"In Cile i carri armati, in Italia i sindacati" (En Chile, los tanques, en Italia los sindicatos)
Pintada en un muro de Bolonia, 1977
1.
La gran manifestación de la Confederación Europea de Sindicatos que tuvo lugar en Bruselas el día 29 de septiembre constituyó, si no otra cosa, un experimento político interesante. En primer lugar dejó constancia de la impotencia del actual sindicalismo frente a un poder que no está en modo alguno dispuesto a negociar nada con la clase obrera que las organizaciones sindicales dicen representar. En segundo lugar, mostró de manera bastante clara que los sindicatos pueden desempeñar, respecto del proletariado realmente y mayoritariamente existente, un papel de reproducción del régimen capitalista y cumplir incluso la función de un auténtico aparato represivo de Estado.Lo primero quedó perfectamente ilustrado por los acontecimientos. En primer lugar, hubo una gran manifestación de enlaces sindicales de empresas privadas y del sector público de toda la Unión Europea. En ella estaban bien representados los viejos sectores industriales y los servicios públicos, incluidos los de policía. Naturalmente, brillaba por su ausencia cualquier representación del trabajo precario o de la inmigración. Se trataba básicamente de burócratas sindicales, blancos y, en el mejor de los casos socialdemócratas. La consigna que agrupaba a esta amplia comitiva era: "Contra la austeridad: por el crecimiento y el empleo". Curiosamiente, "por el crecimiento y el empleo" es exactamente la consigna del Programa de Lisboa de la Comisión Europea. De lo que se trataba, por lo tanto, no era de discutir la legitimidad del "crecimiento y el empleo" como objetivos. No se trataba de abordar cuestiones espinosas como la del reparto de la riqueza, la generalización de un ingreso decente para todos los trabajadores, fijos o precarios, aun menos la de los límites ecológicos al crecimiento. Se trataba de ver cuál era la mejor manera de fomentar el crecimiento y el empleo, oponiendo al neoliberalismo de la Comisión Europea y de los gobiernos de la UE, cierta tímida e imprecisa dosis de keynesianismo. Esto es algo que comprendió perfectamente la dirección política de la UE, la cual no ardó en contestar a los sindicatos a través del presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, que "las economías de la Unión ya están creciendo y pronto estarán en condiciones de crear empleo" y que "las medidas de austeridad tenían que seguir adelante con este mismo fin". Al final de un defile sindical a la soviética, un consenso no menos afin a los que conociera el régimen de Brejnev. La noria de la economía capitalista dió así una vuelta más.
Coherentemente con este firme consenso, los organizadores de la manifestación habían llegado a un acuerdo de colaboración de su servicio de orden con la policía de Bruselas. El objeto de este arreglo era impedir que cualquier fuerza que representase una nota discordante participara en la manifestación. De ese modo, una 300 personas que procedían de un campamento de solidaridad con los inmigrantes (No Borders Camp) se vieron, sin la más mínima provocación, cercadas por la policía, mientra un representante sindical gritaba por su megáfono "los polis son también trabajadores, dejadles hacer su trabajo." Las 300 personas discordantes fueron así detenidas sin ningún motivo (es posible mediante la figura de la "detención administrativa") durante 8 horas, y cuatro de ellas fueron llevadas ante un juez acusadas sin ninguna prueba de la rotura de los cristales de una comisaría en otro barrio de la ciudad. La crónica de esta brutal normalización puede encontrarse en una reciente entrada del blog Quilombo.
2.
El hecho de que los sindicatos sean hoy impotentes cuando en otros momentos lograron arrancar importantes conquistas sociales en los países industrializados, responde al largo y por ahora infrenable avance del modo de regulación neoliberal del capitalismo. Para el sindicalismo clásico era posible negociar colectivamente las condiciones de trabajo de grandes ramos industriales con una patronal dispuesta a comprar la paz social a cambio de algún reparto de la riqueza. Esta negociación colectiva que terminó siendo la norma en los países de Europa occidental y en los Estados Unidos desde la primera guerra mundial (y la revolución rusa) hasta los años 70 ha llegado a su fin. En este momento, la revolución neoliberal ha conseguido imponer socialmente la lógica de la atomización de los trabajadores, la "desproletarización" que preconizaban los ordoliberales después de la segunda guerra mundial. Pero esa desproletarización ha podido llevarse a cabo de dos maneras: haciendo acceder a los trabajadores al consumo y haciendo de ellos miembros de la "clase media" como ocurrió en la Alemania de postguerra en el marco de la denominada "economía social de mercado", o bien transformando a cada trabajador en "empresario", si no de otra cosa, de sí mismo. El trabajador hoy está en situación de competencia generalizada en el mercado en tanto que propietario de una mercancía, su "capital humano".
Así, el trabajador es responsable de su situación de desempleo o de precariedad y la intervención pública frente al desempleo se basa en el mantenimiento de una cobertura social cada vez más exigua a cambio de una culpabilización cada vez mayor. Paradójicamente, los mismos que hacen imposible mediante las medidas neoliberales de "desproletarización" el mantenimiento de un empleo estable para la mayoría de la población, invocan valores centrados en el trabajo ("laboristas"), a la hora de culpar a los parados y precarios de su suerte. Estos serían unos vagos y unos irresponsables. Como en la teología del pecado original, indepndientemente de lo que se haga, siempre se es ya culpable. Aunque no exista empleo en el mercado de trabajo, se es culpable de no poder ofrecer el perfil adecuado a la demanda existente, de no tener el "capital humano adecuado". De ahí la interminable monserga de la "formación permanente" que no permite alcanzar un empleo estable ni realmente formarse, pero que mantiene y profundiza el sentimiento de inferioridad y la culpabilidad. El capitalismo muestra aquí su rostro religioso, como religión de la deuda y de la culpa, generalizando entre la población la idea de que la inseguridad del empleo y de los ingresos es culpa del trabajador.
Así, el trabajador es responsable de su situación de desempleo o de precariedad y la intervención pública frente al desempleo se basa en el mantenimiento de una cobertura social cada vez más exigua a cambio de una culpabilización cada vez mayor. Paradójicamente, los mismos que hacen imposible mediante las medidas neoliberales de "desproletarización" el mantenimiento de un empleo estable para la mayoría de la población, invocan valores centrados en el trabajo ("laboristas"), a la hora de culpar a los parados y precarios de su suerte. Estos serían unos vagos y unos irresponsables. Como en la teología del pecado original, indepndientemente de lo que se haga, siempre se es ya culpable. Aunque no exista empleo en el mercado de trabajo, se es culpable de no poder ofrecer el perfil adecuado a la demanda existente, de no tener el "capital humano adecuado". De ahí la interminable monserga de la "formación permanente" que no permite alcanzar un empleo estable ni realmente formarse, pero que mantiene y profundiza el sentimiento de inferioridad y la culpabilidad. El capitalismo muestra aquí su rostro religioso, como religión de la deuda y de la culpa, generalizando entre la población la idea de que la inseguridad del empleo y de los ingresos es culpa del trabajador.
3.
La idea de un mercado centrado en el intercambio de mercancías, permitía a los propietarios de la mercancía "fuerza de trabajo" organizarse en "carteles" para venderla más cara. Tal es el sentido auténtico de los sindicatos. En la actualidad, sin embargo, la desproletarización por medio de la transformación de todo trabajador en empresario que compite con todos los demás en un mercado, ha dejado en un segundo plano la idea de un intercambio de mercancías. El mercado no es ya fundamentalmente el lugar del intercambio mercantil, sino el de la competencia entre empresas de todos los tamaños, incluidas las individuales. Esto, desde luego reduce a casi nada el margen de actuación de los sindicatos. En el pasado los sindicatos fueron el representante colectivo de la fuerza de trabajo, que competía colectivamente en el mercado con los demás grupos económicos. Ese papel que otrora fue importante, es hoy residual. Los sindicatos mayoritarios son hoy los defensores de un sector menguante de la clase obrera, que negocia, siempre a la baja las condiciones de trabajo, los ingresos y las ventajas sociales de sus afiliados, mientras son incapaces de responder eficazmente al poder que opera esos recortes. La socialdemocracia realiza en el plano de la representación política una función semejante. De ahí que, hoy sea estrictamente suicida intentar reconstruir la izquierda a partir de una adaptación a un marco socialista de las instituciones políticas del capitalismo democrático como el parlamento y el Estado de derecho, instituciones que, si pudieron tener alguna virtualidad transformadora en otras coyunturas de la lucha de clases (Europa y Estados Unidos de postguerra), hoy sólo tienen una función mistificadora de ocultación de la lucha de clases y de imposición represiva del consenso.
Sindicatos y partidos de la izquierda "representativa" desempeñan con todo una función importante dentro del sistema: la de hacer creer que existe todavía una economía como espacio de representación y mediación de intereses y no una pura y simple dictadura del capital. Lo que consiguen estos aparatos profesionales de la representación de clase es transformar la lucha de clases en un espectáculo en que se enfrentan para conciliarse posteriormente dos clases preexistentes. Con ello se olvida algo, sin embargo, fundamental: que el proletariado no es representable, que sólo existe en y por la lucha contra el orden del capital y que, por consiguiente, no existe estrictamente relación entre él y las clases capitalistas. La lucha de clases no es una relación entre dos términos preexistentes, sino la imposibilidad de la relación entre los expropiadores y los expropiados.
Dada su cerrazón a la realidad actual del proletariado (fundamentalmente precario, crecientemente cognitivo y afectivo) sindicatos y partidos socialdemócratas mantienen posiciones suicidas y reaccionarias que recuerdan a las de los consejos judíos en la Europa del Este ocupada por los nazis. Estas tristes organizaciones impuestas por el ocupante a las poblaciones judías de los guetos tenían, como nos cuenta Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén el cometido de gobernar a la población en una situación de creciente decrepitud, hambre y miseria provocada por el propio ocupante. Sus dirigentes creían gracias a esa actitud de colaboración, que llevó hasta la creación de una policía judía que facilitaba la gestión del exterminio, que al menos un sector de la población,ellos mismos, los notables, podría salvarse. "Sabemos-dice Hannah Arendt- cuáles eran los sentimientos de los responsables judíos que se habían convertido en instrumento de los asesinos: se comparaban a capitanes "cuyo barco iba a naufragar y que conseguía llevarlo a puerto echando por la borda la mayor parte de un preciado cargamento; a salvadores que "salvaban a mil personas sacrificando a cuen, a dize mil, sacrificando a mil. .(...) Y ¿a quienes se salvaba en virtud de esos "principios sagrados"? A los que "toda la vida han trabajado por la zibur (comunidad)" -es decir a los responsables judíos- y a los judíos eminentes".
Sindicatos y partidos de la izquierda "representativa" desempeñan con todo una función importante dentro del sistema: la de hacer creer que existe todavía una economía como espacio de representación y mediación de intereses y no una pura y simple dictadura del capital. Lo que consiguen estos aparatos profesionales de la representación de clase es transformar la lucha de clases en un espectáculo en que se enfrentan para conciliarse posteriormente dos clases preexistentes. Con ello se olvida algo, sin embargo, fundamental: que el proletariado no es representable, que sólo existe en y por la lucha contra el orden del capital y que, por consiguiente, no existe estrictamente relación entre él y las clases capitalistas. La lucha de clases no es una relación entre dos términos preexistentes, sino la imposibilidad de la relación entre los expropiadores y los expropiados.
Dada su cerrazón a la realidad actual del proletariado (fundamentalmente precario, crecientemente cognitivo y afectivo) sindicatos y partidos socialdemócratas mantienen posiciones suicidas y reaccionarias que recuerdan a las de los consejos judíos en la Europa del Este ocupada por los nazis. Estas tristes organizaciones impuestas por el ocupante a las poblaciones judías de los guetos tenían, como nos cuenta Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén el cometido de gobernar a la población en una situación de creciente decrepitud, hambre y miseria provocada por el propio ocupante. Sus dirigentes creían gracias a esa actitud de colaboración, que llevó hasta la creación de una policía judía que facilitaba la gestión del exterminio, que al menos un sector de la población,ellos mismos, los notables, podría salvarse. "Sabemos-dice Hannah Arendt- cuáles eran los sentimientos de los responsables judíos que se habían convertido en instrumento de los asesinos: se comparaban a capitanes "cuyo barco iba a naufragar y que conseguía llevarlo a puerto echando por la borda la mayor parte de un preciado cargamento; a salvadores que "salvaban a mil personas sacrificando a cuen, a dize mil, sacrificando a mil. .(...) Y ¿a quienes se salvaba en virtud de esos "principios sagrados"? A los que "toda la vida han trabajado por la zibur (comunidad)" -es decir a los responsables judíos- y a los judíos eminentes".
Ni siquiera sobrevivieron los "judíos eminentes" que aceptaron estas infames transacciones. Quienes más aumentaron sus posibilidades de supervivencia, fueron los que optaron por la lucha y se unieron a los partisanos. En este momento los sindicatos, si no quieren caer en la indigna y suicida función de una colaboración en último término suicida, no tienen otra solución para sobrevivir y para que vuelvan a existir derechos sociales dignos de ese nombre, que abrirse a la mayoría social que hoy ya son los trabajadores precarios. Para ello, han de liberarse de la ideología laborista culpabilizante que asocia los ingresos a un trabajo permanente y deben participar en la búsqueda colectiva de una nueva gestión social de la riqueza que desvincule -no sólo para el capital financiero- los ingresos y el trabajo. Mientras sindicatos y partidos de izquierda sigan siendo incapaces de comprenderlo, continuarán, mientras existan, dando vueltas a la noria de una economía insensata