(El jubileo, la fiesta judía del perdón de las deudas se inauguraba al son del "shofar", este instrumento hecho con un cuerno de carnero) |
"¡Mirad lo que me habéis hecho, me lo habéis quitado todo!" Esto es lo que gritaba hace unos días una mujer cuando, en una sucursalbancaria se prendió fuego con gasolina. Cuentan los periódicos que es una persona de 47 años, con tres hijos y amenazada de desahucio. Ada Colau, la representante más célebre de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) afirmaba en el Congreso, en una de esas raras veces en que dentro de esa cámara de resonancia del poder se ha oido una verdad, que el representante de la banca que intervino antes que ella para oponerse a la dación en pago y al conjunto de la iniciativa legislativa popular (ILP) promovida por la PAH era un "criminal".
Los desahucios son
actos de violencia extrema. La persona desahuciada, expulsada de su
vivienda queda por ese mismo acto expulsada de la sociedad normal,
marginada, en los términos precisos de Ada Colau, condenada a la
"muerte civil". No olvidemos que la muerte civil, la
incapacidad para tener una vida social y una vida pública coincidía
en la antigüedad con el estatuto de los esclavos. Ahora bien, el
esclavo es quien debe a alguien su vida y con su vida entera debe
pagar su deuda. No muy alejado del estatuto antiguo del esclavo está
el del moderno desahuciado quien no solo pierde su vivienda, sino que
sigue teniendo -a pesar de su carencia de recursos- una deuda
impagable con el banco. Alguien a quien se lo han quitado todo se
convierte automáticamente en esclavo. La muerte civil propia del
esclavo es ese periodo de tiempo anterior a la muerte física en el
que ya no se está propiamente vivo, puesto que la potencia y el
deseo propios se encuentran casi extinguidos, oprimidos por un poder
exterior.
Algunos
no lo aceptan y se rebelan. Esa rebelión puede tomar dos formas: una
forma abstracta e individual en la que se considera que está todo
perdido y una forma concreta que apela a la potencia de lo colectivo,
a la potencia de la indignación. Ambas formas son perfectamente
respetables y constituyen afirmaciones de la dignidad. El suicidio
es, ciertamente, como afirma Spinoza el resultado de la acción de
una causa exterior, pues no hay nada en la esencia de una cosa que
tienda a destruirla. La proposición 4 de la parte III de la
Ética afirma sin matices: « Nulla
res nisi a causa externa potest destrui » (« Ninguna
cosa puede ser destruida sino por una causa exterior »).
Todo suicidio está pues precedido por un asesinato, por una
transformación de la esencia del individuo por una causa exterior
que lo destruye desde el interior, como un cáncer o una enfermedad
autoinmune, pero también, bajo la forma fenomenológica del suicidio
puede incluirse la elección de la muerte como "mal menor",
en cuyo caso, la propia muerte es una afirmación de la vida, una
forma extrema de perseverar en su propio deseo. "Así pues,-nos
dice Spinoza en Etica IV, proposición XX, escolio- nadie deja de
apetecer su utilidad, o sea, la conservación de su ser, como no sea
vencido por causas exteriores y contrarias a su naturaleza. Y así,
nadie tiene aversión a los alimentos, ni se da muerte, en virtud de
la necesidad de su naturaleza, sino compelido por causas exteriores;
ello puede suceder de muchas maneras: uno se da muerte obligado por
otro, que le desvía la mano en la que lleva casualmente una espada,
forzándole a dirigir el arma contra su corazón; otro, obligado por
el mandato de un tirano a abrirse las venas, como Séneca, esto es,
deseando evitar un mal mayor por medio de otro menor; otro, en fin,
porque causas exteriores ocultas disponen su imaginación y afectan
su cuerpo de tal modo que éste se reviste de una nueva naturaleza,
contraria a la que antes tenía, y cuya idea no puede darse en el
alma (por la Proposición 10 de la Parte III). Pero que el hombre se
esfuerce, por la necesidad de su naturaleza, en no existir, o en
cambiar su forma por otra, es tan imposible como que de la nada se
produzca algo, según todo el mundo puede ver a poco que medite."
El suicidio es así, siempre el resultado de una "muerte sin
cadáver previa" o del encuentro del individuo con una fuerza
exterior destructiva e invencible. Un "encuentro" de este
tipo explica el sucidio de Séneca, pero también el de los
insurrectos del Gueto de Varsovia, tal vez también muchos de los
suicidios que están ocurriendo últimamente en territorio español.
