato de Estado, en otros términos, el terror, o la impotencia de las direcciones que carecían de medios para imponer su verdad, de los patéticos profetas desarmados del izquierdismo. La izquierda quedó encerrada en ese dilema despotenciador que hacía a unos justificar el terror y a otros regocijarse en su prepotente impotencia, ganándose ambos sectores el merecido repudio de una mayoría social.


Con Podemos, intentamos operar fuera de este dilema, partir de la gente normal y de sus opiniones, pensar y dialogar con una postura abierta que dé prioridad a los intereses, deseos y necesidades de la mayoría frente a los intereses de la Casta socialmente dominante y de las castas politicas y sindicales de la izquierda. Podemos es un enorme experimento, un ejercicio de autoeducación y de empoderamiento popular de un pueblo que sabe que tiene que hacer política y que tiene que llegar a gobernar, que tiene que debatir muy en serio problemas decisivos sin limitarse a atender los vacíos debates de la Casta en el parlamento que todavía controla o en sus lamentables tertulias.


No se inquieten por nosotros si discutimos: estamos cogiendo fuerzas para conquistar la libertad y recuperar la democracia. Roma, como nos enseña Tito Livio, no se hizo fuerte por su perfecta cohesión, sino por sus diferencias e incluso por sus tumultos. Fue esa capacidad de acoger en su seno la diferencia y el antagonismo lo que hizo libre a Roma y también la hizo potente. Es la incapacidad de coexistir con la libertad, su mojigato temor a la diferencia y al debate, su odio a la política y a la democracia lo que está sumiendo a la casta en esa crisis final de la que dan fe los últimos sondeos de intención de voto, esos que hacen de Podemos la tercera fuerza política de este país, una fuerza que sigue en ascenso libre, por mucho que ustedes procuren ocultarlo por medio de sus aparatos de propaganda.


Sin muchas esperanzas de que ustedes entiendan todo esto, les envío un atento saludo
JDS, miembro de Podemos.»

domingo, 1 de junio de 2014

UN PERRO MUERTO ES INMORTAL Sobre Initiation à la philosophie pour les non-philosophes, de Louis Althusser





UN PERRO MUERTO ES INMORTAL
Sobre Initiation à la philosophie pour les non-philosophes, de Louis Althusser
(Louis Althusser, Initiation à la philosophie pour les non-philosophes, texto establecido y anotado por G.M. Goshgarian, prefacio de Guillaume Sibertin-Blanc, París, PUF, 2014)
Por Juan Domingo Sánchez Estop

(Recensión publicada en el número 16 de la revista Youkali  )


1.
Muy a menudo nos encontramos en los escritos de Louis Althusser, en diferentes épocas, la expresión “autor sin obra”. Aparece en particular en la Introducción a la Initiation à la philosophie pour les non-philosophes, ese libro de finales de los años 70, casi terminado, pero hasta hace muy poco inédito, que las Presses universitaires de France (PUF) han publicado recientemente. La secuencia “autor sin obra” debe ponerse en relación con otra serie de significantes que surgen del campo semántico –tan caro a Althusser- del “resto”, del “desecho” o del “residuo”. Este campo de significantes se inscribe a su vez en el rechazo por la teoría de Althusser de cualquier forma de teleología. A este respecto, cabe señalar en Louis Althusser dos rechazos de la teleología: un rechazo absoluto, o spinozista, que niega los fines en nombre del carácter absoluto de la potencia, ya sea de Dios o del modo finito (el “Deus quatenus...”). Y un rechazo relativo, malebranchiano, que se opone a la teleología invocando el carácter simplemente ocasional de las causas de este mundo en comparación con la verdadera causa que sólo podría ser divina. El desecho, en este segundo caso, sería el conjunto de las ocasiones perdidas, el conjunto de las causas posibles que han quedado sin efecto. Así, hay dos rechazos diferentes de la teleología en nombre de una causa absoluta: sea inmanente (spinozista) o ausente (malebranchiana). Malebranche, releído por Althusser, incluye entre esas ocasiones perdidas todos los fenómenos que escapan al principio de razón finalista, como la lluvia que cae en el mar o en la arena1. Se trata, pues, de entes que no producirían efectos o que estarían privados de producir el efecto que les sería propio. Como lo dirá Althusser en la Initiation, lo propio de la filosofía materialista es “afirmar que existen en el mundo muchas cosas que no tienen ningún sentido y que no sirven para nada, [...] que hay pérdidas absolutas (que nunca son compensadas), derrotas inapelables, acontecimientos sin ningún sentido ni continuidad, empresas e incluso civilizaciones enteras que abortan y se pierden en la nada de la historia, sin dejar en ella ninguna traza, como esos grandes ríos que desaparecen en las arenas del desierto”2. Sucedería lo mismo, según Althusser, con el autor “sin obra”.

