viernes, 14 de noviembre de 2014

La Ilustración populista

(Texto publicado en Info Libre)

La cuestión del populismo se ha convertido en uno de los temas centrales del debate teórico y político. En el debate político sirve sobre todo como invectiva, como acusación de demagogia, mientras que en el debate teórico, después de La razón populista (2005) de Ernesto Laclau, el término ha adquirido rango de concepto con valor analítico. Si se atiende a lo que el concepto de populismo critica y a lo que formula como novedad, hay que reconocer que supone una reacción frente al marxismo, frente a la incapacidad política de un marxismo cuyo discurso se ha vuelto cada vez menos apto para la acción política y la conquista de hegemonía

Este dictamen sobre el marxismo como macizo ideológico-político no es novedoso, pues ya fue emitido en los años 40 por Jean-Paul Sartre en su artículo Materialismo y revolución o en los 70 por Cornelius Castoriadis, quien afirmó en La institución imaginaria de la sociedad (1975) que los miembros de su grupo, 'Socialismo o barbarie', habían tenido que "elegir entre seguir siendo marxistas o seguir siendo revolucionarios", sin olvidar al Gramsci del artículo con el que saludó la revolución rusa y cuyo título muy elocuente era La revolución contra el Capital

La razón populista que propugna Laclau viene a incidir en el bloqueo que produce el marxismo como teoría determinista y como reducción identitaria del sujeto histórico a una clase predeterminada que lastra la capacidad de acción política de las clases populares. El determinismo económico subordina la política a un saber, a una verdad sobre la economía o sobre la lucha de clases. Este saber, por lo demás, no es otro que la veredicción que sirve de fundamento al poder en régimen liberal. 

Para el soberano liberal, el poder se basa fundamentalmente en un saber sobre la población y sus dinámicas de producción, intercambio y circulación de productos que configuran una esfera supuestamente autorregulada: la economía. El dirigente socialdemócrata o estalinista ocupa muy precisamente el lugar de ese poder basado en el saber que hizo identificar a Jacques Lacan "socialismo” con "discurso de la universidad". Ahora bien, un poder basado en la verdad solo puede implantarse cuando existe ya un poder con otra base. El propio soberano moderno del régimen liberal tuvo que ser primero soberano para ser después liberal. Como los neoliberales han afirmado correctamente, rectificando así algunas tendencias del liberalismo clásico, no existe autorregulación del mercado ni por lo tanto objeto del saber económico sin una constante intervención del poder político a fin de establecer y restablecer las condiciones adecuadas para el funcionamiento del mercado. 

Una política basada en el poder-saber no es por lo tanto capaz de dar cuenta de sí misma ni de crear las condiciones en que un saber puede funcionar como poder. La historia del marxismo político nos ilustra a este respecto: las dos grandes corrientes procedentes del leninismo ~de un malentendido sobre el leninismo– que ha conocido el siglo XX, elestalinismo y el trotskismo, han pretendido basarse en una verdad teórica, la del marxismo. Sus resultados fueron totalmente dispares: por un lado, el estalinismo, que tenía el poder, pudo imponer mediante la violencia de Estado su verdad, con el coste de sobra conocido, mientras que los trotskistas que no tenían el poder, se limitaron a proclamar esa verdad dividiéndose en capillas. 

La historia de la izquierda en el siglo XX se reparte así entre la impotencia, el terror y también, por supuesto, el oportunismo de las socialdemocracias unidas a los distintos pactos neoliberales, desde el ordoliberal hasta el friedmanita. Esta transformación liberal de la socialdemocracia no debe sorprender por lo demás a quien sepa reconocer en el paradigma del poder-saber la matriz misma del poder liberal.

Un movimiento político deseoso de transformación social tiene que salir de esa trampa y comprender la necesidad de partir, no ya del saber de un mando político, sino del "sentido común" de la población. El populismo, entre cuyas fuentes reconoce Laclau a pensadores marxistas heterodoxos como Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci o Louis Althusser, acepta la necesidad de partir de la ideología como concepción del mundorealmente existente, sin intentar inyectar desde fuera una verdad, sino produciendo desde dentro de una multitud cuyo mundo, cuyo entorno vital es necesariamente imaginario, las nociones comunes que llevan al buen sentido, a un ejercicio siempre parcial y problemático de la razón. 

La política se convierte así en un combate centrado en el ámbito ideológico, el de los significantes y las representaciones, en el cual lo que está en juego es en buena medida el significado de los significantes políticos. El saber queda así desplazado por un hacer que requiere de saberes específicos, pero que no pretende gobernar amparado en ellos. Ciertamente, la propaganda también produce este tipo de efectos, pues parte del sentido común e intenta incidir en él. 

Uno de los riesgos del populismo, de esa apelación explícita a la ideología y al sentido común es el de convertirse, no ya en política, operación inmanente al sentido común, pugna por su resignificación, sino en operación de manipulación de masas desde el exterior. El populismo se salva y es una vía eficaz y productiva de recuperación de la política cuando se instala en el antagonismo, pero degenera cuando su actuación es exterior y sustituye el poder-saber liberal o socialista por las técnicas de manipulación.

Un elemento central del populismo como estrategia política es suapelación al pueblo. Esto merece también una matización, pues el pueblo al que se refiere no es un pueblo ya existente, sino un pueblo en constitución. El populismo es una estrategia constituyente y no puede confundirse con las apelaciones al pueblo étnicas o raciales, pues estas presuponen un pueblo ya constituido, sea este real o imaginario. El populismo que teoriza Laclau y que hemos visto operar en los últimos decenios en el continente sudamericano es un populismo democrático en sentido estricto, pues no arranca de una representación ya dada del pueblo, sino del demos como sector no representado del pueblo en su totalidad conforme a la acepción clásica del término. 

El demos, el sector de la población que en la Grecia clásica se caracterizaba por no haber tenido su parte en el reparto del poder y de la riqueza, es, como enseña Jacques Rancière, un concepto esencialmente polémico, pues polémico, esencialmente discutible, es el determinar si –y conforme a qué criterios– un sector se ha visto injustamente tratado. Con todo, esa discusión, esa polémica congénita a la idea de que una sociedad se basa en el derecho del demos, es la esencia misma de la democracia o, lo que es rigurosamente lo mismo, de la política. 

En una sociedad en la que la disputa sobre las partes y los derechos que corresponden a cada grupo estuviera cerrada –como ocurría según recuerda Maquiavelo en la disciplinada Esparta en contraste con la libre y turbulenta Roma– dejaría de haber política y democracia y solo subsistiría un régimen de conservación de las partes ya asignadas que en la terminología de Jacques Rancière, se denomina elocuentemente "policía". De este modo, como reitera Laclau, el concepto de populismo coincide con los de democracia e incluso de política. Más acá de la disputa populista solo quedan los espacios del poder-saber, de la economía como destino ineluctable y de la neutralización de todo antagonismo.

Suele criticarse al populismo como apelación irracional al sentir de las mayorías que no tiene en cuenta la necesidad económica o las determinaciones sociales que son objeto del saber-poder. Esta crítica es, sin embargo, muy poco sólida, pues presupone que el pueblo del populismo democrático es el pueblo existente, el privado de protagonismo político por el propio sistema de poder-saber que critica al populismo. Sin embargo, el pueblo de que se trata es un pueblo que no existe, un demos politizado, en escisión respecto del pueblo y del mando correlativo ya existente. 

No hay ninguna irracionalidad en una recuperación del espacio públicoy una reactivación del debate sobre lo común, del debate propiamente político, a condición de que no se confunda política populista con simple manipulación propagandística. El populismo democrático apela a una razón del demos, exige que se dé razón de toda medida política en la plaza pública y no solo en los ámbitos cerrados y reservados de los gabinetes de un poder al que se supone un saber propio no compartible ni discutible. El populismo, como figura activa, constituyente, de la democracia, es así un proceso genuinamente ilustrado de producción de nuevos espacios de racionalidad, de nuevas formas de autonomía. El populismo recupera así el espacio público donde se despliega el “uso público” de la razón que, según un Kant que coincide con Maquiavelo y con Spinoza, es la base de todo avance de la Ilustración.

El populismo, como reactivación y recuperación de la democracia, como proceso constituyente es un desafío de primer orden para unas democracias representativas y tecnocráticas que habían dejado de lado a ese exterior interior a toda democracia que es el demos. La reactivación del demos como sujeto unificado alrededor de un significante “vacío” que subsume múltiples demandas crea una nueva figura de pueblo, pero de un pueblo que es multitud en potencia de Ilustración, multitud que abandona la minoría de edad que la caracteriza en los regímenes de poder-saber. 

Estos regímenes, que dicen velar por la felicidad y el bienestar de la población, mantienen a esta en un estado de minoría de edad y son, como Kant afirmaba "el peor de los despotismos". Podemos, el nombre de una nueva formación política española cuyos fundadores reivindican abiertamente el populismo democrático y constituyente, es, entre otras cosas, una respuesta al imperativo kantiano de la Ilustración: sapere aude!(atrévete a saber), aunque este saber no deba identificarse con un saber-poder de casta, sino con una progresiva producción de saber racional por parte de un pueblo en devenir.

domingo, 26 de octubre de 2014

Podemos seguir siendo anómalos

(Artículo publicado en Viento Sur y en versión más breve en Público )


Podemos es un fenómeno sui generis. Su impresionante eficacia a la hora de conquistar hegemonía se basa en el hecho de que el sistema político en que interviene carecía de los medios para prever su surgimiento y no puede -¿aún?- asimilar a esta organización. Podemos es un fenómeno de muy bajo nivel de probabilidad, como esas mutaciones de las que habla el biólogo Jay Gould que generan características monstruosas con gran capacidad adaptativa. Este “monstruo prometedor” combina en un mismo cuerpo tres elementos: un sector del 15-M, un partido político de la izquierda radical contaminado por el 15-M y un equipo de comunicación política formado por profesores de ciencias políticas y sociólogos relegados por la universidad en crisis a condiciones laborales precarias.

