jueves, 31 de marzo de 2011

"Crear dos, tres, muchos Tahrir": la revolución árabe y el internacionalismo perdido



"Grande es el desorden bajo el cielo, la situación es excelente"
Mao Zedong
Ernesto "Che" Guevara
(Discurso a la Tricontinental)


Una ola de revoluciones populares democráticas barre el norte de África y el conjunto del mundo árabe. Ya se ha llevado a dos añejos tiranos, Ben Alí en Túnez y Mubarak en Egipto. El proceso no se ha acabado, pues prosigue en multitud de otros países de la zona y amenaza al conjunto de aparatos de dominación neocolonial que han tenido atenazado durante décadas al mundo árabe y musulmán. En Egipto y Túnez la coyuntura revolucionaria dista de estar cerrada. En Libia, la población también se alzó contra el déspota local, aunque su respuesta brutal y sanguinaria a las manifestaciones con uso de fuego real y de medios militares transformó la insurrección popular en guerra civil. Al olor de la sangre, no tardaron en asomarse los buitres humanitarios que vieron en Libia una ocasión única para frenar el conjunto del proceso revolucionario en el mundo árabe, haciéndose con una cabeza de playa en ese país. En Libia, primero con la agresión de Gadafi contra los manifestantes y después con la intervención contra Gadafi de la OTAN, ha empezado la contrarrevolución. ¿Acaso cabía esperar que un acontecimiento político de estas dimensiones y trascendencia no tuviera respuesta por parte del poder imperial?

Ante una situación así, quien esté comprometido con una posición anticapitalista no puede sino ver una coyuntura favorable. Una coyuntura que podría ampliar la ya enorme falla abierta en el sistema de dominación capitalista mundial por los procesos revolucionarios y de resistencia popular de América Latina. Si el símbolo de la revuelta árabe es la plaza Tahrir (plaza de la Liberación del Cairo), la más mínima sensibilidad internacionalista debería hacer revivir la vieja consigna del Che actualizándola: "crear dos, tres, muchos Tahrir". Las revueltas árabes son revueltas democráticas, no son revueltas socialistas ni anticapitalistas...de momento. Nadie puede creer, sin embargo, que las cosas puedan quedarse como están desde el punto de vista social allí donde las revoluciones árabes han culminado su primera fase con la caída de los dictadores. En una economía capitalista que sólo puede estar basada en una división del trabajo desigual, la democracia exige que se tengan algo más en cuenta las reivindicaciones de las mayorías sociales empobrecidas por la rapiña interna y externa. Cualquier gobierno egipcio o tunecino deberá apartarse del programa neoliberal y del funcionamiento "normal" del capitalismo mundial si quiere gobernar. Si no, antes o después -probablemente antes- se producirán levantamientos populares como los que conoció Latinoamérica en el último decenio. La democracia y el capitalismo neoliberal son incompatibles, pero ya no es posible restablecer las dictaduras. El juego está, pues abierto.



No es sorprendente que un auténtico campeón mundial del conservadurismo como China vea en todas las revueltas árabes un peligro inminente para la "sociedad armoniosa" y el mantenimiento de la estabilidad ("wei wen"), hasta el punto de aumentar su presupuesto de orden público a tal nivel que éste supera ya al de defensa (624.000 millones de euros y 601.000 respectivamente). Ren Siwen, el editorialista del diario de Pequín  Beijing Ribao describía así las revoluciones del mundo árabe: "..desde finales del año pasado, algunos países del Oriente Medio y de áfrica del Norte son presa de constantes disturbios: el orden público es caótico, la seguridad de las personas no está garantizada y su vida se encuentra sumida en una difícil situación. Todas estas convulsiones ha sido origen de grandes calamidades para los habitantes de estos países. Lo que merce nuestra atención es el pequeño número de individuos con fines inconfesables que, desde dentro y fuera de  nuestras fronteras quieren propagar estos disturbios en China". ("La estabilidad es la clave de la felicidad";. Artículo traducido en Courrier International, n. 1064) Lo que sí sorprende, sin embargo, es la tibieza con que la izquierda transformadora latinoamericana ha acogido estos procesos. Ya desde las primeras manifestaciones de Túnez, la reacción fue timorata, cuando la población egipcia se echó a la calle y logró echar a Mubarak, se empezó a sentir cierto temor. Daba le impresión de que estos movimientos populares sin cabezas visibles y con reivindicaciones tales como dignidad ("karama") y democracia pudieran suponer un peligro para los gobiernos revolucionarios de América Latina. Según cierta lógica de la conspiración que sustituye demasiado a menudo a la información y al análisis en la izquierda, unos movimientos así sólo podían ser resultado de una manipulación imperialista. Queda por esponde qué interés oscuro podría peseguir el imperialismo organizando la defenestración de sus más fieles servidores en el mundo árabe. Pero la lógica y los hechos no tienen ninguna importancia cuando siempre ya se tiene la clave de todo. Los acontecimientos de Libia, el encadenamiento alzamiento popular-represión militar-guerra civil-intervención, parecieron confirmar los peores temores de los dirigentes latinoamericanos de izquierda que, en lugar de tomar partido por la insurrección, movidos por un automatismo de guerra fría y de bloques, se solidarizaron con Gadafi. ¡Cómo si ese íntimo amigo de Berlusconi, carcelero de inmigrantes y cómplice de mil fechorías de las oligarquías capitalistas europeas y norteamericanas fuera un dirigente antiimperialista! ¡Cómo si Gadafi fuera un Fidel Castro, un Evo Morales o un Hugo Chávez!

