(Guión de mi exposición en el marco de la formación de Podemos Bélgica del 6 de septiembre de 2014)
Nada
más comúnmente aceptado que la democracia. Puede decirse que, hoy,
la legitimidad de una palabra o de una práctica política depende de
la adscripción democrática explícita de quien la enuncia.
Democracia se conjuga, por otra parte, con otros conceptos como el de
Estado de derecho y derechos humanos. Quien se sitúe abiertamente
fuera de este marco está inmediatamente en una posición
políticamente marginal. Todo el mundo reivindica la democracia: en
nombre de ella se reclaman derechos no reconocidos, pero en nombre de
ella también se defiende un orden establecido que niega estos mismos
derechos. La democracia tiene así una función que recuerda a la de
Dios en las teologías políticas, pues la referencia a Dios, como
fundamento de todo orden, sirve tanto para justificar un estado de
cosas como para condenarlo. Y es que a Dios, como recordaban
Jenófanes de Colofón y Spinoza solo lo hacen hablar los hombres. La
democracia se invoca, pues, como fundamento o crítica de un orden:
puede decirse "esto es lo que el pueblo ha decidido
democráticamente, luego hay que acatarlo" o por el contrario
"esta política es antipopular y contraria a la democracia."
La
democracia, en las divisiones antiguas de los regímenes políticos
como la de Aristóteles o la de Polibio, es uno de los tres regímenes
que se distinguen por el número de personas que ostentan la función
de gobierno: monarquía cuando es uno, aristocracia cuando son
varios -entre los "mejores"- y democracia cuando son todos.
La Antigüedad conoció democracias y ciudades que tuvieron momentos
democráticos como Atenas o la Roma republicana, pero estos regímenes
democráticos no fueron frecuentes ni fueron estables. La democracia
estaba mal vista. Se consideraba un régimen peligroso para la unidad
y la coherencia de la ciudad al tener "los muchos" el
mando. Era un régimen que en cualquier momento podía modificar de
manera radical el reparto del poder y de la riqueza como ocurrió en
Atenas con las leyes de Solón y de Clístenes. La democracia se
consideraba peligrosa porque podía incidir directamente sobre el
orden social y económico y subvertirlo. De ahí que se intentase
pensar formas intermedias de gobierno que, al garantizar ciertas
prerrogativas a los más ricos y poderosos, moderaran la peligrosidad
intrínseca de la democracia.
Se
comprende bien el peligro que percibieron los oligarcas de la
Antigüedad en las democracias si se observa una particularidad del
término democracia y de su significado. Democracia, como sabemos,
procede de un término "demos" que significa "pueblo"
y de un término "kratos", que procede de un verbo
“kratein” que significa sostener, mantener, y en un sentido
derivado, gobernar. Democracia parece ser así el "gobierno del
pueblo", el que invoca Lincoln en su célebre definición de
"democracia" como "el gobierno del pueblo, por el
pueblo y para el pueblo". El problema es que "el pueblo"
puede entenderse de diversas maneras. Pueblo es, según se entiende
habitualmente, el conjunto de los habitantes de un país o de los
súbditos de un Estado. Pueblo, en ese sentido seríamos todos.
Existe, sin embargo, otra acepción del término en la que "pueblo"
es claramente una parte de la población, cuando afirmamos, por
ejemplo que "fulano es un hombre del pueblo" o que "el
pueblo está harto de los privilegios de la oligarquía". Como
había una democracia de orden y una democracia del conflicto, existe
un pueblo total y un pueblo parcial. La lengua griega tenía, a
diferencia de muchas lenguas modernas, dos términos para expresar
esos dos sentidos de "pueblo": laos, para el pueblo-todo y
demos, para el pueblo-parte. La parte que es el demos no es además
una parte cualquiera sino la parte que carece de una parte específica
en el reparto del poder y de la riqueza.
