|
Thomas Müntzer (1489-1525) |
Unión Europea:
¿imposible o reaccionaria?
(Guión de mi charla del 18 de octubre de 2013 en el ciclo de formación de Izquierda Castellana de Móstoles)
1.
Lo primero que
tenemos que dejar claro es que Europa existe como realidad histórica.
Europa es una realidad más antigua y, en todos los órdenes,
anterior a los Estados nación. Europa existía antes de ellos,
siguió existiendo durante el período del Estado nación y lo sigue
haciendo después del eclipse relativo del Estado nación que hoy
vivimos. Los Estados nación, cuya existencia aún hoy nos parece una
evidencia, estructuran el orden Europeo tan solo desde el siglo XVII.
En su forma actual son el resultado del auge de las monarquías
absolutas que vinieron a poner fin a esa auténtica primera guerra
civil europea que supusieron las guerras de religión. Antes de esto,
Europa tenía otro aspecto: un conjunto de poderes feudales con
complejísimas relaciones entre sí, unificado en lo ideológico y en
las prácticas religiosas por una Iglesia universal que justificaba y
regulaba estas relaciones considerándolas como parte de un plan
divino de salvación. Las guerras de religión rompieron la unidad
ideológica de la cristiandad europea al cuestionar el magisterio de
la Iglesia. Esta ruptura en lo ideológico coincidió con una ruptura
social, pues el mensaje de la Reforma fue recibido entre los sectores
populares como un mensaje de liberación. La reforma y las guerras de
religión que la siguen de cerca fueron ya una muestra muy clara del
carácter profundamente conflictivo que tiene el espacio europeo
cuando lo atraviesa la lucha de clases, de la existencia del espacio
europeo como terreno de lucha social, pues las guerras campesinas se
extendieron por un amplísimo territorio que va de Bohemia a Alsacia,
conociendo focos insurreccionales más al sur y al oeste. La Reforma
extendió por primera vez entre los poderosos de toda Europa el miedo
a una revolución social. Las sectas que llevaban en sus banderas el
lema Omnia sunt communia como
los secuaces de Thomas Muntzer sembraron en las clases dominantes de
la época un terror sin precedentes que obligó a los propios
dirigentes de la Reforma, Lutero y Calvino, a definir sus posiciones
en favor de las clases dominantes y a los países menos afectados por
la Reforma a poner en marcha mecanismos represivos que la
contuvieran.
A
las guerras de los campesinos vienen a añadirse las guerras de los
príncipes y de los distintos sectores nobiliarios, las denominadas
“guerras de religión”, para configurar un clima generalizado de
guerra civil que pone en peligro la dominación de las clases
dominantes. El Estado absolutista se forma como dispositivo de
neutralización de la fractura ideológica y social abierta por la
crisis de la Reforma, unificando bajo la forma Estado soberano
distintos aparatos de sujeción (escuela, religión, familia,
hospicios, hospitales, etc.) y represivos (ejército y demás
cuerpos militares, inquisición etc.) En cada uno de los Estados
absolutistas queda el aparato religioso integrado al aparato de
Estado de manera directa o indirecta y, desde el punto de vista de la
violencia social, esta se convierte en el monopolio del Estado. Las
guerras privadas que habían caracterizado la época feudal y que se
exacerbaron al romperse la unidad ideológica de la cristiandad,
quedan suprimidas en el nuevo Estado que ostenta el monopolio de la
guerra y de lo que Weber denomina en una involuntaria tautología “la
violencia legítima”. La ideología que secretan estos aparatos es
así profundamente hostil a la Respublica Christiana
Europaea que prevaleció desde
el final de la Antigüedad entre los distintos pueblos europeos. La
cristiandad como identidad común de una civilización está rota,
pero no está rota entre sus distintos pueblos, sino entre sus
Estados.
2.