2.
Uno puede preguntarse, por otra parte, qué podría ser “un autor sin obra”, ya que los dos elementos del binomio constituido por la obra y su autor, el autor y su obra, parecen inseparables. Un autor sin obra sería o aquél cuya producción simplemente no existe o un autor cuyas obras no serían “suyas”, al no ser sino efecto de condiciones de existencia y de producción radicalmente exteriores. Queda aún un tercer caso posible, el del autor cuyas obras han desaparecido, destruidas por el mismo autor o por sus enemigos, o simplemente olvidadas, enterradas por los siglos, entregadas a la “crítica roedora de los ratones” según la expresión de Marx y Engels. Este último caso es frecuente en la historia del materialismo, esa tendencia filosófica esencialmente a contra-corriente y subterránea. Conocemos los casos de Demócrito y de Epicuro: la obra que de ellos nos ha llegado está formada sólo por pequeños fragmentos y el resto ha corrido la suerte de las gotas de lluvia caídas al mar. Ese es probablemente también, al menos parcialmente, el caso de Louis Althusser, que evocando la suerte trágica de su amigo Jacques Martin3, nos habla también de sí mismo cuando evoca la figura melancólica del filósofo sin obra. Pero esta última interpretación, en lo que atañe a Althusser, no debe concebirse excluyendo las otras dos que se han mencionado: la “im-propiedad” de la obra, que reconoce el crítico implacable de las nociones de sujeto y de autor que es Althusser, se uniría en su caso a los proyectos de obras que jamás realizó o a las grandes obras probablemente existentes de las que no encontramos traza, tal vez también a la gran cantidad de obras inéditas que todavía se encuentran en los fondos Althusser del IMEC.

3.
La Initiation à la philosophie pour les non-philosophes es un objeto extraño. El lector familiarizado con la obra de Louis Althusser se sorprende al tener entre sus manos el primer verdadero libro escrito por Louis Althusser –en todo caso el primero que ha sido publicado-, porque el resto de sus obras son ensayos de formato bastante reducido, como los dedicados a Montesquieu o a Rousseau, artículos o textos dispersos a veces reunidos en libros recopilatorios como Pour Marx, Positions o Élements d’autocritique, intervenciones en seminarios publicadas junto a las de otros participantes, como en Lire Le Capital, o cursos redactados o que, simplemente, permanecen como notas para una redacción posterior. Estamos, pues, frente al primer “verdadero” libro de Althusser concebido como tal que se haya publicado. El que este libro no fuera publicado por Althusser pese a lo acabado del manuscrito, es un bastante comprensible motivo de sorpresa para su editor, G.M. Goshgarian4, el más exacto traductor al inglés de las obras de Althusser. Esta sorpresa debe ser contextualizada y relativizada. Althusser omitió voluntariamente publicar bastantes de sus textos. La simple consulta del catálogo del fondo Althusser del IMEC conservado en la abadía de Ardennes permite, en efecto, constatar la existencia de varios “verdaderos” libros aún inéditos. A menudo los textos no fueron publicados por Althusser –como ocurre conotro gran libro casi terminado, Les Vaches Noires- por motivos relativos a la coyuntura política general o debido a la coyuntura interna del PCF; otros, por motivos más bien relacionados con la “coyuntura filosófica” en sentido estricto5. Podríamos considerar la no publicación de la Initiation por parte de Althusser como un indicativo de la profunda crisis que atraviesa el marxismo –y la propia problemática althusseriana- a finales de los años 70, de la que este libro sería, a nuestro juicio, síntoma. En contraste con la relativa seguridad que atestiguan los primeros grandes textos del althusserianismo como Pour Marx, Lire Le Capital o la Réponse à John Lewis, en la Initiation, la crisis del marxismo está presente y activa. Las numerosas alusiones del texto a una eventual “última oportunidad” de salvar el marxismo, ese encuentro entre la obra de Marx y el movimiento obrero que ha producido tan extraordinarios efectos políticos y teóricos, pero cuya potencia se ha desvanecido después del “post-Stalinismo” de principios de los años 60 y, más aún tras el “post-68”, presagian ya otros textos de nuestro autor de esa misma época y que estarán en ruptura abierta con la línea del PCF, como Ce qui ne peut plus durer dans le parti communiste (1978) o la comunicación Enfin la crise du marxisme en el coloquio de Venecia de 1977.