Esta solidaridad con Gadafi tiene como contrapartida un alejamiento cada vez mayor del proceso árabe en curso. Cada vez se hace más improbable que la izquierda de gobierno latinoamericana ejerza una influencia sobre estos procesos revolucionarios, y cada vez es más probable que este abandono abra de nuevo las puertas a las potencias occidentales "democráticas" o a la derecha islamista. Hay, sin embargo, algo peor. El enrocamiento soberanista de los dirigentes de la izquierda latinoamericana les ha hecho perder la perspectiva internacionalista en cuanto se refiere al mundo árabe y musulmán. El soberanismo, la defensa a ultranza de la inviolabilidad del Estado nación por encima de los intereses de los procesos revolucionarios efectivos, los mantiene en una posición defensiva, incapacitados para actuar en la coyuntura, par hacer política. Cuando la mejor defensa de los procesos revolucionario en curso es precisamente la extensión de la resistencia al capital a escala mundial, el internacionalismo. Parece hoy que el internacionalismo sólo existiera ya del lado del capital y algunos comunistas prominentes se hubieran hecho celosos guardianes de la integridad nacional. El mundo al revés, si comparamos la situación actual a la de 1917 en que eran los comunistas los que daban miedo, pues eran agentes de una revolución mundial y las burguesías se protegían detrás de sus fronteras nacionales. Y si esta parálisis de la acción internacionalista ya es algo pésimo en sí, puede haber aún algo mucho peor: que la identificación de los dirigentes de la izquierda con tiranos como Gadafi funcione, por la propiedad conmutativa de la igualdad, en el otro sentido. Esta siniestra identificación terminaría también operándose, no sólo en la propaganda imperialista -que no se priva de hacerla- sino también entre unos movimientos populares que, desde el primer momento, en la avenida Bourguiba de Túnez o en la plaza Tahrir del Cairo, tomaron como emblemas de su revuelta a Cuba, al Che y a Hugo Chávez.

lunes, 28 de marzo de 2011

Libia. Más allá del derecho internacional, cabalgar el tigre "humanitario"



"El que te habla de humanidad te quiere engañar"
Carl Schmitt


El maestro Danilo Zolo, uno de los más profundos y rigurosos críticos de la supuesta "obligación de ingerencia" y de los consiguientes bombardeos humanitarios, se opone hoy, en una entrevista publicada en Rebelión  a la intervención aliada en Libia desde el punto de vista del derecho internacional. Su razonamiento es claro e impecable: la intervención viola principios básicos del ordenamiento internacional como el respeto a la soberanía de los Estados o la no agresión. Por otra, la Resolución del Consejo de Seguridad en que se basa la intervención "aliada" en Libia conculca abiertamente la propia Carta de las Naciones Unidas, en concreto, su artículo 2, apartado 7 que afirma lo siguiente: "7. Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados, ni obligará; a los Miembros a someter dichos asuntos a procedimientos de arreglo conforme a la presente Carta; pero este principio no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas prescritas en el Capítulo VII." Las medidas coesrcitivas del Capítulo VII son algunas excepciones al principio de intangibilidad de la soberanía estatal aplicables en caso de que un Estado incurra en una "amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresion" (VII, art.39). Naturalmente, este último supuesto no es en modo alguno aplicable al caso libio en que una insurrección popular ha degenerado en guerra civil. Desde el punto de vista del derecho internacional, la intervención, es, como afirma Zolo, una "auténtica impostura". En cuanto a las acusaciones contra Gadafi por crímenes contra la humanidad, son también una farsa. Como sigue explicando Zolo, en el caso de Libia no se da ninguno de los supuestos de "genocidio" o "crimen contra la humanidad" que contempla el estatuto de Roma de la Corte Pënal Internacional.

La lógica de la intervención "humanitaria" destinada a "proteger" a la población libia, no tiene, pues nada que ver con los grandes textos que rigen el ordenamiento internacional. Estos textos se basan en la coexistencia de Estados soberanos bajo una normas comunes que se aplican a sus relaciones, dentro del absoluto respeto por su política interna. El único motivo que pueden esgrimir las potencias occidentales que atacan hoy al régimen de Gadafi es un "motivo humanitario". Esta defensa de la "humanidad" es, como se sabe, bien flexible, pues se aplica según el arbitrio de las potencias. Así, se consideró necesaria una intervención en Kosovo o ahora en Libia, pero no así en el Congo donde ya han muerto más de 6 millones de personas en una guerra interminable o en Palestina donde se producen asesinatos cotidianos de civiles palestinos y de vez en cuando auténticas carnicerías como la de Gaza durante la operación "Plomo Fundido". La apelación a la humanidad sirve para defender intereses de las distintas potencias saltándose, en nombre de un principio "superior", el marco del derecho internacional y la soberanía de los Estados. De ahí el razonable temor de algunos dirigentes de gobiernos o partidos de izquierda latinoamericanos como Hugo Chávez, Fidel Castro o Evo Morales, a que, con esta operación en Libia quede enteramente liquidado el marco jurídico internacional. El problema es que quienes como ellos critican este tipo de intervenciones son demasiado optimistas: hace tiempo que el marco jurídico de los Estados soberanos ha saltado por los aires. Lo hizo con las dos guerras de Iraq, con la guerra de Yugoslavia, la intervención en Haití, Afganistán  etc. En este momento, es perfectamente inútil invocar un marco legal que es sistemáticamente violado por la propia institución que debería aplicarlo y protegerlo: las Naciones Unidas. 

 Para un jurista o un moralista, la violación sistemática de las normas a la que estamos asistiendo es un crimen que hay que juzgar; para un materialista, es un hecho que hay que explicar. Este hecho obedece a la nueva realidad de la gestión internacional del capital en el marco de la globalización. Los teóricos del nuevo orden internacional de la globalización como Robert Cooper no engañan a nadie. Afirma Cooper en un célebre artículo que hay tres tipos de Estados: los postmodernos que aplican el principio de transparencia recíproca y renuncian en gran parte a sus prerrogativas soberanas, los modernos que se mantienen aferrados al principio de soberanía y los Estados fallidos que ni siquiera llegan a aplicar el principio de soberanía en su propio territorio (Somalia, Afganistán etc.). En esta situación  sólo un bloque de países "postmodernos" que coincide con los grandes países del "Centro" del sistema capitalista mundial reducen su soberanía para aplicar "voluntariamente" normas comerciales, monetarias, de seguridad, de defensa etc. compartidas. Entre estos países se aplica un principio de legalidad que ignora las fronteras de los Estados. A los demás no se les aplica el mismo rasero y para ellos se considera legítimo el recurso a la violencia. Como sostiene Cooper:

"El mundo postmoderno tiene que empezar a acostumbrarse a los dobles raseros. Entre nosotros, operamos sobre la base de leyes y de una seguridad abierta y cooperativa. Sin embargo, cuando tratamos con Estados anticuados fuera del contienente postmoderno de Europa, tenemos que volver a los métodos más rudos que se aplicaban en otra era: la fuerza, el ataque preventivo, el engaño, todo lo que sea necesario para tratar con quienes viven todavía en el siglo diecinueve del "cada Estado por sí mismo.".