En
toda sociedad organizada se procede a un reparto del poder y de la
riqueza entre sus miembros y las categorías sociales en que estos se
integran. Este reparto es reconocido por las leyes y forma parte, de
manera abierta de la representación que la sociedad tiene de sí
misma. Que unos tengan más y otros menos, que unos tengan algo y
otros nada es algo que no solo no se oculta sino que se exhibe. La
desigualdad entre los grupos sociales se considera así algo
legítimo. Esto no pasa, sin embargo, en una democracia. La
democracia parte de la idea de igualdad entre los ciudadanos. En una
sociedad de iguales se hace difícil justificar el que unos tengan
riqueza o poder y otros no. De ahí el conflicto permanente por el
reparto de estos bienes, conflicto que desestabiliza los términos
del reparto y tiende a modificarlos, cosa que ocurrió con frecuencia
en las democracias antiguas. La desigualdad, que se hacía
temporalmente invisible bajo un tipo de reparto, volvía a hacerse
patente cuando los excluidos del reparto se mostraban públicamente.
En este sentido, la política tenía una eficacia propia sobre la
realidad social. Para neutralizar esta eficacia de la democracia, la
Antigüedad no tenía mejor arma que su abolición por medio de
restauraciones oligárquicas. La modernidad, por el contrario, se
valdrá de la forma de la democracia para imposibilitar esa eficacia
de lo político sobre el ámbito económico y social.
Una
de las características fundamentales de la modernidad capitalista,
no solo como sistema económico sino como sistema general de
dominación y de gobierno es la separación entre dominación y
explotación. En todas las demás sociedades de clases dominación
política y social y explotación son fenómenos asociados. La
explotación, la apropiación del excedente por parte de una minoría
se realiza desde fuera de la producción y por medios violentos. Para
cobrar los tributos el señor feudal necesitaba poseer una autoridad
política y una fuerza militar, Lo mismo puede decirse del
propietario de esclavos o de los monarcas egipcios o del Creciente
Fértil. Solo en el capitalismo se da ese extraño fenómeno por el
que la relación entre explotación y dominación política y social
se invisibiliza. En su Democracia en América, Alexis de Tocqueville
veía en los Estados Unidos nacientes una sociedad sin clases, donde
imperaba la más completa ausencia de distinciones sociales. Era esa
igualdad social y simbólica la que constituía para Tocqueville la
esencia de la democracia, mucho más que un sistema de gobierno
propiamente dicho. Esta igualdad exterior encubría, sin embargo,
formas reales de desigualdad. La aparente ausencia de dominación
social de una clase por otra en el marco de un régimen jurídico y
político democrático no permitía ver cómo un sector de la
sociedad extraía del otro una riqueza de la que se apropiaba.
Esto
responde al hecho de que, en el capitalismo, la explotación ocurre
en el ámbito de la producción y no queda cubierta por las
relaciones jurídico-políticas. Una vez que un trabajador ha vendido
su fuerza de trabajo a un patrón, este la puede usar a su antojo e
imponer al trabajador formas de disciplina laboral sobre las que no
tiene nada que decir. Si en el ámbito jurídico, hasta la
formalización del contrato de trabajo, el trabajador y su patrón
eran estrictamente iguales, todo cambiará cuando se pase al ámbito
real de la producción. El derecho, que solo contempla relaciones
contractuales entre iguales, se prolonga por lo demás en una
estructura política que solo ve ciudadanos iguales y que se
autodenomina democrática. Por un lado, tenemos la más absoluta
igualdad jurídico-política y por otro una desigualdad efectiva, en
el terreno de la producción que queda enteramente al margen del
derecho y de la política. En una democracia capitalista los
responsables del gobierno son elegidos por ciudadanos iguales, pero
nadie se plantea que el patrón de una empresa tenga que ser elegido
por sus trabajadores. En la producción, en la empresa, estamos en el
ámbito privado del patrón. Este ha comprado en el mercado la fuerza
de trabajo del trabajador por un tiempo determinado y, durante ese
tiempo, la consume en su casa como a él le parece. Como su finalidad
es ganar dinero, naturalmente, la pondrá a trabajar de la manera más
útil posible y se apropiará toda la riqueza producida por el
trabajador que exceda del conjunto de bienes necesarios para la
reproducción de su fuerza de trabajo. No hay así en ese simple uso
privado de una mercancía una violencia política, no hay ni siquiera
desigualdad social propiamente dicha, pues sencillamente se ejecutan
las consecuencias de un contrato de compraventa.