Estos
Estados, que ya no comparten una legitimación ideológica superior
en la religión común, establecen un equilibrio entre ellos que
conduce a los distintos « conciertos europeos », que han
marcado la historia moderna de Europa desde la Paz de Westphalia
(1648) a la Unión Europea. En este marco de equilibrio, las clases
dominantes no pueden impedir la guerra entre los distintos Estados,
pero sí que pueden y deben imponer una disciplina a la guerra,
impedir que se convierta en guerra de exterminio. La guerra de
exterminio no desaparece como tal, pero queda relegada más allá del
continente europeo a la zona del mundo delimitada por las « líneas
de amistad » : más acá de ellas, en Europa, hay límites
y reglas, más allá, se está en el mare liberum
(Hugo Grocio) donde no se aplica ninguna norma ni existe derecho
alguno, o en tierra de infieles. Hasta la Primera Guerra Mundial, la
guerra ideológica que permite el exterminio del enemigo quedó
olvidada en Europa y, sobre todo, la revolución social quedó
eficazmente contenida. La Primera Guerra Mundial, como advierten
historiadores como Hobsbawn o testigos de época como Freud o Lenin,
fue la línea divisoria de una nueva época: el principio efectivo
del Siglo XX. No hay comparación posible entre los miles de soldados
que participaron en la batalla de Waterloo y los millones desplegados
en los frentes de la guerra del 14, tampoco hay comparación en el
número de víctimas. Y es que se había pasado imperceptiblemente de
un tipo de guerra a otro : de una guerra limitada entre
potencias dentro de un sistema europeo a una guerra ideológica en
nombre de la democracia y de la humanidad entre las potencias
centrales y la coalición anglofrancesa, pero también de la
movilización limitada a ejércitos profesionales a una movilización
general que integraba a la clase obrera como carne de cañón en el
esfuerzo de guerra, tras haberla convertido durante varias
generaciones en carne de explotación. Estos dos hechos determinarán
un reinicio de la guerra civil europea, pues pondrán en entredicho
el viejo y sólido orden cimentado en torno a los Estados nación.
Como se sabe, esta ruptura del equilibrio secular entre los Estados
nación permitió de nuevo que la guerra civil y la revolución
ocuparan el espacio europeo, permitió esa inesperada materialización
del fantasma del comunismo que tuvo lugar en octubre de 1917 en los
márgenes de Europa.
Antes de 1917, no
habían faltado los signos amenazadores para el orden que hemos
descrito. Ya la revolución francesa supuso desde el principio un
germen de revolución europea, pues la Convención y el Gran Ejército
sabían que solo se salvaría la revolución en Francia derrotando
definitivamente a las monarquías en toda Europa. Aunque Napoleón
intentó ser un monarca revolucionario, este equilibrio precario
entre dos caracteres contradictorios duró poco y la Santa Alianza
restableció el viejo orden de los Estados tanto dentro como fuera de
Francia. Después vinieron los distintos intentos revolucionarios,
1821, 1848, la Comuna de París. La revolución no se daba por
vencida, pero se había convertido en un fantasma : el
« fantasma del comunismo » que, como sostienen Marx y
Engels en el Manifiesto, « recorre Europa ». Sin embargo,
los Estados europeos pudieron evitar la materialización del fantasma
durante más de un siglo, desde la revolución francesa hasta el 17.
Lo contuvieron en el recipiente que se había construido
cuidadosamente para él : el Estado nación, hasta que se escapó
y se puso de nuevo a « recorrer Europa », no ya como
ectoplasma sino como oleada revolucionaria.
3.