La globalización no se gobierna pues mediante el derecho internacional que rige o regía las relaciones entre Estados soberanos: en un caso, el derecho internacional es innecesario, pues los Estados postmodernos comparten ordenamientos similares. En los demás casos, como el derecho internacional y el principio de soberanía entran en conflicto con la gestión del capital globalizado, las potencias renuncian abiertamente a aplicarlo y recurren a la violencia, por supuesto en nombre de la humanidad y del unviersalismo postmoderno. El derecho internacional ha muerto.

En el caso de la revolución libia y de la intervención de las potencias occidentales contra Gadafi, estamos ante un ejemplo práctico del principio de doble rasero de Cooper. Libia pretende ser un Estado soberano. Es por consiguiente un Estado que no comparte el ordenamiento básico de la globalización. Por consiguiente, las potencias pueden aplicar en las relaciones con él la violencia y no el derecho. La violencia contra el régimen de Gadafi es un hecho del nuevo orden capitalista globalizado. Independientemente de los intereses concretos que la hayan desencadenado, a pesar de su manifiesta ilegalidad e incluso de la doctrina abiertamente racista de la teoría del "doble rasero", más vale entenderla que condenarla. Entendiéndola, situándala en el nuevo marco geopolítico mundial, se pueden aprovechar sus efectos, condenándola, sólo queda la impotencia y la nostalgia de un orden de Estados soberanos que ha desaparecido. En este caso, no se está atacando a ningún régimen antiimperialista, sino a un tirano amigo de Berlusconi y carcelero de inmigrantes a sueldo de las potencias europeas. Derribándolo, o contribuyendo a que la isurgencia libia lo haga, las potencias capitalistas no ganarán ni una sola gota de petróleo libio que ya no tengan. La ofensiva contra Gadafi tiene otra función fundamental, pero que sólo puede entenderse en el marco de la globalización y del fin del derecho internacional: dividir Túnez de Egipto y separar el norte de África de la orilla europea del mediterráneo. Se trata, ante todo de impedir que se extienda la revolución al conjunto del mundo árabe y al espacio euromediterráneo. Para ello, como afirma Tony Blair, hay que canalizarla, reconducirla, domarla. Un punto de apoyo en el norte de África como el que supone Libia sería geoestratégicamente valiosísimo. La intervención de la OTAN en Libia intenta cabalgar una revolución contra un tirano árabe tan amigo de Occidente -al menos últimamente- y tan criminal como pudieran serlo Mubarak o Ben Alí. Al mismo tiempo, y contradictoriamente, esta misma intervención permite sobrevivir a una rebelión que, por su escasísima e improvisada fuerza militar estaba a punto de sucumbir a la represión del ejército de Gadafi. Hoy, gracias a que las circunstancias geopolíticas instauradas por la intervención le permiten sobrevivir, la rebelión puede vencer. Si vence rápidamente, si liquida en los próximos días el régimen de Gadafi, será improbable una ocupación del país por parte de una OTAN que apenas puede ya mantenerse en Afganistán. Jugar con la bestia humanitaria es una jugada arriesgada, pero, para la revolución libia es la única posible. 

domingo, 27 de marzo de 2011

Precisiones sobre el significante "izquierda". Breve respuesta a Salvador López Arnal



Salvador López Arnal se ha referido en un artículo recientemente publicado en Rebelión a mi texto La izquierda y libia: un laberinto de espejos. En su artículo, López Arnal me reprocha cierta indefinición en mi uso del término "izquierda". No niego que esta infefinición exista, niego, sin embargo que yo sea el responsable de ella. He intentado mostrar el carácter borroso y especular del término, borroso porque especular, siempre en dependencia del término "derecha".


Aquél texto tenía una intención muy clara: mostrar que el significante "izquierda" dista de ser inocente y que, en concreto, la lógica dual que instaura es un obstáculo de primer orden para la política comunista. Afirmar que es un obstáculo no quiere decir que no haya habido política comunista, sino que la que ha habido ha tenido que moverse en un contexto imaginario que genera impotencia.Con ello no estoy negando en absoluto que el comunismo se haya abierto paso a través de la estructura imaginaria que es el binomio derecha-izquierda. La potencia comunista se ha expresado de múltiples maneras, dentro o fuera de ese límite imaginario. En Italia, en parte, y durante algún tiempo mediante el voto al PCI, como bien afirma Salvador López Arnal, aunque este partido fue dejando poco a poco de representar algo distinto de lo que el capitalismo italiano podía tolerar y acabó como Narciso besando su propio reflejo de gestor respetable del capitalismo...y ahogándose en ese lago o esa ciénaga. En España, la potencia comunista se expresó a través de la heroica resistencia al franquismo de las bases del PCE en el interior -sobre la actitud de los dirigentes habría mucho que hablar- aunque también este partido se hizo el hara-kiri aceptando los símbolos e instituciones de los herederos del franquismo y asumiendo un pepel determinante en la reforma del franquismo. El PCE prefirió, en lugar de romper con el franquismo, ser la izquierda de la monarquía. Tampoco cabe negar la existencia de otra política comunista dirigida contra el capitalismo y que nunca se inscribió de manera fundamental en la bipartición derecha-izquierda : mayo del 68, el largo mayo italiano, que representó una larga etapa insurreccional que se extendió de 1967 a 1977, el movimiento zapatista, el movimiento popular argentino por la autogestión, el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil y un largo etcétera. Frente a las imágenes mortíferas de los muy graves representantes del Estado soviético o los no menos graves representantes socialdemócratas del Estado capitalista, el comunismo real -que nada tiene que ver con el "socialismo real" y mucho con el "movimiento real" de Marx- ha logrado abrirse paso y conquistar parcelas de libertad y de dignidad para los expropiados.

