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jueves, 8 de enero de 2009

Gaza: el negacionismo en directo

En Francia y otros países europeos existe una ley que sanciona penalmente a quienes nieguen la existencia histórica del Holocausto judío. El legislador francés consideró que la negación del exterminio de los judíos de Europa no constituía una opinión histórica, sino una manifestación de odio y de racismo abyecto. Es más que discutible que el odio y el racismo abyecto se castiguen mediante una norma cuya extensión al conjunto de la investigación histórica haría imposible la investigación y la enseñanza en esta disciplina. De ahí que, con argumentos intelectual y moralmente sólidos, Noham Chomsky se opusiera en su momento a la prohibición de la obra del historiador y mistificador de extrema derecha Faurisson. Las falsedades y las falsificaciones históricas en que se basa el negacionismo neonazi deben combatirse en un doble ámbito político y científico y sólo deben perseguirse penalmente los actos o, si acaso, los llamamientos directos a perpetrarlos. Una ley como la francesa es un claro indicador del nivel de neutralización y degradación del espacio político (pero también, y no por casualidad, del espíritu científico y racional) que caracteriza a nuestras gobernanzas neoliberales. El derecho como instancia presuntamente objetiva sustituye a la política y a la ciencia, eferas que nunca son neutrales pues sólo pueden existir como espacios de lucha por la libertad política y la independencia intelectual. Vencer política e intelectualmente al negacionismo neonazi es necesario para liberar la verdad y consolidar las libertades. Tanto la libertad política como la verdad sólo se abren paso gracias a una lucha constante cuyos frentes son la política y la filosofía.

La prohibición de la negación del holocausto tiene teóricamente por objetivo que éste no vuelva a producirse jamás. Sin embargo, la prohibición de una idea, por absurda y cruel que esta sea no permite que dejen de producirse actos criminales. Ni Francia, ni Europa ni el mundo quedarán libres de la mácula genocida sólo por impedir que se niegue el genocidio nazi. Esta actitud recuerda la famosa paradoja: "Aquí ya no queda ningún canibal: al último nos lo comimos ayer." Aquí no queda ningún heredero de Hitler que reclame abiertamente su pútrido patrimonio, pero sí existen nazis de nuestro tiempo, que no matan en nombre de una raza, sino en nombre de la humanidad o de las "víctimas".

Los herederos fácticos de Hitler han sido algo más taimados. En primer lugar, tuvieron la elegancia de no tomar como objetivo a pueblos blancos y europeos como los judíos y pudieron asesinar a millones de argelinos, vietnamitas, congoleños, guatemaltecos etc. En segundo lugar, tomaron la precaución de condenar el genocidio como tal de la manera más dura, sin por ello cerrar la puerta a las medidas de "contrainsurgencia" y de "lucha contra el terrorismo" mediante las cuales podía obtenerse el mismo resultado que en Auschwitz o en Treblinka de manera más "limpia". Mediante los bombardeos, que con el tiempo llegaron a hacerse pacifistas y humanitarios (cuando no, en una curiosa interpretación de la ética médica, "quirúrgicos"), pudo obtenerse la santificación del exterminio en el marco mismo de la prohibición de la guerra. El pacifismo de Estado, prohibiendo la guerra, sólo dejó abierta la posibilidad de un tipo de guerra legítima, la guerra de castigo contra los criminales. La guerra en nombre de la paz contra los enemigos de la paz y de la humanidad es una guerra sin límites y sin cuartel en la que, como hacen hoy los israelíes en Gaza, pueden bombardearse mezquitas, iglesias, hospitales y escuelas y puede dispararse con la mejor conciencia a los enfermeros de la Media Luna Roja cuando procuran asistir a los heridos o recoger los cadáveres.