La historia de la
crisis del Estado nación y del concierto de Estados nación que
estructuró Europa hasta la Primera Guerra Mundial está
estrechamente vinculada a la de las luchas de clases. La
« nacionalización » del proletariado que operan la
« movilización total » de 1914 y posteriormente los
regímenes fascistas es un medio extremo de contención de un poder
proletario que ha ido creciendo bajo distintos tipos de organización
en toda Europa. Pocas décadas antes de la Primera Guerra Mundial,
anarcosindicalistas como Émile Pouget o socialdemócratas como
Jaurès se plantean muy seriamente una salida del capitalismo,
mediante la huelga general revolucionaria o mediante una mayoría
parlamentaria y un gobierno. En Alemania y en Austria, las
organizaciones obreras van desarrollando también una organización
de clase poderosa. El peligro de que todos estos focos potenciales de
poder de clase se conecten a escala europea es real. La burguesía se
ve así ante la tarea necesaria, pero también imposible, de someter
este poder al marco del Estado nación y lo hace mediante la
extensión del sufragio y la movilización militar. Al margen del
arreglo de cuentas entre burguesías imperialistas que dio lugar al
conflicto, la Primera Guerra Mundial fue un intento catastrófico de
incluir al proletariado en el Estado. Intento catastrófico, porque
la guerra de masas se convirtió también en guerra total y los
millones de muertos durante los cuatro años de guerra marcaron el
fin definitivo de la guerra limitada, pero también de la posibilidad
de mantener en Europa un sistema de Estados nación capaz de contener
la revolución. La Primera Guerra Mundial, vista desde el punto de
vista del « tiempo largo » de la historia del Estado
nación, viene a cerrar un periodo abierto en la Paz de Westphalia y
que solo se cerrará con el fin de la Segunda Guerra Mundial,
mediante el desplazamiento del equilibrio entre Estados europeos
hacia un equilibrio mundial entre bloques. El objetivo de controlar a
las clases subalternas tiene así que dotarse de otros medios: estos
serán la aceptación por la burguesía de la democracia de masas y
la concomitante ampliación del espacio del Estado liberal a la
escala europea.
La liquidación del
concierto europeo de Estados por la Guerra Civil Europea
provisionalmente cerrada por la Guerra Fría abre un nuevo periodo.
La revolución ya no se extiende por Europa. Los tanques del Ejército
Rojo han ampliado la zona de influencia de la URSS a la Europa del
Este, pero, como siempre recordó Stalin, « en las democracias
populares, ya no era necesaria la dictadura del proletariado. »
Esto significa que el protagonismo de la transformación social, como
en la URSS del « Estado de todo el pueblo » escapaba
enteramente a las clases populares y era asumido por una serie de
burocracias cooptadas por el régimen soviético. A pesar de los
cambios jurídicos en el régimen de la propiedad, es difícil hablar
en estos países de « revolución », a menos que se
aplique el concepto gramsciano de « revolución pasiva ».
En el Oeste, en cambio, el consenso se establecerá sobre dos niveles
que se sitúan más acá y más allá del Estado nación soberano :
la economía de mercado y la construcción europea. Ambos consensos
constituyen una nueva forma de normalización y de control de las
clases populares, de contención de la revolución. Lo importante es
que el primer nivel, el consenso protoneoliberal sobre la economía
de mercado es la base de un tipo peculiar de construcción europea
que caracterizaremos como estatal y oligárquica y cuya función es
contener la resistencia social y la democracia a escala del
continente.
4.
Empecemos con una
cita de un gran europeista e internacionalista, Vladimir Illich
Ulianov quien, en un texto de intervención política de 1915
titulado La consigna de los Estados Unidos de Europa,
afirmaba : « Pero
si la consigna de los Estados Unidos republicanos de Europa, que se
liga al derrocamiento revolucionario de las tres monarquías más
reaccionarias de Europa, encabezadas por la rusa, es absolutamente
invulnerable como consigna política, queda aún la importantísima
cuestión del contenido y la significación económicos de esta
consigna. Desde el punto de vista de las condiciones económicas del
imperialismo, es decir, de la exportación de capitales y del reparto
del mundo por las potencias coloniales "avanzadas" y
"civilizadas", los Estados Unidos de Europa, bajo el
capitalismo son imposibles o son reaccionarios. »
Los Estados Unidos
de Europa, un siglo después, siguen sin existir, pero la burguesía
europea no ha considerado que su carácter « imposible »
y su naturaleza « reaccionaria » fueran incompatibles,
sino que los fundieron en una imposibilidad política
profundamente reaccionaria. Obviamente, dentro de un marco
capitalista, la idea de que el núcleo originario y el centro
histórico del capitalismo que constituye Europa pudiera ser
gestionado democráticamente en el marco de una República federal,
constituye un imposible. Esto equivaldría a permitir a las mayorías
sociales un control sobre el espacio geográfico efectivo de le
economía, que ya incluso antes de constituirse la Comunidad
Económica Europea, había dejado de ser un espacio nacional. Europa
se constituirá por este motivo sobre el principio del mercado y no
sobre un principio democrático, federal y republicano. El proceso
que habrá de desembocar en la Europa actual se inicia justo después
de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y se encuentra
directamente asociado con el Plan Marshall, el gran plan de
inversiones por el cual los EEUU pretenden relanzar una economía
europea cuyas bases habían quedado destruidas por la guerra. Los
Estados Unidos necesitan urgentemente reconstruir Europa con tres
objetivos : 1) recuperar la deuda de guerra acumulada por los
países europeos, 2) recuperar un mercado europeo para sus
exportaciones, 3) contener mediante la prosperidad económica la
expansión del socialismo tanto desde fuera (por la amenaza
soviética) como desde dentro (por la exacerbación de la lucha de
clases en el momento postbélico).