Aunque a veces, la única manera de conservar su propia dignidad sea
suicidarse, existe a menudo la posibilidad de rebelarse junto a
otros, de reconocer el mal que sufrimos en otros. Es lo que se llama
indignación. La indignación es una tristeza, pero una tristeza que
saca a la superficie el nexo social, la solidaridad, la comunidad, y
puede incluso dar lugar a una potenciación del individuo cuando este
es capaz de constituir con otros y frente a un poder hostil una nueva
realidad que haga posible vivir.
Hoy es indispensable
restablecer, o incluso crear sobre una nueva base mucho más sólida,
las condiciones sociales que hagan posible la vida. Si volvemos sobre
la frase con que empezamos estas reflexiones: "¡Mirad
lo que me habéis hecho, me lo habéis quitado todo!", podemos
sacar ya unas primeras conclusiones a partir de ella. Creo que es el
mejor homenaje y la mejor muestra de respeto que podemos rendir a la
persona que, envuelta en dolor y fuego, las pronunció. En primer
lugar, señala a los criminales que la condujeron a ese acto de
autodestrucción, nombrándolos como los verdaderos responsables de
su desgracia. En segundo lugar, y esto es lo más importante, explica
que su desdicha consiste en que "se lo han quitado todo".
Esto es decisivo y obliga a una reflexión. No en todas las
sociedades es posible quitárselo "todo" a alguien como lo
es en la « nuestra ». La mayoría de las sociedades
humanas que han conocido el crédito y la moneda basada en el crédito
han tenido también instituciones que perdonaban las deudas. El
"perdónanos nuestras deudas" del Padre Nuestro cristiano
evoca la antigua institución hebrea del jubileo en la cual se
restituían sus tierras cada 50 años a los campesinos expropiados
por impago de sus deudas y a sus familias. Declara así el Levítico
25.10 : « Y
santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la
tierra a todos sus moradores; ese año os será de jubileo, y
volveréis cada uno a vuestra posesión, y cada cual volverá a su
familia. » Existían tanto en el antiguo Israel
como en las sociedades del creciente fértil desde la más remota
antigüedad normas que establecían el perdón de las deudas dentro
de la propia comunidad. Tanto entonces como ahora, una deuda
unilateral infinita conduce a la esclavitud y a la muerte civil y
ninguna sociedad, ni siquiera una sociedad esclavista, puede reducir
a la mayoría de su población a la esclavitud.
La deuda es un tipo
de relación social basada en algo tan poco "natural" como
el intercambio de bienes y valores. La deuda se basa en una promesa
de pago en el futuro que la distingue de las demás transacciones en
las cuales el pago acompaña al cambio de propiedad de un bien. Esto,
que nos parece tan evidente a los habitantes de una sociedad
compuesta de individuos que intercambian mercancías, es, sin
embargo, el tipo mismo de relación que las sociedades primitivas
-descritas por una larga de serie de antropólogos desde Clastre
hasta David Graeber- reservan exclusivamente a los enemigos. Con la
gente de la propia comunidad, se comparte la riqueza, con el enemigo,
se comercia, incluso se comercia con su propia persona
esclavizándolo, pues la esclavitud, como bien sabía John Locke se
basa en una deuda infinita e impagable. Sólo podemos comerciar con
quienes podemos también matar o esclavizar. De ahí la gran cantidad
de límites puestos a las relaciones comerciales en las sociedades no
capitalistas: en todas ellas se trataba de que nadie pudiera
"perderlo todo".
El capitalismo es la
única sociedad basada en la relación comercial generalizada,
aquella en la que, como decía Marx en los Grundrisse, el hombre
"lleva sus relaciones sociales en el bolosillo", pues casi
todas ellas dependen del dinero. Esto conduce, naturalmente al estado
de guerra pemanente, de hostilidad generalizada entre los individuos
que percibimos a diario. La relación que otras sociedades humanas
consideraban tan violenta y tan reservada al trato con enemigos como
la propia guerra se ha interiorizado en el capitalismo con efectos
nefastos sobre la sociedad. En las sociedades capitalistas que se han
"liberado" de toda barrera política o moral como las
neoliberales, la relación social es sumamente tenue y precaria. Las
sociedades se sostienen en la medida en que conservan una base
mínima, ontológica, antropológica, de cooperación directa entre
los individuos, al margen de las relaciones propiamente capitalistas.
