El spinozismo
espontáneo del 15M: indignatio y critica de la representación
(Ponencia presentada en el Congreso "Demokrazia/Democracia +", Leioa, Bilbao, 19 y 20 de noviembre de 2012)
El 15 de mayo de 2011,
se produjo inicialmente en Madrid y posteriormente en otras ciudades
españolas una movilización social sin precedentes. Lo específico,
lo novedoso de esta movilización no era tanto su magnitud, aunque
fue y sigue siendo considerable, como algunos de sus aspectos
cualitativos. En primer lugar, se trataba de una serie de
acontecimientos en gran medida autoconvocados a través de redes
sociales y de agrupaciones recientes e informales de estudiantes y
trabajadores precarios y posteriormente, de forma directa en las
asambleas. En segundo lugar, a diferencia de las manifestaciones
clásicas, el 15M ha tendido a mantenerse en el tiempo y el espacio,
primero mediante las acampadas y posteriormente a través de una
amplia red de asambleas populares en barrios y municipios, así como
mediante la constitución de una serie de comisiones encargadas de
generar un saber sobre la sociedad y la coyuntura capaz de rivalizar
con el del poder e incluso de superarlo.
El 15M, que no es ni una
manifestación ni una asamblea prolongada ni tampoco una organización
clásica se autoconstituye como una nueva instancia de legitimidad
democrática con un programa cada vez más constituyente. Es sin duda
un modo de organización política de nuevo tipo con toda la
informalidad de una manifestación o una asamblea espontánea, pero
con una clara voluntad de hacer de esa misma espontaneidad e incluso
de esa relativa informalidad las características de una nueva trama
institucional centrada en un dispositivo central: la asamblea
abierta.
Uno de los ámbitos en
los que el 15M ha producido innovaciones es el del léxico político.
Toda una serie de términos como “asamblea abierta”,
“asamblearse”, “multitud”, “no representación”,
“ausencia de miedo” hacen aparición como elementos de un nuevo
discurso sobre la cosa pública, incluso de una nueva gramática de
la política irreductible a las categorías lo que se entiende por
política en los actuales Estados capitalistas democráticos. Estos
términos se oponen al vocabulario de la democracia representativa:
parlamento, elecciones, pueblo, legitimidad, violencia legítima,
etc. De ahí que precipitadamente se calificara al 15M de apolítico
o antipolítico. Sin embargo, desde el primer día, el 15M se puso a
hablar de otro modo y lo hizo en un lenguaje nuevo que nadie le había
enseñado, como si los términos hubieran ido cobrando sentido a
medida que la realidad que ellos mismos contribuían a fraguar les
ofrecía nuevos contenidos. Se trata de términos ya existentes o
derivados de términos ya existentes -como ese verbo “asamblearse”,
voz medio-pasiva de un inexistente verbo “asamblear”-, que se
contraponen, sin embargo, a los que configuran el lenguaje del poder,
como si fueran su otro, lo que los términos del poder no son y lo
que no son términos del poder. Estrictamente se trata de
significantes, de palabras en su sentido material, de emisiones
sonoras o imágenes gráficas, consideradas independientemente de su
significado, en su contraposición con otras a las que se oponen,
como pueden oponerse entre sí los rasgos de un fonema y los de otro.
Son palabras que producen efectos, que inspiran o reorientan
prácticas. Mediante estos significantes, lo que los nuevos
movimientos sociales están haciendo es oponerse al léxico y la
gramática políticos de la modernidad marcada por el Estado
capitalista moderno en sus distintas variantes, desde el absolutismo
hasta el liberalismo y el neoliberalismo, sin olvidar sus formas de
excepción como el fascismo o las formas aparentadas con el Estado de
policía (Polizeistaat) denominadas “Estados socialistas”.
Un nuevo léxico se
contrapone al anterior, pero es realmente nuevo este léxico o sólo
lo es en relación con aquel al que se opone? Podemos legitimamente
poner en duda esta supuesta novedad, pues la modernidad política no
fue un proceso que se impusiera pacíficamente, sin luchas y sin
enemigos. Para imponer su orden, la burguesía tuvo que vencer e
integrar bajo su hegemonía a lenguajes de fuerzas sociales opuestas.