Veamos,
por otro lado, cómo funciona la esfera política y jurídica que es
el otro lado de este dispositivo de invisibilización de la
dominación social y política que hace que las sociedades
capitalistas tengan la apariencia de sociedades sin clases. En este
ámbito, el soberano no será de derecho divino, ni justificará su
poder por la riqueza o por la estirpe. Tampoco apoyará ese poder en
la violencia, aunque el poder implique el monopolio de la violencia.
El gobernante en una democracia capitalista es un mandatario elegido
por el pueblo. Personas con un voto igual eligen así a quienes los
gobiernan. Cada elección es así un pacto por el cual los ciudadanos
aceptan que otro los represente y actúe en su lugar. Del mismo modo
que en el contrato particular de compraventa de fuerza de trabajo los
contratantes son iguales hasta que el contrato se consuma, en el
contrato social que es toda elección los votantes y los candidatos
son iguales hasta que uno es elegido. En el primer caso, la
explotación económica quedaba ocultada por un contrato, en el
segundo caso la dominación política desaparece también bajo el
velo del contrato. Nos encontramos así ante dos esferas
aparentemente separadas, aunque misteriosamente unidas por el
contrato, por el derecho que hace desaparecer bajo el libre acuerdo,
bajo el consenso, la dominación política y la social.
Para
entender esto, necesitamos dar un paso más. El capitalismo es una
sociedad de individuos: la comunidad social y política se considera
siempre como algo derivado de los individuos que la componen. Ahora
bien, los individuos aislados solo pueden llegar a unirse
sometiéndose a una norma común, pero cuando esta no existe la
tienen que crear mediante un acuerdo entre individuos que se
presuponen independientes, libres e iguales. En una sociedad donde la
dimensión individual es originaria, la unificación de la sociedad
en un todo resulta aparentemente imposible. La única posibilidad de
unificar a una multitud de individuos que se consideran autónomos y
aislados es que uno de ellos actúe en nombre de todos, que los
represente. De ahí todas las versiones de lo que se denomina el
Contrato Social, ese contrato imaginario por el cual los individuos
aislados terminan constituyendo un pueblo y un Estado. Se suelen
ensalzar las virtudes de la representación, afirmando que los
ciudadanos eligen a sus representantes y estos obedecen a su mandato.
No estaría mal si fuera así, pero la cosa es bastante más
complicada. Existen en efecto, varias formas de representación que
pueden reducirse a dos grandes tipos: la representación con mandato
obligatorio y la representación libre. Esto significa que la persona
que nos representa debe, en el primer caso atenerse al mandato que se
le otorga y no tomar ninguna decisión fuera de él, mientras que en
el segundo caso el representante actúa y decide en nombre de quien
lo designa sin tener que ceñirse al mandato. De ahí la idea de que
los programas electorales están para incumplirse...
En
las formas de representación anteriores al capitalismo, ya fuera en
las ciudades griegas o en las cortes o estados generales del antiguo
régimen, el mandato de los representantes era imperativo, mientras
que en los sistemas modernos el mandato es libre. Esto tiene que ver
con el hecho de que en las sociedades anteriores existían
comunidades diversas y con intereses colectivos propios cuyos
representantes eran meros portadores de un mandato que expresaba
rigurosamente esos intereses. Tal era el caso en las costes
medievales de los distintos Estados y corporaciones, o en la ciudad
griega de los distintos "partidos" que representaban a
grupos sociales. Cuando existe ya un grupo social, este puede dar a
su representante un mandato que expresa sus intereses. Pero ¿Qué
ocurre cuando solo hay individuos? ¿Qué mandato pueden estos
otorgar al representante cuando obviamente no son un todo con
intereses definidos? En una sociedad de individuos el mandato solo
puede ser libre. Este mandato libre responde al hecho de que, como
dijo Margaret Thatcher, la sociedad no existe. En el capitalismo solo
hay individuos y estos componen un todo cuando son representados,
pero nunca antes. El pueblo no existe antes del soberano que lo
representa. Por ese motivo, el mandato del soberano solo puede ser
libre. La democracia representativa propia del capitalismo es así,
al igual que las otras formas del liberalismo, una variante del
absolutismo.