Por
mucho que hoy se nos diga que la unidad europea tuvo por objetivo la
paz, la prosperidad y el desarrollo de un modelo social democrático,
la realidad es en buena medida distinta. El primer medio de que se
vale la unificación europea es el mercado y el objetivo principal es
que este predominio del mercado entendido como factor de prosperidad
acalle las reivindicaciones del movimiento obrero. El Plan Marshall
irá así acompañado de toda una serie de propuestas de carácter
institucional orientadas a la coordinación de las economías
europeas y la creación de mercados comunes. Como se sabe, la primera
de las instituciones surgidas de esta inspiración es la CECA, la
Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951). Con ella se trata
de unificar los mercados del carbón y de la siderurgia de Francia y
Alemania, los dos grandes Estados continentales rivales en la Segunda
Guerra Mundial y de conseguir que gestionasen en común estos dos
sectores militarmente estratégicos. Según su inspirador, Robert
Schumann, se trataba de “hacer que la guerra no solo fuese
impensable sino materialmente imposible”. El objetivo declarado
era que “la producción de carbón y de acero en su totalidad se
coloque bajo una Alta Autoridad, en la estructura de una organización
abierta a la participación de los demás países de Europa”. De
este modo, se salvaguardaban las perspectivas de paz y se creaba un
mercado común en el cual en interés común de las partes contribuía
a superar las rivalidades. El modelo del
« dulce comercio » no solo es un modelo económico, sino
intrínsecamente una estrategia política, la única estrategia
política que permite al Estado nación salir de sus propios límites,
sin por ello desaparecer. Y es que,
contrariamente a cuanto suele afirmarse, el liberalismo y, muy en
particular, su variante contemporánea, el neoliberalismo, no está
en absoluto reñido con el Estado y aún menos con un Estado nación
que necesita vitalmente para llevar a cabo su programa. La mala
sorpresa de 1918, seguida por los momentos de fuerte tensión de la
lucha de clases que vivió Europa en los años 20 y 30 fue la muestra
patente de la incapacidad del viejo liberalismo centrado en el Estado
nación para contener el desastre. Desde los años 20, el modelo
liberal basado en un Estado nación no intervencionista en materia
económica y una total libertad del capital financiero recibe fuertes
críticas de la izquierda socialdemócrata y comunista, pero también
del fascismo, que proponen fórmulas antiliberales de regreso a un
control estatal de la economía. Existe, sin embargo otro tipo de
crítica del viejo liberalismo, la formulada por los neoliberales. Se
suele creer que el neoliberalismo es un fenómeno reciente, de los
últimos veinte o treinta años, pero las obras de sus fundadores
austríacos y alemanes datan de los años 20. El neoliberalismo se
distingue del liberalismo clásico en su reconocimiento compartido
con los críticos estatalistas del liberalismo de que la buena marcha
de una economía de mercado requiere una fuerte intervención
estatal. Ahora bien, esta intervención no tiene por objetivo
sustituir al mercado por el Estado, sino hacer que se den las
condiciones óptimas para el buen funcionamiento del mercado. Se
trataría de limpiar el terreno para que en condiciones de
competencia « libre y no falseada » -según la
terminología del Tratado de Lisboa, que es la que Hayek utilizaba ya
en los años 30- los distintos agentes económicos realizasen sus
transacciones sin impedimentos, lo cual redundaría en el bien común.