En condiciones normales, los integrantes de este equipo estarían captados por el aparato universitario o por aparatos de partido, pero en las actuales condiciones de crisis Podemos tiene sin coste alguno un equipo de comunicación política propio. Este sector y su cabeza visible, Pablo Iglesias Turrión, dan a Podemos una visibilidad mediática impensable en otras circunstancias. Por su parte, el sector constituido por Izquierda Anticapitalista contribuye con una experiencia política, un apoyo logístico, un esfuerzo militante y una cobertura geográfica que no se pueden improvisar. Por último, los círculos Podemos introducen en la organización un interfaz con la sociedad y los movimientos sociales y un espacio de participación, debate y formación política.
La conjunción de estos elementos ha causado un seísmo, pues el 15-M y las Mareas, que se encontraban en un callejón sin salida por su incapacidad de forzar cambios en la esfera de la representación política, han podido por fin tener una voz pública y un comienzo de presencia institucional, que potencia y legitima sus reivindicaciones (contra los desahucios, por los servicios públicos, los derechos sociales, una democracia efectiva etc.). Podemos traduce eficazmente el enorme apoyo social a los movimientos sociales en presencia pública y legitimidad política. De ahí la importancia decisiva de su proceso de constitución formal que pronto desembocará en la adopción de un esquema organizativo y la elección de los cargos orgánicos que correspondan a la estructura adoptada. En este proceso, el objetivo es la consolidación de las “anomalías monstruosas” que son la fuerza de Podemos, en una articulación más estable que la producida por el encuentro inicial.
El régimen está empeñado en anular el monstruo surgido en su espacio político, haciendo de Podemos un partido más. Los principales medios para ello son la transformación del aparato mediático en mando, la separación de la organización respecto de los movimientos sociales y, por último, la división de sus componentes. Explotará con este fin todos los puntos débiles de la organización. Un posible peligro es el mantenimiento en el seno de Podemos de Izquierda Anticapitalista, una organización política autónoma con órganos de decisión propios en competencia con los de Podemos. Otro peligro no menos grave es que la organización sea un mero apéndice de sus portavoces mediáticos autonomizados e identifique presencia en los medios con mando. Por último, el sector de los movimientos sociales presente en Podemos podría apartarse del proyecto por temor a ser instrumentalizado.
Los dos primeros componentes han entrado ya en conflicto. El grupo organizador —la ejecutiva provisional de Podemos— ha propuesto excluir de cualquier cargo orgánico a las personas que militen en “otro” partido. Esta exclusión, que solo evitaría la entrada en masa de oportunistas y arribistas suficientemente necios como para conservar y exhibir el carné de su otra organización, es vista como una grave amenaza por Izquierda Anticapitalista, organización fundadora de Podemos, cuyos miembros no tendrían los mismos derechos que los demás afiliados. Una organización como Syriza resolvió una situación parecida, pero aún más complicada, proponiendo en su conferencia nacional del verano pasado a sus partidos componentes que se fusionaran en un solo partido y se convirtiesen en tendencias. Todos menos dos aceptaron hacerlo, pero ninguno quedó exluido del proyecto. Con esta estructura plural, Syriza está hoy muy cerca de llegar al gobierno en Grecia y de poner en marcha los cambios que reclama el país.
Podemos podría invitar a sus componentes organizados como partidos —existe algún otro partido, más pequeño que IA— a convertirse en tendencias que puedan libremente crear opinión y suscitar debates, pero se sometan exclusivamente a las decisiones mayoritarias adoptadas en Podemos. No contemplar en el esquema organizativo que salga de la asamblea las tendencias puede tener consecuencias muy graves, en una organización donde la presencia en los medios e incluso el liderazgo mediático de Pablo Iglesias son tan fuertes. La intervención mediática se transformaría en mando político directo al no existir instancias intermedias que expresen una diferencia política entre el simple afiliado y la dirección. Casi por imperativo técnico de una comunicación política hegemónica, el esquema organizativo terminaría siendo monárquico o jacobino: las diferentes sensibilidades y opiniones quedarían subordinadas a una sola, la del sector mediático que ya controla los órganos ejecutivos. Se justificaría esta situación como un triunfo de la igualdad, al desaparecer los “privilegios” de los cuerpos intermedios y prevalecer el principio “una persona, un voto”. Sin embargo, no habría igualdad de esa manera, pues la dirección sería una tendencia organizada, una tendencia que no se presentaría como tal ni se enfrentaría a contrapoderes eficaces.
El joven Marx, en 1842, escribiendo sobre la censura en Prusia ya criticó argumentos parecidos a estos. Afirmaba que “nadie combate la libertad, como mucho combate la libertad de los demás”, y afirma la propia “como el privilegio de unos pocos”. “No se trata —prosigue Marx— de saber si la libertad de prensa debe existir, pues existe de todas formas. Se trata de saber si la libertad de prensa es el privilegio de algunos individuos o el derecho del espíritu humano”. Puede decirse mutatis mutandis lo mismo del derecho de tendencia. Podemos debe evitar la trampa de la normalización mediática y representativa y asumir un pluralismo indispensable para desbordar los marcos de los viejos partidos de la izquierda que rara vez entendieron realmente que la libertad, como decía Rosa Luxemburg es “siempre la libertad del que piensa de otra manera.”

sábado, 11 de octubre de 2014

Los untadores("untori") del ébola

(Publicado en Voces de Pradillo)
http://www.vocesdepradillo.org/content/los-untadores-untori-del-ebola

"Respondit, dirò a V. S. pregato da messer Gio. Giacomo Mora barbiere a darli della putredine, che esce dalla bocca, delli infetti cadaveri, l’interpellai che cosa ne voleva fare, et egli mi rispose, che voleva fabricar un’onto per ontare li cadenazzi, et porte della Città per far morire le persone et instato da lui trè, ò quattro giorni à filo, et persuaso dalle sue preghiere, et promesse, instigato ancora dal Diavolo, mi risolsi, darli come li diedi un piatto di pietra di capacità de dieci, ò dodeci onze in circa di spuma, ò sia putredine, come hò detto, uscita dalle bocche de cadaveri infetti." PROCESSUS CRIMINALIS CONTRA DON JOANNEM GÆTANUM DE PADILLA et ceteros
impinctos de aspersione facta Mediolani Unguenti pestiferi anno MDCXXX

"Respondit, diré a Su Señoría que rogado por el señor Giacomo Mora, barbero, que le diese podredumbre de la que sale de la boca de los cadáveres infectados, le pregunté qué quería hacer con ella, a lo que respuso que quería fabricar un ungüento para untar los cerrojos y las puertas de la ciudad para hacer que mueran personas y tras haber insistido él tres o cuatro días seguidos, y convencido por sus ruegos y promesas, instigado también por el Diablo, me decidí a darle como lo hice un plato de piedra con una capacidad aproximada de diez o doce onzas de espumarajos o podredumbre, como dije salida de la boca de cadáveres infectados" Proceso criminal contra Don Juan Cayetano de Padilla y oros acusados de la aspersión de ungüento pestilente realizada en Milán  en 1630


Estas palabras proceden del interrogatorio de Guglielmo Platea durante el proceso realizado en Milán contra los "untori" o "aspersores". Su exuberancia misma, el reconocimiento de los hechos y su exageración hasta llegar a afirmar que los inspiró el Diablo delatan el proceso inquisitorial, el resultado de la tortura. La tortura, como afirmaba uno de sus máximos expertos mundiales, el General Augusto Pinochet en una entrevista a un cadena de televisión francesa, "es la técnica de obtener verdades o mentiras mediante la humillación y el dolor". La tortura no permite obtener ninguna certeza, pero logra declaraciones que justifican al poder torturador y humillan a la víctima, en el Chile neoliberal de los 70, en el Milán del XVII o en el Moscú de 1936.

La peste de Milán de 1630 es conocida por el relato de Manzoni en Los novios (I promessi sposi). Como en otras pestes de la literatura, por ejemplo la peste de Argel que relata Camus, la peste milanesa dibuja un retrato moral de la sociedad. Alrededor de la enfermedad cundió un pánico que amplificaba el producido por la propia peste, el provocado por los "untori", personas ficticias o reales acusadas de untar  con secreciones de enfermos de la peste o de cadáveres los pomos y cerrojos de las puertas u otros lugares que la gente tocaba habitualmente, con la finalidad de extender el contagio. Esto dio lugar a persecuciones de personas o grupos de personas sospechosos de dedicarse a esa actividad y a un caos social generalizado.

Desde la Antigüedad, las enfermedades mortales contagiosas se vieron como un castigo divino. Piénsese en la peste que golpea Tebas en Edipo Rey y por la cual la población se pone en busca del culpable, del pecador que la originó, encontrándolo por fin el el rey inconscientemente incestuoso. Hoy mismo estamos asistiendo en la España de la crisis y del fin de régimen a escenas semejantes. La operación de relaciones públicas del gobierno de Rajoy trayendo a España desde África a un misionero español enfermo de ébola junto a otra religiosa empezó como un sainete, pero puede acabar en tragedia, pues antes de fallecer el misionero fue tratado por personal médico sin formación específica para este tipo de enfermedades, con un equipamiento deficiente y en unas instalaciones fuertemente degradadas por los recortes y a punto de ser cerradas. Lo que había hecho el gobierno de Rajoy este verano, bajo el aspecto de un desacostumbrado y por ello hipócrita acto de humanidad -que este gobierno nunca tuvo con los millones de víctimas de sus políticas de austeridad- no fue ni más ni menos que introducir en España y en la UE un reservorio de una de las enfermedades infecciosas más peligrosas y mortales que se conocen. Esta vez, como en el resto de la gestión de la crisis, el gobierno actuó contra el sentido común y contra el interés general.

Pocos meses después, Teresa Romero, una de las enfermeras auxiliares que trataron al sacerdote enfermo,  y que no fue objeto -al igual que todos sus colegas- de ninguna medida de seguimiento tras haber estado en contacto con un reservorio de ébola, cae enferma. Teresa, víctima de un contagio debido a unas condiciones de trabajo enteramente inadecuadas para la gestión de esta delicadísima situación, ha sido acusada por las autoridades sanitarias de ser la causante de su enfermedad y de posibles contagios de otras personas, llegándose a afirmar que podría incurrir en responsabilidad penal. El marido de Teresa ha sido internadoen cuarentena en un centro hospitalario  y el perro de la pareja, en contra de la opinión de los especialistas en este tipo de enfermedades que recomiendan su puesta en cuarentena y observación ha sido sacrificado obedeciendo al refrán "muerto el perro se acabó la rabia".

El gobierno ha estado, por lo tanto escondiendo su responsabilidad e inventándose "untadores" del ébola como Teresa Romero y su perro Excalibur. Para las autoridades, se trata de escurrir el bulto, de rechazar cualquier responsabilidad política, a pesar de la evidencia de que el reservorio de ébola causante de la enfermedad de Teresa y de los posibles contagios de otras personas fue introducido en España por el gobierno. Poco importan las evidencias.

Volviendo a la literatura, en la fábula de Esopo Los animales con peste de la que existe versión francesa de La Fontaine y española de Samaniego se cuenta una historia ejemplar y paralela a la que estamos viviendo. La peste llega al bosque y los campos donde viven los animales. El Rey León ve en esa peste un castigo divino y afirma:

Ya véis que el justo cielo nos obliga
A implorar su piedad, pues nos castiga 
Con tan horrenda plaga:
Tal vez se aplacará con que se le haga 
Sacrificio de aquel más delincuente, 
Y muera el pecador, no el inocente. 
Confiese todo el mundo su pecado.