Me decido inequívocamente en favor del significante "comunismo". A diferencia del significante "izquierda", apunta sin la menor ambigüedad a la salida del capitalismo. La "izquierda" es un término ambiguo que incluye a muchos indeseables, desde Stalin a Polpot, pasando por Felipe González o Zapatero. Algunos incluyen incluso a Gadafi en la izquierda y el partido de Ben Alí sólo salió de la internacional socialista cuando los tunecinos acabaron con su régimen. Hubo un tiempo, durante el pacto germano-soviético, en que algunos dirigentes comunistas casi se tomaron en serio el elemento "socialista" del binomio "nacional-socialismo" y Stalin transmitía a través de Molotof sus felicitaciones al pueblo alemán por su "gran Führer"...
Posteriormente y cambiadas las alianzas, los mismos dirigentes fingieron tomarse en serio el significante "democrático" con que se identificaban las potencias capitalistas no fascistas. La acogedora indefinición del término izquierda es consecuencia de su carácter especular.

En cuanto a la realidad del socialismo soviético, no me refiero tanto a Bettelheim -cuya obra me parece apreciable- como a Lenin. Para el Lenin de los últimos años, lo que existía en la Rusia revolucionaria de 1922 era, por un lado un capitalismo de Estado original, ciertamente, pues en él "el Estado proletario tiene en sus manos no sólo la tierra sino las ramas más importantes de la industria" y, por otro, un Estado burgués: "Hemos heredado - afirmará Lenin- el viejo aparato estatal y esta ha sido nuestra desgracia". Esto lo afirma Lenin en un artículo de Pravda del 15 de noviembre de 1922. Consciente de la imposibilidad de un tránsito al comunismo en un solo país, el capitalismo de Estado constituye un repliegue tal vez necesario de la revolución, a la espera de que pase algo decisivo a escala mundial.  Esa combinación inestable y no deseada de capitalismo de Estado y Estado burgués cuya gran particularidad es que "tenemos en nuestras manos todos los puestos de mando", será bautizada, no por Lenin, sino por Stalin como "socialismo" una vez convertido el Estado en capitalista único tras el abandono de la NEP.

Con esta unificación del mando capitalista bajo el Estado se hizo realidad la más negra pesadilla, no de los economistas liberales, sino de Marx. Desde un punto de vista marxista, cabe señalar dos cosas que son esenciales: 1) un cambio jurídico en el régimen de propiedad no es un cambio de modo de producción; 2) no existe ni puede exisitr un modo de producción socialista; 3) el socialismo -Althusser dixit- incluye todas las "condiciones de inexistencia del comunismo". Las aberraciones teóricas desde el punto de vista del marxismo y jurídicas desde el punto de vista del derecho constitucional que contienen la Constitución soviética del 36 y el famoso prefacio de Stalin a este texto, sólo vienen a tapar la realidad desconsoladamente reconocida por Lenin. Ciertamente, habría mucho que decir sobre todo esto, porque las luchas de clases en la URSS determinaron también conquistas indiscutibles para el proletariado, imponiéndose en las condiciones del "socialismo" una determinada forma de acceso a los comunes (enseñanza gratuita, medicina gratuita, seguridad en el empleo). No hay que olvidar que la lucha de clases en las condiciones del capitalismo de mercado también obtuvo  logros sociales semejantes -hoy en proceso de liquidación por el neoliberalismo con la activa complicidad de la mayoría de las izquierdas parlamentarias- en el marco del Estado del bienestar que conocieron sobre todo los países del centro. La oposición entre ambos capitalismos fue más un espectáculo que un enfrentamiento que respondiese a la lucha de clases.

Mantener la hipótesis "comunista", "la hipótesis correcta" según Alain Badiou es hoy, además la única manera de reconquistar la democracia frente al bipartido único neoliberal. Para ello, más vale librarse de algunos fantasmas y enfrentarse al capitalismo, no desde las tópicas imaginarias que este hace posibles y obligatorias como la oposición de izquierda y derecha y los viejos bloques o "campos", sino desde lo que no puede tolerar y no puede formularse en sus términos. Nos referimos a esa realidad, más acá del mercado y de la circulación de mercancías, más acá del derecho y de la política (en sentido representativo) en la que se impone día a día la expropiación de los trabajadores y la explotación del trabajo individual y común. Significantes marxistas como "comunismo", "explotación", "lucha de clases" y "dictadura del proletariado" permiten identificar este terreno que se hace invisible debajo del espactáculo obligatorio de los duettos de la derecha y de la izquierda.

Camaradas, un esfuerzo más para ser comunistas: abandonemos la idea confusa e imaginaria de "izquierda" en la teoría y en la estrategia. Ello no significa que no pueda y deba utilizarse el significante "izquierda" a la hora de que los comunistas establezcan alianzas, coaliciones etc. La esfera imaginaria de la política capitalista, esa esfera que nos presenta una gama de opciones entre las cuales hay que elegir seguirá exisitiendo y es importante intervenir en ella. Más importante aún es saber que lo decisivo no se juega nunca en esa esfera.

jueves, 24 de marzo de 2011

La izquierda y Libia: un laberinto de espejos



"Yo que sentí el horror de los espejos"
Jorge Luis Borges (Los espejos)
En la propia denominación de la izquierda está la maldición que arrastra. Nomen omen, decían los romanos para indicar que el nombre es el destino de cada uno, que no no es posible salir de la trama lingüística que nos determina a partir del momento mismo de nuestra primera nominación. La izquierda no es así una posición absoluta, sino uno de los términos del binomio "derecha-izquierda". Ambos términos se definen como lo que el otro no es. La derecha es lo que no es la izquierda, y viceversa. En cuanto a los contenidos de los términos de esa oposición, más de un pensador de buena voluntad como Norberto Bobbio se ha exprimido los sesos para determinarlos. El problema es que los contenidos son siempre resbaladizos y que en toda relación especular vale la sentencia de Rimbaud: "Je est un autre" (Yo es otro). Lo más parecido al otro que sólo se determina por no ser Yo, es un Yo que sólo se determina por no ser el otro. Vacío, falsa universalidad en ambos casos.