Para hacer posible una guerra de este tipo, debe en primer lugar "fabricarse" al "criminal" a quien va destinado el "castigo". Para ello, los Estados y poderes del Imperio neoliberal disponen de poderosísimos medios de propaganda capaces de hacer que una opinión pública despolitizada acepte casi cualquier tipo de mentira. Las "justificaciones" de la guerra de Iraq dan muestra de ello. Pero existe otro medio aún más sutil de fabricar al "criminal", al "enemigo del género humano". Basta para ello, como en Palestina, hacerle la vida imposible: cercarlo, matarlo de hambre, de sed y de enfermedad, destruir todos sus recursos y afirmar que el "atraso" en el que vive es una cuestión de "mentalidad" o de "civilización" o de fanatismo y obscurantismo religioso. Hasta que los beneficiarios de este tratamiento se rebelan. El oprimido que se niega a ser exterminado se convierte así en "terrorista" actual o potencial. Los guetos de Polonia durante la ocupación nazi fueron auténticos laboratorios o fábricas en los que se convirtió a los ciudadanos judíos de Europa oriental en parias miserables, sucios, enfermos y desesperados. La inmensa mayoría de los residentes de los guetos fue deportada a los campos de exterminio y asesinada en masa. Una minoría politizada del gueto de Varsovia se rebeló, se alzó desesperadamente en armas contra los nazis y luchó hasta el final, hasta que los nazis arrasaran hasta el último edificio del gueto en su lucha contra los "terroristas judíos".

En Gaza estamos viendo una reproducción de algo muy semejante. La diferencia es que el exterminio de los palestinos se realiza lentamente. Si los nazis tuvieron que ser discretos en sus crímenes, sus discípulos sionistas los proclaman altivamente como actos de justicia contra los enemigos del "proceso de paz" que se propone convertir la Palestina árabe en un rompecabezas de bantustanes. Los sionistas no necesitan ser negacionistas, pues sus crímenes generan su propia negación. El sitio de Gaza produce la humanidad "inferior" y peligrosa que sirve de justificación al propio exterminio como acto defensivo. El bombardeo, la muerte que va del cielo a la tierra, es, como acertadamente lo describen eu último artículo mi amigo Santiago Alba, signo de la distancia y la desproporción "teológicas" entre la omnipotencia, que por ser omnipotente no puede ser sino justa, y la escoria humana desposeida y resentida que le hace frente. El bombardeo "quirúrgico", al igual que el gueto, se justifican y fundamentan a sí mismos, al igual que el Dios causa sui de los teólogos. Es inútil e incluso contraproducente esconderlos o negar su existencia como hicieron los nazis en su día. Baste escuchar al inefable André Glucksmann, quien en un reciente artículo de Le Monde repondía a quienes acusan a Israel de usar medios desproporcionados en Gaza: "Puesto que Hamas – a diferencia de la Autoridad Palestina – se obstina en no reconocer el derecho a axistir del Estado hebreo y sueña con aniquilar a sus ciudadanos, ¿se quiere acaso que Israel imite esta radicalidad y realice una gigantesca limpieza étnica?". Glucksmann parece ignorar que Hamas se limita a pedir a Israel que determine cuáles son sus fronteras y pare la colonización a cambio de una tregua indefinida que podría desembocar en una conversaciones de paz serias y no se plantea en ningún momento echar a los judíos al mar. El sedicente "filósofo" ignora que sabe que el proyecto sionista es precisamente el que él atribuye a Hamas, pues la condición para que en Palestina exista "Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra" no es ni más ni menos que la declaración de ese territorio "arabierenfrei" (en la terminología nazi, libre de árabes, al igual que el nazismo declaraba las zonas donde se había exterminado a los judíos "judenfrei" o libres de judíos).