Empezando por el propio León, los carnívoros más sanguinarios, el Tigre, la Onza, el Oso, confiesan haber matado otros animales con crueldad, pero la zorra los disculpa a todos por que son poderosos y casi han hecho un honor a su víctimas devorándolas. Se llega por fin al burro, que confiesa haber comido un poco de trigo en un campo y es condenado a muerte y ejecutado por el Lobo en presencia del rey.

El lugar que ocupa el incocente burro sacrificado en la fábula, lo ocupa en la tragicomedia de la España actual un perrito como sustituto simbólico de su dueña. Excalibur, el perro de Teresa Romero fue condenado a ser sacrificado por las mismas autoridades sanitarias que importaron el ébola e impusieron a trabajadores de la salud sin formación ni equipamiento específicos para el cuidado de esa enfermedad ocuparse de un enfermo de ébola muy grave y fuertemente contagioso.

Caben dudas a los historiadores sobre si en la ciudad de Milán hubo verdaderos "untadores" de la peste, pues muchas de las pruebas obtenidas se arrancaron mediante el fuego y las tenazas del torturador. En España no cabe esa duda: los untadores, los untori o aspersores existen y ocupan los más altos cargos del gobierno nacional y de algunas de las comunidades autónomas. No solo existen: están orgullosos de haber traído el ébola y culpan a los ciudadanos y a los trabajadores de las consecuencias de ese acto irresponsable. Es exactamente lo mismo que hacen todos los días en la gestión de esta crisis interminable cuyo remedio buscan insistiendo en las mismas medidas que la reproducen, al tiempo que culpan a la población de "haber vivido por encima de sus posibilidades". En el neoliberalismo, desde Pinochet hasta Rajoy, los trabajadores son siempre culpables.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Democracia

(Guión de mi exposición en el marco de la formación de Podemos Bélgica del 6 de septiembre de 2014)

Nada más comúnmente aceptado que la democracia. Puede decirse que, hoy, la legitimidad de una palabra o de una práctica política depende de la adscripción democrática explícita de quien la enuncia. Democracia se conjuga, por otra parte, con otros conceptos como el de Estado de derecho y derechos humanos. Quien se sitúe abiertamente fuera de este marco está inmediatamente en una posición políticamente marginal. Todo el mundo reivindica la democracia: en nombre de ella se reclaman derechos no reconocidos, pero en nombre de ella también se defiende un orden establecido que niega estos mismos derechos. La democracia tiene así una función que recuerda a la de Dios en las teologías políticas, pues la referencia a Dios, como fundamento de todo orden, sirve tanto para justificar un estado de cosas como para condenarlo. Y es que a Dios, como recordaban Jenófanes de Colofón y Spinoza solo lo hacen hablar los hombres. La democracia se invoca, pues, como fundamento o crítica de un orden: puede decirse "esto es lo que el pueblo ha decidido democráticamente, luego hay que acatarlo" o por el contrario "esta política es antipopular y contraria a la democracia."

La democracia, en las divisiones antiguas de los regímenes políticos como la de Aristóteles o la de Polibio, es uno de los tres regímenes que se distinguen por el número de personas que ostentan la función de gobierno:  monarquía cuando es uno, aristocracia cuando son varios -entre los "mejores"- y democracia cuando son todos. La Antigüedad conoció democracias y ciudades que tuvieron momentos democráticos como Atenas o la Roma republicana, pero estos regímenes democráticos no fueron frecuentes ni fueron estables. La democracia estaba mal vista. Se consideraba un régimen peligroso para la unidad y la coherencia de la ciudad al tener "los muchos" el mando. Era un régimen que en cualquier momento podía modificar de manera radical el reparto del poder y de la riqueza como ocurrió en Atenas con las leyes de Solón y de Clístenes. La democracia se consideraba peligrosa porque podía incidir directamente sobre el orden social y económico y subvertirlo. De ahí que se intentase pensar formas intermedias de gobierno que, al garantizar ciertas prerrogativas a los más ricos y poderosos, moderaran la peligrosidad intrínseca de la democracia.

Se comprende bien el peligro que percibieron los oligarcas de la Antigüedad en las democracias si se observa una particularidad del término democracia y de su significado. Democracia, como sabemos, procede de un término "demos" que significa "pueblo" y de un término "kratos", que procede de un verbo “kratein” que significa sostener, mantener, y en un sentido derivado, gobernar. Democracia parece ser así el "gobierno del pueblo", el que invoca Lincoln en su célebre definición de "democracia" como "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". El problema es que "el pueblo" puede entenderse de diversas maneras. Pueblo es, según se entiende habitualmente, el conjunto de los habitantes de un país o de los súbditos de un Estado. Pueblo, en ese sentido seríamos todos. Existe, sin embargo, otra acepción del término en la que "pueblo" es claramente una parte de la población, cuando afirmamos, por ejemplo que "fulano es un hombre del pueblo" o que "el pueblo está harto de los privilegios de la oligarquía". Como había una democracia de orden y una democracia del conflicto, existe un pueblo total y un pueblo parcial. La lengua griega tenía, a diferencia de muchas lenguas modernas, dos términos para expresar esos dos sentidos de "pueblo": laos, para el pueblo-todo y demos, para el pueblo-parte. La parte que es el demos no es además una parte cualquiera sino la parte que carece de una parte específica en el reparto del poder y de la riqueza.

En toda sociedad organizada se procede a un reparto del poder y de la riqueza entre sus miembros y las categorías sociales en que estos se integran. Este reparto es reconocido por las leyes y forma parte, de manera abierta de la representación que la sociedad tiene de sí misma. Que unos tengan más y otros menos, que unos tengan algo y otros nada es algo que no solo no se oculta sino que se exhibe. La desigualdad entre los grupos sociales se considera así algo legítimo. Esto no pasa, sin embargo, en una democracia. La democracia parte de la idea de igualdad entre los ciudadanos. En una sociedad de iguales se hace difícil justificar el que unos tengan riqueza o poder y otros no. De ahí el conflicto permanente por el reparto de estos bienes, conflicto que desestabiliza los términos del reparto y tiende a modificarlos, cosa que ocurrió con frecuencia en las democracias antiguas. La desigualdad, que se hacía temporalmente invisible bajo un tipo de reparto, volvía a hacerse patente cuando los excluidos del reparto se mostraban públicamente. En este sentido, la política tenía una eficacia propia sobre la realidad social. Para neutralizar esta eficacia de la democracia, la Antigüedad no tenía mejor arma que su abolición por medio de restauraciones oligárquicas. La modernidad, por el contrario, se valdrá de la forma de la democracia para imposibilitar esa eficacia de lo político sobre el ámbito económico y social.

Una de las características fundamentales de la modernidad capitalista, no solo como sistema económico sino como sistema general de dominación y de gobierno es la separación entre dominación y explotación. En todas las demás sociedades de clases dominación política y social y explotación son fenómenos asociados. La explotación, la apropiación del excedente por parte de una minoría se realiza desde fuera de la producción y por medios violentos. Para cobrar los tributos el señor feudal necesitaba poseer una autoridad política y una fuerza militar, Lo mismo puede decirse del propietario de esclavos o de los monarcas egipcios o del Creciente Fértil. Solo en el capitalismo se da ese extraño fenómeno por el que la relación entre explotación y dominación política y social se invisibiliza. En su Democracia en América, Alexis de Tocqueville veía en los Estados Unidos nacientes una sociedad sin clases, donde imperaba la más completa ausencia de distinciones sociales. Era esa igualdad social y simbólica la que constituía para Tocqueville la esencia de la democracia, mucho más que un sistema de gobierno propiamente dicho. Esta igualdad exterior encubría, sin embargo, formas reales de desigualdad. La aparente ausencia de dominación social de una clase por otra en el marco de un régimen jurídico y político democrático no permitía ver cómo un sector de la sociedad extraía del otro una riqueza de la que se apropiaba.

Esto responde al hecho de que, en el capitalismo, la explotación ocurre en el ámbito de la producción y no queda cubierta por las relaciones jurídico-políticas. Una vez que un trabajador ha vendido su fuerza de trabajo a un patrón, este la puede usar a su antojo e imponer al trabajador formas de disciplina laboral sobre las que no tiene nada que decir. Si en el ámbito jurídico, hasta la formalización del contrato de trabajo, el trabajador y su patrón eran estrictamente iguales, todo cambiará cuando se pase al ámbito real de la producción. El derecho, que solo contempla relaciones contractuales entre iguales, se prolonga por lo demás en una estructura política que solo ve ciudadanos iguales y que se autodenomina democrática. Por un lado, tenemos la más absoluta igualdad jurídico-política y por otro una desigualdad efectiva, en el terreno de la producción que queda enteramente al margen del derecho y de la política. En una democracia capitalista los responsables del gobierno son elegidos por ciudadanos iguales, pero nadie se plantea que el patrón de una empresa tenga que ser elegido por sus trabajadores. En la producción, en la empresa, estamos en el ámbito privado del patrón. Este ha comprado en el mercado la fuerza de trabajo del trabajador por un tiempo determinado y, durante ese tiempo, la consume en su casa como a él le parece. Como su finalidad es ganar dinero, naturalmente, la pondrá a trabajar de la manera más útil posible y se apropiará toda la riqueza producida por el trabajador que exceda del conjunto de bienes necesarios para la reproducción de su fuerza de trabajo. No hay así en ese simple uso privado de una mercancía una violencia política, no hay ni siquiera desigualdad social propiamente dicha, pues sencillamente se ejecutan las consecuencias de un contrato de compraventa.

Veamos, por otro lado, cómo funciona la esfera política y jurídica que es el otro lado de este dispositivo de invisibilización de la dominación social y política que hace que las sociedades capitalistas tengan la apariencia de sociedades sin clases. En este ámbito, el soberano no será de derecho divino, ni justificará su poder por la riqueza o por la estirpe. Tampoco apoyará ese poder en la violencia, aunque el poder implique el monopolio de la violencia. El gobernante en una democracia capitalista es un mandatario elegido por el pueblo. Personas con un voto igual eligen así a quienes los gobiernan. Cada elección es así un pacto por el cual los ciudadanos aceptan que otro los represente y actúe en su lugar. Del mismo modo que en el contrato particular de compraventa de fuerza de trabajo los contratantes son iguales hasta que el contrato se consuma, en el contrato social que es toda elección los votantes y los candidatos son iguales hasta que uno es elegido. En el primer caso, la explotación económica quedaba ocultada por un contrato, en el segundo caso la dominación política desaparece también bajo el velo del contrato. Nos encontramos así ante dos esferas aparentemente separadas, aunque misteriosamente unidas por el contrato, por el derecho que hace desaparecer bajo el libre acuerdo, bajo el consenso, la dominación política y la social. 