Thomas Hobbes, el gran gramático de la modernidad política burguesa
no se entiende sin el discurso al que realmente se opone, el de los
diggers
y los levellers,
el de los exponentes de esa “hidra de mil cabezas” que coincide
según Peter Linebaugh
con la multitud que defiende la res
publica,
el Common-wealth,
frente a la república de los propietarios, y pugna por establecer
una república de los comunes. El Leviatán
hobbesiano y sus derivaciones posteriores autoritarias o liberales se
yergue como la figura de la república de la propiedad contra las
actas de los “debates de Putney”, los manifiestos de los comunes
producidos por el sector popular de la revolución inglesa. El
lenguaje de Hobbes se opone también a la tradición republicana
materialista y radical representada por Maquiavelo y prolongada,
fundamentada y desarrollada en esa auténtica ontología política de
la democracia que es la obra de Spinoza. Un Maquiavelo cercano al
partido de los “libertini” de Siena
y un Spinoza que lamenta la falta de radicación popular de la
república holandesa liberal de los hermanos De Witt. No es de
extrañar que, precisamente, sean los significantes de esta tradición
los que hayan hecho irrupción en las asambleas populares que
reclaman los nuevos comunes desde la Puerta del Sol madrileña hasta
el Occupy Wall Street neoyorquino, la plaza Syntagma ateniense o los
sectores más jóvenes y laicos de las primaveras árabes. Frente al
orden de la propiedad que expropia a la multitud tanto su capacidad
política como la riqueza socialmente producida, reaparece el partido
de los comunes, para el cual la reivindicación de democracia es
inseparable de la reivindicación de la riqueza y de la capacidad
productiva común, más allá de la propiedad, sea esta privada o
estatal.
En el contexto del 15M,
los significantes contrapuestos a los del orden de la propiedad y la
representación se organizan en torno a tres consignas que ya se
oyeron antes del 15M, en ese ensayo general -neutralizado por la
victoria electoral de Zapatero- que fue la protesta masiva contra la
versión propagandística sobre los atentados del 11 de marzo de 2004
que intentó imponer el gobierno de Aznar. Son tres las consignas que
vienen resonando en las plazas estos últimos años y que han logrado
en el 15M estructurarse en una tesis política potente:
“Que no nos
representan”
“Que no tenemos miedo”
“Lo llaman democracia
y no lo es.”
Detraś
de estas consignas, de las palabras que las constituyen, de las
relaciones entre estas palabras y entre las propias tres consignas,
nos encontramos con una auténtica tesis política. Esta tesis
coincide en gran medida, y según intentaremos mostrar, de forma no
casual, con la que se expresa en esa defensa e ilustración
ontológica de la democracia que es la obra de Spinoza en su conjunto
(y no sólo su filosofía política declarada como tal).
Esta tesis puede sintetizarse como sigue: todo orden político,
cualquiera que sea su forma, tiene como base ontológica la
democracia. Como base de toda realidad política, la democracia queda
así retirada del catálogo clásico aristotélico y polibiano de los
regímenes políticos: monarquía, aristocracia y democracia, para
servir de fundamento material a cada una de estas formas e incluso a
la propia democracia en tanto que es también una forma de gobierno.
Esta operación spinoziana tiene una particularidad llamativa, pues
es estrictamente la contraria de la llevada a cabo por la línea
mayoritaria del pensamiento político occidental que incluye el
absolutismo de un Bodino o de un Hobbes, el liberalismo de Locke, la
democracia de Rousseau o la doctrina del Estado de Hegel. A través
de estas variantes del pensamiento político dominante en occidente
cabe reconocer una constante: la idea de representación como base de
la unidad política, ya se realice esta representación a través de
un monarca de carne y hueso, de una asamblea elegida o de la
diferencia interiorizada por cada uno de los sujetos políticos de
una democracia rousseauniana entre su voluntad particular y la
voluntad general.
De ahí que la consigna
“que no nos representan” ocupe en nuestra exposición el primer
lugar y que su consecuencia última: “lo llaman democracia y no lo
es” opere como conclusión de un posicionamiento político novedoso
que se abre sobre algo que sí es democracia.