El texto fundador de la Comunidad Económica Europea, el Tratado de
Roma (1957), menciona entre los medios para el logro de estos fines:
“un régimen que garantice que la competencia no será
falseada en el mercado interior”. La competencia, el libre mercado,
se convierte así en el medio fundamental para el logro de un fin
político.
5.
Este planteamiento
será el que conducirá a la creación de las Comunidades Europeas
-tras la creación de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad
Europea de la Energía Atómica (Euratom)- pero antes habrá servido
de base a uno de los principales acontecimientos políticos del siglo
XX europeo : la constitución de la República Federal Alemana,
como auténtico laboratorio político y social de las tesis de la
variante alemana del neoliberalismo, el ordoliberalismo. La creación
de la República Federal Alemana es el resultado de un proceso
complejo de refundación de un Estado alemán a partir de las zonas
de ocupación occidentales de Alemania. Alemania era un país
destruido, ocupado y dividido, sin personalidad estatal. Para
convertirse en sujeto de derecho internacional, tenía que refundarse
como Estado. Sin embargo, esta refundación era harto problemática.
No podía basarse ni en la nación ni en ningún rasgo de identidad
cultural, tras la exaltación genocida de esta que realizó el
nacional-socialismo, ni tampoco en la historia inmediata, pues no
había continuidad política que reivindicar. El entorno de Adenauer,
el político democristiano que protagonizó la creación del nuevo
Estado propuso fundarlo en un consenso básico: la aceptación del
libre mercado como base de la prosperidad económica. Un libre
mercado, sin embargo, que no será un retorno al liberalismo antiguo,
pues para instituirse necesita crear un Estado. La creación de la
República Federal es así un fenómeno que contradice abiertamente
el antiestatismo liberal clásico y exhibe de manera patente el nuevo
planteamiento neoliberal. El Estado debe ser garante del mercado y de
la libre competencia, pero estos son a la vez la base de legitimidad
del Estado. El nuevo ordenamiento social y político de la RFA se
basa en la “economía social de mercado”, una combinación de la
más amplia libertad de mercado con la creación de un marco de
relaciones sociales no conflictivo con una fuerte intervención
estatal en ambos aspectos. En este marco, la fuerte inyección de
capitales americanos del plan Marshall, unida a las reformas
monetarias del ministro de finanzas Ludwig Erhard producen el
“milagro alemán”.
El experimento
alemán fue extendido a nivel de seis Estados de Europa occidental
constituyéndose así en 1957 la Comunidad Económica Europea. Sus
objetivos y principios coinciden con los de la RFA, su fundamento
político en la articulación entre Estado y mercado, también:
“La comunidad
-afirma el artículo 2 del Tratado de Roma- tendrá por misión
promover, mediante el establecimiento de un mercado común y la
progresiva aproximación de las políticas económicas de los Estados
miembros un desarrollo armonioso de las actividades económicas en el
conjunto de la Comunidad, una expansión continua y equilibrada, una
estabilidad creciente, una elevación acelerada del nivel de vida y
relaciones más estrechas entre los Estados que la integran.”
La diferencia entre
la RFA y la Comunidad Económica Europea es que esta, si bien
promueve la libertad económica, no crea para ello un nuevo Estado
cuya razón de ser sea fundamentalmente la defensa del libre mercado.
La Comunidad se constituye a partir de Estados ya existentes y no
crea ningún nuevo Estado. Ni en el momento de su creación en 1957,
ni hoy la construcción europea ha producido una entidad política
federal. Por mucho que se hable de cesión, de transferencia o de
abandono de competencias por parte de los Estados miembros hacia la
instancia europea, es un error concebir la construcción europea
según esta lógica, que sería la de una construcción confederal o
tendencialmente federal. Sin embargo, esto supone la existencia de
una instancia central soberana, que no solo tiene competencias
compartidas, sino incluso, lo que es más decisivo, ese atributo de
la soberanía que es la competencia de tener competencias, o
competencia general. La competencia general era en 1957 -y es hoy en
2013- un atributo de los Estados miembros. Son ellos los que pueden
conservar o delegar competencias e incluso, teóricamente,
recuperarlas. La instancia europea solo tiene una competencia
delegada, que no constituye en modo alguno una transferencia de
soberanía, pues la soberanía no son las competencias, sino la
competencia sobre las competencias.