Para entender esto, necesitamos dar un paso más. El capitalismo es una sociedad de individuos: la comunidad social y política se considera siempre como algo derivado de los individuos que la componen. Ahora bien, los individuos aislados solo pueden llegar a unirse sometiéndose a una norma común, pero cuando esta no existe la tienen que crear mediante un acuerdo entre individuos que se presuponen independientes, libres e iguales. En una sociedad donde la dimensión individual es originaria, la unificación de la sociedad en un todo resulta aparentemente imposible. La única posibilidad de unificar a una multitud de individuos que se consideran autónomos y aislados es que uno de ellos actúe en nombre de todos, que los represente. De ahí todas las versiones de lo que se denomina el Contrato Social, ese contrato imaginario por el cual los individuos aislados terminan constituyendo un pueblo y un Estado. Se suelen ensalzar las virtudes de la representación, afirmando que los ciudadanos eligen a sus representantes y estos obedecen a su mandato. No estaría mal si fuera así, pero la cosa es bastante más complicada. Existen en efecto, varias formas de representación que pueden reducirse a dos grandes tipos: la representación con mandato obligatorio y la representación libre. Esto significa que la persona que nos representa debe, en el primer caso atenerse al mandato que se le otorga y no tomar ninguna decisión fuera de él, mientras que en el segundo caso el representante actúa y decide en nombre de quien lo designa sin tener que ceñirse al mandato. De ahí la idea de que los programas electorales están para incumplirse...

En las formas de representación anteriores al capitalismo, ya fuera en las ciudades griegas o en las cortes o estados generales del antiguo régimen, el mandato de los representantes era imperativo, mientras que en los sistemas modernos el mandato es libre. Esto tiene que ver con el hecho de que en las sociedades anteriores existían comunidades diversas y con intereses colectivos propios cuyos representantes eran meros portadores de un mandato que expresaba rigurosamente esos intereses. Tal era el caso en las costes medievales de los distintos Estados y corporaciones, o en la ciudad griega de los distintos "partidos" que representaban a grupos sociales. Cuando existe ya un grupo social, este puede dar a su representante un mandato que expresa sus intereses. Pero ¿Qué ocurre cuando solo hay individuos? ¿Qué mandato pueden estos otorgar al representante cuando obviamente no son un todo con intereses definidos? En una sociedad de individuos el mandato solo puede ser libre. Este mandato libre responde al hecho de que, como dijo Margaret Thatcher, la sociedad no existe. En el capitalismo solo hay individuos y estos componen un todo cuando son representados, pero nunca antes. El pueblo no existe antes del soberano que lo representa. Por ese motivo, el mandato del soberano solo puede ser libre. La democracia representativa propia del capitalismo es así, al igual que las otras formas del liberalismo, una variante del absolutismo.

Por otro lado, el soberano representa y funda a la vez la sociedad. No representa a ninguna de sus partes sino al todo. La división efectiva de la sociedad es sistemáticamente ignorada. Para el soberano moderno solo existe el pueblo en sentido total, el que se constituye como tal cuando el soberano lo representa, pero no ese demos de la antigüedad que era solo una parte de la sociedad, la parte excluida. No hay lugar en una "democracia representativa" capitalista para el antagonismo social. Cuando este se ha reconocido, ha sido por la presión exterior al sistema político representativo de los trabajadores y sus organizaciones sindicales y políticas. Esta presión produjo en particular anomalías en el orden jurídico como la constitución de una legislación laboral específica que enfrentaba a los trabajadores colectivamente y no ya individualmente con sus patrones, Las democracias europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron así una anomalía dentro del sistema político representativo, que duró lo que duraron a nivel de cada Estado y del sistema geopolítico mundial los instrumentos de hegemonía de los trabajadores. Una vez liquidados esos instrumentos de representación por la transformación radical del capitalismo que vivimos desde finales de los años 70, las clases populares no cuentan ya con esa representación anómala que constituía una anomalía en el sistema. En este momento, el sistema político vuelve a representar exclusivamente un orden de mercado, esto es una sociedad de individuos solo unidos por transacciones contractuales tanto en la esfera social y económica como en la política. De ahí la "sordera" de las autoridades políticas actuales -incluidos los pecios de lo que fue la izquierda- a las reivindicaciones sociales y la consiguiente imposibilidad de influir eficazmente sobre la economía a partir del sistema político:

Esta impotencia de lo político respecto de lo económico se fundamenta clásicamente en la oposición entre política y economía. La economía, como vimos a propósito de la explotación, no es en el capitalismo una cosa pública, sino estrictamente privada. Paralelamente a la constitución del Estado moderno se desarrolló un discurso sobre la producción, la distribución y el reparto de la riqueza que los asimilaba a fenómenos naturales. La economía no solo es algo privado desde el punto de vista jurídico, sino un fenómeno natural. Como fenómeno natural, se presenta como una realidad autorregulada por el mercado. El gobernante debe pues, ante la economía, tener el mismo punto de vista que ante la meteorología. Igual que afirmó Felipe II que no había enviado a la Armada Invencible a "luchar contra los elementos", el soberano moderno puede afirmar que no hay nada que hacer frente a las realidades de la economía. De este modo, la relación de explotación y de dominación social presente en la economía queda obviada y se afirma que esta es tan apolítica como los vientos o las corrientes marítimas. Esta concepción es el fundamento de la política liberal que se basa, no en la desaparición del Estado y del soberano, sino en la toma de distancia del soberano respecto del sistema autorregulado de la economía, su abstención de legislar o intervenir en este sector. Naturalmente, esta regla de abstención, de no hacer, de laissez faire, tiene algunas excepciones: cuando el mercado deja de funcionar como sistema autorregulado, ya sea por la evolución de la competencia entre capistalistas o por obra de la lucha de clases, el Estado interviene masivamente para hacerlo funcionar de nuevo. En esos momentos de excepción puede apreciarse prefectamente que en el capitalismo y en sus formas políticas modernas sigue existiendo como en toda sociedad de clases una relación entre dominación y explotación, por mucho que como vimos, esta tienda a quedar disimulada bajo el velo del derecho.

El reconocimiento de la relación efectiva entre dominación política y explotación en el marco del capitalismo es esencial para una reconquista de la política. La economía no es un argumento frente a la política y la intervención política en la esfera económica, más allá del mito de su carácter natural y de su supuesta -aunque siempre desmentida- autorregulación es posible y necesaria. Lo que se presenta en el discurso habitual del poder neoliberal como una intervención objetiva para mantener el libre funcionamiento de un proceso natural no es sino la defensa de un orden social basado en la explotación, un orden de clase. Necesitamos frente a ese orden un nuevo tipo de representación democrática, una representación portadora del mandato obligatorio de las mayorías sociales y no un mandato libre que aparte a los ciudadanos de la actividad política. Necesitamos una sociedad que exista como tal independientemente de la representación y del mercado y cuyas mayorías sociales -el demos- puedan expresarse como poder efectivo, como democracia.






sábado, 5 de julio de 2014

La casta como noción común




Mientras hablaba el día 27 de junio es Salónica,  presentando en público la iniciativa Podemos junto a dos buenos amigos, se abrió literalmente la caja de los truenos. Muy cerca de nosotros debió de caer algún rayo pues varias veces la sala se llenó de esa característica luz azulada, seguida casi inmediatamente del estruendo del trueno.  En algún momento, llegamos incluso a asustarnos. Me comentó la hija de mi amigo Mijalis " cada  vez que pronuncias la palabra  "casta"  nos cae un rayo".

Viene a cuento esta anécdota de lo que intenté explicar en mi intervención, que estuvo en buena parte dirigida a criticar las políticas que se justifican a sí mismas en nombre de la naturaleza, empezando por las inspiradas en la fisiocracia y las demás economías políticas. Estas políticas se basan en la idea de que, al margen del gobierno político de los hombres, existe un gobierno económico basado en las pasiones, los intereses y las necesidades humanas, que constituyen una esfera de determinación "natural" de todas las demás esferas de la existencia. Este determinismo económico, supuestamente natural, suele asociarse erróneamente con el marxismo, pero es en realidad uno de los pilares ideológicos de la dominación capitalista (que los marxismos históricos han mimetizado). La dominación capitalista se basa, en efecto, en una ocultación de la relación entre dominación política y explotación. El principal instrumento de esta ocultación es la separación entre una esfera económica autorregulada -y cuyo funcionamiento es en todo semejante al de la naturaleza- y una esfera política donde impera la libertad de decisión, sea esta la de un soberano individual o la de todo un pueblo. El juego de estas dos esferas se traduce en una oposición necesidad-libertad que atraviesa toda la historia de la filosofía burguesa desde Descartes hasta hoy.

El determinismo económico se presenta como un límite natural de toda acción politica, que el gobernante sensato debe respetar, del mismo modo que un agricultor ha de tener en cuenta las estaciones o un navegante la meteorología. La particularidad de la esfera de la necesidad económica es, sin embargo, que los elementos que la constituyen son las mismas pasiones, intereses y necesidades humanos que se encuentran en la esfera de la política. El cometido de la disciplina conocida como economía política no es otro que el de naturalizar la esfera económica, determinando sus supuestas leyes y hurtándola a la política. Desde sus inicios en la fisiocracia, escuela cuyo nombre alude por cierto a un "gobierno natural", el ideal del régimen capitalista ha sido el de un gobierno a través de la naturaleza. La misión de la política en este contexto, no era otra sino establecer un marco de no interferencia entre política y economía. Tal es el espíritu general del liberalismo, que ha de entenderse como un dispositivo de dominación que pone todo en juego para hacer invisible la relación entre dominación y explotación que en los demás regímenes sociales era perfectamente manifiesta. Un señor feudal o un amo de esclavos, por no hablar del rey déspota de las monarquías del Creciente Fértil,  se valían abiertamente de su poder político y de los medios violentos que este ponía a su disposición para extraer el excedente a los trabajadores. Dominación política y explotación se confundían, operaban en un mismo plano.

El capitalismo separa los dos planos. Oculta la relación entre dominación y explotación invisibilizando no solo la relación entre estos dos aspectos sino el funcionamiento efectivo de cada uno de ellos. La dominación se oculta mediante su traducción en términos de representación, de gobierno legitimo que responde real o virtualmente a los intereses y la voluntad de los ciudadanos. Desde Hobbes hasta el presente, todo gobierno, para ser legítimo, debe basarse en la representación, debe actuar en nombre del pueblo con la autorización de este. De este modo, la dominación del soberano, sometida a la autorización del pueblo, tiende a hacerse imperceptible e incluso enteramente invisible en la democracia, régimen en el cual el pueblo como soberano gobierna al pueblo como súbdito. Del lado de la economía, la explotación se hace también invisible. Su punto de partida es, en efecto, un intercambio entre iguales en el que uno vende por un tiempo su capacidad de trabajar y otro se la compra a cambio de una contrapartida, generalmente monetaria. Ese intercambio entre agentes mercantiles libres e iguales no permite ver lo que, posteriormente ocurre en la esfera privada del comprador de esta capacidad de trabajar, cuando este le da el uso que considera oportuno, que suele ser el de generar un valor superior al pagado por la capacidad de trabajar adquirida. El capitalismo se presenta por consiguiente a si mismo como una sociedad sin dominación y sin clases en la que el gobierno al igual que las relaciones laborales se basa en el contrato,  la autorización y el consenso de individuos libres e iguales.