1. Que no nos
representan
“Que no nos
representan” es a nuestro entender la consigna que coincide con la
crítica general de la representación política y de la política
como representación alrededor de la cual toma forma la ontología
política de Spinoza. En el contexto del 15M, esta consigna se ha
podido interpretar de dos maneras divergentes: o bien como que
quienes afirman ser nuestros representantes no lo son en realidad, lo
que permitiría que se operase una corrección gracias a la cual
acabaríamos siendo “bien” representados; o bien como que el
“nosotros” del movimiento y de la pluralidad abierta de la propia
sociedad y de las redes de cooperación que la articulan no es de
ninguna manera representable. En la práctica, después de unos
primeros momentos de vacilación en los que se consideró central la
exigencia de una reforma de la ley electoral o la denuncia de la
corrupción de los políticos, acabó prevaleciendo la segunda
interpretación, que quedó confirmada, por lo demás por el
desarrollo asambleario del movimiento. La radicalidad de la crítica
del poder como representación extrema la coincidencia con el
pensamiento de Spinoza .
“Que no nos
representan” quiere así decir que hay algo en ese “nosotros”
que es intrínsecamente y no sólo accidentalmente irrepresentable,
algo que impide que un Uno se ponga en el lugar de la multitud y la
sustituya, en otros términos, que la multitud sigue siendo
estrictamente multitud en todas las circunstancias. Esto es muy
precisamente lo que afirma Spinoza en la Carta L cuando explica a su
corresponsal y amigo Jarig Jelles la diferencia entre su teoría
política y la de Hobbes:
“Me
preguntáis qué diferencia existe entre Hobbes y yo sobre la
política: esta diferencia consiste en que mantengo siempre intacto
el derecho natural y sólo concedo en una ciudad un derecho al
soberano sobre sus súbditos en la medida en que éste los supera en
potencia; es la continuación del estado de naturaleza.”
Spinoza
mantiene así siempre incólume el estado natural y el derecho
natural en que este se basa. Lo hace porque lo que determina la
soberanía no es una ilusoria cesión contractual del derecho de la
multitud a un Uno soberano, sino una correlación de fuerzas
determinada interna a la propia multitud. El soberano no es ajeno a
la multitud, sino, como nos enseña Maquiavelo, un agente más de la
multitud, parte de una humanidad política que, metodológica y
éticamente hay que considerar como “vulgo”.
No hay ningún tipo de trascendencia del soberano a la multitud. La
representación, en la medida en que expresa una realidad, no
constituye una trascendencia efectiva, sino un efecto imaginario
sostenido y reproducido por distintos mecanismos de producción de
obediencia. El único contenido efectivo de la soberanía es, en
efecto, la capacidad que tiene un determinado individuo u órgano de
producir una obediencia generalizada de manera prolongada.
El mantenimiento del
derecho natural dentro del propio estado civil tiene otra importante
consecuencia, pues supone, además de la obediencia, una permanente
resistencia por parte de la multitud, de tal modo que si el soberano
gobierna efectivamente lo que gobierna es una materia que le opone
resistencia, que sigue actuando y, en el propio marco de la
representación, no admite nunca una completa sustitución de la
multitud por un actor único. Este rechazo de la representación o
mejor dicho de la representación como otra cosa que la
representación imaginaria de lo que es una correlación de fuerzas
efectiva modifica enteramente la ontología social característica de
la modernidad.
Esta queda ejemplarmente
definida en el esquema que Hobbes desarrolla en el Leviatán.
En este esquema, los individuos, como se sabe, constituyen átomos
separados entre sí. Cada uno persigue en exclusiva su interés
propio sin que entre ellos exista nada realmente común, salvo ese
común negativo que es el miedo a morir. Por ello mismo, el problema
político fundamental es el de la unificación de una multitud
dispersa y compuesta de individuos recíprocamente hostiles e
incapaces en esas circunstancias de una auténtica vida común. El
problema político será para Hobbes el de la constitución de un
mando que pacifique, unifique y represente/sustituya a la multitud.
Sabemos que esta unificación, a partir de las condiciones que hemos
indicado sólo puede producirse mediante la creación de una
instancia superior a cada uno de los individuos o bandos que componen
esta multitud, una potencia estrictamente soberana. Esta instancia
tiene forzosamente que trascender a la multitud, pues, de no hacerlo,
sería tan sólo un bando, una parte de esta incapaz de poner término
a la guerra de todos contra todos. Para crear esta instancia soberana
debe, así, romperse el círculo violento del estado de naturaleza
mediante un acto de voluntad que se traduce en la decisión por parte
de los individuos que integran la multitud y desean librarse del
estado de constante peligro de muerte en que viven, de contratar unos
con otros una completa transferencia de derechos y de poder a un
soberano que se instituye a través del propio contrato.
