domingo, 18 de diciembre de 2011

Comunismo o Estado: una disyunción muy exclusiva


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"Sólo ahora podemos apreciar toda la justeza de la observación de Engels, cuando se burlaba implacablemente                                  de la absurda asociación de las palabras "libertad" y Estado". Mientras existe el Estado, no existe libertad. Cuando haya libertad, no habrá Estado"
Lenin, El Estado y la revolución. 


Comunismo o Estado: una disyunción muy exclusiva
(Juan Domingo Sánchez Estop, intervención en el Congreso « ¿Qué es comunismo? », Madrid, Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, martes 29 de noviembre de 2011)

La presente comunicación tiene su punto de arranque en una de las tesis centrales de un libro sorprendente, el de Domenico Losurdo sobre Stalin. Ese intento tan brillante como tramposo de rehabilitación del tirano soviético parte de un presupuesto : Stalin habría salvado la revolución frente a sus enemigos internos y externos de la única manera posible, renunciando a los viejos sueños de un comunismo sin Estado y asumiendo la necesidad de crear una gran potencia que funcionase « como las demás », es decir con la falta absoluta de escrúpulos de las grandes potencias imperialistas. El Estado se presenta para Losurdo como algo más que un mero baluarte, como un elemento fundamental de un comunismo no utópico que asume, por fin, el principio de realidad. Sostiene así Losurdo que « Durante más tiempo que los demás, Stalin gobernó el país surgido de la revolución de octubre y, precisamente a partir de la experiencia de gobierno, se dió cuenta de la vacuidad de la espera mesiánica de una extinción del Estado, de las naciones, de la religión, del mercado, del dinero, y experimentó además el efecto paralizante de una visión de lo universal que tendía a considerar como una contaminación la atención prestada a las necesidades y a los intereses de un Estado, de una nación, de una familia, de un individuo. »1 Para Losurdo, el que Stalin considerara el socialismo, no como una transición hacia una sociedad sin clases y sin Estado, sino como una etapa del desarrollo histórico con características propias, no constituye un abandono del proyecto comunista, sino su única forma posible de realización. Este planteamiento explica así el conjunto de los actos de brutalidad y terror de Stalin como medios para el logro de una sociedad no capitalista en las condiciones de la historia real. Sin embargo, retrospectivamente, esta justificación resulta difícil de mantener, pues el stalinismo no sólo desvirtuó los objetivos iniciales de la revolución, sino que fracasó en su intento de constituir una sociedad no capitalista : si alguna vez se fue del todo, el capitalismo desde luego ha retornado a Rusia, a pesar de los brutales medios empleados o tal vez por los brutales medios empleados...

En otro ámbito, el socialdemócrata, la necesidad perenne del Estado como exigencia de la razón práctica, pero también como límite para la acción del mercado, fue asumida desde hace mucho tiempo, pero el resultado fue sustancialmente el mismo : el retorno a la defensa del capitalismo, incluso en sus formas más extremas. Todo esto no impide que algunos pensadores de la izquierda que se denominan comunistas defiendan la necesidad del Estado o, más concretamente, del Estado de derecho, como una imperativo racional e incondicionado y reivindiquen para la tradición comunista las ideas del Estado, del derecho y del Estado de derecho como parte de un supuesto patrimonio irrenunciable que no debe dejarse exclusivamente en manos de la burguesía. Parece, pues, bastante difícil deshacerse del Estado, incluso pensar la sociedad sin Estado. Cuando esto se intenta, se suele ser objeto de dos críticas, en principio contradictorias : la primera supone que prescindir del Estado es carecer de realismo y condenar todo proyecto transformador al fracaso ; la segunda, que prescindir del Estado y del orden jurídico que este entraña es condenarse a recaer en el totalitarismo al prescindir de las garantías jurídicas en que se asientan las libertades individuales. Unos consideran la sociedad sin Estado como una bella utopía moral, demasiado bella para ser real ; otros ven en ella una pesadilla totalitaria debido a la indecencia fundamental de su presupuesto. Por un lado, tenemos a Stalin y por el otro a los nuevos filósofos y demás ideólogos del antitotalitarismo. Ambos extremos, llegan a la misma conclusión : fuera del Estado no hay salvación, aunque al cabo de la defensa del Estado siempre nos volvamos a encontrar -no casualmente- con el capitalismo. Intentaremos ver en primer lugar por qué la idea de Estado nos parece tan necesaria, tan evidente, mostraremos después cuáles son las consecuencias políticas de esa evidencia y, por último exploraremos la posibilidad y la necesidad de un comunismo sin Estado (valga la redundancia). Nos apoyaremos para ello en la obra de Marx, pero también en el conjunto de la tradición del materialismo político en que esta se inscribe.

I.
Pensamos la organización política de la sociedad desde la era moderna en torno a dos conceptos fundamentales y articulados entre sí : soberanía y representación. Estos dos conceptos, a pesar de otras importantes diferencias entre ambos sistemas políticos de la modernidad son comunes al absolutismo y al liberalismo. Tanto Bodin como Hobbes, Locke como Rousseau, coinciden en la articulación soberanía-representación como clave de la política moderna. Lo que soberanía y representación articulan es la separación o la trascendencia del poder que rige una sociedad. El Estado, es en efecto, siempre una instancia de gobierno y organización separada respecto de la sociedad civil, y soberanía y representación son los operadores jurídico-políticos de esta separación. L mencionada separación se ha solido interpretar en la teoría política y en el derecho a partir de una oposición entre lo universal y lo particular : la sociedad civil sería la esfera del interés particular de los distintos individuos, mientras que el Estado sería la esfera universal donde se expresa un interés general. En los términos de la Filosofía del Derecho de Hegel (párrafo 260): « El Estado es la realidad en acto de la libertad concreta; y la libertad concreta consiste en que la individualidad personal y sus intereses particulares reciban su pleno desarrollo y el reconocimiento de sus derechos para sí [...] al tiempo que por ellos mismos se integran en el interés general. ».

En cualquier caso, los dos términos separados, sociedad civil y Estado son relativos : sólo existe Estado porque existe sociedad civil y sólo puede existir una sociedad civil cuando hay un Estado diferenciado de ella. Esto obedece a dos razones, una histórica, relacionada con el desarrollo histórico de la soberanía en el paso del Estado absolutista al liberalismo y otra jurídico-política que tiene que ver con la justificación de la obediencia al soberano. Desde el punto de vista histórico, la separación entre sociedad civil y Estado responde a la incapacidad del Estado absolutista de gobernar una sociedad compleja con un comercio desarrollado y una industrialización incipiente mediante los instrumentos clásicos de la soberanía 2: la ley y la administración directa. Fue necesario al soberano en la Europa del siglo XVIII reconocer o más bien suponer la existencia de una esfera autorregulada de las necesidades, los deseos y las ambiciones materiales, lo que se denominaría la esfera económica o, en un sentido más amplio, la esfera de la sociedad civil. Ese reconocimiento supone una autolimitación del ámbito de actuación del soberano, en nombre de la naturalidad de los procesos económicos y de las dinámicas internas a la sociedad civil. El soberano moderno es aquél que posee un saber sobre la naturalidad de los procesos sociales, aquél que complementa el despotismo de la ley con lo que llamará el fisiócrata Quesnay  « el despotismo de la evidencia ». A diferencia de otras sociedades en las cuales la dominación política y la explotación material coinciden, el capitalismo, presentando como evidencia natural el intercambio entre iguales en el mercado, y basando el poder en la representación, logra disimular tanto la dominación como la explotación. Comos sostiene Ellen Meksins Wood « en ausencia de una fuerza coactiva directa ejercida por el capital sobre el trabajo, no resulta inmediatamente obvio qué es lo que obliga al trabajador a entregar su sobretrabajo. La coacción puramente económica que impulsa al trabajador a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario es muy distinta de los poderes políticos o militares directos que permitían a los señores o a los Estados en las sociedades no capitalistas extraer renta, impuestos o tributos de los productores directos. »3 Que esta coacción sea muy distinta no significa que no exista ni obviamente que el capitalismo no conozca las clases ni la explotación.

Por otra parte, desde un punto de vista jurídico-político, la evidencia de la distinción entre Estado y sociedad civil se basa en un muy peculiar relato de los orígenes, no libre de tautologías. La relación entre la sociedad civil y el Estado es, conforme a este relato, una relación de unificación y sumisión de la segunda por el primero. Mediante esta peculiar relación la multitud de la población es reunida formalmente como pueblo al dotarse de un poder supremo único (un soberano). Esta unificación se basa en la representación, pues el soberano unifica al pueblo en tanto que es el representante de la voluntad de sus miembros. Podemos así anticipar que soberanía y representación serán los medios que permitan a la vez que exista dominación y explotación en una sociedad de individuos iguales y aislados.