Esto, naturalmente, es una mera representación imaginaria  -por mucho que su existencia resulte fundamental para el funcionamiento del sistema-  de una sociedad cuyas relaciones políticas tienen un componente esencial de violencia y cuyas relaciones económicas se basan en la expropiación de los trabajadores. Este conjunto de representaciones imaginarias es el resultado de las relaciones sociales reales y de la posición relativamente pasiva que en ellas ocupan los integrantes de las clases dominadas. Un individuo que no participa en la organización global de la actividad social ni gobierna su cuerpo político se ve a si mismo como un átomo cuya relación con los demás opera mediante intercambios mercantiles regidos por la forma jurídica del contrato. La ideología dominante es así la de la clase dominada. De este modo, por mucho que la dominación y la explotación sean en cierto modo evidentes, ni una ni otra pueden expresarse como tales, sino como abusos respecto de las normas jurídicas que rigen el contrato y el consenso básicos.

Tal ha sido el funcionamiento del capitalismo en sus diferentes fases industriales. La entrada del capitalismo en una fase de acumulación basada en la hegemonía del capital financiero, que dura desde mediados de los 70 y coincide en España con el establecimiento del régimen de la Transición, ha trastocado profundamente estas representaciones. Por un lado, el trabajador actual, postfordista o postindustrial, ya no se ve tanto a sí mismo como un vendedor de fuerza de trabajo, sino como un propietario de capital humano que compite con otros en el mercado para valorizar este capital. Lo hace mediante formas varias de cooperación y de participación flexible en empresas de geometría variable. La figura del empresario que compra fuerza de trabajo confrontada a la del vendedor de esta ha quedado sustituida por una red de relaciones de cooperación, a menudo asimétricas y desiguales entre propietarios de distintas formas de capital. Todas estas asociaciones tienen, sin embargo, una característica común que es su necesidad de financiación y, por consiguiente, su dependencia del capital financiero, en otras palabras, su endeudamiento. Ahora bien, la relación de endeudamiento se distingue muy claramente de la relación mercantil. Si la relación mercantil es por esencia impersonal -por encontrarse mediada por el dinero y las mercancías- la relación de crédito y de deuda es estrictamente personal. Se basa incluso en la confianza reciproca entre deudor y acreedor y en las garantías de un pago futuro que este último pueda aportar. La deuda hace aflorar un poder que el capitalismo anterior invisibilizaba. El acreedor ejerce efectivamente un poder efectivo sobre el presente y el futuro del deudor: este garantiza el pago de su deuda supeditando su actuación futura al cumplimiento de esta obligación. La relación de explotación se hace de nuevo personal y visible, aunque no es inmediatamente violenta, sino asumida voluntariamente por el deudor como fundamento de una obligación moral.

La clase dominante capitalista que, en épocas anteriores resultaba invisible, adquiere ahora visibilidad. Se presenta a si misma como un grupo diferenciado que ejerce un poder natural sobre los demás.  Ya no es la naturaleza en abstracto la que domina por medio de la necesidad económica, sino personas concretas, perfectamente visibles como individuos y como grupo social. El término "casta" en cuanto se refiere a las relaciones de poder basadas en grupos de linaje propias de la sociedad hindú se aplica perfectamente a esta nueva condición en la que el capitalismo de hegemonía financiera se expresa como relación de acreedor a deudor. Las castas de la India establecían una separación estanca entre grupos sociales denominados en sánscrito "varna" en relación al "color" de sus integrantes. La diferencia de castas es estanca en cuanto supone una diferencia racial. Por ello mismo, se propone como el modelo de un poder personal y "natural". La relación de deuda ha consolidado una casta en los principales países dominados por el capitalismo financiero (en la práctica, casi todo el planeta), un grupo social perfectamente visible, que ejerce un poder de hecho más allá de las urnas y demás instituciones de la representación. Ya no se trata para la casta de invisibilizar el poder, ni de disimular la explotación,  sino de exhibirlos. La casta dominante es uno de los polos, de los portadores, de la relación de deuda merced a la cual los banqueros y los financieros ocupan hoy el gobierno efectivo orientando los gobiernos formales. Lo hacen, no como un poder difuso, sino como una presencia concreta y personal cuyo correlato es la sensación de impotencia e incluso de vergüenza de las personas y comunidades endeudadas.

Señalar a la casta como enemigo no es hoy ninguna abstracción populista y demagógica sino un acertado diagnóstico de las relaciones de poder reales. Casta es deuda y deuda es casta. Mostrar que esta relación no es natural ni moral y que puede traducirse en términos de antagonismo político permite reconquistar la política, desactivando para sectores muy amplios de la población, el mecanismo de despolitización que disimula a la vez la explotación y la dominación en régimen capitalista. En este sentido, la idea de "casta" es una noción común, forjada en la resistencia al régimen de la deuda, una idea adecuada que nos permite salir de la impotencia de las representaciones imaginarias de las distintas fases del capitalismo y acceder a un nuevo tipo de racionalidad que inspira una potencia constituyente. No es así de extrañar que la "naturaleza" se vengue con rayos y truenos, con insultos, descalificaciones y amenazas, ante la destitución de su poder que opera hoy el uso político del término "casta".

jueves, 19 de junio de 2014

Maquiavelo crítico del stalinismo, sobre los usos de Maquiavelo en Gramsci y Althusser


(Publico aquí el guión de mi intervención en la UPF del 6 de junio. Gracias, de nuevo a los organizadores y a los participantes)


Maquiavelo crítico del stalinismo, sobre los usos de Maquiavelo en Gramsci y Althusser

El título de esta ponencia es una pequeña provocación anacrónica que se apoya en el adagio althusseriano de que “la filosofía no tiene historia”. La filosofía es, en efecto, un campo de batalla o de duelos (Kampfplatz la llamaba Kant) en el que se enfrentan permanentemente según Althusser dos grandes tendencias, idealismo y materialismo. Naturalmente, los contornos de dos realidades que solo existen en y por su enfrentamiento no pueden nunca ser nítidos y puede decirse que idealismo y materialismo se interpenetran el uno al otro. No hay así ni idealismo ni materialismo puro, ni tampoco habrá nunca solución a este conflicto pues la filosofía, a diferencia de las ciencias, no tiene objeto. No existe un objeto de la filosofía como pueden existir los de la química, la física, la matemática o la biología, ni puede haber una solución al conflicto mediante un conocimiento “objetivo”.

Que la filosofía no tenga objeto no significa que en ella nada se juegue, sino todo lo contrario. La filosofía si bien no es la teoría de un objeto, es la práctica específica relacionada con las prácticas teóricas e ideológicas donde se deciden la liberación o el cierre de nuevas prácticas teóricas científicas o políticas. También en la filosofía (idealista) se sutura el campo ideológico, se (r)establece la coherencia del campo ideológico que el surgimiento de una nueva ciencia -siempre hurtada al sistema de reconocimientos propio de la ideología- pone en peligro.  Asimismo, la filosofía (idealista) somete la práctica política a determinados discursos morales, jurídicos,  teológicos o, en general, ideológicos que constituyen, a través de distintos aparatos de Estado ideológicos o políticos, los tipos de sujetos acordes con la reproducción de las relaciones sociales.

La irrupción ucrónica de Maquiavelo en la obra de dos filósofos Marxistas, Antonio Gramsci y Louis Althusser, no constituye una mera curiosidad histórica, sino una opción estratégica de estos pensadores dentro de la lucha filosófica de su tiempo y de las opciones políticas que estaban en juego. Sostendremos aquí que, tanto en Gramsci como en Althusser, Maquiavelo interviene como referente materialista que permite liberar la política de la cárcel teórica en que la conversión del marxismo en ideología oficial de Estados y partidos supuestamente “obreros” la habían encerrado. En las páginas de Leer El Capital mantendrá Althusser una relación sumamente polémica con la obra de Antonio Gramsci considerado como un exponente del humanismo y el historicismo que Althusser combate en ese momento. Es interesante, sin embargo, comprobar que en esas mismas páginas, Althusser intenta reivindicar la política, la especificidad de la práctica política y que lo hace en un primer nivel, en su discurso manifiesto, refiriéndose a los grandes de la política de la coyuntura en el contexto marxista, sobre todo a Lenin y Mao. La referencia a Lenin forma parte de la obligaciones rituales, la referencia a Mao tiene, en cambio, algo de provocación en un momento marcado por el conflicto entre China y la URSS. Los personajes teóricos reales que están detrás de los nombres de Lenin y Mao nunca se declaran explícitamente. Sabemos, sin embargo, que el lenguaje y los problemas que les presta a ambos no son otros que los de Maquiavelo, pues ese lenguaje y esos problemas son los que articulan su curso sobre Maquiavelo de 1962 en la Escuela Normal Superior y el libro que escribirá diez años más tarde sobre el mismo autor: Maquiavelo y nosotros.

El problema teórico y el problema de la política

Louis Althusser se plantea en Leer El Capital, una de las dos grandes obras de referencia del primer althusserianismo junto con la recopilación de artículos “Pour Marx”, el estatuto del descubrimiento de Marx en el plano científico, y el tipo de filosofía que corresponde a las tesis básicas del Marx maduro. Hay que recordar que Althusser reconoce entre el Marx juvenil que se considera más “filosófico” y el Marx posterior a la Ideología Alemana un corte que corresponde al que separa ciencia e ideología: el joven Marx estaría aún preso de una ideología idealista y humanista de raíz hegeliana y feuerbachiana, mientras que el Marx maduro, el que emprende el proyecto de una crítica de la economía política cuyo resultado inacabado será El Capital es el inventor de una ciencia nueva, el descubridor de un nuevo continente: el continente historia. La ciencia marxista de la historia es así un discurso teórico sobre la historia que ha sido capaz de constituir como cualquier otra ciencia, su objeto propio, en este caso la “formación social”. La formación social es una estructura compleja que, según la tópica marxiana de la Introducción de 1857 consta de diversos niveles o instancias de la realidad social (“economía”, derecho, política, ideología, etc.) en cada uno de los cuales se despliegan realidades y dinámicas sociales relativamente autónomas  pero capaces de interacción sobre la base común de la producción material y de las relaciones sociales que dan forma a esta. La producción material ejerce así una determinación en última instancia sobre el conjunto de las demás instancias, pero la ejerce de manera sobredeterminada, esto es en tanto que se ve determinada por las mismas instancias que determina (en última instancia). De este modo, jamás deja ver en estado puro este tipo de determinación que algunos llaman económica con un abuso de lenguaje, pues si hay algo que demuestra Marx en El Capital -Crítica de la Economía Política- es que no puede existir economía ni instancia económica propiamente dicha no sometida a la ley de la sobredeterminación.