La
ontología social spinozista parte de un fundamento completamente
opuesto. Si bien no niega el conflicto entre individuos, afirma la
necesidad de que estos colaboren entre sí para subsistir.
Los individuos humanos viven en un marco común, en un marco de ayuda
mutua y de uso variablemente compartido de los bienes comunes. Para
Spinoza, el individuo aislado y dotado en su aislamiento de un deseo
infinito que necesariamente entra en colisión con el de los demás,
es el producto de una imaginación triste en la que se privilegia el
miedo y se oculta la radicación de la potencia singular del
individuo en la potencia común de la multitud. La multitud sólo
existe para Spinoza en cuanto expresión de lo común, de su propia
cooperación, del mismo modo que la multitud infinita de las cosas de
la naturaleza (los modos) no puede darse fuera de la sustancia común
que constituyen y expresan a la vez. Dios y los modos se implican
recíprocamente y de manera no accidentalmente análoga lo hacen la
Ciudad (la comunidad política) y la multitud que la compone.
En las condiciones que
caracterizan el trabajo en el postfordismo, la ontología social
spinozista adquiere una sorprendente actualidad. Como sabemos, la
producción postfordista se caracteriza por su ruptura con los rasgos
jerárquicos y disciplinarios propios del modelo fordista. Quien
unifica las operaciones productivas y pone a trabajar el organismo
común compuesto por los diversos trabajadores no es un mando
exterior. La cooperación entre trabajadores se desarrolla
prevalentemente en una dimensión horizontal y sobre la base de
conocimientos, capacidades y recursos comunes que caracterizan en
trabajo en red y el trabajo cognitivo.
La revuelta del trabajador social, precario, cognitivo, a la que
estamos asistiendo recupera así en la práctica y de la forma más
natural todo un tesoro de significantes asociados al spinozismo.
2. Que no tenemos
miedo
La segunda consigna, “que
no tenemos miedo” remite al modo específico en que el poder
soberano y en general toda forma de poder o de dominación genera
obediencia.
“Tiene
a otro bajo su potestad -nos dice Spinoza- quien lo tiene preso o
quien le quitó las armas y los medios de defenderse y de escaparse o
quien le infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores, de tal
suerte que prefiere complacerle a él más que a sí mismo y vivir
según su criterio más que según el suyo propio.”
El temor y la esperanza
son así resortes de poder más eficaces que cualquier brida o que
los muros de cualquier prisión, pues quien se vale de estos medios
puramente físicos solo posee el cuerpo del individuo dominado, pero
no su alma, mientras que quien lo tiene de las dos últimas formas
“ha hecho suyas tanto su alma como su cuerpo, aunque sólo mientras
persista el miedo y la esperanza” (Ibid.). El poder es así
capacidad de producir obediencia en los individuos que le está
sometidos pues “no es el motivo por el que obedece, sino la
obediencia lo que hace al súbdito”.
Los instrumentos fundamentales de esa producción de obediencia son
el miedo y la esperanza. Miedo y esperanza son afectos correlativos e
inseparables: “la esperanza no es sino una alegría inconstante
surgida de la imagen de una cosa futura o pretérita de cuya
realización dudamos. Por contra, el miedo es una tristeza
inconstante surgida también de la imagen de una cosa dudosa.”
Ambos afectos son expresiones de la heteronomía, pues la
incertidumbre del acontecimiento futuro no es mera ignorancia, sino
que depende de la atribución de su producción a un sujeto real o
imaginario dotado de libre arbitrio. Se depende así de aquel a quien
se atribuye el poder de producir a su arbitrio acontecimientos
alegres o tristes para nosotros. La esperanza y el miedo, son por lo
demás, afectos inseparables que se transmutan el uno en el otro,
pues imaginar que no se llegue a producir un acontecimiento triste
produce alegría y por lo tanto esperanza, mientras que imaginar que
no vaya a tener lugar un acontecimiento alegre produce miedo...a
partir de la esperanza.
No tener miedo es también
carecer de esperanza, conocer la potencia propia y asumir una
posición ética y política autónoma. No tener miedo es destruir la
base de la obediencia pasional obtenida por el soberano mediante el
temor y la esperanza, sustituyéndola por una obediencia racional
basada en la convicción. De este modo, el poder soberano pierde la
trascendencia que le otorgaban el miedo y la esperanza e incluso
llega a desvanecerse como poder diferenciado al producirse todos los
efectos positivos de unificación de la multitud y de establecimiento
de un marco social seguro mediante las propias dinámicas internas de
la multitud. De la monarquía se pasa así, a través de las formas
oligárquicas, a la democracia concebida como aquel régimen en que
el consenso y la concordia se basan en máximo grado en la
racionalidad de la propia multitud, transmutándose la obediencia en
libertad del individuo racional dentro del orden común de la ciudad.