El negacionismo clásico negaba la realidad del exterminio judío como hecho histórico, como algo del pasado. Si acaso, considera mediante una argumentación que no teme a la paradoja que el holocausto es una "mentira judía" que retrospectivamente justificaba el negado holocausto. El negacionista nazi dice que los judíos mienten y que esa mentira muestra la realidad del complot judío que, precisamente, justificó el holocausto. El negacionismo sionista va más allá, no tiene que negar el pasado: en el presente, a los ojos del mundo, niega el exterminio al tiempo que lo perpetra como acto de "justicia", de "paz" y de "humanidad", presentando a Israel y su ejército racista y colonial como víctimas de los exterminados. Este negacionismo basado en la inversión de la realidad y la proyección del criminal en su víctima no debe ser prohibido por ninguna ley, sino combatido políticamente e intelectualmente en nombre de la libertad y la verdad.

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Gaza: ¡Mir zaynen do! (Del Gueto de Varsovia al de Gaza)

En medio de las fiestas de Navidad y Año Nuevo, Israel ha lanzado una ofensiva contra la franja de Gaza que pretende ser definitiva. Su objetivo declarado es exterminar al movimiento de resistencia islámico Hamas. Los medios de comunicación y los gobiernos occidentales suelen presentar esta ofensiva como el resultado necesario, aunque tal vez algo exagerado, del fin de la tregua con Israel proclamada por las autoridades de Hamas que controlan Gaza. Israel estaría ejecitando su legítimo derecho de autodefensa frente a los ataques a su territorio con cohetes artesanales Qassam. Según la presidencia checa de la UE, la ofensiva de Israel sobre Gaza tiene carácter estrictamente “defensivo”. Otro elemento de justificación a más largo plazo de la matanza israelí en Gaza es el pretendido carácter radical e incluso terrorista del movimiento Hamas. La operación israelí sería así un episodio más de la Guerra contra el Terrorismo emprendida por "Occidente". Sin embargo, una simple ojeada sobre los principios políticos de Hamas y sobre su declaración de gobierno permite reconocer en ellos los fundamentos mismos en que se asienta el derecho internacional contemporáneo: derecho de autodeterminación de los pueblos y respeto de la soberanía de los Estados dentro de fronteras reconocidas. Se trata de algo tan exótico y "oriental" como de las tres unidades de legislación, de territorio y de poder que definían para Jellinek el Estado. Pareciera que los principios clásicos de la democracia y del Estado de derecho se hubieran convertido en algo enteramente ajeno y difícilmente reconocible para Israel y sus aliados. La defensa de la democracia occidental y de sus principios, abandonada por los occidentales, queda así en manos de los que estos consideran como "terroristas". Hasta el punto de que, tal vez la mejor definición de lo que los Estados dominantes del sistema capitalista entienden por "terrorismo" sea: defensa de los principios de "Occidente" contra el propio "Occidente". Defensa esta que puede, con arreglo a la misma legitimación jurídica, recurrir a la lucha armada reconocida en el ordenamiento internacional como un derecho inprescriptible de todo pueblo ocupado. Ello es válido tanto en los callejones de Gaza y en el Iraq destruido y ocupado como en lugares mucho más cercanos y menos "exóticos". Por otra parte, en el plano de la historia más inmediata y de su tergiversación por la "prensa libre", el hecho de que Hamas controle Gaza se presenta como el resultado de una especie de acto de fuerza por parte del movimiento islámico de resistencia, ignorando así cómo llegó este movimiento al gobierno en Gaza y el resto de los territorios.


La perpectiva asumida por los medios de comunicación oficiales, tanto públicos como privados, se aleja de manera importante de la realidad. En primer lugar, el gobierno de Gaza es lo que queda del gobierno legítimo elegido en las urnas por la población palestina en las últimas elecciones generales celebradas en Cisjordania y Gaza. Si se recuerda, la victoria de Hamas condujo a la constitución de un gobierno dirigido por Ismail Haniya que -aun sin reconocer a Israel- se apresuró a ofrecer a este país una tregua indefinida siempre y cuando el Estado sionista aceptase reconocer como sus fronteras las anteriores a 1967. Esta exigencia de reconocer el mandato del derecho internacional, o al menos de la ya muy parcial versión de este que se traduce en las sucesivas resoluciones de las Naciones Unidas sobre Palestina, resulta inaceptable para Israel y prueba del "extremismo" "fanático" y "terrorista" de la resistencia palestina.