Si el liberalismo como esquema de gobierno intentó liquidar esa política -que Adam Smith y Benjamin Constant consideraron siempre como un gobierno violento- afirmando la autorregulación de una esfera económica, Marx hará exactamente lo contrario. Su crítica de la economía política no funda ninguna economía, sino que arraiga la economía en el conjunto de las relaciones sociales que determinan, permiten y reproducen las relaciones de producción propias de cada época. Lo hace, en la medida en que descubre que la economía solo puede aparecernos como una esfera autorregulada si se ignora la lucha de clases, la cual impone una constante regulación exterior, política, de esa supuesta esfera autorregulada.

La consideración de la esfera de la producción material como determinante en última instancia de todo el proceso social e histórico, aun a través de gran cantidad de mediaciones, no deja de ser una proposición teórica determinista. Ciertamente, Althusser atenúa este determinismo al introducir la “autonomía relativa” de las instancias y la “determinación en última instancia”, pero el resultado final sigue siendo claramente determinista mientras no se precise el tipo de lógica que regula la sobredeterminación. Si la sobredeterminación es una mera acumulación de líneas de causalidad coherentes y con temporalidades coordinadas, no se sale del determinismo. Este determinismo será muy pronto un problema para Louis Althusser, pues por mucho que permita entender racionalmente los procesos históricos del pasado, la explicación materialista de la historia de muy poco sirve a la hora de plantearse la acción política. La necesidad de pensar las condiciones de la práctica política conducirá a Althusser, desde muy pronto a formular algunas de las tesis del materialismo aleatorio, bajo otros nombres y en relación con las obras de Maquiavelo y de Spinoza.

El problema de la determinación en última instancia por la esfera de la producción se plantea en el Althusser de los 60 como estrechamente relacionado con la idea de una causalidad expresiva. Por causalidad expresiva entenderá Althusser el tipo de causalidad que corresponde al despliegue de una esencia preexistente. El esquema hegeliano de determinación de lo real como despliegue o expresión de una esencia ha podido servir a cierto marxismo como clave de interpretación de la “determinación en última instancia” de modo que la función del despliegue del espíritu en la historia según la tesis hegeliana, la cumpliría en el marxismo la esfera económica: la articulación de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, o -en versiones más simplistas, pero ampliamente difundidas como la de Stalin- el simple desarrollo de la técnica. De este modo, el conjunto de las esferas sociales se ve determinado por una esencia simple de la que cada una de estas esferas es una expresión y la evolución de conjunto de la sociedad depende del despliegue de esta base económica.


Althusser reconoce en la dialéctica hegeliana un obstáculo insuperable para un pensamiento de la acción política. Sostiene así en Pour Marx que « No es casual que la teoría hegeliana de la totalidad social no haya fundado nunca una política, que ni exista ni pueda existir una política hegeliana” 1 y precisará en  Lire le Capital a propósito de la temporalidad propia del despliegue de la esencia en la dialéctica de Hegel  que:  « Que no exista un saber del porvenir impide que haya una ciencia de la política, un saber referido a los efectos futuros de los fenómenos presentes. Por esto, en sentido estricto, no es posible ninguna política hegeliana y, de hecho, nunca se ha conocido un hombre político hegeliano.»2

Existe un correlato marxista de este determinismo hegeliano que también hace imposible la política, que, por usar la expresión de un famoso poema de Mayakovsky, “empantana el futuro”: es el determinismo económico, el economicismo unido a su par inseparable, el humanismo. Despliegue de la necesidad económica o dialéctica de la esencia humana son correlativos. Son de hecho una expresión de la dualidad que atraviesa todo el pensamientos burgués entre libertad moral del sujeto y necesidad natural. Como quiera que la necesidad de la economía depende según esta línea de pensamiento -que constituye hoy la ideología dominante- de la acción de sujetos humanos en un contexto en que  esta acción aparece separada de sus resultados (y de sus causas), la necesidad de lo económico resulta no ser sino el otro aspecto del despliegue de una esencia humana, su aspecto invisible, su despliegue fuera de sí. Por este motivo, Althusser atacará en Pour Marx tanto el economicismo como el humanismo, por mucho que este último se haya presentado en algunos importantes autores marxistas como Gramsci o Lukács como la vía de salida del callejón de salida economicista. En ambos casos, estamos ante esquemas de causalidad expresiva, esquemas que, desde el punto de vista del tiempo solo pueden entender racionalmente los procesos que conducen hasta el presente, pero nunca plantearse ese futuro abierto que exige la política.

La historia materialista se verá así limitada en su capacidad explicativa mientras siga presa de la causalidad expresiva y no sea capaz de comprender la articulación aleatoria de temporalidades distintas en el funcionamiento de una estructura social. Solo la relativa autonomía de las temporalidades de la producción material, del derecho, la política, la religión, etc. permite entender los efectos de coyuntura, el posible desmembramiento de las estructuras existentes y la composición de otras nuevas. El desfase entre unos tiempos y otros, la no totalización del conjunto de las esferas de la vida de una sociedad bajo el tiempo único de una esencia determinante hace posible la historia del futuro y la acción política. De ahí que Althusser hable explícitamente de dos historias: Una historia de la determinación económica y una historia que sería la del presente y del futuro, la de la política. Una historia por lo tanto de la determinación económica y una historia de la contingencia, de la coyuntura y de la acción. En Sobre la dialéctica materialista, denunciará la confusión existente entre estos dos tipos de historia:

« como si pudieran confundirse -dirá- la práctica teórica de un historiador clásico que analiza el pasado con la práctica de un dirigente revolucionario que reflexiona en el presente sobre el presente, sobre la necesidad que hay que realizar, sobre los medios para producirla, sobre los puntos de aplicación estratégicos de estos medios, en resumen sobre su propia acción, puesto que él actúa sobre la historia concreta. [...] Por mucho que un ideólogo se empeñe en sumergirlo bajo la demostración de un análisis histórico: un hombrecito está siempre allí, en la llanura de la historia y de nuestra vida, este eterno “momento actual”.3».

En el momento de escribir esto, Gramsci constituye para Althusser un grave problema. Por un lado,  aun siendo casi ignorado en el Partido Comunista Francés, su figura se asocia en el Partido italiano con formas extremadas de humanismo y de historicismo. Althusser reconoce que el “historicismo absoluto” de Gramsci puede constituir una correcta aplicación de una tesis materialista fundamental del marxismo:

“Al presentar el marxismo como un historicismo, Gramsci resalta una determinación esencial para la teoría marxista: su papel práctico en la historia real. Una de las constantes preocupaciones de Gramsci se refiere al papel histórico-práctico de lo que denomina, retomando la concepción crociana de la religión, las grandes concepciones del mundo o ideologías: se trata de formaciones teóricas capaces de penetrar en la vida práctica de los hombres, por lo tanto de inspirar y animar a toda una época histórica, dando a los hombres, no solo a los intelectuales, sino también y sobre todo a los simples, a la vez una visión general del curso del mundo y una regla de conducta práctica.”

Sin embargo, desde el punto de vista filosófico, el historicismo de Gramsci incurre para Althusser en una peligrosa confusión entre la filosofía y la teoría materialista de la historia, una confusión idealista que hace que coincidan la historia real y su concepto negando la autonomía de la práctica científica y haciendo de la historia efectiva el lugar de despliegue de una verdad...filosófica. La historia queda así dominada por la filosofía y se confunden las determinaciones del objeto histórico con el despliegue de una verdad. La ciencia histórica pierde a la vez su objeto y su propia autonomía. Desde el punto de vista que adopta Althusser en Leer El Capital, para Gramsci, que equipara la ciencia marxista y las demás ciencias a las ideologías, la verdad no es un producto de una práctica específica sino una esencia que se despliega y revela en la historia. De este modo, lo que podía haber sido una útil afirmación de una tesis marxista sobre la relación entre el saber y la práctica en el marco de la historia real, se convierte en su contrario, pues ya no se trata de que el pensamiento actúe como una fuerza material e histórica, sino de que las fuerzas materiales produzcan los efectos del pensamiento.

El Maquiavelo de Gramsci

Para el Althusser de Leer El Capital, Gramsci será el ejemplo de un pensador genial pero contradictorio. En cierto modo, en una escritura dominada por los enfrentamientos de una coyuntura filosófica donde se imponía la lucha antihumanista, el humanismo integral y el historicismo integral de Gramsci podían verse como un peligroso instrumento en manos del enemigo teórico. Sin embargo, paralelamente al ataque abierto contra el Gramsci historicista, nos encontramos en esa misma época con un texto de Althusser donde la visión de Gramsci es muy distinta: el curso sobre Althusser de 1962 que, tras una continua reelaboración acabó constituyendo uno de sus más importantes textos póstumamente publicados: Machiavel et nous, texto cuya redacción final puede datarse a principios de los 70.

En Machiavel et Nous, Gramsci, en concreto el Cuaderno 13 de sus cuadernos de la cárcel titulado Pequeñas notas sobre Maquiavelo (Noterelle sul Machiavelli), ocupa un lugar decisivo. Frente al “misterio” de Maquiavelo que han reconocido muchos autores desde Croce a Merleau-Ponty, Gramsci intenta resituar la obra y, sobre todo, El Príncipe en el contexto histórico y político de su época. Lo hace reconociendo en Maquiavelo no solo el fundador de una ciencia política autónoma respecto de la teología o de la moral, sino el inspirador en el presente de una teoría original del partido como sujeto político, del partido como Príncipe Moderno, eco del Nuevo Príncipe maquiaveliano. Maquiavelo es, para Gramsci un pensador de actualidad, pues gracias a él será posible definir las condiciones de una actividad política al margen de los determinismos económicos o providenciales-dialécticos en que se encontraba encerrado el marxismo en ese momento - paso de los años 20 a los 30 del siglo pasado – en que se constituye el bloque ideológico staliniano. Comprobamos, de paso, la gran cercanía de los problemas planteados por Althusser en Lire Le Capital con los que cuarenta años antes se planteaba Gramsci. Ambos se enfrentaban, en efecto, a un mismo macizo ideológico denominado “socialismo científico” y ambos se esfuerzan por liberar la práctica política del proletariado y de sus organizaciones de esta traba. No es exagerado afirmar que Maquiavelo es, para Antonio Gramsci, uno de los grandes autores de referencia: es el único al que dedica un cuaderno entero y sobre cuyo modelo planea escribir una obra. Una primera redacción del párrafo 21 del cuaderno 13 decía lo siguiente:

“Marx y Maquiavelo. Este tema puede dar lugar a un doble trabajo: un estudio sobre las relaciones reales entre los dos como teóricos de la política militante, de la acción, y un libro que extrajese de las doctrinas marxistas un sistema ordenado de política actual del tipo Príncipe. El tema sería el partido político en sus relaciones con las clases y con el Estado: no el partido como categoría sociológica, sino el partido que quiere fundar el Estado.[...]Se trataría, en resumen, no de compilar un repertorio de máximas políticas, sino de escribir un libro “dramático” en cierto sentido, un drama histórico en acto, en el que las máximas políticas se presentasen come necesidad individualizada y no como principios de ciencia”.