4.
La Initiation, por su título y por ciertos aspectos de su modo de exposición, podría tener la apariencia tranquilizadora de un manual, una especie de resumen en forma “popular” de los años gloriosos del marxismo confirmado por el “retorno a Marx”. Es cierto que Althusser y su círculo concibieron muchas veces el proyecto de un manual de marxismo o de filosofía marxista que nunca culminaron verdaderamente. Estaba en marcha un proyecto así dirigido a un público cubano, pero nunca llegó a realizarse. Sin embargo, es en el círculo althusseriano latinoamericano donde apareció ese verdadero “manual” de marxismo althusseriano que constituyen Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker. No se trata de un manual de filosofía marxista, pero contiene, fiel a su inspiración althusseriana, además de conceptos y proposiciones del materialismo histórico, las tesis del “materialismo dialéctico” que abren paso a esta teoría de la historia.
La Initiation se situará, sin embargo, de forma muy clara, en el ámbito de la filosofía, que en ella se declina, a los largo del texto como filosofía en general, filosofía materialista y filosofía marxista. Sin embargo, en el conjunto del libro, se percibe la coexistencia de dos niveles de lenguaje: el viejo “lenguaje oficial” del marxismo del Partido y otro discurso que lo trabaja desde el interior y lo transforma en algo totalmente distinto. En efecto, el “retorno a Marx” invocado por Althusser no es un retorno filológico a los textos marxianos. Althusser no ha sido nunca un “marxólogo”. Si hay retorno, es el “retorno” filosófico a algunas tesis de Marx y de Engels que tienen un valor estratégico y que serán reinterpretadas o desviadas (en un sentido casi debordiano) por Louis Althusser. Pero esas tesis se expresan en los principales significantes del “marxismo” de la Segunda y la Tercera internacionales , sobre todo, del stalinismo o del zhdanovismo: el “primado de la práctica”, es decir, de “la política” sobre “la teoría”, la “determinación en última instancia por la economía”, el papel dirigente y unificador del Partido, etc. Todo está ahí o, al menos, parece estar ahí. Pero todo es uniformemente subvertido por desplazamientos y deslizamientos de esos significantes que acaban por querer decir algo completamente distinto a lo que cabría esperar. Lo que Raymond Aron, en su crítica mordaz a Althusser, había denominado “marxismo imaginario”6 se convierte en el texto de la Initiation en un verdadero “staliismo imaginario” en el que, por debajo del texto staliniano, acontece un “retorno” a las tesis marxistas o, más simplemente, materialistas, cuando no la simple producción de estas.
El método de Althusser, como en muchos otros lugares de su obra, recuerda aquí al de Spinoza, que consiste en una infiltración en el lenguaje del adversario teórico que, respetando sus términos, consigue desarbolarlo por completo. Es lo que hace Spinoza en la Ética con la filosofía cartesiana y el conjunto de la tradición metafísica occidental, pero también, de forma mucho más abierta, en el Tratado teológico-político con el texto de la Escritura. Una técnica de la “impostura” o del “marranismo” filosófico está en funcionamiento en Althusser. Pero esta técnica no es un arte de la mentira sino un método de producción de verdades desde el interior mismo de la ideología. En esas condiciones, por tanto, la Initiation no puede ser un manual: un manual se construye en el orden apacible de las ideas de una doctrina acabada, mientras que en el libro de Althusser nos encontramos frente a un orden totalmente distinto, el orden de la invención polémica, de la infiltración y de la ocupación del terreno enemigo, que no se limita al simple análisis sino que lleva el antagonismo al seno mismo de la teoría.