El 15M, de nuevo,
actualiza las temáticas spinozistas oponiéndose a una forma
particularmente feroz de régimen monárquico, la actual monarquía
restaurada por Franco y en la que se prolongan los efectos de la
acumulación originaria de terror de la que nació el franquismo. De
ahí la fuerte conciencia existente dentro el 15M de que la
democracia encabezada por Juan Carlos no es ni mucho menos el
pacífico Estado de derecho que pretende ser, sino, en sentido
fuerte, un régimen o incluso “el” Régimen. Un régimen aparece
como tal, como mera facticidad histórica basada de un modo u otro en
la violencia, a partir del momento en que su legitimidad, entendida
rigurosamente como capacidad de producir obediencia por medio del
miedo y la esperanza desaparece en favor de la indignación:
“para que la sociedad
sea autónoma -sostiene en efecto Spinoza-, tiene que mantener los
motivos del miedo y del respeto; de lo contrario, deja de existir la
sociedad. Pues, para aquellos o aquel que detenta el poder del
Estado, es tan imposible correr borracho o desnudo con prostitutas
por las plazas, hacer el payaso, violar o despreciar abiertamente las
leyes por él dictadas y, al mismo tiempo, mantener la majestad
estatal, como lo es ser y, a la vez, no ser. Asesinar a los súbditos,
espoliarlos, raptar a las vírgenes y cosas análogas transforman el
miedo en indignación y por tanto, el estado político en estado de
hostilidad.”
La indignación como
pasión es directamente contraria a la atomización que el orden del
Estado neoliberal nos impone. Spinoza la define como sigue:
"Indignatio
est odium erga aliquem, qui alteri malefecit.", la indignación
es "odio contra alguien que ha hecho mal a otro".
La indignación es, pues, una pasión triste, un odio, una tristeza
que atribuimos a una causa exterior a nosotros. Sin embargo, esa
tristeza, este odio, tendrá una función fundamental: restablecer la
relación social cuando el poder la daña y amenaza con destruirla.
Es una pasión peligrosa, pues va directamente dirigida contra el
poder opresor y pone en peligro el conjunto del orden social: "aunque
la indignación parezca ofrecer la apariencia de equidad, lo cierto
es que se vive sin ley allí donde a cada cual le es lícito
enjuiciar los actos de otro y tomarse la justicia por su mano".
Sin embargo, como otras muchas pasiones que Spinoza considera tristes
desde el punto de vista ético, la indignación no deja de ser una
pasión política necesaria, pasión de resistencia, pasión
constitutiva de un nuevo orden. Esto nos permite pasar a la tercera
consigna del 15M que habíamos puesto de relieve.
3. Lo llaman
democracia y no lo es
“Lo llaman democracia y
no lo es”. Esta consigna viene a enlazarrse con las dos anteriores
como la conclusión lógica del “silogismo indignado”. Lo que
aquí se expresa es una adhesión radical a la democracia, pero una
adhesión exigente que no admite que se haga pasar por democracia un
absolutismo por mucho que esté electoralmente legitimado. La
democracia es sin duda otra cosa que el régimen por el cual los
ciudadanos representados se ven excluidos de la vida política
después de cada elección. Elegir, para el ciudadano del Estado
neoabsolutista propio de las democracias liberales es renunciar a
cualquier posibilidad efectiva de decidir.
El
capitalismo de hegemonía financiera ha puesto claramente de relieve
el hecho de que el conjunto de las instituciones políticas de los
regímenes capitalistas democráticos se encuentra abiertamente al
servicio de los mecanismos generales de acumulación de capital. Este
hecho estaba ya bastante claro desde Hobbes y los clásicos de la
tradición liberal que son en realidad sus ingratos herederos. Para
todos ellos, el poder político debe siempre producir y reproducir
por medios siempre normales y siempre excepcionales las condiciones
del buen funcionamiento del espacio en que se realiza la
autovalorización del capital: el mercado. Queda así la decisión
política limitada y subordinada por esta función básica. El
liberalismo siempre reconoció como legítimo y justificó como
necesario que el poder político se subordine al mercado y sus
necesidades, que se convierta, según la expresión de Michel
Foucault, en un “gobierno económico”
en el doble sentido de que, idealmente, debe gobernar poco y también
de que el centro de gravedad del gobierno sea un control indirecto de
la población mediante la economía.