Por otra parte, en este cuaderno clave en la elaboración teórica de Gramsci, nos encontraremos, a propósito de Maquiavelo con algunos de los topoi clásicos del gramscismo: guerra de movimientos-guerra de posiciones, violencia-hegemonía, oriente y occidente, etc. Maquiavelo, para el Gramsci de la cárcel, es una auténtica llave de salida de sus “dos cárceles”: la cárcel de piedra fascista y la cárcel de palabras del stalinismo ascendente. Frente al determinismo histórico del macizo ideológico marxista, frente al providencialismo basado en el “saber científico” de los dirigentes de los partidos, Gramsci, apoyándose en Maquiavelo  propone una nueva teoría de la práctica política como “necesidad individualizada” no reductible a los principios generales de ninguna ciencia, ni deducible de ellos. Décadas antes de la propuesta althusseriana de un materialismo aleatorio, Gramsci propone ya una política de la singularidad activa en la coyuntura.

Esta perspectiva de la singularidad se opone a toda concepción de la historia basada en supuestas leyes. La racionalidad de la historia no se basa en leyes a priori, sino en un hacer que constituye la nueva realidad y las leyes que la rigen. De ahí que El Príncipe no sea una descripción de constantes de la política, una formulación de leyes, sino un conjunto de máximas y ejemplos organizados en torno a una exhortación final “A tomar Italia y a liberarla del poder de los bárbaros”. El Príncipe será así, ante todo, un manifiesto, un manifiesto dirigido públicamente y desde el pueblo (cf. dedicatoria) a un príncipe que aún no existe para exhortarlo a dar el paso, desviándose del curso normal de las cosas, que permita crear en Italia un Estado moderno sobre el modelo de Francia o de España.

“La doctrina de Maquiavelo no era en su tiempo una cosa puramente “libresca”, un monopolio de pensadores aislados, un libro secreto que circula entre iniciados. El estilo de Maquiavelo no es el de un tratadista sistemático, como los que había en la Edad Media y el Humanismo, es enteramente otra cosa: es estilo de hombre de acción, de quien quiere impulsar a la acción, es estilo de “manifiesto” de partido.” (Q13§20)

Se han planteado los historiadores del pensamiento la cuestión del destinatario de este manifiesto. Hay un destinatario manifiesto del Príncipe que es un príncipe muy concreto, Lorenzo el Magnífico de Medicis, el duque de Florencia, pero vemos que en el texto mismo se van definiendo los términos de una ecuación cuya “x” apunta mucho más allá de este destinatario formal. Van determinándose en el texto del Príncipe las condiciones que deben cumplirse para que surja un príncipe, pero ese príncipe es aún desconocido, es más es por motivos esenciales, un príncipe que no existe. Los príncipes que existen, por el hecho mismo de seguir siéndolo, no necesitan las lecciones ni las exhortaciones de Maquiavelo: ellos o no necesitan saber o, en cierto modo, ya saben. Así nos dirá Gramsci que:

“Se puede suponer por consiguiente que Maquiavelo tenía en mente a “quien no sabe”, que su intención era hacer la educación política de “quien no sabe”, una educación política no negativa, de odiadores de tiranos, como parecería entenderlo Foscolo, sino positiva, de quien debe reconocer como necesarios determinados medios, aunque sean propios de los tiranos, porque quiere determinados fines.[...] ¿Quién, pues, “no sabe”? La clase revolucionaria de su tiempo, el “pueblo” y la “nación italiana”, la democracia ciudadana que expresa desde su interior mismo los Savonarola o los Pier Soderini y no los Castruccio o los Valentino. Puede considerarse que Maquiavelo quiere convencer a estas fuerzas de la necesidad de tener un “jefe” que sepa lo que quiere y como obtener lo que quiere, y de aceptarlo con entusiasmo aunque sus actos puedan ser o parecer contrarios a la ideología difusa del tiempo, la religión.” (Q13§20)

El Príncipe es así, para Gramsci, un manifiesto revolucionario popular. Es, por consiguiente, un texto con características propias en las que destaca la dimensión mítica en su compleja articulación con el contenido racional: “La característica general del Príncipe es que no constituye un tratado sistemático sino un libro “vivo” en el que ideología política y ciencia política se funden en la forma dramática del mito. Las formas en que la ciencia política se configuraba se movían entre la utopía y el tratado escolar antes de Maquiavelo , este dio a su concepción la forma fantástica y artística, gracias a la cual el elemento doctrinal y racional se encarna en un “condottiero” que representa plásticamente y “antropomórficamente” el símbolo de la voluntad colectiva” (Q13, 1)

Ahora bien, el Príncipe mítico no existe todavía: el manifiesto es un dispositivo para traerlo a la existencia. El manifiesto aspira a constituir a partir de esa figura imposible a la vez mítica y racional, de ese monstruo que debe poder ser hombre y bestia, zorro y león, que se sitúa para poder fundarla fuera del orden de la ciudad y de sus poderes constituidos, un nuevo sujeto político que Maquiavelo concibe como un individuo dotado de una potencia propia (virtù) capaz de determinar a su favor las condiciones objetivas, de actuar en la coyuntura como la pieza que falta para subvertir los equilibrios del orden que ya existe y producir un orden nuevo. El Príncipe de Maquiavelo, como su heredero, el Abraham de Hegel o como el clinamen de Lucrecio, surge de la nada. El Príncipe “está escrito para un hipotético “hombre de la providencia” que podría manifestarse como se manifestara el Valentino u otros “condottieri”, a partir de la nada, sin tradición dinástica, por sus cualidades militares excepcionales.”

No se puede llegar más lejos del “marxismo realmente existente” en los años 30. Del marco determinista ya sea económico o dialéctico no queda aquí nada. Estamos ante una nueva lógica, una lógica de los encuentros al margen del principio de razón, ante una teoría de lo singular complejo, de la articulación aleatoria de lo múltiple, de la inmanencia radical que niega toda reducción del proceso histórico a una esencia simple. Así critica Gramsci en el cuaderno sobre Maquiavelo el marxismo determinista como un “partido” contrario a la necesaria articulación de fuerzas, a la constitución de un bloque histórico que exige compromisos, un partido marcado por: “la convicción férrea de que existen para el desarrollo histórico leyes objetivas que tienen el mismo carácter que las leyes naturales, junto a la persuasión de un finalismo fatalista semejante al religioso; dado que las condiciones favorables acabarán fatalmente por darse y estarán determinados por ellas, de un modo algo misterioso, con acontecimientos palingenéticos, se concluye la inutilidad sino el carácter nocivo de toda iniciativa voluntaria tendente a predisponer estas situaciones conforme a un plan.”(Q13.§22). Es difícil no reconocer el mismo tono e incluso argumentos semejantes que los empleados por Althusser en sus críticas al economicismo, al humanismo y a la dialéctica...e incluso a Antonio Gramsci en Lire Le Capital.

Del lado de Althusser

Althusser dedica un capítulo casi entero de Machiavel et nous a la lectura gramsciana de Maquiavelo. Aquí ya están enteramente ausentes los tonos de la polémica anithumanista y antihistoricista y, en torno a Maquiavelo, se establece con Gramsci una alianza teórica mucho más fuerte que la anterior discordia.  Althusser coincide en lo fundamental de su análisis con los elementos resaltados por Gramsci: la determinación histórica del texto del Príncipe como manifiesto en favor de la constitución de una monarquía absoluta y de un Estado soberano territorial de base popular, la calificación del Príncipe como un manifiesto, así como el vacío en el que se sitúa la figura del Príncipe, su falta de pasado, de linaje, de posición social en el orden existente. Se resalta también el hecho de que la intervención del nuevo príncipe no se desprende de las condiciones establecidas sino que, por el contrario, modifica este marco radicalmente, produciendo efectos incalculables. Althusser reconoce así plenamente su deuda con Gramsci, pero va más allá, avanza de manera más clara y abierta hacia la perspectiva de un materialismo aleatorio.

Althusser reconocerá en Gramsci el sagaz lector de Maquiavelo que ha logrado reconocer en el Florentino lo que otros no consiguieron ver: el formulador de una historia escrita en futuro o abierta al futuro. Es esta la otra historia que, como vimos, reclamaba Althusser en Lire Le Capital. Es útil aquí recurrir al contraste entre el Maquiavelo de Gramsci y de Althusser y el de Hegel. Hegel se interesó también por Maquiavelo en un texto del capítulo nueve de su Constitución de Alemania escrito entre 1798 y 1803. Hegel fue capaz de reconocer en Maquiavelo la formulación de un problema político similar al planteado por la Alemania dividida y débil de principios del XIX, una Alemania que, como la Italia de Maquiavelo, necesitaba un Estado que la modernizase. Sin embargo, aun siendo consciente del carácter político del problema maquiaveliano -y alemán- solo pudo Hegel pensarlo desde la perspectiva especulativa, desde el eterno presente de la idea del Estado, desde la fe en su necesario despliegue reconocible en el presente.

Gramsci no entra en esa especulación y, maquiavelianamente, “va dritto alla realtà effettuale della cosa”. Emite Gramsci un diagnóstico sobre la situación italiana cuyo desarrollo social y político se encontraba bloqueado por la persistencia de ese peculiar “momento democrático” -para Gramsci un momento de estacamiento de indecisión en la lucha de clases- que se llama fascismo. Italia está unificada cuando escribe Gramsci desde hace más de 60 años, pero está “mal” unificada. Persiste la cuestión meridional, la situación semicolonial del sur de Italia respecto del norte industrial, persiste también la explotación del proletariado y de las demás clases trabajadoras. Maquiavelo, para Gramsci, encerrado en su prisión fascista -cuyos muros eran el más claro exponente del bloqueo del proceso histórico- representa una perspectiva de acción política: la de la constitución de un nuevo Estado. Althusser afirma así que: “Si Maquiavelo le habla a Gramsci, no es en pasado, sino en presente, mejor aún, en futuro” (MeN.45)

¿Qué es lo que ve Gramsci en Maquiavelo según Althusser? A la vez la necesidad de lograr la unidad nacional italiana y la exigencia para ello de un instrumento específico: “una nación no se constituye espontáneamente. Los elementos preexistentes no se unifican por sí mismos. Hace falta un instrumento que forje su unidad, reúna sus elementos reales o potenciales, defienda la unidad realizada y extienda potencialmente sus fronteras. Este instrumento es el Estado nacional único.” La constitución de ese Estado que realiza la unidad nacional es, según la lectura de Gramsci, el fin que se propone Maquiavelo. El fin del propio Gramsci es “la revolución proletaria y la instauración del socialismo” en las condiciones peculiares y particularmente complejas de Occidente.