5.
Si la Initiation, totalmente atravesada por esta tensión, que intentaremos ilustrar con algunos ejemplos, no puede ser un manual, sigue siendo pese a todo una Iniciación, en otro sentido del término, sin embargo, que ya nada tiene que ver con la simple “introducción” pero que tiene algo de rito iniciático, de esa particular práctica que desde el Protréptico de Aristóteles a las Meditaciones cartesianas o al Tratado de la reforma del entendimiento de Spinoza, condiciona y posibilita el ingreso en la filosofía. Si el objetivo declarado –y muy modesto- del libro es contribuir a que los no-filósofos puedan “hacerse una idea de lo que es la filosofía”, los medios movilizados para la realización de ese objetivo son numerosos y, en buena parte, inesperados. Una iniciación a la filosofía es tan difícil -¡para resultar inmediatamente tan simple!- como toda iniciación: “basta”, en efecto, abandonar el mundo en el que cada cual se reconoce para pasar a otro orden de realidad. Y sin embargo no hay nada místico en este spinozista y este maquiaveliano que es Louis Althusser. Al final del periplo iniciático encontraremos el mismo mundo que teníamos al principio, pero lo veremos, una vez iniciados “en” la filosofía, desde otro punto de vista, desde una forma de abstracción más completa, más concreta.
La Initiation se dirige a los no-filósofos. Se trata, para hablar de la filosofía, de tomar el punto de vista de ese exterior –que resultará constitutivo- del discurso filosófico que son las “filosofías espontáneas”7 de la gente que se ocupa de cosas totalmente distintas de la filosofía, sobre todo, el punto de vista de los que parecen estar más alejados de ella, los trabajadores. El gesto de Althusser recuerda aquí al de Maquiavelo, que, para hablar del Príncipe, toma el punto de vista del pueblo a fin de no incurrir en mistificaciones y acercarse lo más cerca posible de la “verità effettuale”. Nadie puede abrordad la filosofía “desde una posición materialista” sino desde el exterior. Rechazando toda concepción de la filosofía que reconociera a esta cualquier pretensión de subsumir la diversidad de las realidades y de las prácticas bajo principios universales, negando a la filosofía –como al sujeto, sea este filósofo o no lo sea- toda “rica” intencionalidad y toda intencionalidad “originaria”, Althusser intentará comprender qué es la filosofía “desde el exterior”. La filosofía no es la reina de las ciencias ni de las prácticas, ni tampoco su sierva, sino una práctica particular en “la teoría” que se encontrará sobredeterminada por todas las demás prácticas y los demás ámbitos de realidad, incluso los que, con arrogancia, finge dominar. A través de esas realidades y esas prácticas que constituyen lo que Althusser llama “la no-filosofía”, y que son sistemáticamente ignoradas por las filosofías idealistas (la materia, el trabajo, el cuerpo, la mujer, el niño, la locura, los prisioneros, el poder de Estado, la lucha de clases, la guerra...) Althusser invita al no-filósofo a realizar un largo rodeo. Ese rodeo recuerda el periplo platónico o hegeliano, con la diferencia de que para nuestro autor tiene por base una teoría materialista de la historia que pone siempre de relieve la exterioridad del recorrido respecto de un supuesto origen o de un sujeto fundador. Ese recorrido “exterior” es indispensable para quien quiere ir más allá de una concepción abstracta de la filosofía. Sin ese periplo, sin ese estudio de las diferentes instancias y prácticas que constituyen las condiciones mismas de existencia de la filosofía, es grande el riesgo de que, por ir demasiado rápido, se pase de una filosofía espontánea cualquiera o, lo que es lo mismo, de la ideología, a las posiciones idealistas cuya actividad pretende dar sentido y coherencia a la ideología. Grande sería el riesgo de que la abstracción vulgar alimentara así la abstracción “sabia” que le da coherencia ideológica a aquella, en el círculo de reconocimiento especular que caracteriza a la filosofía idealista.

6.
A través de la religión, las demás ideologías y las distintas prácticas, ya sean productivas o discursivas, pasará el recorrido iniciático de esta “no-introducción” que no conduce al interior de la filosofía (en el sentido de una eisagogé clásica) sino que lleva sempre hacia un exterior como hacia su espacio constitutivo. Este exterior constituido por prácticas que dan cuerpo y carne a la condición humana, será considerado bajo la perspectiva de la producción (sub quadam specie productionis...), sirviendo aquí la producción de matriz al conjunto de las demás prácticas. La producción (poiesis en sentido aristotélico) no se opondrá en este contexto a la praxis como un otro sino como uno de los polos de un continuo en permanente tensión. La mayor parte de las prácticas examinadas se considera desde el punto de vista de la producción como un proceso resultante de la conjunción de una materia prima, una fuerza de trabajo y un conjunto de instrumentos, como la acción que realiza un agente sobre una materia exterior mediante instrumentos que constituía la poiesis aristotélica. Sin embargo, en lo que atañe a la ideología, la ciencia o la política, o a la propia filosofía, Althusser debe reconocer que poiesis y praxis no podrían diferenciarse, puesto que el agente y la materia coinciden y, como dice Aristóteles, para ilustrar la praxis común con un ejemplo convertido en clásico, "el médico se cura a sí mismo".