La trampa especular en que se debate la izquierda es perfectamente funcional para el capitalismo parlamentario, pues permite disponer a las distintas fuerzas políticas en un orden determinado: unas a la derecha y otras a la izquierda. Sus políticas concretas son indiferentes, pues una se presentará siempre como salvaguardia ante la otra y ambas harán cuanto sea necesario para preservar el capitalismo parlamentario. Así puede la socialdemocracia (la izquierda) aplicar políticas neoliberales extremas y la derecha presentarse como la defensora de los trabajadores. Cambiados los turnos de gobierno, demos por seguro que volverá a ser al revés. Y, sin embargo, el sainete funciona, recordando el viejo chiste atribuido a Churchill: "-¿Qué es el capitalismo? -la explotación del hombre por el hombre. - ¿Y qué es el socialismo? -lo mismo pero al revés." El viejo chiste reaccionario da cuenta del vacío de unas posiciones políticas definidas más por su confrontación especular y espectacular que por sus contenidos efectivos. Entre la derecha y la izquierda se elige, pero no se decide nada. Sin embargo, el acto político no es como el acto comercial una elección, sino  una decisión.

Elegir y decidir no son la misma cosa. Se elige lo que se nos ofrece, como los productos del mercado o los candidatos a un cargo. Se decide, en cambio, el acto que se va a realizar: la decisión tiene consecuencias inmediatas sobre quien decide, determina el rumbo de su vida. Por mucho que la moralina de la libre elección política y mercantil del liberalismo haya hecho opaca la distinción, está claro que no es lo mismo elegir entre la derecha y la izquierda en un capitalismo parlamentario, o elegir entre dos marcas de automóviles o detergentes, que decidir salir a la calle a enfrentarse con un poder sanguinario como están haciendo hoy los pueblos árabes o hicieron los españoles en el 36 o los cubanos en el 58. En una elección participo como lo hace el espectador en un espectáculo y esto me garantiza que, haga lo que haga, ello no tendrá consecuencias directas sobre mi vida. Por ello mismo, la televisión, que me da esta misma garantía es un aparato ideológico de Estado central en las democracias de mercado. En una decisión me juego la vida. Sólo un necio puede creer que elige vivir con otra persona o que elige tener un hijo o que "prefiere" su dignidad a la paz de una tiranía: nada de eso se elige sino que, se sepa o no, se decide.

El problema de la izquierda es que, por su propia autodefinición specular respecto a la derecha, confunde necesariamente elección con decisión. Nos propone que la elijamos -al igual que la derecha- pero siempre que con ello no se decida nada. Es la lógica de la representación, sumada a la del espectáculo: en la representación el representante actúa en lugar del representado; en el espectáculo, ni siquiera el representante actúa, sino que es actuado por fuerzas que lo superan. Triste política sin decisión, sin posiciones, sin tesis, sin nada que afirmar ni defender, pues todo está siempre ya determinado por un secreto mecanismo. Teatro de marionetas infantil o teatro de sombras de la caverna platónica. No hay nada que decidir, nada importa la verdad, mientras dure el espectáculo.

La izquierda a escala internacional fue durante 43 años, del final de la Segunda Guerra Mundial a la caída de el muro de Berlín, espectadora de un espectáculo denominado la Guerra Fría o la coexistencia pacífica en el que las dos grandes potencias y sus bloques respectivos jugaban al equilibrio del terror, pero al equilibrio al fin y al cabo. Ofrecían a escala planetaria la misma necia elección que se imponía dentro de cada democracia parlamentaria. Un bando, un bloque... o el otro. Ambos reproducían internamente variantes del capitalismo. De un lado un capitalismo de Estado surgido sobre el cadáver de la revolución rusa liquidada por Stalin, del otro, regímenes capitalistas democráticos militarizados y controlados policialmente. De los dos lados, se mantenían con escrupuloso cuidado las "condiciones de inexistencia del comunismo" (Althusser). Del lado socialista se escenificaba una imitación grotesca del capitalismo con todas sus instituciones, su Estado, su relación salarial, su parlamento, incluso una piojosa sociedad de consumo de Trabants y Ladas. Del lado capitalista, la explotación proseguía con prudencia y se introducían medidas sociales para evitar, no ya una improbable expansión del campo socialista, sino una mala sorpresa como la de 1917. Ambos bloques enterraron bajo una enorme capa de cemento y plomo el riesgo de la revolución comunista. Lenin yacía para siempre en un sarcófago tan espectacular como el de Chernobil. Ya nadie podía decidir hacer la revolución -excepto el Che o algún otro extravagante, pronto asesinado- pues había que elegir entre un bloque o el otro. Aunque, acabada la guerra fría, el espectáculo que cegaba toda perspectiva de revolución perdiera a uno de sus actores y tuviera que ser sostenido por un solo bando, éste actor solitario no tardó en encontrar sustitutos imaginarios: los árabes, los terroristas etc. La izquierda que no se integró con entusiasmo en el bloque vencedor, no podía ya referirse a un bloque propio, pero mantuvo sus reflejos de la guerra fría, igual que se sigue guardando la sensibilidad de un miembro amputado. El imperialismo era la fuente de todo mal y había que buscar en todo lo que ocurría en el vasto universo un designio del Imperio. La teoría de la conspiración se convirtió así en el sustituto de la política para una izquierda debilitada e impotente. Del análisis marxista, más vale no hablar.

Esta misma lógica conspirativa heredera de los dualismos de guerra fría se nos vuelve a presentar a propósito de la revolución libia y, en general de las inesperadas e inclasificables revoluciones árabes. Estas no han sido dirigidas por la izquierda ni, en realidad, por ninguna corriente política definida. Motivo suficiente para que, desde el primer momento, fuesen clasificadas por la izquierda como "falsas revoluciones" manipuladas desde Washington. ¡Cómo si los Estados Unidos y la UE estuvieran mínimamente descontentos de los valiosos servicios prestados por sus sátrapas árabes! Se llegó al colmo de la sospecha con la revolución libia, pues Libia, a pesar de su acendrado historial de colaboración con las potencias capitalistas dominantes, se denominaba "socialista" y su líder afirmaba de boquilla valores antiimperialistas entre orgía y orgía en los palacios de su amigo Berlusconi. No era posible en el marco imaginario que define a la izquierda que surgiera una revolución democrática y tendencialmente antiimperialista en Libia. Cuando, tras mucho esperar y habiendo permitido a Gadafi aniquilar la revuelta en buena parte del país, los países de la OTAN deciden intervenir para que la oposición libia sólo pueda vencer a Gadafi con su ayuda, todos los temores de la izquierda espectacular y especular se ven confirmados. Gadafi se convierte para algunos - los más extremistas en la disciplina espectacular-, en "el Che o el Bolívar del mundo árabe". Como dentro del laberinto de espejos de la izquierda no importa la realidad de la revolución libia ni la del régimen de Gadafi, pues sólo cuentan los presuntos bandos automáticamente adjudicados, el sátrapa de occidente se convierte en dirigente antiimperialista y el pueblo que este sátrapa oprime brutalmente y reprime con medios militares, en agentes de la CIA. Es tiempo de que salgamos de la impotencia e inanidad que genera ese mundo de espejos y abandonemos las elecciones que nos propone la izquierda por una firme decisión en favor de la libertad y del comunismo. De otro modo, tendremos capitalismo y tiranías para rato.