La representación constituye, según los clásicos de la teoría política moderna como Bodin o Hobbes, a la vez al soberano y al pueblo. Gracias a la alienación por parte de los distintos individuos de sus derechos en favor del soberano, éste adquiere su estatuto de poder supremo, de poder que supera o trasciende todas las demás potencias individuales. El soberano actúa así en nombre del pueblo, y, cuando actúa, es el pueblo mismo quien actúa. Por eso, la soberanía moderna es presencia de una ausencia, pues el pueblo actúa, a través del soberano, en cuanto las individualidades que lo integran han cedido su derecho, cuando los individuos que lo componen han dejado de actuar.

El acto de separación respecto de la sociedad civil que constituye al soberano como tal, responde, a una peculiar ontología social que sirve de base al mito filosófico-jurídico del contrato social. Hobbes piensa, al igual que los demás teóricos del contrato social, que antes de la organización política de la sociedad, los hombres vivían en el estado de naturaleza, caracterizado por una permanente lucha por la seguridad que los enfrentaba constantemente unos con otros. Matar y ser matado, en ese estado de naturaleza, era fácil y ninguna fuerza parcial de un individuo o de un grupo podía garantizar una seguridad estable. Para obtener la paz y la seguridad, los individuos de la multitud inicial pactaron así, por un cálculo racional, ceder a un soberano constituido por el propio pacto todos sus derechos -y entre ellos el derecho a hacerse la guerra y a destruirse entre sí- y obedecer lo que este ordenara. La ley común que unifica al pueblo no es así otra cosa que la voluntad del soberano, que, a su vez es la voluntad del propio pueblo. Un contrato constituye de este modo, para Hobbes, al igual que, más tarde para Rousseau el comienzo del orden político y jurídico. No deja de ser paradójico, sin embargo que un acto jurídico como es, por excelencia, el contrato represente el origen del derecho. Tal es el desfase (décalage) que Louis Althusser, en su libro sobre Rousseau, detecta en la fundamentación moderna del derecho y que hace que el derecho siempre anteceda al derecho.

A pesar de esta tautología, o tal vez merced a ella, la ficción jurídica que sirve de base al orden político y al derecho, resulta bastante convincente, no porque la fábula sea creíble, sino porque describe como un origen la condición misma del individuo en una sociedad de mercado. El Estado de naturaleza no es sino un artificio retórico que permite legitimar, naturalizándolo, un determinado orden social que luego el pacto superará y consagrará a la vez. Como recuerda Hobbes, en la vida cotidiana experimentamos de la manera más habitual el temor de vernos desprotegidos ante nuestros congéneres: « A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a si mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? »4. A quien dude del fundamento del temor, Hobbes responde con una argumentación ad hominem. Es como si la diacronía mítica del relato hobbesiano se convirtiese en estructura permanente en la cual el temor justifica la existencia del poder y el poder se justifica como baluarte ante la inseguridad. En las sociedades que viven bajo la forma Estado, el temor a que la sociedad se desintegre y se vuelva a la primitiva guerra de todos contra todos, es la realidad cotidiana sobre la cual de despliegan las estrategias de legitimación del Estado.
II.
Ahora bien, el fundamento de este temor no es un justificado pesimismo antropológico de carácter universal que me hace recelar de las intenciones de mis congéneres como el que defienden Carl Schmitt y toda la tradición teológico-política conservadora. El temor no obedece sino a una característica estructural del propio sistema basado en la delegación y la representación soberana, una característica que podemos llamar performativa. Este sistema se basa, efectivamente en la necesidad de unificar y organizar bajo un mando único con fines pacificadores a una multitud desordenada, atomizada y temerosa de perder en cualquier momento su propiedad. El objeto de la actuación unificadora del Estado no son simplemente los hombres, sino el conjunto de los homines oeconomici, los hombres libres, iguales y propietarios de la economía política. Sin embargo, esta multitud disgregada, digan lo que digan las fábulas políticas en que se sustentan tanto la economía política como la teoría moderna del Estado no existe como tal en ninguna sociedad histórica que no sea la propia sociedad capitalista políticamente organizada en torno al Estado moderno. Ninguna otra civilización se ha basado en la existencia de una multitud de individuos libres y propietarios cuyo vínculo social fundamental sea la relación mercantil.

En realidad, el mito del origen supuestamente ahistórico o pre-histórico del Estado en un pacto social que supera el estado de naturaleza sólo tiene sentido en una sociead que está ya estructurada en torno al binomio mercado-Estado. Sólo una sociedad atomizada de individuos propietarios puede, efectivamente, concebir su unificación como sumisión a un mando trascendente que actúa en su nombre. Todas las demás sociedades ven su unidad como efecto de la existencia real de una comunidad, tal vez diferenciada en clases o estamentos, pero no dispersada en una multitud de individuos. Las sociedades no capitalistas no necesitan unificarse a través de la representación pues están siempre ya unificadas. Representación y soberanía son el otro lado del egoismo del mercado y resultan inseparables de él. El jurista italiano Giuseppe Duso explica así que «  No sólo puede decirse que el interés personal a causa del cual cada uno se aisla, ocupándose de sí mismo, no es peligroso para el interés común[...] sino más radicalmente cabe reconocer que interés común e interés individual son dos lados de la misma construcción, en cuanto el interés común no es otra cosa en este contexto, que la defensa del espacio privado que permite a cada uno perseguir su propio interés y lo que entiende como su bien propio. »5 Por este mismo motivo, el abate Siéyès, uno de los padres del constitucionalismo francés sostenía que sólo son representables el interés común y el individual, entendiéndose aquí por interés común el de todos los individuos aislados.


III.
Ocurre con la idea de Estado lo mismo que ya denunciara Marx en el conjunto de los conceptos de la economía política, esto es que se presenta como una idea ahistórica, comparable a las ideas de los economistas « que cancelan todas las diferencias históricas y ven en todas las formas de sociedad la sociedad burguesa »6. Y, sin embargo, tanto el significante « Estado » como el conjunto de funciones, discursos y aparatos con los que se vincula tienen una existencia histórica que depende de condiciones determinadas. No es así de extrañar que, en el programa de trabajo del Opus magnum de Marx, esa crítica de la economía política que debería arrojar las claves de la política y de la filosofía y cuyo primer peldaño es El Capital, el Estado figurase en un lugar avanzado del proyecto. Así, en la carta de 22 de febrero de 1857 a Lassalle, Marx detallará del siguiente modo su programa de trabajo en 6 libros :  « 1)del capital, 2) de la propiedad de la tierra, 3) del trabajo asalariado, 4) del Estado, 5) comercio internacional, 6) mercado mundial ». 7 El Estado se presenta, no como esa evidencia de la representación y de la soberanía que unifican a la multitud, sino como una realidad sobredeterminada. El Estado, para Marx, no es una esencia eterna que se despliega a través del proceso histórico, sino una realidad dependiente de unas condiciones materiales de existencia muy concretas ; unas condiciones materiales de existencia que, por lo demás, no se explican por la « economía », sino que explican también la existencia de la propia economía como esfera autónoma. Tal vez una de las más tremendas confusiones que se han dado a propósito del marxismo sea la interpretación de su crítica de la economía política como la afirmación de un determinismo económico, cuando precisamente el objetivo claro y explícito de Marx es mostrar que este determinismo, harto presente en la « economía política », es una interpretación mistificada y mistificadora que ignora el carácter sobredeterminado de la propia producción material. Tanto la economía como el Estado son realidades inscritas en la historia y sometidas a condiciones de existencia -y de inexistencia- concretas y determinadas: « todas las épocas de la producción -sostiene Marx en la introducción de 1857 a propósito de la economía política- tienen ciertas características en común. La producción en general es una abstracción, pero una abstracción con sentido, en la medida en que subraya realmente lo común, lo fija y nos evita, en consecuencia, la repetición. Sin embargo, este elemento común obtenido y aislado mediante la comparación es algo a su vez múltiplemente articulado que se dispersa en diferentes determinaciones. Algunas de ellas pertenecen a todas las épocas, otras son comunes sólo a algunas»8. Como a toda realidad según el materialismo, al Estado y a las demás categorías de la economía política se les aplica la única ley del ser, la ley de la sobredeterminación que determina la existencia -o la inexistencia- y la capacidad de producir efectos de toda cosa.

Dentro del proyecto general de la obra de Marx, la crítica de la economía política es esencial, pero su objetivo no es en modo alguno sentar las bases de una nueva economía, sino mostrar la imposibilidad de una economía. El conjunto presuntamente autorregulado de relaciones entre los distintos agentes del mercado no sólo no es una realidad natural, sino que es el resultado de una intervención política activa por la cual el trabajador queda separado de sus medios de producción, pero también de sus vínculos sociales de cooperación. Esto es algo que Marx expone claramente en el capítulo del libro I del Capital dedicado a « La denominada acumulación originaria de capital » resaltando el doble sentido de la libertad del trabajador: libre del vínculo feudal y comunitario, pero libre también de sus medios de producción. El capital, en la esfera productiva y el Estado en el conjunto de la esfera social9 restablecen la unidad de los individuos atomizados bajo un mando único, pero la restablecen al mismo tiempo que reproducen la atomización del conjunto de individuos propietarios, al perpetuar a la vez la expropiación de los trabajadores y la apropiación privada de los medios de producción y, en particular, de los comunes productivos.

La crítica del Estado, que en un principio emprendió Marx a partir de una teoría humanista de la alienación inspirada por Feuerbach, adquiere en los Grundrisse y en el Capital una base material. No disponemos del libro de Marx sobre el Estado, pues nunca llegó a escribirlo, pero, como hemos indicado, su inscripción dentro del proyecto general de la crítica de la economía política nos muestra claramente que esa crítica tiene otro punto de partida y otro fundamento y que es inseparable de una crítica general de la economía y de sus presupuestos. Marx será, así, el más eficaz antagonista de la problemática de Hobbes al mostrar que la base de toda representación y de toda soberanía moderna no es otra que la insociable socialidad propia de las relaciones mercantiles generalizadas y que, inversamente, la expropiación de los trabajadores y la disolución del tejido social en una multitud de individuos aislados es el resultado de una intervención política reproducida permanentemente por la dinámica del capital y por el Estado.

Más allá de su expresión jurídica, el Estado es el conjunto de aparatos que generan y reproducen la atomización de la sociedad así como la ilusión necesaria que permite pensar como una comunidad jurídica, una sociedad atomizada basada en el individualismo propietario, esto es en la ocultación, represión y permanente liquidación de sus fundamentos comunes. No hay así Estado propiamente dicho sin sociedad civil y mercado, pero, inversamente, tampoco hay mercado sin una estructura política que reproduzca sus condiciones políticas y jurídicas de existencia. Esta correlación del mercado y del Estado moderno se ha visto ilustrada en la historia contemporánea. Existen casos en que un mercado ha determinado la existencia de un nuevo Estado, pero también otros en que un Estado determina la necesidad de un resurgir del mercado. Michel Foucault mostró cómo la reconstitución tras la segunda guerra mundial del Estado alemán el la zona occidental, al no poder tomar como base ni la historia, ni la geografía, ni el origen étnico, se realizó a partir del consenso económico básico en torno a la economía liberal y al mercado. « En la Alemania contemporánea -sostendrá Foucault-, la economía, el desarrollo económico, el crecimiento económico producen sobernía, producen soberanía política por medio de la institución y el juego institucional que hace precisamente funcionar esta economía. La economía produce legitimidad para el Estado que es su garante »10. Inversamente, en el caso de la URSS, podemos observar cómo el mantenimiento y el reforzamiento del Estado y de sus aparatos acabó restableciendo el otro polo del dispositivo liberal de dominación, la economía de mercado. Por ello mismo es ilusorio, cuando se trata de combatir los abusos, la tiranía del mercado, fiarse del Estado más allá de cierto punto. La historia de la izquierda es en gran medida la historia de su encierro en el interior del modo de dominación liberal.

Marx apunta hacia otra concepción moderna de la política, al margen de las categorías de la soberanía y del Estado, una política de la inmanencia centrada en las dinámicas de lo que Spinoza denomina la multitud, en un sentido radicalmente distinto del de Hobbes y la tradición. Para Spinoza, « multitud » es un término positivo que designa la multiplicidad radicalmente irrepresentable de singularidades que componen una sociedad. La introducción de la lógica de la multitud modificará enteramente la problemática del poder. El poder para la tradición en que Marx se sitúa deja de ser una sustancia, una cosa que puede, por ejemplo « tomarse » y pasa a ser una relación. Esto significa que todo poder, según la concepción de Maquiavelo, Spinoza o Marx supone una resistencia, no es concebible sin esa resistencia, pues la soberanía no es nunca sino el resultado temporal de una determinada correlación de fuerzas en el seno de la multitud. La soberanía no es pues algo exterior a las propias correlaciones de fuerza internas a la multitud. Desde la perspectiva de la multitud, no hay un « afuera », no existe ningún lugar exterior desde el que sea posible « unificarla ». Todo ello supone una diferencia radical a la hora de explicar el fundamento de la comunidad política. Si para la teoría clásica este era un determinado estado de naturaleza que deberá ser trascendido por el contrato social, para el pensamiento político del materialismo moderno, el fundamento de la unidad política de la sociedad es lo común. Para el Marx de los Grundrisse : « la época que engendra este punto de vista, el del individuo aislado, es precisamente la época de las relaciones sociales más desarrolladas hasta el momento (y desde este punto de vista, generales). El ser humano es, en el sentido más literal del término, un zoon politikon, animal político, no sólo un animal social, sino un animal que sólo se puede aislar en sociedad. »11 Incluso la producción del individuo aislado es el resultado de una relación social específica y no el dato natural que siempre intentaron pensar tanto la economía política como la filosofía del derecho. El individuo aislado es así, miembro de una comunidad paradójica caracterizada por el hecho de que sus relaciones de producción no se basan en la cooperación abierta y directa, sino en la mediación del valor y del dinero. Lo característico de esta extraña forma de comunidad que es, a pesar suyo, el propio capitalismo, es el carácter mediado, no inmediato de sus relaciones sociales. « El cambio general de actividades y productos se convierte en condición de vida para cada individuo ; su conexión mutua se les presenta como algo extraño, independiente de ellos, como una cosa. En el valor de cambio, la relación social entre las personas se transforma en una relación social entre cosas ; la capacidad personal se transforma en la capacidad de las cosas »12. El fetichismo generalizado, propio de los libres-iguales-propietarios informa el conjunto de las relaciones sociales en una sociedad que genera el aislamiento de sus miembros como condición de su modo específico de producción. En una sociedad así, los individuos colaboran o se enfrentan entre sí como propietarios de una determinada cantidad de valor en forma de dinero o de mercancía. El individuo lleva en las elocuentes palabras de Marx « tanto su poder social como su conexión con los demás en su bolsillo. »

Se ha solido ver en las mitologías sociales del individuo propietario aislado un modo de ocultación de la división de la sociedad capitalista en clases y de las correspondientes relaciones de explotación. Lo que, sin embargo, se ha pasado más frecuentemente por alto es que estos mismos mitos « performativos » sirven también para ocultar la existencia incluso dentro del capitalismo de la comunidad y de la cooperación social. El capitalismo sigue siendo según Marx una forma determinada de comunidad. Es ciertamente una comunidad que no se ve como tal , pues tiene que presentar sus relaciones sociales como relaciones de intercambio mercantil, como relaciones entre cosas, pero que, aún así no pierde su esencia. El propio individuo aislado y propietario no deja de ser una abstracción cuya única realidad es, como afirma la tesis 6a sobre Feuerbach, « el conjunto -das ensemble- de sus relaciones sociales » Del mismo modo que, cuando trata en los Grundrisse de las formaciones sociales que preceden al capitalismo, Marx considera que la comunidad sometida a un déspota que acapara toda la riqueza social en nombre de la comunidad no deja de ser una forma de comunidad. Efectivamente, son las relaciones sociales internas a la comunidad y no otra cosa lo que da al déspota el control de toda la riqueza. También en el otro caso extremo, en la sociedad de los individuos aislados cuyo nexo es la relación mercantil garantizada y reproducida por el Estado nos encontramos con una forma de comunidad, aunque esta sea una comunidad sui generis.

Al referirse Marx al fundamento en lo común de todas las relaciones sociales, incluidas las que se presentan a sí mismas como directamente opuestas a las comunitarias, recurre a menudo al ejemplo del lenguaje. El lenguaje es, en efecto, la primera cosa común del animal que habla : « Por lo que se refiere al individuo, está, por ejemplo, claro que él mismo sólo se relaciona con la lengua como con su lengua propia en cuanto miembro natural de una comunidad humana. La lengua como producto de un individuo es un absurdo. Pero también lo es la propiedad. La misma lengua es también el producto de una comunidad, así como también es desde otro punto de vista la existencia de la comunidad, y la existencia parlante de la misma. »13 Tanto la propiedad individual como la lengua propia se refieren a lo común : no constituyen una característica propia, un atributo del individuo que expresa su esencia como sustancia, sino una relación social interna a una comunidad. « La producción del individuo aislado al margen de la sociedad [...] es algo tan absurdo como el desarrollo del lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí ».14

Incluso bajo la forma más extrema de aparente disolución del vínculo comunitario, la que encontramos en la moderna sociedad capitalista, los comunes lingüísticos, a los que podrían añadirse los cognitivos, los afectivos, etc., sirven de fundamento a la cooperación de los individuos y son a la vez el resultado de esa misma cooperación. La unidad de la sociedad, que, según la teoría política clásica sólo podía ser obra del Estado, aparece aquí como un presupuesto de toda actividad social. En cierto modo, un comunismo de los comunes está ya siempre presente en todas las sociedades humanas, incluida la sociedad capitalista. Para Marx, la crítica de la sociedad capitalista es por ello, indisociablemente, el descubrimiento de los elementos de comunismo que subyacen al capitalismo y a toda sociedad humana. « Pero dentro de la sociedad burguesa, que descansa sobre el valor de cambio, -dirá Marx en el capítulo sobre el dinero de los Grundrisse- aparecen relaciones de producción y de tráfico que son otras tantas minas para hacerla saltar en pedazos. (Una cantidad de formas antitéticas de la unidad social, cuyo carácter antitético, sin embargo, nunca podrá ser hecho saltar en pedazos mediante una metamorfosis pacífica. Por otra parte, si no encontramos de forma encubierta en esta sociedad, tal como es, las condiciones de producción materiales y las correspondientes relaciones de tráfico (Verkehr) de una sociedad sin clases, todos los intentos de hacerla saltar en pedazos serían donquijoterías.) »15

Es por lo tanto en el interior de la sociedad capitalista donde tenemos que encontrar las nuevas relaciones de producción. Estas relaciones no son relaciones de propiedad sino de acceso libre a los comunes productivos y de cooperación en la producción de estos comunes. No hay que ir a buscarlas a territorios utópicos ni a ciudades ideales, sino que se encuentran ya operando, bajo hegemonía del capital dentro del propio capitalismo. Esto era algo que ya ocurría en la época de Marx, pues, como muestra este en su capítulo del libro I del Capital dedicado a la cooperación, la organización capitalista del trabajo no sólo explota al individuo aislado sino también la capacidad de relación social de éste. Observa así Marx en el Capítulo XI (sobre la Cooperación del Libro I del Capital) que « Prescindiendo de la nueva potencia de fuerzas que surge de la fusión de muchas fuerzas en una fuerza colectiva, el mero contacto social genera, en la mayor parte de los trabajos productivos, una emulación y una peculiar activación de los espíritus vitales (animal spirits), las cuales acrecientan la capacidad individual de rendimiento de tal modo que una docena de personas, trabajando juntas durante una jornada laboral simultánea de 144 horas, suministran un producto total mucho mayor que 12 trabajadores aislasdos cada uno de los cuales laborara 12 horas, o que un trabajador que lo hiciera durante 12 días consecutivos. Obedece esto a que el hombre es por naturaleza, si no, como afirma Aristóteles, un animal político, en todo caso un animal social. »

Hoy, el cambio de modo de regulación económico en el capitalismo ha exacerbado y llevado al límite, la explotación de la capacidad social humana. La « economía inmaterial » y la « economía del conocimiento » se basan fundamentalmente en la explotación de la capacidad lingüístico-cognitiva común a las distintas singularidades. Lo que se explota no es ya una fuerza de trabajo individual, sino una capacidad común, incluso una capacidad de organización. Del mismo modo que Hobbes funda la necesidad del Estado en un paso al límite del riesgo inherente a la competencia, la organización de la producción en torno a la cooperación directa y el acceso libre a los comunes supone la desaparición del Estado como forma de organización política.

Las condiciones de existencia del Estado se han dado en determinadas fases de la historia humana y, de la manera más clara y diferenciada en el capitalismo. Marx prestó mucha atención a la realidad de las sociedades sin Estado, precisamente cuando, en sus últimos años de vida, se preparaba a abordar la redacción del famoso libro sobre el Estado. Los cuadernos etnográficos permiten a Marx recoger materiales sobre este tipo de sociedades, pero también comentar las obras etnográficas que las describen y analizan, partiendo en la mayoría de los casos de las categorías propias de la sociedad burguesa. Así, a propósito de Maine que se refiere a la concepción de la soberanía del jurista Austin como « el resultado de una abstracción », afirmará Marx: « Maine ignora algo que es mucho más profundo: que la aparente existencia suprema del Estado es ella misma sólo aparente (scheinbar) y que éste, en todas sus formas, es una excrecencia de la sociedad (excrescence of society); del mismo modo que su apariencia fenoménica (Erscheinung) se produce en un nivel determinado del desarrollo de la sociedad, del mismo modo esta vuelve a desaparecer en cuanto la sociedad alcanza una etapa que hasta ahora no ha alcanzado. »16
La conclusión última de Marx es que el Estado no existe, sino como apariencia necesaria. Sirva este claro acto de descreimiento en la realidad del Estado como cierre de estas reflexiones.

1Domenico Losurdo, Stalin. Storia e critica di una leggenda nera, Carocci, Roma, 2008, p. 123
2Cf. Michel Foucault, Sécurité, territoire, population, Cours au Collège de France, 1977-1978, Seuil, Paris, 2004
3Ellen Meksins Wood, The Empire of Capital, Leftword, New Delhi, 2003, p.3
4Hobbes, Leviatán, I, 13
5Giuseppe Duso, Oltre la democrazia, Un itinerario attraverso i classici (ed.), Carocci, Roma 2004, p. 118.
6Karl Marx, Líneas fundamentales de la crítica de la economía política (Grundrisse), Primera mitad, Crítica, Grijalbo, Barcelona,1977, p.29
7Citado en K. Marx, Grundrisse, I, XX
8Marx, Grundrisse, I, p.7 y 8
9Cf. Étienne Balibar, Citoyen sujet, Paris, PUF, 2011
10Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, Cours au Collège de France 1978-1979, Seuil, Paris, 2004, Leçon du 31 janvier 1979, p. 85-86
11Marx, Grundrisse, I, p.7
12Marx, Grundrisse, I, p.85
13Marx Grundrisse, I, p. 443
14Marx, Grundrisse, I, p. 7
15Marx, Grundrisse, I, p. 87
16Lawrence Krader, The Ethnological Notebooks of Karl Marx, Van Gorcum, Assen, 1974, p. 329

jueves, 15 de diciembre de 2011

Define la necesidad: sobre los goces e insatisfacciones de la mercancía

Define la necesidad


Circula por la red un terrible montaje hecho de dos fotos contrapuestas: en una se ve a un niño africano tendido en el suelo, hambriento, enfermo, probablemente cercano a morir. En la otra, un árbol de Navidad y una chimenea y, alrededor, muchos paquetes de regalos con sus papeles de colores y sus lazos y algunos muñecos de Papá Noel o Santa Klaus. La leyenda de la foto propone un ejercicio ético y filosófico: "Define la necesidad". Lo terrible de ese desafío es que parece fácil la respuesta a primera vista, pero en realidad no lo es tanto. La necesidad imperiosa y vital expresada en la imagen de la derecha tiene un límite: basta alimentar, curar, vestir y educar a este niño para saciarla. La segunda necesidad, la de la imagen de la derecha, es, en cambio, ilimitada. Cuanto mayor sea la cantidad de mercancías que se proponga al sujeto del capitalismo de consumo, mayor será el hambre de los ricos, pero también la de los pobres, pues los recursos del planeta y del trabajo humano son acaparados por los más ricos en detrimento de la mayoría. El hambre en el capitalismo no tiene que ver con la miseria, sino, paradójicamente, con la riqueza. Ello guarda directamente relación con el hecho de que lo que se destine a saciar el hambre o a satisfacer cualquier necesidad en régimen capitalista sea una mercancía. De ahí el paradójico estatuto de una riqueza que, según nos recuerdan las primeras líneas del Capital de Marx, se presenta como "una inmensa acumulación de mercancías". La mercancía, a diferencia de la riqueza efectiva, del valor de uso, no satisface necesidades, sino que se destina a generar un beneficio mercantil. Dentro de la lógica del capitalismo, la mercancía entra dentro de un circuito de reproducción ampliada del capital en el que sus características físicas, las que pueden satisfacer necesidades, se subordinan a su realidad social de objeto portador del valor de cambio. De este modo, puede producirse masivamente lo inútil y dejarse de producir lo indispensable para la vida de muchos, pues el criterio que decide sobre esta producción es la rentabilidad mercantil, que depende, a su vez de la demanda solvente. La cada vez mayor producción de mercancías no garantiza la satisfacción de las necesidades, sino, por el contrario, la insatisfacción de las necesidades vitales de muchos y la reproducción ampliada de las necesidades reales o imaginarias de otros.

La mercancía es portadora de un vacío fundamental, de una insondable e insuperable carencia inherente a la subjetividad humana, de un abismo en el que toma pie el capitalismo. El capitalismo no nos domina sólo como sujetos de la necesidad, sino como hambrientos estructuralmente insaciables. El régimen de la mercancía se adentra en una fisura de lo humano explorada paralelamente por el Marx de los Grundrisse y por Freud y Lacan: en la imposibilidad de que la demanda responda nunca al deseo, de que la carencia pueda nunca verse colmada, en la existencia insuperable de un "más allá del pricipio de placer". Más allá de la demanda que puede satisfacer la mercancía, existe un núcleo estructural de deseo imposible de satisfacer, pues responde a la irremediable falta de un objeto para siempre perdido por el sujeto al integrarse en el orden del lenguaje. Esa estructural insatisfacción es lo que hace que toda pulsión, en el animal hablante sea "virtualmente pulsión de muerte" (Lacan). Es la pulsión de muerte la que nos hace despreciar y romper los juguetes nuevos y nos impide disfrutarlos, pues siempre hay un goce más auténtico, un más allá. La pulsión de muerte, como fondo insaciable del deseo, es lo que nos hace prodigar y codiciar los regalos -nunca suficientes- al pie del árbol y hace obsoleto y despreciable lo que, segundos antes, cuando estaba en el paquete o en el escaparate, suscitaba nuestro afán de poseerlo.

El capitalismo ha hecho de la pulsión de muerte el resorte fundamental del mercado, y ha procurado expulsarla de todos los demás ámbitos de la vida humana. La política, la religión, el amor, todos ellos ámbitos "pacificados" en el régimen liberal, se ven supeditados a una lógica universal de intercambio mercantil. La pulsión de muerte se expulsa de estas importantes esferas y queda monopolizada por el mercado. La política es así un intercambio sin antagonismo, la religión o la creencia, una moda o un "lifestyle" como cualquier otro, el amor, un arreglo sin pasión más o menos endulzado por un "romanticismo" convencional. La función destructora, disociadora, de la pulsión de muerte que Freud reconoció en Más allá del principio de placer, no es, sin embargo, puramente negativa: sin ella, el cambio, la transformación de las sociedades humanas y de los órdenes políticos, por no hablar de los amores y de las creencias, resultaría imposible. La especie humana compartiría el destino ahistórico y apolítico de las hormigas o de las abejas, para las cuales el instinto no deja lugar a la pulsión. Si queremos acabar con la mostruosa declinación de la necesidad humana que ilustra la foto y retornar a una vida propiamente política, la recuperación de un antagonismo dirigido abiertamente contra el orden del capital no puede ser postergada. Los capitalistas han mercantilizado la pulsión de muerte: la tarea de los comunistas es politizarla. 

jueves, 8 de diciembre de 2011

De Tahrir a Wall Street: una insurrección anticolonial mundial


De Tahrir a Wall Street: una insurrección anticolonial mundial
(Texto para la charla de John Brown en Zabaldi (Iruñea/Pamplona) del 28.10.2011) en el marco de la Quincena de la Solidaridad)

I.

Empecemos por lo peor, por lo más abyecto, pues en lo más abyecto e insoportable está también lo más esclarecedor. Las imágenes del asesinato de Muammar Al Gadafi son brutales. Corresponden a un linchamiento cruel, el de una persona cuya vida es despreciada. Las imágenes de televisión y las fotografías tienen un regusto exhibicionista y casi pornográfico, regodeándose en la sangre, el sufrimiento, la humillación. Son imágenes del dirigente libio capturado por un grupo de rebeldes que atormentan a su antiguo amo al grito de allahu akbar, fórmula teológico-política que afirma la absoluta superioridad de Dios sobre todo hombre, incluso el más poderoso. Quienes martirizan a Gadafi se ven, pues, a sí mismos, como brazos ejecutores de la justicia divina. Las imágenes que se nos muestran son de fanatismo y se las presenta en contraste con el sosiego y la racionalidad de unas fuerzas de la OTAN que, desde el cielo y con medios de alta tecnología, habían bombardeado poco antes el convoy de Gadafi. También contrastan estas imágenes con el mandato que tenía la propia OTAN y que se articulaba en torno a dos objetivos principales : 1) defender a la población civil frente a los desmanes del Régimen y 2) capturar a Gadafi para trasladarlo ante la Corte Penanl Internacional que lo acusaba de gravísimos crímenes contra su población.

Barbarie teológica de árabes y musulmanes y racionalidad técnica y jurídica occidental parecen oponerse diametralmente. Sin embargo, las cosas son bastante menos claras de lo que parece. La OTAN no sólo no ejecutó su mandato de protección de la población civil, sino que se convirtió en actor directo de la guerra y, sobre todo, los horribles crímenes de genocidio de que acusaba la CPI a Gadafi no fueron confirmados ni por Amnistía Internacional ni por Human Rights Watch. En cuanto al número de víctimas de los bombardeos de la propia OTAN contra la población civil ni se conoce, ni probablemente llegue a conocerse. Hubo represión, sin duda. Muy dura. Pero no bombardeos aéreos de los manifestantes. Al margen de estos incumplimientos y falsificaciones, existe, sin embargo, una lógica de la intervención de la OTAN en Libia que no contrasta tanto con la de los fanáticos y desesperados ejecutores del antiguo Líder libio amigo de Berlusconi y de Aznar. Las acusaciones de la CPI, sean verdaderas o falsas, se inscriben en un marco que ya conocemos, el del humanitarismo militar. El humanitarismo se expresa y actúa en nombre de los más altos valores, en nombre de la humanidad : su empeño en socorrer y proteger a las víctimas se basa en la condición humana de estas. Ahora bien, esa humanidad que parece enteramente universal y no admitir excepciones, no se basa sólo en la pertenencia a la especie, sino en la idea de una dignidad moral del sujeto humano tal como la conciben en cada caso los autopoclamados “humanitarios”. Así, la solicitud por las “víctimas” en nombre de la solidaridad humana puede conciliarse con la exclusión de los “verdugos” de todo orden humano. Gadafi, para la OTAN o para la CPI no era un enemigo, sino un criminal, no era un ser humano o un dirigente político en relación de antagonismo con otros, sino un monstruo que no pertenecía a la humanidad.

Una vez que un individuo se ve fuera de la humanidad por sus crímenes reales o supuestos, pasa a tener un estatuto particular. Los romanos condenaban a los autores de crímenes muy graves como el parricidio al estatuto de « homo sacer ». Esta expresión reúne dos significados aparentemente contrarios, por un lado significa « hombre sagrado » y por otro « hombre infame », al margen de la sociedad, que cualquiera puede matar sin culpa. En el antiguo derecho germánico se declaraba a los grandes criminales Vogelfrei, literalmente libres como los pájaros, pues ya no tenían ninguna obligación social, ningún lazo comunitario, pero también libres de ser devorados por los pájaros y los peces. Osama Ben Laden y Muammar Al Gadafi han cumplido literalmente ese destino tras haber sido excluidos de la humanidad en nombre de la justicia universal y de la humanidad. Nos enseña el jurista alemán Carl Schmitt que toda guerra combatida en nombre de la humanidad, o de Dios o de algún supuesto valor universal deja de ser guerra para convertirse en cruzada y, como sabemos, todo cruzado está más allá de las leyes de la guerra. De este modo, quienes asesinaron a Gadafi en nombre de Dios y quienes decidieron capturarlo en nombre de la humanidad y de sus víctimas no estaban moral e intelectualmente tan alejados como nos lo presentan los medios de comunicación. La ambigüedad de la intervención de la CPI y de su brazo armado en Libia en nombre de la humanidad se aprecia en esta mezcla inextricable de enunciación de valores universales y creación de un espacio más allá del derecho de la guerra, de un espacio para la violencia ilimitada ejercida en nombre de la paz y del derecho. Ahora bien, ese espacio al margen del derecho, ese espacio de excepción en el que es posible el bombardeo de población civil, la tortura pública y el asesinato ante las cámaras de vídeo, es, como podremos ver, el espacio que habitamos, más allá de la retórica de los derechos humanos que, como hemos visto, no sólo sirve para encubrir la violencia, sino para justificarla.

II.
Una vez enmarcado en estas coordenadas, retomemos el tema de nuestra charla: la actual insurrección casi planetaria. Uno de los principales problemas para quien desee entender la historia del actual movimiento de cuestionamiento del orden neoliberal e incluso del propio capitalismo es determinar sus coordenadas espacio-temporales. No es fácil saber cuándo empezó el movimiento, ni dónde se sitúa su nacimiento. Es tentador buscar en la historia más reciente, la del último año, un momento simbólico de surgimiento de la primera chispa de indignación en la autoinmolación por fuego de Bouzizi en el pueblo tunecino de Sidi Bouzid. Este acto de desesperación hizo comprender a una generación de jóvenes que siempre había vivido bajo la dictadura de Ben Alí que ya no había nada que perder. Pero otra chispa de indignación había prendido unos años antes en Grecia cuando la policía griega mató al joven Alexis Grigorópoulos en diciembre de 2008 desatando una insurrección popular que empezó con unas navidades insurrectas y duró varios meses. La juventud griega y la juventud tunecina reaccionaron con idéntica indignación ante la suerte de uno de los suyos y ante regímenes que merecían su desconfianza y su hostilidad. Acontecimientos semejantes se dieron en Egipto. La llama de la revuelta estaba dispuesta a extenderse por todo el espacio árabe, un espacio que parecía políticamente muerto y abocado a padecer por siempre dictaduras brutales y corruptas. Lo fascinante es que la oleada revolucionaria árabe llegó a replicarse de nuevo en suelo griego, esta vez no por un asesinato policial, sino por el asalto contra los derechos sociales, contra el empleo, contra las pensiones y en general contra las condiciones de existencia de la población griega desencadenado por el capital financiero y sus agentes transnacionales y europeos. Después tuvimos el inesperado éxito del 15M, la ocupación de Sol; todo precedido por la rebelión de los islandeses contra la deuda. Las revueltas de Londres de este verano se integran también en la trama y, por supuesto, la extensión del movimiento al centro del sistema: Wall Street y la City de Londres. El 15 de octubre se convierte en un nuevo momento de protagonismo de unas multitudes mundiales que ya aparecieron como agente político “global” en las movilizaciones contra la guerra de Iraq, un movimiento contra la guerra que recogía asu vez en buena medida el bagaje de movilizaciones del movimiento "antiglobalización".

Nos encontramos así ante un fenómeno que, a lo largo del tiempo y del espacio va adoptando nuevas formas, aprende de fases anteriores, expande y radicaliza su intervención política. Un movimiento capaz de recombinar su código genético en sus diversos desplazamientos espacio-temporales. Se pasa así del escándalo ante un asesinato policial, al escándalo ante una dictadura corrupta, para pasar a la indignación frente a un sistema neoliberal cuyo carácter despótico hemos aprendido a reconocer gracias a los "exóticos" tunecinos y egipcios. La solidaridad entre los distintos movimientos de contestación es evidente. Las consignas se transmiten de un país árabe a otro, como el famoso "dégage" (lárgate), tunecino, que se repitió en Egipto, en francés aunque el país no sea casi nada francófono, junto al árabe "Irjal" dirigido al viejo sátrapa Hosni Mubarak. Hace dos días los ocupantes de la plaza Tahrir del Cairo enviaron una carta de solidaridad a los neoyorquinos que ocupan Wall Street. Incluso, en la ciudad de Sirte recién liberada -ciertamente con una buena dosis de atrocidades- podía verse en el cierre metálico de una tienda enmarcado por dos milicianos la pintada: “From Sirte to Wall Street”. La conciencia de estar participando en un mismo acontecimiento es fuerte en los sectores más activos del movimiento, como ya ocurriera hace algo más de diez años en América Latina o mucho antes en aquella “primavera de los pueblos” que fueron las revoluciones europeas de 1848.

De Madrid a Nueva York, pasando por Lisboa, París y Bruselas, los mismos códigos gestuales, que formalizan el rechazo de la jerarquía y de la representación, el rechazo de la manipulación de la palabra y la reivindicación de una palabra democrática. La reivindicación de democracia frente a las dictaduras se transforma en rechazo abierto de la representación y afirmación de una democracia real dotada de sus propios órganos de (contra)poder: las asambleas abiertas. Frente a todos los intentos de encerrarlo en fronteras geográficas y culturales, el movimiento sabe que en su diversidad es profundamente uno. Lo muestran también sus tácticas, sus formas. En primer lugar la acampada, inaugurada en la Kasba de Túnez y repetida en Tahrir y luego en la Puerta del Sol, la Plaça de Catalunya y centenares de otros lugares en el Estado español, y de nuevo en la plaza Syntagma de Atenas y hoy en Wall Street y Londres. La acampada tiene una doble significación: las tiendas son los significantes de un pueblo en éxodo, de un pueblo que sale del cautiverio y está dispuesto a cruzar el desierto, pero también expresan la voluntad de una permanencia en el espacio público de una multitud que deviene actor político permanente. El éxodo pone de manifiesto la imposibilidad para el capital de capturar los flujos de producción de riqueza del trabajador cognitivo, precario, afectivo, colectivo, que caracteriza la fase actual del capitalismo. Incluso la inmensa movilidad y flexibilidad del capital financiero es incapaz de echar sus garras sobre esta inmensa fuerza de lo común que hoy se expresa como revuelta, pero a la vez como producción de una nueva sociedad, de un nuevo orden político y productivo. Un aspecto fundamental del movimiento, en ambas orillas del Mediterráneo y del Atlántico es su carácter constituyente. Destituyente también, pues niega toda posibilidad de representación política de la multitud por el Estado capitalista y sus instituciones, pero esta función destituyente sólo la puede ejercer en cuanto poder constituyente. Pero ¿qué es lo que destituye y constituye este movimiento ?

III.
Los anteriores interrogantes nos permiten retomar el hilo de algunas de las consideraciones que tuvimos ocasión de hacer al hablar del asesinato de Gadafi. A propósito de ese espantoso crimen y de su más espantosa exhibición mediática, pudimos afirmar que constituía, por un lado, una ruptura con los principios básicos del derecho internacional, pero además que esta ruptura no sólo es una infracción de estos principios, sino que funda una nueva lógica. El derecho internacional, como todo derecho, se basa a la vez en normas y decisiones. Las decisiones, que expresan correlaciones de fuerzas, establecen las normas, pero, a su vez las normas enmarcan las decisiones. Incluso el estado de excepción es, en este contexto, un hecho jurídico. El derecho internacional regulaba las relaciones entre esos « grandes hombres » que eran para los teóricos del derecho público europeo los distintos Estados que consituían Europa. Cada Estado, como sujeto soberano, sólo reconocía su propia legislación y sólo se sometía a ella. Desde que Europa fue desgarrada por las guerras de religión, las relaciones entre los Estados no podían, en efecto, regularse por un código religioso común, pues la reforma había roto la unidad religiosa de Europa occidental. La única solución a esta falta de una norma de orden superior fue el reconocimiento recíproco de los distintos Estados como soberanos. Este reconocimiento sin base ideológica quedó sancionado en el Tratado de Westfalia. La guerra entre Estados europeos ya no podía ser una guerra justa contra un enemigo injusto, una guerra de castigo que pretende realizar una justicia universal, sino una guerra entre enemigos justos (justi hostes), esto es entre Estados soberanos. Una guerra no ideológica y movida sólo por intereses permitía no identificar al enemigo con el crimen, la infamia y el mal. La guerra podía ser limitada y hacerse, como afirmaba el jurista suizo Vattel « dentro de las reglas ».

Hoy, esto ha dejado de ser así : hoy, la doctrina de la guerra justa vuelve a justificar la barbarie en nombre de la humanidad. Este retorno de la guerra justa no es, sin embargo, casual. Si bien se pueden rastrear sus antecedentes en la guerra fría, sólo el final de esta y la declaración del inicio de la globalización por Bush padre permitió el pleno retorno de un viejo lenguaje y de viejas prácticas. Las dos guerras del Golfo, las invasiones y ocupaciones de Afganistán y de Iraq, la guerra de Yugoslavia y la de Kosovo y, últimamente los bombardeos de Libia constituyen a la vez flagrantes violaciones del derecho internacional clásico y aplicaciones de un nuevo derecho cosmopolita, humanitario y, por supuesto, militar. Hoy, el espacio planetario está prácticamente en su totalidad dominado, no ya por un Estado soberano, sino por una estructura de poder que articula Estados soberanos, grandes empresas transnacionales, distintas configuraciones y formas de organización del capital financiero como los fondos de pensiones, los fondos de inversión o los grandes bancos, organizaciones políticas, económicas y militares internacionales etc. La función de este conglomerado de poder es defender y reproducir un mercado mundial donde mercancías y capitales circulen con libertad y donde los Estados puedan seguir funcionando como traba a la circulación de los cuerpos humanos, de la mercancía fuerza de trabajo. Un nuevo marco jurídico cosmopolita centrado en los derechos humanos por un lado y en el libre mercado por otro ocupa hoy a nivel planetario el papel de la religión cristiana en la Europa anterior a la reforma. Gracias a esa nueva uniformidad ideológica es posible la guerra justa, es posible hoy matar abiertamente en nombre de la humanidad y de los derechos humanos.

Aunque estos avances de los derechos humanos y de la democracia parezcan logros indudables de la civilización mundial, hay que atender, cuando se habla de valores universales a un aspecto que suele caer en el olvido : todo recurso a la humanidad, toda actuación en nombre de la humanidad excluye de la humanidad al enemigo político. Esta exclusión de la humanidad justificó desde muy pronto las intervenciones imperiales. Así, por ejemplo, en el contexto de la controversia de Valladolid, Ginés de Sepúlveda defendió la legitimidad de la usurpación de las tierras y bienes de los indios de América, e incluso su reducción a la esclavitud por el hecho de que estos pueblos practicaban ritos bárbaros como los sacrificios humanos o el canibalismo, con lo cual perdían todo derecho a que se respetasen sus comunidades políticas y sus leyes. En nombre de un naciente universalismo de los derechos humanos se produjo el saqueo de América. De idéntica manera, el rey Leopoldo II de Bélgica procedió en el Congo, justificando su toma de posesión de ese gigantesco país africano por su intención de defender a la población negra de los esclavistas árabes.

Lo que ocurre es que, mientras dura el derecho internacional europeo, el mundo está dividido en dos zonas : un espacio metropolitano europeo en el que los distintos Estados se reconocen entre sí como soberanos y no pueden intervenir en otro Estado en nombre de una legislación universal, y un espacio extraeuropeo en el que, en realidad, todos los desmanes eran posibles, aunque se intentaron siempre cubrir con un manto de humanitarismo o de humanismo. Dos zonas pues, divididas por lo que en los siglos XVI y XVII se denominaron líneas de amistad, líneas que delimitaban el espacio europeo y el espacio de los pueblos extraeuropeos. La colonización europea se realiza en esta segunda zona conforme a una combinación de pura violencia y de justificaciones universalistas. Entre el espacio colonial y el espacio metropolitano se establece una línea geográfica, pero también dentro de la administración de cada metrópoli se mantiene una fuerte diferenciación entre el personal y la administración coloniales y sus homólogos metropolitanos. Como recuerda Hannah Arendt en su libro sobre el Imperialismo, el mantenimiento del Estado nación en sus formas constitucionales liberales o democráticas exigía esa radical separación : los administradores coloniales formaban un cuerpo aparte dentro de la administración general y su movilidad dentro de la administración nacional era muy escasa. Se gestionaban dos mundos de dos maneras absolutamente dispares : un mundo -teóricamente- regido por un incipiente derecho internacional y otro regido por la violencia, justificada ocasionalmente esta última por un condescendiente e humanismo o humanitarismo.

Esa dualidad de espacios hoy ha desaparecido. El avance de la globalización capitalista y de la hegemonía del capital financiero la ha hecho obsoleta. Tal vez se haya producido hoy con todas sus consecuencias el fenómeno que Hannah Arendt denominaba la “Emancipación política de la burguesía” respecto del Estado nación. Hoy, espacio colonial y espacio metropolitanto tienden a confundirse. Ya no existe una línea que separa los centros y las periferias de manera absoluta. Por un lado, parte de la población de las antiguas colonias habita hoy en las metrópolis y se ve allí sometida a formas de gestión discriminatoria y racista de las poblaciones que anteriormente sólo se conocían en tierras “exóticas”. Por otro lado, al menos en una parte de la periferia postcolonial se constituyen polos de poder capitalista que gozan de una autonomía relativa, es el caso de los BRIC (Brasil, Rusia, India, China), y en medida variable la de la mayoría de los países del tercer mundo. En todo el planeta la divergencia entre las capas de población más ricas y las más pobres sigue aumentando. No sólo en el tercer mundo, también en el primero. Formalmente estamos todos en un espacio colonial en el cual los derechos del ciudadano han desaparecido para dar paso a una sutil combinación de violencia y de proclamas humanitarias. Frente a los regímenes despóticos árabes y a las oligarquías capitalistas de los países occidentales surge un clamor, una exigencia de democracia y de democracia real. Esta exigencia se plantea, por lo tanto, no sólo frente a dictaduras declaradas, sino frente a supuestas democracias. La línea Tahrir-Wall Street define el paso de la lucha por una democracia en una dictadura apenas disimulada como la de Mubarak en Egipto, a la lucha por la democracia en regímenes que, nominalmente son democracias. Tahrir y Túnez han permitido a Madrid o a Nueva York descubrir que vivían ellos también en un régimen de dictadura.

Lo que caracteriza estas dictaduras es el hecho de que el poder político -formalmente representativo- está al servicio de un poder irresistible, que, desde luego nada tiene que ver con la supuesta soberanía popular: en el régimen neoliberal, los mercados -el capital financiero y sus instituciones- han pasado a ocupar el papel de legitimación transcendente del poder que tenía el Dios cristiano en las monarquías medievales. Por encima de las estructuras de poder “indígenas” con sus formas más o menos democráticas, nos encontramos con un poder real que las pone a su servicio y neutraliza todo lo que a él se oponga. El poder del mercado es un elemento básico del paradigma de poder liberal en el que se ha desenvuelto la burguesía desde que es clase hegemónica. Conforme a él, la capacidad legislativa del soberano está limitada por la existencia de una esfera de actividad en la que se despliegan los deseos de adquisición y de intercambio humanos y que sólo funciona de manera óptima cuando se dejan operar sus propias leyes, las que describe la economía política. Las leyes del soberano deben reconocer las realidades económicas como un límite natural. Sin embargo, esta limitación podía no ser tan absoluta, sobre todo en casos de crisis, en los cuales el soberano intervenía para restablecer el orden básico que permitía funcionar al propio mercado, o cuando el soberano intervenía como mediador en la lucha de clases mediante la legislación social o con políticas económicas impulsadas por el gasto público.

La fase de capitalismo de dominante financiera que conocemos hoy y que ha venido madurando desde los años 70 ha eliminado prácticamente los últimos márgenes de decisión del poder soberano. A través del mecanismo de la deuda, que funciona literalmente como una trampa, es decir un lugar en el que es fácil entrar y dificilísimo salir, el capital financiero controla la vida de los ciudadanos, pero también la capacidad de decisión de los gobiernos. La deuda se ha convertido en el gran instrumento de radicalización del orden neoliberal. Gracias a la deuda se aceleran las privatizaciones, se liquida la contractualidad laboral en favor de la contractualidad mercantil, el trabajo se precariza y, bajo la forma de una cada vez mayor libertad, se desarrollan modos de dependencia del trabajo casi feudales. Un poder exterior determina a la vez nuestras vidas y las decisiones de nuestros gobiernos. En este aspecto, el capital financiero ha derribado la barrera entre las democracias y los regímenes despóticos, entre la metrópoli y la colonia, entre Tahrir y Wall Street.

La actual insurrección que recorre, no ya Europa como el fantasma de Marx y Engels, sino el mundo entero es una insurrección anticolonial global dirigida no sólo contra las formas de poder neocolonial más evidentes como eran los regímenes de Túnez, Egipto y otros países árabes, sino contra el nuevo colonialismo global del capital financiero. Los intentos de desconectar los movimientos blandiendo los viejos fantasmas del orientalismo y de la diferencia cultural no parecen funcionar. El movimiento insurreccional comparte un mismo suelo que no es sino la división del mundo entre el 99% y el 1% que tiene el poder. Lo que todos los movimientos de solidaridad con el tercer mundo han intentado hacer desde hace años, acercar la sensibilidad de los ciudadanos “ricos” de occidente a la de los “pobres” del tercer mundo, parece estar haciéndose realidad gracias a la instalación del régimen colonial planetario del capitalismo financiero.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El argumento del "imperialista" o del "agente de la CIA"


Pablo Picasso, Stalin




Decía Stalin que los comunistas están hechos de otro material que el resto de los mortales. Esta aristocrática concepción no impidió, sin embargo, al Guía liquidar en los procesos de Moscú -y en la represión que los precedió y sucedió- a la inmensa mayoría de los protagonistas bolcheviques de la revolución de octubre. Todos ellos fueron eliminados física y moralmente como traidores a la revolución, "perros rabiosos", "víboras lúbricas" y un largo etcétera de descalificaciones políticas y personales. Peor aún, algunos de los reos de estos monstruosos e imaginarios delitos llegaron a pedir a Stalin un justo y merecido castigo, considerando que aceptar la más dura pena por su traición -real o ficticia, poco importaba- era hacer un último servicio al partido y a la revolución. El Partido era portador de la verdad sobre una supuesta "dialéctica de la historia" y sobre la función en ella de un proletariado que el propio Partido representaba y unificaba. Lo que afirmara el Partido no podía en ningún modo ser falso, pues derivaba de un saber sobre la esencia misma que se desplegaba en la historia. Como sostenía el peor Bertolt Brecht: "el partido siempre tiene razón" (Die Partei hat's immer recht), como la Iglesia y como su cabeza visible, el Papa, y por los mismos motivos. Tanto el Partido para un comunista staliniano como la Iglesia para un católico de estricto cumplimiento son infalibles en su magisterio, no porque simplemente conozcan la verdad, sino porque la encarnan: son la verdad hecha historia. Tal es el misterio de la economía de la salvación. Quien se oponga al Partido o a la Iglesia no puede sencillamente equivocarse, sino que se niega culpablemente a aceptar la verdad. No existe ni puede existir interlocutor discrepante e inocente: el partido o la iglesia saben por qué se da esa discrepancia y saben que nunca es inocente, sino fruto de una voluntad perversa. En el mejor de los casos, a quien expresa una opinión diferente se le puede invitar a reconsiderar su postura y a aceptar la verdad oficial, en otros, se le pone en manos del "brazo secular" cuando de él se dispone.

Ninguna concepción de la historia que considere que esta tiene una finalidad puede evitar caer en estos esquemas. Si todo lo que ocurre en la historia universal es despliegue de una esencia que puede ser, según los gustos, la Idea, la divinidad que se autorrevela a través de las distintas mediaciones del acontecer natural y humano o la propia humanidad que se realiza como tal y supera las diferentes formas de alienación, nada ocurre que no tenga un sentido, que no se inscriba a favor o en contra de la finalidad histórica. Todo lo que acontece es bueno o es malo: nada es neutro, nada carece de sentido. Ni la historia ni la realidad tienen ningún agujero. Para una visión universalista y plenista de este tipo, todo adversario intelectual es un enemigo de la verdad y todo enemigo político un criminal. El finalismo, la idea de que el mundo y todo lo que en él acontece ha sido creado para un fin, no admite, como mostraba Spinoza en el apéndice a la primera parte de la Ética, que nada escape a su lógica delirante y supersticiosa. Desde este punto de vista no hay nada aleatorio, todo obedece al principio de razón suficiente: "nihil sine ratione", nada [acontece] sin razón.

La postura antes descrita tiene muy perversos efectos sobre la discusión racional. El primero de todos y el más nocivo es que rechaza la posibilidad del error. En primer lugar del error propio, pues quien defiende la teleología universal posee un "argumento" infalible e irrefutable. En segundo lugar, del error ajeno, pues el partidario de la teleología universal pretende tener la clave de lo que el otro afirma y conocer la motivación profunda que le mueve a sostenerlo. Aún menos pensable es que ambos interlocutores se equivoquen, pues la verdad existe necesariamente y está encarnada n el representante del Bien y, por consiguiente, el mal y el engaño en todo lo que no se someta al Bien. Negar la posibilidad del error propio y ajeno es sostener que se puede conocer el motivo de lo que el otro afirma, porque ese otro en todos sus actos, incluidos los actos de elocución realiza -al igual que uno mismo- una determinada esencia. Así si el partido o la iglesia son repectivamente la representación del proletariado y la expresión de su conciencia de clase o el mismísimo cuerpo místico de Cristo, los argumentos de quien se opone a esas poderosas instituciones no tienen ningún valor. O bien están ya incluidos en la doctrina y, en realidad, coinciden con ella o son perfectamente carentes de verdad, vacíos y afirmados con intención malvada. 

De ahí que el argumento fundamental en este contexto mental no se refiera nunca al contenido, al enunciado de lo que dice el otro, sino a su persona y a las características de esa persona como encarnación de un principio, como portadora de una esencia. Los argumentos que la tradición filosófica conoce como "argumentum ad hominem" (argumento dirigido al hombre) o "argumentum ad personam" (dirigido a la persona) son de uso constante, descartándose los argumentos ad rem, esto es los dirigidos a la cosa de que habla el interlocutor. El argumentum ad hominem consiste en rebatir una afirmación mediante una referencia a las características de quien lo afirma. Puede ser "ad personam": "Si afirmas que no hay empleo, es por que eres un vago", o "Si afirmas que el estalinismo es un régimen despótico es porque eres un agente del imperialismo" o "a concessis", esto es a partir de lo que supuestamente se tiene que conceder si se afirman determinadas cosas: "Si defiendes el comunismo estás defendiendo los campos de concentración". Ciertamente, hay casos en que el argumento ad hominem no es sofístico y es un argumento válido, por ejemplo cuando se utiliza para mostrar la contradicción de lo presentemente afirmado por una persona con los principios otrora defendidos; por ejemplo "¿Cómo puedes defender los recortes en gasto social si siempre has sido socialdemócrata?". En otros, sin embargo, no lo es, pues la característica o la posición anterior de la persona que se intenta refutar se inventa en interés de la propia refutación. Así, por ejemplo, el propio régimen soviético staliniano que no dudó en pactar con Hitler para repartirse Polonia, no dudó en atacar a la oposición comunista de izquierda tildándola de "hitlerotrotskista", llegando a proposiciones del tipo "Si te opones al pacto germano-soviético es porque eres un agente de Hitler".

Esta línea argumental ha tenido un éxito notable en el marco de la lógica bipolar de la guerra fría en la cual estalinistas y maccarthistas se valieron abundantemente de ella. Si el anticomunista senador Maccarthy acusaba sistemáticamente de comunistas a quienes cuestionasen la política del gobierno de los Estados UNidos, del otro lado del telón, los soviéticos y sus aliados del campo "antiimperialista" tildaban de "agentes imperialistas" o "de la CIA" a quienes no comulgasen con la línea oficial del PCUS. Hoy, tras algunos años en relativo desuso, vemos florecer de nuevo el argumento ad hominem bajo las forma del argumento « del imperialista » o el del argumento « del agente de la CIA » en algunos sectores de la izquierda. Así, en la delicada coyuntura de las revoluciones árabes y la complejísima situación de Libia, hay quien ha considerado mucho más urgente defender la causa de los tiranos y descalificar a quienes dan su apoyo a estos procesos, que intentar analizar el papel de esos tiranos postcoloniales y las causas de las revoluciones en curso. La cuestión es ciertamente compleja, pero ningún amigo de la libertad, ningún comunista, puede engañarse cuando los pueblos o sectores importantes de ellos se alzan contra regímenes liberticidas y abiertamente cómplices del imperialismo como los de Ben Alí, Mubarak o Gadafi. Y, sin embargo, es eso lo que ha ocurrido en muchos casos: en lugar de analizar una coyuntura sumamente peligrosa para el imperialismo para intervenir en ella, la izquierda teleológica y bipolar ha preferido mostrar desconfianza hacia los pueblos rebeldes y confiar en los tiranos. 

Esta paradoja no es nueva y descansa en la escasa ilustración materialista de la izquierda y en la facilidad en que se deja deslizar por la cuesta religiosa y supersticiosa de las filosofías de la historia. Así, partiendo de una lógica bipolar, han llegado a confundir el propio contenido de una revolución socialista con el de un régimen despótico o una dictadura soberana con carácter vitalicio. Ciertamente, la historia de las revoluciones nos enseña que ha sido necesario a todos los regímenes revolucionarios nacientes tomar algunas medidas dictatoriales para establecerse y protegerse en los primeros momentos o incluso en períodos más largos. Esto no significa en modo alguno que la esencia del régimen revolucionario sea la dictadura y la carencia de libertades, sino que estas medidas restrictivas se hacen a menudo necesarias por condiciones exteriores al propio proceso, el cual no tiene ningún sentido si no es un proceso de liberación. Ahora bien, partiendo de la obvia constación de esta necesidad histórica exterior, la izquierda bipolar ha hecho de la dictadura una seña de identidad del propio socialismo. Si la revolución debe tomar formas dictatoriales, toda forma dictatorial, todo despotismo son expresiones genuinas de la revolución. De este modo regímenes infames como el de Gadafi y el de Al Assad tienen cabida en ese campo "antiimperialista" que da también acogida al despotismo casi surrealista de Corea del Norte. Inversamente, quienes nos oponemos a esos regímenes liberticidas en los que no queda un solo comunista vivo, somos para los bipolares, automáticamente "agentes de la CIA".

Sirva de ilustración de lo dicho un reciente artículo de Fernando Casares publicado en  Kaos en la Red dedicado a la denuncia y estigmatización de la posición de Izquierda Anticapitalista y de algunos intelectuales entre los que se encuentran mi amigo Santiago Alba Rico y Gilbert Achcar en favor de la insurrección libia contra Gadafi. Lo que en este ejemplar artículo queda excluido de entrada es el error propio y ajeno. Como generosamente el autor del artículo les había dado a los partidarios de esta postura la posibilidad de retractarse y estos no lo hicieron, afirma desengañado: "Pero a todo esto, cabía una pregunta. ¿Y si se equivocaron en su visión de la realidad y sus acontecimientos? Esto tendría una clara respuesta si existiese de su parte una autocrítica y algún tipo de rectificación sobre esta cuestión, sobre todo después de 7 meses. Nada de eso existió. Pero lo que es peor aún, confirmado la sentencia de Anaxágoras (la primera vez eres tú el culpable, la segunda lo soy yo), tienen hoy la misma posición intervencionista con la cuestión Siria." Podemos decir que en eso el autor no se equivoca, pues el sector que critica, sin leer con la suficiente atención, mantiene respecto de Siria la misma postura: la de apoyar la rebelión contra la tiranía y condenar toda intervención exterior. Poco vale, sin embargo lo que realmente se diga o deje de decir, pues fuera de la Iglesia, no hay salvación. 

De la mano de esta definición de dónde está la verdad y dónde el engaño, no puede Fernando Casares sino inferir que oscuros intereses movían y mueven a quienes discreparon y discrepan de él, así como de la doctrina y de la enseñanza de esclarecidos dirigentes: "No sería nada extraño cruzar vínculos entre esta agrupación de "izquierdas", varios intelectuales como Santiago Alba Rico y Gilbert Achcar, la Hermandad Musulmana, IHH, la Turquía de Erdogan y un sector internacionalista del frente pro palestino y antisionista. Desde luego, a juzgar por sus posicionamientos en el nuevo tablero geopolítico de la zona, no sería descabellado definirlos como una disidencia fabricada desde algunos centros del poder global a fin de taponar el verdadero avance de una izquierda auténtica antiimperialista y antisionista. ¿Alquien, acaso, podría creer en la ingenuidad de algunos de ellos? Es posible que algunos lo sean, pero no es posible que lo sean todos, y menos sus referentes intelectuales y ciertos dirigentes de la agrupación." Ya hay, en efecto, algunos blogs y páginas de Internet, cada una más grotesca que la otra, dedicados a "cruzar vínculos". Menos mal que no estamos en la Barcelona del 37 y no disponen del NKVD. Si nuestros "compañeros" bipolares no dieran risa por su rabiosa impotencia ante una historia que los desborda en el mundo árabe y hasta en la más cercana Puerta del Sol, darían miedo.