En la actualidad, la
crisis ha hecho visible lo que hasta ahora apenas se vislumbraba,
poniendo de manifiesto el poder del capital y sus instituciones sobre
un poder político que seigue considerándose “soberano”. Para el
15M, la democracia actual no es una democracia, porque el ciudadano
no puede en ella decidir nada, puesto que todas las decisiones
sustanciales se toman en una instancia supuestamente no política y
regida por leyes “naturales” como es la de la economía. La
crítica de la representación se completa así con una crítica de
los intereses privados oligárquicos que dominan las instancias de
decisión oficiales. La forma política de la representación tiene,
así, en la dictadura del capital una fundamentación material que la
hace a la vez posible y necesaria.
Frente
a la representación/exclusión y su fundamentación en la dictadura
del capital y de sus agentes sociales, los nuevos movimientos
propugnan una democracia que “sí lo es”. En las formas, es una
democracia abierta, una democracia que no es del pueblo sino de la
multitud.
En su base material, la democracia real se basa en las redes de
cooperación y comunicación a través de las cuales se desarrollan,
cada vez con mayor amplitud los comunes tanto cognitivos y afectivos
como materiales.
Y es que, a partir de la recuperación de los comunes cognitivos como
instrumentos de cooperación productiva que ha tenido lugar en el
modelo económico postfodista, se ha podido generalizar la conciencia
y la reivindicación de lo común, extendiédola al agua, al aire, la
naturaleza, los servicios públicos etc.
La democracia no es una
forma de Estado. Lo que “llaman democracia”, en cambio, sólo es
eso: una forma del Estado esencialmente soberano y absolutista que
difiere de las otras formas por la identidad del titular concreto de
la soberanía, pero no por su modo de ejercerla. En “lo que llaman
democracia” el soberano ya no sería un individuo ni una fracción
oligárquica de la sociedad, sino el conjunto de la población
representado en un parlamento. Una democracia parlamentaria coincide
en lo fundamental con el esquema hobbesiano del poder soberano y de
su ejercicio, pues solo permite una actividad política sustantiva a
los representantes y, aún así, dentro de las limitaciones
materiales que impone la obligación de asumir como prioritarias las
necesidades de la acumulación del capital. Lo pertinente aquí no es
siquiera la oposición entre democracia directa e indirecta. Incluso
en una democracia directa como la que piensa Rousseau en el Contrato
Social, la unificación de la multitud en un pueblo a través de
la representación también está presente. Ciertamente, los
individuos que constituyen el “peuple assemblé” (el
pueblo reunido en asamblea) no están separados de sus
representantes, pero sí están separados de sí mismos en cuanto se
ven divididos por la distinción entre su voluntad particular y la
voluntad general. Al igual que la voluntad legisladora del soberano
de Hobbes y de Bodin, la voluntad general de Rousseau establece un
más allá que trasciende a la multitud y pone límites al pueblo
mediante un mecanismo de representación.
En Spinoza, la democracia
se define como “Imperium omnino absolutum”,
como un mando político enteramente absoluto. Esto resulta, en
apariencia bastante paradójico pues según esto la monarquía
absoluta o la oligarquía resultarían ser régimenes con un poder
menos “absoluto” que la democracia. Sin embargo, esta paradoja se
deshace cuando observamos que el poder del soberano absolutista
definido como absoluto por estar más allá de las leyes, “solutus
legibus” es en gran medida ilusorio. El monarca se presentaba como
fuente única y unilateral de toda legislación y reivindicaba un
poder ilimitado para aplicarla. El poder se presenta en este esquema
como una sustancia, una cosa que puede ser objeto de apropiación
patrimonial: se trata de ese poder que todo el imaginario político
de la modernidad ha pensado como algo que se puede “tomar”. Para
Spinoza, sin embargo, esto nunca puede ser así. El poder es siempre
relación y, por ello mismo es siempre relativo y relacional. El
concepto de “poder absoluto” es, por consiguiente, un absurdo.