miércoles, 23 de marzo de 2011

Ni satisfechos ni estúpidos: la intervención militar occidental en Libia y las perplejidades de la izquierda



"Sattisfatti e stupidi"
(satisfechos y estupefactos)
Maquiavelo, el Príncipe, VII


Las revoluciones árabes habían empezado demasiado bien. Dos déspotas añejos como Ben Alí y Mubarak cayeron rápidamente, como frutas maduras o, más bien podridas, cuando sus ejércitos, viendo crecer la presión popular, prefirieron evitar un baño de sangre e intentar conservar una posición de control y tutela sobre la transformación democrática. Pareció por un momento que la palabra mágica "dégage" ("lárgate" o "ábrete", en el francés coloquial de la juventud postcolonial) hubiera hecho huir a los dictadores. La fórmula pareció buena y fue extendiéndose por el mundo árabe: Yemen, Bahrein, Jordania, Siria e incluso Argelia y Marruecos. Sin olvidar Iraq.

Todos estos países tienen en común el haber vivido bajo regímenes neocoloniales una vez acabada la tutela occidental que se prolongó durante la primera mitad del siglo XX. Los poderes coloniales fueron sustituidos entre los años 50 y 60 por regímenes de diverso tipo (monarquías tradicionales, repúblicas nacionalistas, teocracias etc.) que, una vez fracasado el desarrollismo de los años 70, se limitaron a gestionar los intereses de las antiguas potencias coloniales y de las oligarquías internas. Para ello se sirvieron de los métodos clásicos de toda dominación colonial: la corrupción generalizada y la violencia. En este sentido, Israel es sólo una variante más clásicamente colonialista, más cercana a lo que fue, por ejemplo la Argelia francesa, de ese tipo general de régimen árabe neocolonial. Basta escuchar a los dirigentes de la derecha israelí que afirman tratar a los árabes igual que los dirigentes de sus propios países, o al inefable Gadafi, que recientemente se colocaba en esta misma línea sosteniendo que entraría en Bengasi "como Franco entró en Madrid" y que reprimiendo las revueltas contra su régimen hacía "lo mismo que los israelíes en Gaza". No sabe el coronel hasta qué punto tiene razón al parangonar su violencia con la del brutal general "africanista" que exportó a la península ibérica la brutalidad racista que él mismo practicó en Marruecos, o con la de los sionistas en Palestina.

La retórica de cada régimen e incluso la historia de cada país puede haber sido diferente, pero la función geopolítica de estos regímenes era básicamente la misma, en particular desde el momento, en los años 70, en que se convirtieron en agentes directos de la "acumulación por expropiación" que caracteriza según Harvey al modelo neoliberal. De Mohamed VI a Gadafi, pasando por Mubarak o Ben Alí, los elementos comunes prevalecen sobre las diferencias. Tal vez sea esto lo que explique la coincidencia de los distintos procesos, coincidencia que recuerda poderosamente a la que también se pudo comprobar durante la ola de cambio de América Latina. Es, sin duda un complot imperialista lo que está detrás de todos estos acontecimientos, pero es un viejo complot: es el que, en complicidad con las oligarquías árabes y con Israel, hizo de los dirigentes políticos árabes auténticos policías y administradores de la neocolonia. Frente a esta situación, las revoluciones árabes constituyen una segunda independencia, una ruptura con la relación de dependencia reproducida mediante las tiranías que gobernaban por cuenta ajena sus países.

Ciertamente, los dictadores no se dejan derrocar fácilmente. Mubarak y el propio Ben Alí se llevaron por delante a unos centenares de personas, víctimas de la brutalidad de una policía que funciona en sus propios países como una fuerza de ocupación. Sólo el cambio de posición del ejército, con toda la ambiguedad que supone, impidió una guerra civil y un baño de sangre en Túnez y Egipto. En Libia no ha ocurrido lo mismo, en primer lugar porque Gadafi decidió desde el primer día de la insurrección utilizar directamente medios militares para reprimir a la población. Hace falta mucha obcecación para negarlo: los propios sectores de izquierda que apoyan hoy a Gadafi deberían haber hecho más caso del coronel -que alguno ha llegado a comparar con el Che Guevara- cuando este afirmó que iba a extinguir en sangre la revuelta o que estaba haciendo lo mismo que Israel. Al menos en eso, Gadafi está perfectamente de acuerdo con los insurrectos que corroboran con numerosas pruebas materiales el uso -anunciado por Gadafi- de armas pesadas contra la población civil. De este modo, Gadafi obligó a la insurrección a pasar a las armas para defenderse de la brutalidad de sus ataques. Un sector del ejército se sumó a la revuelta, otro se negó a bombardear a la población y algunos pilotos llegaron a desertar y a refugiarse en Malta, otro se manchó definitivamente las manos de sangre y ahora sólo puede apoyar a Gadafi hasta el fin. De este modo, el coronel libio pudo presentarse como un ejemplo para otros regímenes tiránicos amenazados por sus poblaciones, que, como vemos hoy en Bahrein o en el Yemen, parecen decirse que, si Gadafi puede...