6.
Esta sorprendente
realidad que constituye un poder negativo se entiende mejor cuando se
aprecia la función política de la construcción europea. De lo que
siempre se ha tratado, como recordaba Lenin en su texto de 1915 era
de que los Estados europeos “aplastasen en común el socialismo en
Europa”. Como afirma, en el mismo sentido W. Bonefeld: “la
creación de la comunidad europea se lee como una “contrarrevolución
preventiva” contra las mayorías democráticas, es decir contra
las clases obreras europeas”.
Cómo se organiza
una “contrarrevolución preventiva”? Puede afirmarse que el
liberalismo ha sido desde sus inicios una contrarrevolución
preventiva, en cuanto su fundamento es una neutralización del
espacio político en favor del predominio sobre la política de una
instancia “objetiva”, “natural” que denomina “economía”.
Como recuerda Foucault, el liberalismo es en un doble sentido un
“gobierno económico”: en un primer sentido lo es en cuanto
limita las funciones del gobierno, en otro, en cuanto esta limitación
se opera mediante una toma de conciencia de los límites que impone
la “economía”. De ahí que el buen gobernante sea el que no va
más allá de esos límites y, en la economía se comporta como en la
meteorología: reconociendo la necesidad de sus fenómenos. El arte
del gobierno se convierte así no en arte de la decisión sino de los
límites dictados por el conocimiento objetivo. El poder del soberano
no se basa así en un hacer, sino en un no hacer, en un mero saber.
El neoliberalismo
modificó este paradigma al reconocer que un mero “no hacer” en
un universo social donde la historia ha deformado la naturaleza tiene
nefastas consecuencias. Para los neoliberales es precisa una
intervención pública enérgica para que el mercado pueda funcionar
de manera autorregulada. La función del Estado es así negativa: se
trata de eliminar barreras a la circulación de los factores
productivos y de liberar sobre todo los movimientos del capital y de
sentar las condiciones de una “competencia libre y no falseada”.
Ahora bien, ya desde los años 30, uno de los principales teóricos
del neoliberalismo reconoció que uno de los medios más eficaces
para obtener este resultado es la constitución de estructuras
políticas federales. Afirmaba así en 1039, no sin cierta ironía
que “si el precio que debemos pagar por un gobierno democrático
internacional es una restricción del poder y del ámbito del
gobierno, no será ciertamente un precio muy elevado”.
Efectivamente, un gobierno democrático internacional con un
ordenamiento económico capitalista verá necesariamente reducido su
margen de actuación, pues el poder federal tendrá como función
principal impedir las interferencias políticas de los Estados en el
libre mercado: “la federación -prosigue Hayek- deberá poseer el
poder negativo de impedir a los distintos Estados interferir en la
actividad económica, aunque no tenga el poder positivo de actuar en
su lugar.” Si lo que unifica a pueblos de culturas, historias y
constituciones diversas es, en lo material, un mercado común,
ninguno de ellos aceptará que una instancia federal legisle en
materia económica en un sentido positivo: “como dentro de una
federación -concluye Hayek- estos poderes no se pueden dejar a los
Estados nación, resulta pues que una federación significa que
ninguno de los dos niveles de gobierno podrá disponer de los medios
de una planificación socialista de la vida económica”.
Hayek
es aquí profético, pues toda la arquitectura institucional de la UE
se basa en el principio de este gobierno negativo. Gobierno positivo
no existe, pues todas las competencias de la instancia europea son
delegadas y esta carece de soberanía. Desde el punto de vista
institucional esto produce una serie de cortocircuitos en el
entramado institucional clásico de las democracias: 1) el
parlamento, elegido conforme a 28 sistemas electorales distintos -lo
que da una idea de su representatividad- y con listas nacionales,
carece de iniciativa legislativa y de capacidad legislativa autónoma.
