El cese de la actividad armada de ETA fue una pésima noticia para el Estado español y los poderes que en este se unifican. ETA fue en un primer momento un símbolo de resistencia intransigente a la dictadura y a sus intentos de transformación. Frente a la indudable brutalidad del régimen, que incluso durante su transición democrática segó la vida de centenares de personas víctimas de la violencia policial o de los diversos grupos parapoliciales de extrema derecha, ETA planteó un desafío armado al régimen y siguió reivindicando la ruptura democrática y el derecho de autodeterminación de las nacionalidades que siempre había reclamado la oposición democrática al régimen de Franco. El problema es que la oposición democrática abandonó sus exigencias mínimas, por debilidad y por oportunismo, y aceptó participar en el plan de remodelación controlada del régimen que se llamó Transición democrática. ETA quedó aparte y con ella un sector importante de la población vasca, tal y como se pudo comprobar en los distintos procesos electorales.
Una vez conquistada la hegemonía para la reforma del franquismo en casi todo el territorio del Estado español, sólo quedaba el enclave vasco como bolsa de resistencia. El régimen español vio este hecho, no solo como un fracaso, sino sobre todo como una oportunidad. Gracias a ETA, que unía las reivindicaciones democráticas a la lucha armada contra el Estado, reivindicaciones mínimas tales como la ruptura con los distintos aparatos represivos y militares del franquismo, el regreso de la legalidad republicana, la autodeterminación de las nacionalidades, quedaban teñidas de radicalidad y cubiertas por el siniestro nombre de "terrorismo". Un régimen que se reestructuraba desde la fragilidad y que carecía de elementos mínimos de legitimidad tuvo así la oportunidad histórica de contar con un enemigo a su medida. ETA permitía cerrar la transición y "unir a todas las gentes de buena voluntad contra la violencia", ocultando la gigantesca violencia pasada -y presente- en que el propio régimen está sustentado. ETA se conviritó así en ese objeto de odio compartido que permitió a la izquierda abandonar sin vergüenza sus principios democráticos y rupturistas y a la derecha franquista unirse con esta en un frente democrático contra los "violentos". La creciente brutalidad de las acciones de ETA solo sirvió para cimentar este consenso que había permitido pasar de la legislación de excepción permanente del régimen franquista a la legislación de exepción no menos permanente de la "democracia antiterrorista". De ese modo, un régimen sin legitimidad histórica, democrática, social ni nacional logró consolidarse frente a lo que se percibía como un enemigo común. ETA había conseguido que el canje de "protección por obediencia" que el franquismo propuso a la población durante más de 40 años, al presentarse como garantía contra la "guerra civil", se reprodujera bajo una nueva forma como cimiento de la "joven democracia".
De este modo, el régimen español nunca ha dudado en acusar de terrorismo y asociar con ETA a quien se haya opuesto a él. Todo el que se mueve y plantea una reivindicación social contraria al régimen o al capitalismo es acusado de connivencia con ETA, sobre todo en el País Vasco, pero no sólo. Incluso el 15M fue contemplado bajo ese aspecto terrorista y no faltaron medios de derecha que acusaron a los jóvenes acampados de usar técnicas de guerrilla urbana o de "kale borroka". Hoy es la PAH quien se ve acusada de lo mismo: como si ETA fuese una organización que se hubiese dedicado a interpelar en la calle a sus adversarios políticos y poner pegatinas en las puertas de sus casas. La "reductio ad ETA" es el único argumento del régimen español frente a una disidencia que nunca ha querido ni sabido gestionar. Cuando la propia ETA ha puesto fin definitivamente a su actividad armada, ETA sigue existiendo como fantasma, como un fantasma que recorre España y que el poder asocia con el conjunto de una disidencia social que va en aumento y que nada tiene que ver con la añeja organización armada vasca. Un poder ciego e incapaz de negociar con la población sigue queriendo ver el fantasma del terrorismo hasta en las formas más inofensivas de la disidencia social. En eso recuerda a los regímenes "socialistas" de Europa del Este que no dudaban en ver la mano del imperialismo detrás de cualquier movilización social. Curioso terrorismo este que es secundado por amplísimas mayorìas sociales opuestas a la violencia del capital financiero y de su Estado contra los más desvalidos. No durará mucho un poder que debe, para sobrevivir, reducir toda protesta social a violencia terrorista y presentarse como el único baluarte de la paz. Cuando el poder organiza desahucios violentísimos que recuerdan a los pogromos del zarismo o del régimen nazi, cuando apalea a manifestantes perfectamente pacíficos y es el único verdadero agente de violencia en una sociedad sumamente pacífica y civilizada, no sirve ya de nada que se presente a sí mismo como la representación de los pacíficos frente a un terrorismo ya inexistente. Nadie se lo puede creer ya, pues puede aislarse a una minoría social acusándola de "terrorismo", pero nunca a lo que ya es una aplastante mayoría.