Por
otro lado, el soberano representa y funda a la vez la sociedad. No
representa a ninguna de sus partes sino al todo. La división
efectiva de la sociedad es sistemáticamente ignorada. Para el
soberano moderno solo existe el pueblo en sentido total, el que se
constituye como tal cuando el soberano lo representa, pero no ese
demos de la antigüedad que era solo una parte de la sociedad, la
parte excluida. No hay lugar en una "democracia representativa"
capitalista para el antagonismo social. Cuando este se ha reconocido,
ha sido por la presión exterior al sistema político representativo
de los trabajadores y sus organizaciones sindicales y políticas.
Esta presión produjo en particular anomalías en el orden jurídico
como la constitución de una legislación laboral específica que
enfrentaba a los trabajadores colectivamente y no ya individualmente
con sus patrones, Las democracias europeas posteriores a la Segunda
Guerra Mundial fueron así una anomalía dentro del sistema político
representativo, que duró lo que duraron a nivel de cada Estado y del
sistema geopolítico mundial los instrumentos de hegemonía de los
trabajadores. Una vez liquidados esos instrumentos de representación
por la transformación radical del capitalismo que vivimos desde
finales de los años 70, las clases populares no cuentan ya con esa
representación anómala que constituía una anomalía en el sistema.
En este momento, el sistema político vuelve a representar
exclusivamente un orden de mercado, esto es una sociedad de
individuos solo unidos por transacciones contractuales tanto en la
esfera social y económica como en la política. De ahí la "sordera"
de las autoridades políticas actuales -incluidos los pecios de lo
que fue la izquierda- a las reivindicaciones sociales y la consiguiente imposibilidad de influir eficazmente sobre la economía a partir del sistema político:
Esta impotencia de lo político respecto de lo económico se fundamenta clásicamente en la oposición entre política y economía. La economía, como vimos a propósito de la explotación, no es en el capitalismo una cosa pública, sino estrictamente privada. Paralelamente a la constitución del Estado moderno se desarrolló un discurso sobre la producción, la distribución y el reparto de la riqueza que los asimilaba a fenómenos naturales. La economía no solo es algo privado desde el punto de vista jurídico, sino un fenómeno natural. Como fenómeno natural, se presenta como una realidad autorregulada por el mercado. El gobernante debe pues, ante la economía, tener el mismo punto de vista que ante la meteorología. Igual que afirmó Felipe II que no había enviado a la Armada Invencible a "luchar contra los elementos", el soberano moderno puede afirmar que no hay nada que hacer frente a las realidades de la economía. De este modo, la relación de explotación y de dominación social presente en la economía queda obviada y se afirma que esta es tan apolítica como los vientos o las corrientes marítimas. Esta concepción es el fundamento de la política liberal que se basa, no en la desaparición del Estado y del soberano, sino en la toma de distancia del soberano respecto del sistema autorregulado de la economía, su abstención de legislar o intervenir en este sector. Naturalmente, esta regla de abstención, de no hacer, de laissez faire, tiene algunas excepciones: cuando el mercado deja de funcionar como sistema autorregulado, ya sea por la evolución de la competencia entre capistalistas o por obra de la lucha de clases, el Estado interviene masivamente para hacerlo funcionar de nuevo. En esos momentos de excepción puede apreciarse prefectamente que en el capitalismo y en sus formas políticas modernas sigue existiendo como en toda sociedad de clases una relación entre dominación y explotación, por mucho que como vimos, esta tienda a quedar disimulada bajo el velo del derecho.
El reconocimiento de la relación efectiva entre dominación política y explotación en el marco del capitalismo es esencial para una reconquista de la política. La economía no es un argumento frente a la política y la intervención política en la esfera económica, más allá del mito de su carácter natural y de su supuesta -aunque siempre desmentida- autorregulación es posible y necesaria. Lo que se presenta en el discurso habitual del poder neoliberal como una intervención objetiva para mantener el libre funcionamiento de un proceso natural no es sino la defensa de un orden social basado en la explotación, un orden de clase. Necesitamos frente a ese orden un nuevo tipo de representación democrática, una representación portadora del mandato obligatorio de las mayorías sociales y no un mandato libre que aparte a los ciudadanos de la actividad política. Necesitamos una sociedad que exista como tal independientemente de la representación y del mercado y cuyas mayorías sociales -el demos- puedan expresarse como poder efectivo, como democracia.