En otros términos, es un parlamento típico del Antiguo Régimen,
como el Parlamento de París antes del verano de 1789, 2) si el
legislativo no es legislador, la función legislativa corresponderá
a los ejecutivos nacionales cuyos representantes se reúnen en el
Consejo de la Unión Europea y la capacidad de iniciativa legislativa
corresponderá, según las materias a la Comisión Europea, órgano
sui generis que
propone textos legislativos y vela por su cumplimiento, o a los
Estados miembros.
Como en toda
situación política de excepción, los ejecutivos (nacionales)
disponen de la capacidad legislativa que comparten con el parlamento
en una amplia serie de materias. Ahora bien estos ejecutivos
nacionales no han sido en ningún momento elegidos como legisladores
de la instancia europea. Su poder, como ocurre muchas veces en
cuestiones de política exterior, se basa exclusivamente en una
prerrogativa soberana, pero no en una competencia estipulada por la
ley nacional. Lo que ocurre es que, en el marco de esa “excepción”
se produce más del 60% de la legislación que se aplica en los
Estados miembros y la gran mayoría de los textos económicos.
Ahora bien, esta
enorme masa legislativa no tiene por finalidad establecer un marco
positivo de actuación económica, sino fundamentalmente, garantizar
el correcto funcionamiento del mercado y de la competencia. De este
modo, el espacio europeo, más que por transferencias de soberanía,
se constituye por una autorreducción concertada de las competencias
nacionales en materia económica (así como en otros contextos como
la defensa que se confían en gran medida a instancias no solo
europeas como la OTAN). La economía justifica así la constitución
de un grupo de expertos supuestamente ajenos a la decisión política
que basan su poder en un saber sobre la economía. Por un lado, los
Estados siguen existiendo y siendo soberanos, pero por otros, el
saber sobre la economía y algunas instituciones que, como la
Comisión Europea, lo materializan, ocupa un espacio cada vez mayor,
que sofoca toda decisión política.
Como se puede
apreciar, el problema de la Unión Europea no es el de un exceso de
competencias políticas positivas, sino, por el contrario, su
carencia de ellas. La instancia europea no dispone ni de un verdadero
gobierno ni de un auténtico parlamento federal y no dispondrá de
ellos mientras lo que tenga que gestionar sea una economía
capitalista. Tampoco hay que olvidar que quien decide en la UE son
los Estados miembros y no un inexistente gobierno europeo. Esta
situación típicamente liberal en que los gobiernos excluyen de su
ámbito de actuación positiva la esfera económica se da en el caso
europeo de una manera singular que representa el tipo de federación
vacía al que aspiraba Hayek. La Unión Europea es así, como
afirmaba Lenin “imposible o reaccionaria” y, en algunos aspectos,
ambas cosas. Sin embargo, todo regreso a una supuesta “soberanía
nacional” en Europa está condenado al fracaso. Los Estados se unen
en la UE porque ellos mismos han autolimitado sus competencias en
favor del mercado, pero no lo hacen por pertenecer a la UE sino por
su propia naturaleza de clase. El retorno al espacio nacional sería
así una regresión a posiciones de aún mayor debilidad que las que
conocemos hoy. Recordemos que entre las pocas victorias de los
movimientos sociales asociados al 15M varias de las más importantes
tienen que ver con el funcionamiento de las instancias judiciales
europeas, con los efectos altamente improbables que puede producir la
propia complejidad del sistema. Hay que explorar esos resquicios y
esas contradicciones, también a nivel político. Si la Unión
Europea es imposible y reaccionaria bajo condiciones capitalistas, un
espacio europeo repolitizado y democrático es el marco indispensable
para una transformación socialista en la Europa actual. Por terminar
con Vladimir Illich, recordemos que “Nuestra salvación está en la
revolución europea” (Discurso ante el séptimo Congreso de los
sóviets, 1918).