Si para la creación del Estado nacional Maquiavelo había reconocido la necesidad de un Príncipe Nuevo, Gramsci llamará Príncipe Moderno al sujeto político capaz de dar forma a la materia existente, de unificar como fuerza nacional al proletariado disperso y desorganizado bajo ese violentísimo momento inorgánico que es el fascismo. La finalidad es la constitución de un bloque histórico junto con otras clases y otros aparatos políticos e ideológicos en el que el proletariado y su partido ejerzan su hegemonía. “El Príncipe Moderno de Gramsci -dirá Althusser- es el partido político proletario marxista-leninista. Ya no es un simple individuo y la historia no está a la merced de la “virtù” de ese individuo (p.48).

Vimos como Gramsci calificaba el texto del Príncipe de “manifiesto revolucionario”. Althusser explorará las características de ese manifiesto partiendo de la definición gramsciana. Verá en él “un dispositivo enteramente específico que establece relaciones particulares entre el discurso y su “objeto”, entre el discurso y su “sujeto”.  Para Althusser, El Príncipe es un texto inquietante (“saisissant”) pero al mismo tiempo inasible (“insaisissable”). Un texto que interpela a su lector y lo sobrecoge (“saisit”), pero que todos su lectores reconocen como inasible. Esto obedece a su profundo desfase respecto de lo que es un texto científico “normal”. Maquiavelo proclama ciertamente en el prólogo de los Discorsi que ha descubierto un nuevo territorio, una nueva ciencia, pero su ciencia no es aplicación de unos principios generales a los que se pliegan los casos particulares como en Montesquieu -o en el socialismo científico- sino una ciencia de otro tipo. Si en la ciencia “normal” existe un discurso sin sujeto, sin destinatario ni interlocutor, un discurso válido para todos y para nadie, la teoría de Maquiavelo, si se aborda al margen de toda subjetividad, de toda acción, escapa de las manos al lector, como un puñado de arena: “si hay ciertamente en él una teoría, resulta sumamente difícil e incluso imposible enunciarla de forma sistemática, bajo la forma de la universalidad del concepto, que, sin embargo, debería revestir.”4 El pensamiento de Maquiavelo se nos escurre entre las manos porque escapa a las buenas reglas convencionales. Cabe así preguntarse, según Althusser, “si estos textos no tendrían un modo de existencia enteramente distinto del enunciado de “leyes de la historia”.5

Veamos esto más de cerca: en primer lugar, los textos de Maquiavelo nos aparecen como elementos dispersos, anécdotas, historias y máximas no unificados por un hilo conductor claramente visible. Por otro lado, lo que caracteriza a los distintos fragmentos es el planteamiento de un problema político, no la contemplación especulativa de un objeto. Cuando Maquiavelo se interesa por la “verità effettuale della cosa”, se interesa, como nos enseña Gramsci por la singularidad de la cosa, del caso, pero “la cosa es también la causa, la tarea, el problema singular que hay que plantear y resolver” (52). La cosa se presenta así, a la vez que como objeto de un conocimiento, como causa singular de un deseo, de una acción, causa que se nos presenta imaginariamente como finalidad o como tarea.

El dispositivo teórico de Maquiavelo está dominado por el planteamiento de un problema político concreto. El planteamiento del problema de la práctica política está en el centro de todo: todos los elementos teóricos están por consiguiente dispuestos (todas las “leyes” que se quiera) en función de un problema político central. Ahora bien, este problema político en su especificidad histórica escinde el texto de Maquiavelo internamente otorgándole dos centros: 1) un centro teórico consituido por máximas y principios racionales y 2) un centro práctico representado por la dimensión práctica del propio texto, su estatuto de objeto, de cosa política, de dispositivo destinado a modificar las correlaciones de fuerzas, a crear una nueva realidad.

Nos encontramos así ante una escisión constitutiva entre ser y saber que el psicoanálisis lacaniano nos ha enseñado a reconocer como propia de la formación de todo sujeto. Lacan sostenía que el pienso luego existo cartesiano debería articularse como una disyuntiva: “pienso o existo” con la consecuencia que “no pienso allí donde existo” y “no existo donde pienso”. Un desfase interno constituye así al sujeto. Althusser como atento lector de Lacan piensa en esta escisión cuando se refiere a Maquiavelo. El texto del Príncipe aparece así como la conjunción de un discurso teórico con un discurso por el que se constituye un sujeto político. El Príncipe, como manifiesto, es un dispositivo significante, un conjunto de significantes que produce efectos en la historia. Nos encontramos así según Althusser en un mismo texto con dos espacios discursivos:

“El espacio de la teoría pura, suponiendo que exista, contrasta efectivamente con el espacio de la práctica política. Para resumir esta diferencia, podemos decir muy esquemáticamente, y en términos que habría que transformar, que el primer espacio, teórico, no tiene sujeto (la verdad vale para todo sujeto posible), mientras que el segundo solo tiene sentido por su sujeto, posible o necesario, ya sea este el Príncipe Nuevo de Maquiavelo o el Príncipe Moderno de Gramsci. Para dejar aquí de lado el término ambiguo de sujeto que convendría sustituir por el término agente, digamos que el espacio presente de un análisis de coyuntura política, en su propia contextura, hecha de fuerzas opuestas y entremezcladas solo tiene sentido si preserva o contiene un determinado lugar, cierto lugar vacío, vacío para rellenarlo, vacío para insertar la acción de un individuo o de un grupo de hombres que vendrán a tomar en él posición y apoyo, para reunir las fuerzas capaces de cumplir la tarea política asignada por la historia -vacío para el futuro. “ 6

Un (re)encuentro en lo aleatorio

Si se recuerda la crítica de Althusser a Gramsci en Lire Le Capital, veremos que Gramsci se identifica con el historicismo y el historicismo a su vez con la confusión entre historia (materialismo histórico) y filosofía (materialismo dialéctico). La verdad científica (histórica), según la lectura que Althusser hacía de Gramsci en aquel texto aparecía como el despliegue de una esencia en la historia. La idea era así un momento del despliegue de su objeto o por decirlo en los términos spinozistas caros a Althusser “la idea del círculo aparece como un desarrollo del círculo real”.

En el texto de Althusser que ahora leemos se da un cambio completo de perspectiva, al menos en cuanto se reconoce a Gramsci como el principal lector marxista de Maquiavelo: la presencia de la teoría en la realidad histórica ya no obedece a que la teoría sea una expresión de la realidad histórica, sino que se explica por la colocación en ella de una “máquina de guerra” político-ideológica, el dispositivo “manifiesto”. El Príncipe no es una mera producción histórica indistinguible de las ideologías. Por un lado tiene un carácter racional y científico, resultante de una práctica autónoma. Por otro, sin embargo, es un aparato de subjetivación en el cual se configuran a la vez el Príncipe -definido por el conjunto de caracteres subjetivos que constituyen la “virtù”- y el pueblo que desea y reclama el surgimiento del Príncipe. El manifiesto es una potente interpelación del texto al príncipe y al pueblo que deben ocupar su vacío interno, deben dar forma a la vez al texto y a la realidad. No hay así una lógica determinista, no hay despliegue de una esencia, sino estrategia, trabajo y acción sobre una realidad existente. El Príncipe y el texto que lo acoge como conjunto de significantes que lo sitúan como sujeto, al igual que el propio pueblo, es una realidad aleatoria, en teŕminos de Althusser: “un puro posible imposible aleatorio” (67).

Estamos aquí ante un nuevo tipo de teoría y una nueva inscripción de la teoría en la realidad y en la práctica en clara ruptura con la dialéctica y con el DiaMat staliniano.  Esta nueva problemática pertenece al materialismo aleatorio atribuido corrientemente al último Althusser...en un texto cuya primera redacción es de 1962. Sabemos que en escritos tardíos Althusser definió una línea en la historia de la filosofía que nombró “corriente subterránea del materialismo del encuentro”, materialismo aleatorio o - con una metáfora poética tomada de Lucrecio y de Malebranche quienes probablemente la tienen de la Física de Aristóteles-  “materialismo de la lluvia”. Esta línea, la de Demócrito y Epicuro, la de Spinoza, la de Marx, pero también la de Heidegger o Wittgenstein, se caracteriza por una fuerte afirmación de la facticidad del ser, de la necesidad de su contingencia, más allá del principio de razón que domina la metafísica occidental. Toda necesidad está así subordinada, como en el atomismo antiguo, al acontecimiento previo del encuentro aleatorio. De este modo, es posible pensar fuera de toda trascendencia del ego, en un riguroso plano de inmanencia, las condiciones de una práctica y de la inscripción del individuo humano activo en la realidad, así como los efectos que mediante su práctica puede llegar a producir en ella. No existe así necesidad más que en los órdenes ya constituidos, que estabilizan el encuentro inicial y lo reproducen. Estos órdenes son siempre precarios, siempre relativamente inestables, pues dependen de la articulación de numerosos factores tanto internos como externos. La acción de un individuo o de un grupo (un individuo colectivo) puede determinar así el nacimiento de un orden a partir del desorden o la destrucción concurrente de un orden anterior.

Gramsci, como reconoce Althusser, piensa en estos términos que no son sino los de un pensamiento “en la coyuntura”, atravesado por la realidad que, a través de esa parte de ella que es el propio texto del manifiesto, reclama la constitución de un nuevo sujeto político. Esto permite a Althusser una reconciliación con Gramsci contra el enemigo común economicista y determinista, contra el macizo ideológico del stalinismo. De ahí que, al final del capítulo, Gramsci sea, para Althusser el igual de Maquiavelo en su insasibilidad:

“No es casual que Gramsci, habiendo comprendido el carácter inasible de Maquiavelo, haya podido comprender a Maquiavelo, ni que hable de él en un texto del que Merleau-Ponty podría haber dicho: “¿Cómo lo comprenderíamos?” De hecho, Gramsci es también inasible, por las mismas razones que nos hacen inasible a Maquiavelo.”