Cuando se ha intentado pensar, ha sido siempre bajo la forma de una
imagen asociada a una pasión triste: tristeza del régimen del Turco
que conforme al mito vigente en el siglo XVII, coartaba toda libertad
individual, tristeza también de los totalitarismos, no menos
míticos, de nuestra época.
Tristeza e impotencia radican en la improductividad de todo poder que
pretenda imaginarse sin tensión, sin resistencia.
Si el poder es siempre
relación, esta relación es siempre compleja, pues se configura en
un campo de relaciones coextensivo con las variadísimas
articulaciones de la propia multitud. Todo poder separado es una
ilusión, fruto a la vez de la arrogancia del gobernante y de la
impotencia e indignidad de los gobernados. Ilusión es el Estado
mismo: todo Estado en cuanto se basa en la integración de los
individuos aislados en una unidad de representación y de mando
reproducida mediante el mecanismo del miedo y la esperanza. Más acá
de la representación están las relaciones efectivas internas a la
multitud. Esas relaciones de cooperación material, lingüísticas,
afectivas, cognitivas de las que Spinoza, gracias a su ontología
social fue aún más consciente que Marx. La base de la democracia
spinozista es la autodeterminación del campo de relaciones que es la
multitud. El conjunto abierto de todas las relaciones, a costa de ser
solo ese entramado y ninguna cosa concreta -ningún “pueblo”
representable- es el único sujeto del “Imperium omnino absolutum”.
La multitud consciente de su potencia, de su capacidad de cooperación
productiva, supera así la soledad del individuo del mercado
representado por el soberano y con ello mismo liquida toda
trascendencia imaginaria del soberano. Un gran spinozista, Antonio
Negri, afirmaba en una reciente entrevista al diario argentino La
Nación del 2 de noviembre de 2012, a propósito de esa ruptura
con la soledad que es causa y efecto del poder soberano en los
movimientos sociales actuales: “La multitud proletaria es libre,
pero al mismo tiempo se reúne porque la soledad es el verdadero
problema. No es la pobreza el déficit del ser, el verdadero déficit
es la soledad. Hay necesidad de superarlo, de recomponerlo. La
pobreza tiene la enorme fuerza de ser trabajo vivo. Se trata de un
ser-ahí vivo y efectivo que se presenta como índice de asociación,
de cooperación, de construcción. De construcción de ser: porque el
ser puede ser construido y no preexiste como fondo. El ser no está
siempre detrás sino que en cada momento se encuentra "ahí",
como existente en el momento oportuno en el que se rompe la
repetición monótona del tiempo. Se trata de la composición de las
afecciones que Marx recupera de Spinoza.”
Conclusión
Ante nuestros ojos está
teniendo lugar un doble proceso marcado por la deslegitimación y
destitución de un absolutismo que se declara democrático y por la
constitución de una democracia real ajena a la representación
soberana. La democracia ya no se concibe como poder del pueblo, sino
como gobierno de la multitud por sí misma. Sus instituciones ya no
son las de la representación/sustitución, sino las de una
cooperación institucional libre, horizontal, abierta, basada en las
nuevas formas de cooperación productiva en que se sustenta la actual
producción biopolítica. Distinciones hasta hace poco sagradas y
evidentes empiezan a caer, como ocurre con la distinción entre
política y economía ya en gran parte abolida por el capitalismo y
su Estado privatizado. O con la distinción entre vida y producción.
Este nuevo proceso está liquidando esa gramática política de la
modernidad que tuvo en Spinoza su crítico más radical. Esto es lo
que explica esa aparentemente misteriosa aparición de un filósofo
del siglo XVII en el terreno político actual. Los significantes
spinozistas fueron durante mucho tiempo malinterpretados y
banalizados pues era imposible, sin graves consecuencias, asumir su
radicalidad. Gran parte de la modernidad política expresada en la
Ilustración es un esfuerzo por rechazar y asimilar banalizándolo el
trauma que supuso el spinozismo. Hoy resurgen sus significantes y sus
conceptos, dotados de nuevos contenidos, como instrumentos eficaces
de crítica del mortífero y moribundo orden vigente. En cierta
manera, los movimientos democráticos de la multitud que hoy se
desarrollan están completando el capítulo inacabado del Tratado
Político de Spinoza sobre la democracia, que los editores
cerraron pósthumamente con un “reliqua desiderantur”: falta el
resto. Hoy ese resto se está de nuevo escribiendo.
Bari-Bruselas,
octubre-noviembre de 2012
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