Respecto de las revoluciones árabes, Gadafi desempeña un papel particular. Por un lado su conducta es una ilustración peligrosa de que la mano dura puede ser rentable, y ya se está convirtiendo en un ejemplo para los más duros. Por otro, depués de haber lamentado pública y reiteradamente la caída de Ben Alí, el coronel sigue insistiendo en que puede seguir siendo muy útil a los occidentales, pues se presenta como una pieza clave en la lucha contra Al Qaida, con quien mentirosamente identifica a los insurrectos y también como un valiosísimo colaborador de Europa en su lucha contra la inmigración ilegal. Su amistad personal con Berlusconi y su complicidad con los dirigentes del capitalismo europeo se basa más que en el interés occidental por el petróleo libio -aunque esto también juega un importante papel- en estas dos claves geoestratégicas. Hace falta mucha ceguera en la izquierda para seguir pensando que este personaje puede ser un dirigente antiimperialista. Frente a él, europeos y norteamericanos han jugado al cinismo más descarado: en un primer momento, le han permitido aplastar a buena parte de la insurrección democrática, para después dar a esta un apoyo aéreo limitado y abrir una perspectiva de derrocamiento del régimen mediante una ayuda exterior. De este modo, habrán seguido los gobernantes de nuestros capitalismos democráticos un viejo modelo que ya describió Maquiavelo en el capítulo VII del Príncipe al narrar la historia de Remirro de Orco: el príncipe que reprime a una población debe hacerlo a través de un tercero del que, por supuesto debe deshacerse a la primera ocasión. Asesinar al verdugo, una vez ha hecho su tarea, es lo que las potencias de la OTAN están intentando hacer. Cuando puedan exhibir el cadáver de Gadafi, como hicieron con el de su ex-aliado Saddam Hussein, podrá repetirse con el florentino que "la ferocità del quale spettacolo fece quelli populi in uno tempo rimanere satisfatti e stupidi" (la ferocidad de dicho espectùaculo hizo que estos pueblos quedaran a la vez satisfechos y estupefactos).

La intervención humanitaria es, como siempre una farsa. De lo que se trata es de liquidar la revolución libia, primero por medio de Gadafi y ahora contra Gadafi y de establecer una cuña entre Túnez y Egipto, países cuyos procesos revolucionarios pueden resultar incontrolables para el Imperio. Esto es lo que planea la siempre siniestra coalición; pero los efectos de los actos no siempre están en manos de sus agentes: el ataque contra Gadafi permite sobrevivir a una insurrección libia que, en otra circunstancia estaba condenada a ser aplastada militarmente por el verdugo del Imperio. Se abre así una pequeña posibilidad de que los libios derroquen a Gadafi e impidan una ocupación militar de su país. Es insensato ensalzar a Gadafi porque lo estén atacando los principales países de la OTAN: si lo hacen no es porque sea un antiimperialista, sino porque su papel se ha agotado y ahora toca matar públicamente al verdugo.

El debate sobre si se está a favor o en contra de la intervención contra Gadafi parte de una idea equivocada y monstruosamente ingenua: la creencia en que los habitantes de las gobernanzas capitalistas occidentales, también autodenominadas "democracias", tenemos algo que decir sobre la política de nuestros países. Hace falta tener la ingenuidad y los prejuicios occidentalistas del dirigente de Al Qaida Al Zawahiri para pensar que  los pueblos de Europa o Estados Unidos somos responsables de lo que hacen juestros gobiernos...porque los elegimos. Ese era el cínico argumento que utilizaba el dirigente de Al Qaida para justificar los atentados  contra la población civil de Europa y de los Estados Unidos. Obviamente, nadie que no sea un miembro directo de la nomenklatura capitalista-militar que dirige nuestros países, ha podido tener la más mínima influencia sobre esta decisión, avalada por unos parlamentos y gobiernos diseñados para excluir a la población de cualquier decisión real. No hay que pronunciarse, pues, a favor ni en contra de algo sobre lo que nunca pudimos decir nada. La gobernanza capitalista debe considerarse a este efecto como una fuerza de la naturaleza, un tsunami, un terremoto.. Una vez se introduce el nuevo dato de la intervención militar en Libia en la coyuntura de las revoluciones árabes, deben evaluarse las posibilidades de actuación que esta nueva circunstancia abre o cierra. Lo político es esto. Preguntarse quiénes son los buenos y quiénes los malos y definir a los buenos por los malos y viceversa es una posición imaginaria e infantil que sólo genera impotencia. No se trata de elegir entre la OTAN y Gadafi, ni siquiera adoptar una posición neutra de "ni...ni", sino de apoyar en las circunstncias reales una revolución. Algunas presuntas elecciones, como bien explicaba Guy Debord son sólo montajes espectaculares de falsos conflictos. Ante la revolución libia, como ante cualquier otra, no se trata de elegir, sino de decidir.

sábado, 19 de marzo de 2011

Capilla de Somosaguas: ¿Quién escandaliza a quién?



La Iglesia católica no es originariamente un aparato de Estado propio del capitalismo. Sus orígenes históricos y la mayoría de los significantes propios de la ideología que vehicula son propios del feudalismo. Las ideas de jerarquía, de obediencia a un magisterio, el llamamiento a los creyentes a someterse a los poderes terrenales son acordes con un régimen fuertemente jerarquizado de dependencias personales en el que el poder no necesitaba justificarse, pues se concebía como "natural". Estas ideas, sin embargo, no encuentran fácil acomodo en una sociedad donde los principios de libertad y de igualdad obligan a que se dé razón de toda posición de poder. Efectivamente, entre hombres (no excluyo de esta denominación a las mujeres, pero no quiero torturar la lengua) libres e iguales, el poder es algo anómalo, nada natural y necesita, por lo tanto una sólida justificación. Las constituciones de las democracias liberales suelen dar cuenta -mediante la ideología jurídica- del modo en que libertad e igualdad se articulan con formas legítimas y legales de autoridad.

Naturalmente, esta articulación racional de autoridad y libre igualdad no es todo. Existe también en todo orden social toda una serie de realidades fundamentales que escapan a esta supuesta racionalidad y legalidad universal. Existe, por ejemplo, la policía, institución que se rige por normativas suficientemente laxas para no depender enteramente de las leyes y poder siempre superar sus límites: no existe ni puede exisitir policía que no pueda maltratar o torturar a los ciudadanos que caen en sus manos. El corpus jurídico inspirado por la policía (leyes antiterroristas, leyes de excepción contra individuos esencialmente peligrosos y un cada día más largo etcétera) delimita un auténtico estado de excepción permanente hasta en el más democrático de los países. Existe, naturalmente el ámbito de lo que se denomina economía, donde libertad e igualdad dejan de exisitir en cuanto se trascienden la puertas del lugar de trabajo.