Entre todas esas prácticas, dos serán determinantes en relación a la filosofía: la práctica científica y la práctica política. Se trata de dos prácticas que, según la corriente mayoritaria de la filosofía, serían opuestas: la neutralidad de las ciencias -y la filosofía se aparentaría a ellas- parece incompatible con el compromiso político. El mismo Platón explicó en la Carta VII cómo debió abandonar toda preocupación política para dedicarse a la filosofía. Pero, para Althusser, la ciencia no nace de la nada sino siempre en el seno de un espacio ideológico saturado por relaciones de poder, saturado en concreto por la ideología, y al principio del todo, por la ideología religiosa que, en la Initiation, merece un capítulo en exclusiva en su calidad de primera gran ideología, de esa ideología "que siempre ha existido, incluso en las primeras sociedades comunitarias llamadas 'primitivas'"8. La ciencia naciente necesitó ganar y mantener su posición frente a la religión que dominaba los espíritus. Como el spinozista que es, Althusser reconoce en la geometría matemática de los griegos esta irrupción de un nuevo discurso sin el que el delirio teleológico habría reinado sin oposición9. Esa irrupción no se realizó sin dificultad y exigió un verdadero combate en nombre de la ciencia y de su práctica libre. Pero el combate por la ciencia es un combate en la ideología, no se trata de un efecto simple e inmediato del discurso científico como podría pensar el lector poco advertido del texto de Spinoza. El combate por el que la ciencia conquista su lugar en el orden de los discursos no es de orden científico, porque la ciencia no combate: no produce tesis (tomas de posición) sino conceptos y demostraciones. Los primeros científicos, los que produjeron la matemática griega, fueron así también filósofos, como Tales o Pitágoras, en la medida en que debían mediante otro acto que no dependía de la ciencia, abrir el campo de la práctica científica y mantenerlo abierto.

7.
La práctica científica, tal como se concibe desde el materialismo, es un proceso de producción que implica desde su inicio "una materia prima dada, una fuerza de trabajo definida y los instrumentos de producción existentes"10. La materia prima de la ciencia será así "una mezcla de objetos materiales y de representaciones no científicas según el grado de desarrollo de la ciencia". La práctica científica trabaja pues sobre una situación que, al menos en parte, pertenece a las representaciones ideológicas en vigor, las cuales, junto con los resultados adquiridos de la ciencia -cuando ésta existe- y ciertos instrumentos de trabajo o de medida, servirán de base a un proceso de transformación. Dado que esos elementos de base están todos sacados de su contexto "natural" o social, constituyen un primer nivel de abstracciones o generalidades (Generalidades I) que serán trabajadas por las hipótesis y los instrumentos de un segundo nivel (Generalidades II) para producir resultados en términos de conocimientos nuevos (Generalidades III). Hay que señalar que en todo ese proceso todo sucede al nivel de la abstracción incluso cuando la práctica científica, en su práctica experimental, "toca" a los objetos, puesto que siempre lo hace mediante instrumentos de observación que, según la expresión de Bachelard, son únicamente "teorías materializadas". En la transformación de esta materia prima en nuevos conocimientos, el "investigador" no es un origen, pues toda su práctica se inscribe en un proceso que él no determina. La práctica científica es, así, un "proceso sin sujeto", no porque pueda hacerse sin un agente sino porque es el proceso el que determina al agente y no a la inversa. En último término, esta práctica científica es una práctica de la ciencia sobre sí misma, un proceso inmanente a la ciencia misma, no en tanto que teoría abstracta sino como práctica social.
Todo esto no es nuevo en la obra de Althusser, puesto que estas tesis habían sido ya producidas en Pour Marx y en Philosophie et philosophie spontanée des savants. Lo que es nuevo, en cambio, es la toma en consideración del papel determinante de la ideología, ya sea como materia prima de la práctica científica o en el nivel de los resultados, de los "nuevos conocimientos". No hay, ni siquiera en la ciencia, verdad libre de ideología: el corte ciencia-ideología que había caracterizado la fase teoricista de Althusser ni es nítido ni es irreversible. En efecto, si puede haber algo nuevo en la ciencia pese a que sólo trabaja sobre sí misma, es porque "trabaja sobre un objeto contradictorio, puesto que la teoría que trabaja sobre sí, en el límite, no trabaja sobre una teoría que habría eliminado de sí toda contradicción, es decir, que habría logrado el conocimiento último de su objeto. Al contrario, es una teoría inacabada que trabaja sobre su propia incompletud y que de ese juego, de esa distancia, de esa contradicción, obtiene con qué ir más lejos, con qué sobrepasar el nivel del conocimiento alcanzado, esto es, con qué desarrollarse"11. En la misma ciencia hay siempre impureza. Hasta tal punto se inscribe la práctica científica en un contexto social general necesariamente dominado por la ideología.
Se reconocerá que la ciencia es lo que se juega en un combate permanente entre posiciones filosóficas que influyen sobre lo que Althusser, llevando aún más lejos la metáfora de la producción, llamará "las relaciones filosóficas de producción teórica". La ciencia, desgajada parcialmente de la ideología por su propia práctica, está, pese a todo, siempre mezclada con elementos ideológicos. Las dos grandes posiciones fundadoras de la filosofía, el materialismo y el idealismo, se determinan así de manera contradictoria en su relación a la ciencia: el idealismo busca reducir o suturar la brecha que produce en la ideología (que es un sistema de reconocimientos) la emergencia de una práctica racional de producción de conocimientos; el materialismo, por el contrario, se esfuerza por abrir esa brecha y ampliarla para liberar la práctica científica y no someterla a las obligaciones ideológicas de la reproducción del orden social. La ciencia, en tanto que tal, no es neutra: está atravesada de tensiones sociales y políticas que representan a su nivel la lucha de clases que atraviesa el conjunto de la sociedad.

8.
La filosofía, en tanto que "lucha de clases en la teoría" tendrá como envite, además de la ciencia, otra práctica determinada por la lucha de clases "a secas": la política. En la práctica política lo que está en juego es la dictadura de clase. En una sociedad de clases la apropiación por la clase dominante de los medios de producción y del excedente se produce inicialmente por medio de la violencia y ésta sigue siendo el último recurso para el mantenimiento de las relaciones de producción fundadas en esa expropiación. La violencia es, por tanto, un elemento determinante de la dictadura de clase, pero no es su único aspecto: es igualmente necesario para toda sociedad de clases asegurarse la obediencia de los dominados. Esto es cierto respecto de todas las sociedades divididas en clases, pero aún más para el capitalismo. En el capitalismo el poder político de la burguesía no se presenta como un poder directo sobre la clase dominada sino como un poder de Estado en el que los miembros de esa clase sólo intervienen en calidad de ciudadanos. "Se puede así decir -sostendrá Althusser- que lo propio de la práctica política de la burguesía (radicalmente diferente en eso de la práctica política de la feudalidad y de la práctica política del proletariado) ha sido siempre actuar mediante personas interpuestas, muy especialmente por la acción interpuesta de la clase o de una parte de la clase a la que se explota y domina"12. Esta movilización de los explotados en favor de su dominación política no podría darse sin su consentimiento.
La obtención de ese consentimiento es el papel de la ideología y de los aparatos ideológicos de Estado que constituyen su vector material. Frente a esta práctica política, el proletariado se ha podido prevaler de otra práctica de la política con formas de organización y de intervención más directas y democráticas: "las organizaciones políticas proletarias tienden a la mayor democracia de discusión, de decisión y de ejecución, incluso si esta tradición puede también perderse"13. Althusser es, pues, perfectamente consciente de que las prácticas democráticas de la organización proletaria, exactamente como la práctica racional científica, "pueden perderse" en la medida en que la presión del entorno ideológico y político marcado por la dictadura de clase de la clase dominante se ejerce en el interior mismo de las prácticas "liberadas". Ahora bien, al margen de la organización proletaria, la ideología proletaria se distinguirá de la ideología burguesa por su contenido y por sus funciones. Si la ideología burguesa lo moviliza todo para disimular la realidad de las relaciones de producción y de su dictadura de clase, el proletariado, que ha incorporado como ideología una doctrina científica, el materialismo histórico de Marx, estará en condiciones de arrojar luz sobre esas relaciones de producción y sobre la lucha de clases que las sostiene. La libertad reivindicada por la organización de los trabajadores se ampliará así hacia un nuevo espacio de libertad que hay que defender, el de una práctica científica libre que, paradójicamente, funciona como una ideología. Esta libertad sólo será preservada mediante una importante lucha; una lucha que será la apuesta de una nueva práctica, materialista, de la filosofía.

9.
La filosofía se sitúa entre la ciencia y la política. En tanto que tal, no tiene objeto; pero tiene como la política misma, para la que hace de lugarteniente en la teoría, intereses en juego. La filosofía será por tanto una práctica de orden teórico particular que no es tanto del orden del conocimiento como del de la acción y de la lucha. La filosofía se expresa mediante "tesis" y Althusser es perfectamente consciente del sentido militar que tenía en Grecia el campo semántico de las palabras tesis y tema. Se trata de posiciones; posiciones frente a un enemigo o posiciones tomadas o conquistadas a un enemigo. Pero la lucha filosófica, tal y como la piensa Althusser, no es una guerra del tipo de las de Claussevitz, en las que todo depende de un enfrentamiento decisivo. El enfrentamiento filosófico fué esquematizado en la vulgata engelsiana -cuyos términos Althusser recupera- como un enfrentamiento entre el materialismo y el idealismo. La filosofía será, así, el lugar de un enfrentamiento perpetuo entre esas dos tendencias: un materialismo cuya apuesta propia es la liberación de la práctica científica y de las demás prácticas y un idealismo que pretendería suturar el campo ideológico cuya coherencia se ve cuestionada por la práctica racional de la ciencia y por la lucha de clases. El materialismo se presenta como una "filosofía del trabajo y de la lucha, una filosofía activa"14 frente al idealismo, en el que dominaría el carácter contemplativo: "contrariamente al idealismo, que sería una filosofía de la teoría, el materialismo sería una filosofía de la práctica"15.
Si, en una frase de la que Engels no habría renegado, Althusser nos dice que "la historia de la filosofía en su totalidad no es sino la lucha perpetua del idealismo contra el materialismo"16, esta lucha no es en modo alguno un combate contra adversarios que preexisten al mismo. En la Réponse à John Lewis hemos aprendido que la lucha de clases no es equivalente a un "partido de rugby" en el que los equipos rivales existen y están uniformados y preparados para el enfrentamiento mucho antes del comienzo del partido, sino un enfrentamiento en el que las dos clases en lucha se definen como tales. Sucede lo mismo en la filosofía, esa práctica en la que tiene lugar la lucha de clases en la teoría: "toda filosofía es sólo realización más o menos acabada de una de las dos tendencias antagonistas: la tendencia idealista y la tendencia materialista. Y en cada filosofía se realiza, no la tendencia sino la contradicción entre las dos tendencias"17. No sólo "la" filosofía en general será un campo de batalla (Kampfplatz, por retomar la expresión de Kant), sino que cada una de las filosofías existentes lo será en su interior. No existe ni idealismo ni materialismo "en un bloque" sino un combate perpetuo en el que las dos líneas se mezclan, lo que tiene como efecto que "cada filosofía lleva en ella, por así decir, su propio enemigo vencido de antemano, que responde de antemano a todas sus réplicas, que se instala de antemano en su propio dispositivo y ajusta el suyo para poder ser capaz de esta absorción"18. Althusser nos describe aquí la contaminación que, de manera infalible, se produce en el combate, pero también las medidas "inmunitarias" que tomaría cada filosofía para detener en su mismo interior la influencia de la otra. No estamos, pues, en un juego claussewitziano en el que todo se decidiría en un enfrentamiento decisivo, sino ante recíprocas situaciones de sitio y de preparativos para un combate final que, como en el juego del "go" o en el arte taoísta de la guerra, nunca tiene verdaderamente lugar. No hay, pues, "filosofía pura", ni límites decididos para el materialismo y el idealismo, sino un combate perpetuo. Es así que la filosofía, lugar de un combate perpetuo, no tiene "historia" interior y permanece inscrita totalmente en la historia "exterior" de la lucha de clases y de las formaciones sociales.

10.
La filosofía marxista que defiende Althusser se presenta como una práctica de lucha, un deporte de combate en la teoría y en ningún modo como una teoría pura, pues, no teniendo objeto comparable al de las ciencias, se resume en tomas de posición, en el trazado permanente de líneas de demarcación cuyos envites son exteriores. La filosofía se define, pues, en su práctica materialista, por el exterior en el que actúa y produce sus efectos propios. Este exterior, tras el encuentro del marxismo y del movimiento obrero, podría, en principio, ser conocido gracias a la ciencia de la historia como teoría de las formaciones sociales, fundada por Marx. A diferencia de todas las demás filosofías, que no pueden controlar teóricamente su exterior y que están condenadas a ignorarlo, la filosofía marxista, que Althusser denomina "materialismo dialéctico", se supone que esclarece su exterior. Pero, desde Pour Marx, sabemos hasta qué punto ha sido difícil para el movimiento obrero el conocimiento de las circunstancias reales, precisamente en ese punto en el que el "socialismo realizado" habría debido permitir el desarrollo más libre de esa transparencia de la sociedad y de la historia que prometía el materialismo histórico. El mismo paradójico obstáculo para el conocimiento histórico y social se encuentra del lado de las organizaciones políticas de la clase obrera, también ellas incapaces de concebirse en la lucha de clases por la que, sin embargo, están inevitablemente atravesadas. Las circunstancias sociales y organizativas que habrían debido favorecer el libre debate y la investigación libre en el marco de la ciencia de Marx, han resultado ser las más refractarias a este debate y a esta investigación. Nadie ignora en los años 70 la realidad de las prácticas liberticidas de los países del socialismo real, que son objeto de condenas incluso desde los Partidos occidentales: "Pero -nos dice Althusser- ningún partido comunista, no sólo el PCUS sino tampoco los partidos occidentales, ha tenido el coraje político elemental de intentar analizar las razones de una historia algunos de cuyos efectos denunciaban"19.

11.
Althusser se ve así confrontado a una paradoja: la filosofía marxista, por un lado, debe tener en cuenta los resultados de la teoría marxista de la lucha de clases, lo que le confiere la considerable ventaja de poder combatir mejor la ideología al comprender "científicamente" su génesis, puesto que la verdad, según la expresión de Spinoza, es "índice de sí misma y de lo falso". Por otro lado, esta teoría de la lucha de clases se inscribe como ideología en el seno de los aparatos políticos o estatales que hacen de ella su principio ideológico de unificación. Así, las mismas organizaciones que sostienen la teoría marxista son también, fatalmente, las que la hacen degenerar e impiden el despliegue de la relativa transparencia de la filosofía marxista a sí misma. La relación entre el marxismo y las organizaciones políticas o estatales tiene todavía para Althusser un cierto aspecto teológico. El encuentro entre el movimiento obrero y la teoría de Marx es calificado como "el mayor acontecimiento de todos los tiempos" en obras anteriores en la medida en que finalmente permite, no sólo al proletariado, poseer la ciencia de las formaciones sociales que haría a la sociedad transparente a sí misma. Ese gran acontecimiento muestra la persistencia de un ideal de "socialismo científico" en Althusser en esa época, reforzado por esa auténtica "encarnación" o "epifanía" del socialismo científico que sería la existencia de los países socialistas. Es verdad que la fusión entre el marxismo y el movimiento obrero es pensada como un encuentro aleatorio y no como un fenómeno "providencial", pero aún está dominada por un cierto ideal de transparencia. El trabajo filosófico que empieza en la Initiation se encamina hacia una elaboración teórica del carácter aleatorio del encuentro y hacia una crítica de la transparencia. Estos dos elementos permitirán a Althusser pensar a la vez el alcance y los límites de una historia materialista y la posibilidad misma de una política. Para ello deberá dar toda su importancia a la ideología como horizonte infranqueable de la existencia humana y a una teoría de la coyuntura fundada sobre el primado definitivo de la coyuntura (del encuentro) sobre la estructura. Estas nuevas encrucijadas teóricas, sin embargo, no serán ya las de una "filosofía marxista" sino de una "práctica marxista de la filosofía", una práctica que se despliega hoy en un vasto programa de trabajo sobre el materialismo aleatorio, la política de la coyuntura y lo transindividual. Como Marx, o antes de él, como Hegel o Spinoza, Louis Althusser ha sido presentado por sus detractores como un "perro muerto": el programa de trabajo que lega a la filosofía materialista nos muestra hasta qué punto esa calificación como "perro muerto" se ha convertido en un elogio. Un perro muerto es inmortal.
1 “Malebranche se preguntaba ‘¿por qué llueve sobre el mar, los grandes caminos y los arenales’, ya que esa agua del cielo que en otras partes hace florecer las culturas (y lo hace muy bien) no añade nada al agua del mar o se pierde en los caminos y las playas”, cfr. Louis Althusser, Le courant souterrain du matérialisme de la rencontre (1982), in Écrits philosophiques et politiques (EPP), París, Stock/IMEC, 1995, Tomo I, p. 539. El texto de Malebranche es el siguiente: “Dios hace llover con el objetivo de hacer las tierras fecundas, & sin embargo llueve en los arenales y en el mar; llueve en los grandes caminos: llueve también en las tierras que no están cultivadas. ¿No es evidente, por todo ello, que Dios no actúa por voluntades particulares?” Cfr. P. Malebranche, Méditations chrétiennes et métaphisiques, Lyon, Léonard Plaignard, 1707, Meditación XIV, p. 238.
2 Louis Althusser, Initiation àla philosophie pour les non-pilosophes, París, P.U.F., 2014, p. 76.
3 Sobre Jacques Martin, cfr. Yann Moulier Boutang, Louis Althusser – Une biographie, I, « la formation du mythe », París, 1992, capítulo IX, « le jeu des perles de verre ».
4 “No sabemos por qué Althusser renunció a publicar Initiation à la philosophie pese a estar prácticamente acabado, como atestigua el texto que aquí se presenta por primera vez”. G.M. Goshgarian, “Nota de edición”, in Louis Althusser, Initiation..., pag. 40.
5 Cfr. Lous Althusser, Conjoncture philosophique et recherche théorique marxiste (26 de junio de 1966), in Louis Althusser, Écrits philosophiques et politiques, París, Stock/IMEC, tomo II, pag. 393.
6 Raymond Aron, Marxismes imaginaires. D’une Sainte Famille à l’autre, París, Gallimard, 1970.
7 La expresión “filosofía espontánea” ha sido inicialmente producida por Althusser en Philosophie et philosophie spontanée des savants (1967) a propósito de la ideología espontánea de la práctica científica. En la Initiation su uso será más general y se asociará a la idea gramsciana de que “todo hombre es filósofo”.
8 Initiation, pag. 61.
9 Spinoza, Ética, I, Apéndice.
10 Initiation, pag. 201.
11 Initiation, pag. 210.
12 Initiation, pag. 272.
13 Initiation, pag. 272.
14 Initiation, pag. 85.
15 Ibid.
16 Initiation, pag. 323.
17 Ibid.
18 Initiation, pp. 324-325.

19 Louis Althusser, Marx dans ses limites, in Écrits philosophiques et politiques, tomo I, pag. 360.