Israel es uno de los pocos Estados que no tienen fronteras definidas. Su territorio no se define en contraposición al de otros pueblos como suele ocurrir dentro del sistema de Estados oriundo de la historia y la geopolítica europeas que se impuso a nivel mundial tras el gran proceso de descolonización de la segunda mitad del siglo XX. La soberanía moderna representa en este sistema un poder territorial en el que el soberano tiene el monopolio del derecho y de la decisión política dentro de unas fronteras. Más allá de ellas existen otros poderes igualmente soberanos cuyas fronteras se recortan sobre las de otros Estados. Tal es el fundamento mismo de la Carta de las Naciones Unidas y de todo el derecho internacional vigente.

El hecho de que Israel se niegue a definir sus fronteras responde a su anacronismo. Israel es el último Estado colonial que aún hoy declara explícitamente su carácter, si bien evita utilizar este término infamante esncondiendo la realidad bajo una argumentación teológica o victimista. Si no fuera por esta mistificación, el Estado de Israel presenta pocas diferencias con la colonia francesa de Argelia en la que Francia fue progresivamente expulsando de la franja costera “útil” a la población árabe. Su arma para ello, desde el punto de vista jurídico, era la negación de todo derecho de ciudadanía tanto francesa como extranjera a los árabes. Argelia sólo podía existir bajo el domino francés como una reserva de tierras destinada a la colonización europea. Como pueblo y país árabe y norteafricano no podía tener ninguna entidad propia. Israel sigue rigurosamente la misma línea, por ello su frontera sólo puede ser el límite provisional de una colonización que prosigue su curso indefinidamente. El presupuesto en que se basa esta situación es la negación de la existencia política de la población árabe de Palestina. El pueblo palestino no tiene derecho a existir como como otro pueblo formalmente igual frente a Israel, sino como una realidad menor, que se puede ignorar y se procura borrar. Es difícil no reconocer en esto el mismo racismo que inspiró las demás colonizaciones europeas.


El término último de la colonización sionista sería la expulsión del conjunto de la población árabe de la antigua Palestina. El problema es que una depuración étnica total que declarase a Palestina “limpia de árabes” recordaría demasiado el proyecto étnico nacionalsocialista de una Europa “limpia de judíos” (judenrein o judenfrei era el término utilizado por el régimen nazi). Esto, efectivamente, resultaría sumamente problemático para un régimen como el israelí que asienta desde los años 60 su legitimidad en el holocausto nazi. Israel sería el refugio de la vida judía frente al antisemitismo genocida, pero para serlo tiene que hacer realidad el principio sionista: “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. Este principio no es declarativo sino performativo. Enunciarlo es hacerlo realidad con actos. La condición inexcusable para su realización es la expulsión progresiva o al menos la “invisibilización” de la población árabe. El exterminio o la deportación total no son posibilidades que Israel pueda contemplar a breve o medio plazo. De momento, la estrategia del sionismo consiste en una incesante operación de desgaste mediante un deterioro constante de las condiciones de vida en los territorios palestinos. El encierro detrás del muro, el embargo de toda ayuda incluso alimentaria y médica, el sabotaje de toda actividad económica significativa y el pillaje de los ingresos arancelarios de la autoridad palestina por parte de Israel estrangulan progresivamente a una población cuya mera existencia en su país es una constante amenaza para el Estado sionista.


Progresivamente, la población palestina se ve encerrada en un sistema de guetos o de bantustanes cuya superficie es cada vez menor debido a la construcción del muro de separación así como de carreteras para los judíos y de nuevas colonias en tierras palestinas ocupadas. Mientras quede algo de tierra en manos palestinas y algún palestino vivo no podrá hablarse de genocidio. Por ello mismo el sionismo ha preferido a una operación de limpieza étnica rápida -como la que lanzó en 1948 para limpiar de árabes el territorio concedido a Israel por las Naciones Unidas- una limpieza étnica en progresión infnita. De lo que se trata es de eliminar poco a poco y en la práctica una población sin que por ello pueda hablarse de genocidio, sino de “medidas de seguridad”, “contrairsurgencia”, “lucha contra el terrorismo” etc. Todo ello, naturalmente, en el marco del "proceso de paz".


Dentro de esta estrategia colonialista y racista a penas disimulada, el “proceso de paz” es una indispensable mascarada y el papel que en este proceso desempeña la Autoridad Palestina recuerda la instrumentalización de los consejos judíos (Judenräte) por el nacionalsocialismo en los guetos de Europa oriental soberbiamente descrita por Hannah Atrendt en Eichmann en Jerusalén. Como se sabe, el proceso de paz se inicia tras el final de la guerra fría en el contexto del Nuevo Orden Mundial preconizado por Bush padre. El proceso se plantea en realidad como respuesta a la primera gran insurrección (Intifada) de la población palestina contra la ocupación israelí. El deterioro de la imagen internacional de Israel que supuso esa insurrección fue considerable. Las imágenes de un ejército potentísimo asesinando a niños que lo atacaban a pedradas dieron la vuelta al mundo y recordaron la realidad de la situación colonial en que vivía y vive la población árabe de Palestina. Nada más parecido a la represión israelí contra el conjunto de la población indígena que las famosas “masacres administrativas” perpetradas por el ejército colonial británico en la India. Práctica colonial esta que sirvió, con el tiempo, de inspiración a un tal Adolfo Hitler. La solución inicial que la “comunidad internacional” ideó para lavar la cara a Israel fue el lanzamiento de un proceso de paz cuyo primer paso fue el regreso de la dirección exilada de Al Fatah al 20% de la Palestina histórica aún no enteramente absorbido por Israel. En el marco del proceso de paz, los antiguos “terroristas” de Al Fatah se convierten en una administración provisional de los “Territorios” encargada de liquidar la Intifada con más “legitimidad” y eficacia que Israel. Es lo que Edward Said no dudó en calificar de gobierno colaboracionista sobre el modelo del régimen francés de Vichy. Con todo, ni siquiera esa fiel colaboración con el ocupante sirvió para que Israel aceptara el derecho de los palestinos a un Estado internacionalmente reconocido. La relativa incapacidad de la administración autónoma para poner término a la resistencia palestina era interpretada sistemáticamente por Israel como duplicidad. El triste destino de Yasser Arafat ilustra a la perfección el estatuto de la Autoridad Palestina. Quien regresara ufano a Palestina -aunque no a su propia ciudad- de la mano del proceso de paz pudo rápidamente comprobar cuáles eran los límites reales de su poder. En una nueva escenificación de “El rey se muere” de Ionesco, el rais palestino que ya sólo disponía de 20% del territorio de su país, se vió progresivamente limitado bajo la presión israelí a Cisjordania, a la ciudad de Ramallah, al complejo administrativo de gobierno (la muqata) y finalmente a su propio despacho tras cuyos tabiques se movía el ejército israelí.

La ilusión del poder palestino quedó patente en ese movimiento de reducción progresiva del territorio en que ejercía su autoridad. Este se encogía siempre un poco más, pero sin liquidar nunca el mínimo necesario para mantener la ficción. Es una progresión asintótica que acaba con la propia muerte de Arafat. Probablemente asesinado, envenenado por los servicios secretos israelíes, pero sin que este hecho pudiera ser oficialmente reconocido por la Autoridad Palestina. Reconocer que Arafat había sido asesinado equivalía a poner fin al “diálogo” y al “proceso de paz”. Con ello las autoridades palestinas hubieran perdido la cara e Israel su “legitimación”.

En ese marco de movilidad de la “frontera” al arbitrio de Israel, se comprende perfectamente la reivindicación de Hamas de que Israel declare sus fronteras como condición previa a toda negociación. Negociar con un poder cuyo territorio no está limitado es precisamente lo que condujo a la autoridad palestina a la fragmentación de su territorio en más de una veintena de pequeños enclaves donde se hacina la población, sin tierras ni agua suficientes, sin posibilidades reales de comerciar con Israel ni con el resto del mundo. Enclaves que, por lo demás, también van reduciéndose progresivamente, mediante dispositivos como el “muro de separación” o los planes urbanísticos del Gran Jerusalén. La colonización israelí dentro de los propios territorios que, en el marco del proceso de paz, quedan bajo autoridad palestina prosigue sin cesar. La retirada israelí de Gaza, saludada por los ingenuos como una concesión o un acto de buena voluntad tenía por objetivo convertir definitivamente la totalidad de ese exiguo territorio en un auténtico gueto. Para encerrar eficazmente a la población de Gaza era necesario desalojar primero a los colonos israelíes. Luego, siempre habría tiempo de reventar el absceso y limpiar de población árabe una zona que poco a poco se ha hecho casi inhabitable y que sólo sobrevive gracias a la ayuda “humanitaria” internacional.


Es lo que está haciendo Israel con la complicidad de norteamericanos y europeos. Está llevando a su último término el golpe de estado de Abbas contra el gobierno de Hamás en su último reducto de Gaza. La resistencia heroica que opone la hambrienta y aislada población de Gaza a un ejército poderoso y sin escrúpulos está suscitando una amplísima solidaridad en el mundo árabe y fuera de él. Sobre todo en la propia Palestina, entre los árabes de Israel y los de Cisjordania, crecen a la vez el sentimiento de solidaridad con Gaza y la indignación ante la complicidad de las autoridades colaboracionistas de Ramallah. De ahí la urgencia con que el ejército israelí procura realizar su labor de exterminio en la que se multiplican las "bajas colaterales" en mezquitas, escuelas, hospitales y ambulancias.

Hoy, los resistentes de Gaza en su combate casa por casa contra un ejército racista, recuerdan otras escenas de dignidad. En particular la insurrección del gueto de Varsovia contra el exterminio nazi. Los combatientes judíos de Varsovia se alzaron en armas contra quienes pretendían exterminarlos en una lucha desesperada y condenada al fracaso. Fueron casi todos exterminados en el desigual combate contra el ejército alemán. Hasta la última casa del gueto de Varsovia quedó destruida. Como reveló hace unos años el periodista del diario israelí Haaretz, Emir Oren, el ejército israelí estudió para preparar sus ataques contra la población palestina las técnicas de contrairsurgencia del ejército nazi. No sólo "técnicamente" es el sionismo un heredero legítimo aunque paradójico del nazismo. Hoy en Gaza, son los árabes de Palestina quienes frente a la barbarie racista retomar las bellas palabras de los combatientes judíos del gueto de Varsovia:
"Zog nit keynmol az du gayst dem letzten veg,
Ven himlen blayene farshteln bloye teg;
Vayl kumen vet noch undzer oysgebenkte shuh,
Es vet a poyk tun undzer trot - mir zaynen do."
(Nunca digas que este es tu último camino,
A pesar del cielo de plomo que esconde el cielo azul.
Para nosotros sonará la hora tan esperada.
Con nuestros pasos resonará este grito: ¡estamos aquí!)


Frente a quien pretende exterminar a una población entera, afirmar "mir zaynen do", o en árabe "nahnu huna" es declarar la existencia como lucha y la lucha como existencia. La expulsión de los sionistas de Gaza, la victoria de Hamas y de las demás milicias que resisten a la aniquilación es una condición para cualquier posible proceso de paz. La derrota de los "terroristas" de Hamas sería una nueva derrota y una nueva aniquilación del gueto de Varsovia.