Existe también la Iglesia. La Iglesia católica, como aparato ideológico de Estado del capitalismo español tiene algunas particularidades históricas, pues fue desde los Reyes Católicos hasta Felipe IV, a través de la Surprema Inquisición de España, el único aparato de Estado propiamente español. Sin embargo, no hace falta remontarse a fechas tan remotas para encontrarnos con que la Iglesia católica ocupa un lugar de excepción. La inscripción de la Iglesia en la constitución formal y material del Estado español no se corresponde, ni mucho menos, a la de ninguna otra institución de carácter privado. La Iglesia es el único culto religioso que se menciona en la constitución y aquél a que se destinan los ingresos de un impuesto religioso pagado, por defecto, por todos los ciudadanos. Sin hablar de sus privilegios fiscales o de que se le permita controlar una parte sustancial del sistema educativo. Dentro de un ordenamiento jurídico teóricamente basado en la igualdad y la libertad, el estatuto de la Iglesia española es anómalo.

La Iglesia goza de la posición excepcional de los aparatos de Estado e instituciones sociales que deben permanecer a la vez dentro y fuera de la ley (policía, ejército, monarquía, mercado, empresa etc.). En el caso de la Iglesia católica esto es particularmente flagrante, pues su estatuto depende de un acuerdo internacional, un acuerdo con otro Estado, la Santa Sede. La maltrecha soberanía nacional del pueblo español queda así mermada por el hecho de que otro Estado tenga una potestad particular en los asuntos que deberían ser mera incumbencia del poder legislativo. Conforme al Concordato la Iglesia funciona como un Estado -extranjero- dentro del Estado. No sería así si sus secuaces se limitasen a obedecerle en el ámbito privado y a regir su vida por sus preceptos, pero la Iglesia española quiere decidir más allá del ámbito cada vez más estrecho del catolicismo practicante. La Iglesia católica determina las decisiones del poder legislativo e influye sobre el funcionamiento de aparatos como el escolar y universitario, o sobre el de los servicios de salud. La Iglesia es un poder en posición de excepción que se articula, dentro de la formación social capitalista española con los otros poderes excepcionales antes indicados: aparatos repressivos, poderes económicos etc.

Uno de los ejes fundamentales de la actuación de la Iglesia es el de una supuesta "moral sexual". Puede sorprender que una institución que se proclama heredera de una tradición mesiánica, en lugar de preocuparse por el fin de lo tiempos y la salvación de las almas de sus secuaces, hable fundamentalmente de sexo. Sin embargo, quien siga las declaraciones de sus prelados puede comprobar que hablan siempre "de lo mismo", que sólo hablan "de eso". Esto no es una novedad, pues como ya explicó Michel Foucault, la Iglesia fue un actor importante del establecimiento, junto al poder soberano, de una nueva modalidad de poder "pastoral", directo antecesor de la biopolítica. Este poder pastoral es un poder ubicuo que sigue a los individuos en cada momento y ocasión de la vida, pocurando constituir un saber sobre éstos, sobre sus deseos, sus necsidades, sus inclinaciones, sus pensamientos más recónditos y sus actos más insignificantes. No es un poder basado en la prohibición, sino en el control permanente; no es un poder que silencia, sino un poder que hace hablar. La institución eclesial tuvo que abandonar toda identidad cristiana y mesiánica, pues esta era incompatible con su nueva función. La Iglesia no habla ya del fin de los tiempos ni de la salvación, ni de la segunda llegada del Mesías. La Iglesia no vive en el "tiempo que queda" paulino, sino en el tiempo indefinido de la gestión de las poblaciones y de la valorización del capital. En los países católicos, su función es regular la "libertad sexual", no aboliéndola, sino transformando su práctica -necesaria en una sociedad capitalista permisiva- en fuente de culpabilidad. La Iglesia dobla así al propio capitalismo: el capitalismo genera la deuda económica, que no es sino una forma de culpa -el término Schuld recoge en alemán indistintamente ambos significados, según recuerda Walter Benjamin-, la Iglesia produce a partir de la propia libertad de transacciones sexuales del capitalismo otra forma de culpa intrínsecamente enlazada a la primera. No hay mercado sin culpa-deuda, ni culpa-deuda sin mercado.

La protesta de algunos estudiantes en la capilla de Somosaguas contra la inexplicable existencia de un local religioso en un centro universitario y contra la ideología siniestra que desde él se propaga se expresó mediante un ritual que responde especularmente a la doctrina de la Iglesia. Desnudándose parcialmente en público en una capilla, pretendieron los estudiantes protestar contra este subterráneo poder que el Estado español concede a la Iglesia. Probablemente este inocentísimo acto, que reproduce una celebra escena de la vida de San FRancisco de Asís, no tenga la radicalidad que ingenuamente le atribuyeron sus protagonistas. Basta hojear un manual de confesión escrito del siglo XVI para acá para descubrir un universo de perversiones de enorme riqueza que, como hoy sabemos sirvió de fuente directa al marqués de Sade. Hay que ser muy ingenuo para intentar descubrir nada sobre la sexualidad a la institución que más hizo para inventarla y un buen número de cuyos sacerdotes y prelados ha tenido problemas con la justicia en relación con ciertas prácticas sexuales poco compatibles con la libertad e igualdad de los individuos. La ingenuidad de que hicieron gala los jóvenes de Somosaguas ante la institución eclesial, ingenuidad compartida por muchas personas de su generación que estudian en este y otros centros análogos, debería ser motivo suficiente para que se supriman todas las capillas en los centros de enseñanza públicos. No sólo se cumpliría así un precepto democrático elemental y se respetaría la igualdad y la libertad de los ciudadanos, sino que, incluso se obedecería a un precepto evangélico: proteger a los jóvenes del escándalo. Pues como se afirma en Mateo 18.6 (en texto que coincide con Marcos 9.42 y Lucas 17. 1-3):  "Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar."