Ambrogio Lorenzetti (1290-1348) El mal gobierno en la ciudad |
"Auferre trucidare rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant".
(Roban, matan, saquean, y lo llaman falsamente imperio y a lo que han convertido en un desierto lo llaman paz)
Tácito, Agricola XXX
"Civitas, cuius subditi metu territi arma non capiunt, potius dicenda est, quod sine bello sit, quam quod pacem habeat. Pax enim non belli privatio, sed virtus est, quae ex animi fortitudine oritur ; est namque obsequium (per art. 19. cap. 2.) constans voluntas id exsequendi, quod ex communi civitatis decreto fieri debet. Illa praeterea civitas, cuius pax a subditorum inertia pendet, qui scilicet veluti pecora ducuntur, ut tantum servire discant, rectius solitudo, quam civitas dici potest."
(De una comunidad política cuyos súbditos no toman las armas aterrados por el miedo, más puede decirse que no está en guerra, que que se encuentra en paz. La paz no es, en efecto, la privación de guerra, sino una virtud que procede de la fortaleza del ánimo; es determinación constante de hacer todo lo que debe hacerse conforme al decreto común de la ciudad. Por otra parte, la ciudad cuya paz depende de la inercia de los súbditos, que son conducidos como ovejas para que sólo aprendan a servir, se denomina más adecuadamente un desierto que una ciudad.)
Spinoza, Tratado político, V.4
Más que un homenaje a Carl Schmitt, el hecho de que el Jefe de Policía de Valencia calificara a los adolescentes que pedían calefacción para sus institutos y protestaban contra los recortes en educación como "el enemigo", debería considerarse un auténtico insulto al muy reaccionario, pero no menos riguroso jurista. El enemigo, es en efecto, un concepto jurídico, concretamente un concepto fundamental del derecho público. Enemigo, como precisa Schmitt en El Concepto de lo Político, no es la persona a quien tenemos una antipatía personal (inimicus) sino, el enemigo público (hostis), quien por estar enfrentado a una comunidad política como tal, supone para esa comunidad un riesgo existencial. Enemigo, en tales condiciones sólo puede serlo un Estado para otro Estado. Al enemigo no se le combate con la policía, pues no es un delincuente: está, por definición, más allá del ámbito de aplicación del derecho de otro soberano. Tampoco es el enemigo schmittiano un ser moralmente malvado, ni tampoco un hereje. La inexistencia de una comunidad de códigos éticos, jurídicos o religiosos entre un soberano y otro hacen imposible la condena del enemigo en función de un valor. En el contexto de la relación entre esos grandes hombres que son los Estados soberanos europeos de la época clásica (de la Paz de Westphalia hasta la Primera Guerra Mundial), no hay de un Estado soberano a otro ninguna unidad de valor común, ningún universal ético compartido que se pueda reconocer a priori. De ahí que el derecho público europeo que regía los conflictos entre Estados, y se derivaba del simple equilibrio de fuerzas entre ellos, prohibiera explícitamente la "guerra justa", la guerra por valores morales o religiosos que, como las cruzadas, sitúa al enemigo fuera de la moral y fuera de la humanidad. Al enemigo se le hace la guerra sin justificaciones, pero, por ello mismo, sin excesos. La guerra no es justa, pero sí lo puede ser el enemigo. El "enemigo justo" es el otro soberano, el otro Estado a quien se combate violentamente, pero no se puede castigar ni mucho menos exterminar, pues ningún soberano tiene jurisdicción sobre otro. Tal es la grandeza del derecho público europeo que reconstruye e interpreta Carl Schmitt.
Cuando un Jefe de Policía o un responsable político considera que un movimiento de alumnos de instituto es "el enemigo" y manda a la policía a machacarlo, no está en modo alguno ateniéndose a los criterios schmittianos. Los adolescentes -casi niños, en muchos casos- que se manifestaban en Valencia no son un poder soberano, ni son tampoco el ejército de ningún soberano. Son súbditos de un Estado. Por ello, cuando cometen algún delito o falta, interviene contra ellos la policía con el objetivo de restablecer el valor fundamental del Estado que es la paz interior, pero no el ejército ni ningun cuerpo de tipo militar. Todo Estado soberano lo es en la medida en que es capaz de mantener la paz interior y de acabar con la violencia interna. El Estado moderno prohíbe y sofoca las guerras privadas tan frecuentes en el régimen feudal. El Estado tiene el monopolio de la guerra y ejerce su derecho a hacer la guerra hacia el exterior de sus fronteras. Nunca contra su propia población. Un Estado que hace la guerra contra su propia población -por no hablar de sus componentes más débiles como son los niños o los ancianos- pierde por ello mismo la soberanía interior: deja de ser un Estado, pues devuelve la sociedad al estado de naturaleza. Tal es al menos la doctrina clásica. Ciertamente, el propio Carl Schmitt, al prostituirse al régimen nazi tuvo que introducir nefastos cambios en esta doctrina, liquidando su coherencia, al considerar que la guerra de clases o la guerra contra una guerrilla admitían una importación al interior del Estado del nivel de violencia aplicable hacia el exterior, además sin las restricciones que rigen cuando se combate a un "enemigo justo", esto es, a otro Estado. Estas inconsecuencias no tienen sin embargo que ver con el concepto jurídico del enemigo, sino que obedecen a su contaminación en el clima del nacionalsocialismo por el planteamiento biopolítico de la teoría racial. Para la biopolítica y el racismo existe un "enemigo interior", para la teoría política clásica de la soberanía esto es por definición un imposible.
Un heredero legítimo a la vez que crítico interno de esta teoría clásica del Estado que se forja en los siglos XVI y XVII, Baruch Spinoza, se esforzó, siguiendo en ello a Maquiavelo, por dar una base material a la soberanía, más allá de sus supuestos jurídicos, en darle un fundamento en la dinámica de los cuerpos y del deseo de la multitud. Para Spinoza, la paz es el resultado de la obediencia al mandato del soberano, el cual expresa el decreto común de una comunidad política. La obediencia puede, sin embargo, obtenerse de muy diversas maneras: por el simple temor al castigo acompañado siempre de la esperanza de evitar el castigo o por la adhesión interna del súbdito. No es lo mismo obedecer para el sabio que conoce las ventajas de la vida en común y de la paz social que para el hombre pasional que sólo busca su propio interés en una feroz competición con los demás e ignora la existencia de lo común. En ambos casos, subsiste el Estado: en el primero, es débil y frágil. Débil pues no puede contar con la aquiescencia activa de los súbditos, que sólo obedecen por evitar un mal y se ven conducidos por pasiones tristes que limitan su capacidad de actuar tanto en su interés propio como en el del conjunto de la comunidad política. Frágil también, pues es poco capaz de adaptarse a las transformaciones y sucumbe en lugar de renovarse ante cualquier cambio importante del humor de la multitud, ante cualquier forma algo radical de antagonismo interno. Tal es el caso de los grandes imperios que se hunden de la noche a la mañana al no poder plegarse a las nuevas circunstancias. Ya hemos visto caer algunos que parecían imponentes. Veremos caer otros.
El actual régimen español, heredero del Estado franquista del 18 de julio y de la enorme acumulación de terror que sirvió a aquél de fundamento, es incapaz de incorporar adecuadamente a la multitud a un orden político y social productivo. Su transformación en Estado neoliberal a la vez autoritario en lo político (lo hemos denominado en otros textos de este blog "democracia antiterrorista") y tolerante en materia de costumbres no bastó para dotarlo de una base social movida esencialmente por otra pasión que el terror originario transformado en "respeto por las instituciones", por el "Estado de derecho", etc. El Estado español, hasta ahora ha sido poco capaz de aceptar en su seno formas de antagonismo social radicales sin blandir la amenaza de la violencia contra la población. El periodo comprendido entre el 15 de mayo de 2011 y los primeros meses de gobierno del PP fue sólo un breve paréntesis antes de que la brutalidad habitual de régimen volviera a sus sendas habituales en el brutal escarmiento que quisieron dar a toda la población a través de los cuerpos magullados de los chavales y chavalas del Luis Vives. Y, sin embargo, la fuerza productiva de una multitud activa, formada, despierta e inteligente (el nivel de debate del 15M fue siempre muy superior al del Parlamento) está ahí. El miedo no parece haber calado, a pesar de los sustos iniciales y de las arbitrarias detenciones, en la conciencia de estos adolescentes a quienes siempre se dijo que vivían en una democracia y decidieron tomarse esta afirmación al pie de la letra. Lo que descubrieron, sin embargo es que ese Estado "democrático" estaba en guerra...contra ellos y contra buena parte de su población.
El Estado español no es ni muchos menos el único que sigue esta política brutal contra sus ciudadanos, pero gracias a sus genes franquistas, parece particularmente bien adaptado para practicar la "acumulación por desposesión" neoliberal. La guerra que hace el Estado a la población en nombre del capital y de su sector hegemónico, el capital financiero, tiene como principales objetivos a los jóvenes y a los ancianos, pero no perdona a casi ninguna categoría de la población. Los jóvenes sufren muy en particular la hipoteca sobre sus vidas que supone el endeudamiento financiero masivo tanto público como privado. El capital productivo compraba medios de producción, incluida la fuerza de trabajo, para obtener un beneficio a corto o medio plazo. El capital financiero compra el tiempo y las vidas de las personas, les impone su norma, obligándolas a un pago permanente y sin límites de los intereses y el principal de una deuda sin fin. Por eso, aunque el capital financiero pueda considerar como su enemigo al conjunto de la sociedad cuyo presente coloniza, los jóvenes son su "enemigo" por excelencia, pues encarnan de manera emblemática el futuro que las finanzas ya se han apropiado.