Cornelius Castoriadis insistió muchas veces en que es imposible que
una sociedad basada en el mercado o en la jerarquía de fábrica, o
en el control estatal, es decir una sociedad atomizada, pueda
funcionar, si no intervienen otras dinámicas de cooperación. Puede
parecer una paradoja, pero el capitalismo, para funcionar, presupone
el comunismo: el comunismo del lenguaje al que Marx se refiere con
frecuencia, el de la cooperación, el del conocimiento, el de los
afectos, etc. Todo ese denso tejido de relaciones que el capital y
sus dos instituciones fundamentales, el mercado y el Estado son
incapaces de poner por sí mismas y que deben explotar, vampirizar,
para poder funcionar.
Hoy el capital está
poniendo en peligro esa base comunista mínima con la que tiene, sin
embargo que convivir si quiere sobrevivir, intentando someterla a la
ley del mercado y de la propiedad, haciendo de los comunes
cognitivos, afectivos, incluso lingüísticos, formas aberrantes de
mercancía no caracterizadas como cosas, sino como acceso a "formas
de vida". El capital, lo que intenta vendernos hoy para
valorizarse son nuestras propias vidas expropiadas/apropiadas. El
problema es que la relación de propiedad conviene muy mal a los
comunes: es difícil apropiárselos, pues no son cosas sino
relaciones. Los comunes no nos pertenecen, más bien pertenecemos
nosotros a ellos. De ahí el intento desesperado de asirlos mediante
la más sutil de las relaciones, la que se basa no ya en el tiempo
presente o en el pasado como la relación que se expresa en el
valor-trabajo, sino en el futuro y en la extensión total de nuestras
vidas, la relación de endeudamiento, la relación financiera. El
espacio de la explotación se convierte en un espacio ilimitado, en
un universo infinito, pero por eso mismo, es incontrolable, por eso
mismo se convierte en un espacio de resistencia como fue la inmensa
estepa rusa para las tropas de Napoleón o de Hitler.
Hoy mismo Mariano
Rajoy intenta convencer a los ya convencidos de que es capaz de
gobernar una crisis que ya se ha hecho inseparable del propio
sistema. Propone como receta los
"minijobs", que la Señora Merkel ya ha puesto en práctica
en Alemania, esos puestos de trabajo ultraprecarios, sin derechos, y
con remuneraciones muy inferiores a lo necesario para reproducir la
fuerza de trabajo. Se trata de una medida más en el camino de la
introducción tendencial, asintótica, de una nueva forma de
esclavismo en la que se mantiene la libertad formal del trabajador,
pero se estrecha al mínimo su capacidad de negociación. Cuando la
curva de la variante salario alcance el valor cero y la curva del
tiempo de trabajo tienda a infinito, habremos llegado a un
restablecimiento del esclavismo. Lo que pasa es que esto no puede
ocurrir del todo en el marco de un régimen que necesita imponer
políticamente la ley del valor como fundamento de un régimen
jurídico basado en la propiedad como el que hoy conocemos. El valor
ya no se determina en tiempo de trabajo, sino mediante convenciones
financieras basadas en apuestas sobre el valor que se producirá en
el futuro, pero al mismo tiempo, el Estado mantiene incólume un
entramado jurídico basado en la relación entre valor y trabajo,
imponiendo sus efectos mediante la violencia.
Para
evitar el nuevo esclavismo, es necesario disociar valor y trabajo,
pero de otra manera, haciendo que los ingresos, el reparto del valor
producido, se independicen del trabajo asalariado y de sus formas,
practicando una disociación no orientada al neoesclavismo sino al
comunismo, al acceso generalizado y libre a la riqueza común. No
tiene sentido aceptar que esa disociación sólo valga para el 1% que
ya la practica cobrando sobres y demás prebendas y no para el resto.
El 1% ya vive en el comunismo del capital, tenemos que aprender a
hacer que las relaciones comunistas se extiendan al conjunto de la
sociedad. Hoy como en la época de Marx, sigue siendo válida la
divisa saint-simoniana hábilmente desviada (détournée,
dirían los situacionistas...) por el Moro: "De cada cual según
sus capacidades a cada cual según sus necesidades". Si queremos
que no puedan "quitárnoslo todo", tenemos que garantizar
la existencia de bienes y recursos comunes inalienables. No basta
para ello que sean de titularidad estatal, pues los Estados pueden
comportarse como cualquier propietario y privatizarlos (es lo que
están haciendo): es necesario que los bienes comunes estén
inscritos en la constitución, tanto en la constitución material
como elementos fundamentales de las relaciones características de un
modo de producción comunista que no tiene nada que ver con los
socialismos de Estado, como en la constitución formal que debe
establecer las instituciones políticas y las leyes de un mundo libre
más allá de la propiedad. El comunismo hoy no es ninguna utopía,
sino una ncesidad vital para las sociedades y los individuos.