"Del sujeto
dividido a la lucha de clases: usos materialistas de la "no
relación" en el psicoanálisis y en el marxismo"
Juan Domingo Sánchez
Estop
(Madrid, 15 de marzo
de 2011))
[Introducción: 1.
Actualidad: revoluciones imprevistas e irrepresentables. 2. Masas y
multitudes. 3. Freud y el comunismo. 4. Freud "reaccionario"
y Los equívocos del freudo-marxismo . 5. Otro nexo entre marxismo y
psicoanálisis (Lacan)]
1.
La irrupción en la actualidad de un nuevo movimiento revolucionario
que hoy recorre el mundo árabe, y que ya empieza a tener ecos en
lugares tan alejados de éste como China o el Estado de Wisconsin, es
un desafío a las categorías y saberes establecidos. Toda revolución
lo es, en cuanto constituye un reto lanzado por lo imposible a la
impotencia siempre expresada en lo posible. En primer lugar, la
absoluta imprevisibilidad de los levantamientos constituye un desafío
al materialismo histórico como sistema racional de determinación de
formas de causalidad social e histórica. No es la primera vez que
esto ocurre, pues ya Gramsci afirmaba en un famoso artículo de
L'Unità que la revolución rusa de 1917 se hizo « contra El
Capital », esto es en ruptura con el determinismo de matriz
económica que el marxismo mayoritario ha creido reconocer en la obra
mayor de Marx. En segundo lugar, es también un desafío a ciertas
posiciones psicoanalíticas como la de Freud en la Psicología
de las masas, pues los
aparentemente espontáneos movimientos de multitudes que se están
produciendo poco tienen que ver con una masa unificada y
homogeneizada por un líder, objeto único de los los distintos
individuos de la masa que han renunciado a su ideal del yo en su
favor.
2. Lo que tenemos
ante nuestros ojos no son estrictamente masas, sino multitudes, en
las que cada singularidad se autoriza a sí misma y autoriza a otras
a actuar. La diferencia entre masa y multitud resulta así patente:
la masa es autorizada por un líder, la multitud puede autorizarse a
sí misma, la masa es indiferenciada y serial, la multitud un
conjunto abierto de diferencias. Lo que observamos también en esa
multitud es el hecho, amargamente lamentado por cierta izquierda, de
que no se atenga a las expectativas de un análisis de clase y no se
vea dirigida por una vanguardia revolucionaria. La multitud plural
que vemos actuar tiene, en efecto, un aspecto sociológicamente
interclasista y se presta mal a la constitución de una
representación especular del enfrentamiento de una clase con otra.
La multitud sale de la lógica del Uno de la totalización y de la
representación que funda la teoría política clásica de la
modernidad occidental desde Hobbes, para afirmarse como conjunto
difuso de singularidades que abre y mantiene abierto un espacio y un
tiempo constituyentes. Sin embargo, tampoco la lógica binaria de la
lucha de clases como enfrentamiento de intereses de clase
contrapuestos le es aplicable. Tenemos así una revolución sin
sujeto y sin líneas de frente (salvo allí donde, como en Libia, la
reacción interior y exterior ha salvado las formas representativas
imponiendo una dinámica de guerra civil).
Estas observaciones
al hilo de la actualidad política dan cuenta de la perplejidad,
tanto práctica como teórica, en que se ve envuelto en
circunstancias como las actuales cierto marxismo tradicional que
fundamenta su acción y su comprensión de la realidad en el
determinismo económico y en la lógica del Uno y de la
representación. La reacción de las izquierdas gubernamentales
latinoamericanas ante la crisis árabe y, sobre todo, ante la
insurrección libia es ejemplar a este respecto. Creemos, sin embargo
que en el psicoanálisis y en la propia obra de Marx, se encuentran
algunos elementos que permiten salir de esa perplejidad y con ella
del estancamiento y la impotencia teórica y práctica que aquejan
hoy a a la izquierda. En ese esfuerzo reconocemos como antecesores a
Alain Badiou, Jacques Rancière y Jorge Alemán, tres de los
pensadores que han intentado determinar un nuevo tipo de enlace entre
la izquierda y el psicoanálisis lacaniano.
3.
El encuentro entre el psicoanálisis y el marxismo tuvo desde el
principio un carácter problemático. Para Freud el marxismo se
presentaba como una variante del optimismo de las Luces, una
ideología que aspiraba a la reconciliación universal y a una
posible paz perpetua, tras la violenta resolución de las
contradicciones del capitalismo.
En otros términos, el comunismo se presentaba como un utópico
estado de equilibrio homeostático en el cual el principio de placer
realizaba sus objetivos a través de la mediación de un principio de
realidad puesto a su servicio. « Los
comunistas, sostiene Freud, creen haber encontrado la vía para
librar al hombre del mal. El hombre es inequívocamente bueno, tiene
buena intención hacia el prójimo, pero la institución de la
propiedad privada ha corrompido su naturaleza .[...] Si se
suprime la propiedad privada [...]la malevolencia y la hostilidad
desaparecerán entre los hombres. Dado que todas las necesidades
estarán satisfechas, nadie tendrá motivos para ver en el otro su
enemigo; todos se someterán con entusiasmo al trabajo necesario »
(Freud, Malestar
en la cultura,V,
(PUF, p. 55). Esta presunta solución económica es calificada por
Freud como una « ilusión inconsistente », pues la
supresión de la propiedad privada elimina sólo uno de los resortes
de la agresión, pero no el más importante que no es sino la
pervivencia necesaria de la pulsión
de muerte
como rasgo estructural del ser humano. La aspiración del marxismo a
una sociedad unificada y coherente choca, efectivamente, con la
irreductible división del sujeto que Freud pone de relieve, división
que no es sólo la que distingue el yo y el ello, sino la que opone y
articula las dos pulsiones fundamentales, eros y thanatos, pulsión
erótica y pulsión de muerte. El descubrimiento de la pulsión de
muerte, cuyas manifestaciones más evidentes son traídas a escena
por la guerra de 1914-1918, pone fin en Freud al ensueño ilustrado
de una sociedad definitivamente pacificada, pero sobre todo a la idea
de que el objetivo del psicoanálisis pueda ser nunca alcanzar un
sujeto coherente y normalizado. La violencia, la irreductible
bestialidad humana resisten a toda civilización; son un dato
esencial del ser humano que da cuenta de su lado destructivo. Tal vez
esta constatación sin ilusiones, que se opone a los ideales de
Paideia de la ética aristotélica y a todas las ilustraciones
sucesivas sea lo que mejor protegió al psicoanálisis de la ola
fascista que intentó restablecer por la violencia la coherencia
perdida.
4. Desde una
perspectiva « progresista », Freud aparece, sin embargo,
como un reaccionario, un pesimista antropológico inclinado incluso
algunas veces a apoyar fórmulas políticas autoritarias tal como
hace en su respuesta a Einstein en ¿Por qué la guerra?. Su
reconocimiento de la existencia de una pulsión destructiva en el
hombre, de una pulsión de muerte, fue, como se sabe, uno de los
aspectos de la obra del fundador más controvertidos para el
psicoanálisis posterior a Freud, que se apresuró a hacer caso omiso
de este descubrimiento en favor de fijarse como objetivo final de la
cura un yo integrado y coherente, un yo « positivo »
acorde con la economía del principio de placer articulado al
principio de realidad y con la economía capitalista en general. En
este rechazo de la pulsión de muerte, la corriente mayoritaria del
psicoanálisis vino a coincidir con el freudomarxismo que
reivindicaba el eros y el principio de placer como aspectos
fundamentales de una personalidad sana e integrada. El reconocimiento
de la pulsión de muerte como determinante fundamental del psiquismo
va a contracorriente de la tendencia ilustrada y progresista en que
se mueven tanto la ideología burguesa mayoritaria como la corriente
progresista mayoritaria dentro del marxismo y el socialismo.
Con todo, la pulsión
de muerte no es mera destrucción: su posible enlace con el eros, su
inscripción dentro de un discurso que la limita es un elemento
indispensable de la historicidad del ser humano. Frente al orden
compacto de una sociedad dominada por los dos grandes consensos
liberal-democrático y capitalista que definen, según los sucesores
de Kojève, el fin de la historia, la pulsión de muerte y la
irreductible división del sujeto que esta entraña introducen una
cuña en la totalidad imaginaria del ego y de la sociedad, abriendo
un espacio para el conflicto, el antagonismo y la política.
De lo que se trata, para Freud, pero también para un Marx liberado
del marxismo es de pensar órdenes sociales marcados no ya por una
vocación homeostática de eternidad, sino por su intrínseca finitud
y mortalidad, por su división interna insuperable. Sólo en estas
condiciones, es posible, en efecto, pensar la política. En esto,
Marx y Freud están quizá mucho más de acuerdo de lo que parece en
contra del marxismo mayoritario y del psicoanálisis de la IPA, pues
Marx no ve en el comunismo el fin de la historia, sino su comienzo.
Tanto en Marx como en Freud, de lo que se trata es de liberarse de la
economía como mecanismo de equilibrio y de totalización imaginaria:
sólo en un más allá de la economía es posible pensar la
problemática y conflictiva libertad que corresponde al animal
hablante.
5.
Creemos posible un enlace no progresista ni económico entre
psicoanálisis y marxismo, diferente del propuesto por unos
freudomarxismos que defendieron, haciéndolo pasar por una
transgresión, el imperativo de goce que domina nuestra sociedad. La
verdadera transgresión, la única posible es la que rompe con la
lógica económica centrada en una permanente promesa de satisfacción
de los objetivos del principio de placer. Esta transgresión
fundamental del principio de equilibrio que rige la economía tiene
un nombre lacaniano: « non
rapport sexuel »,
« no relación sexual ». Su correlato marxista es una
concepción no imaginaria de la lucha de clases. Nos centraremos, por
lo tanto en las dos « no relaciones » que estructuran al
sujeto como sujeto dividido como perteneciente a uno u otro sexo y a
la sociedad como escindida en y por la lucha de clases. Si queremos
poner palabras a las dos tesis correspondientes, las podremos
sintetizar en la fórmula lacaniana « no hay relación sexual »
y en la fórmula que utiliza Marx en su carta a Weidemeyer: « la
lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del
proletariado », en otros términos: « no hay relación
social ». La aplicación de ambas fórmulas nos conducirá al
reconocimiento de que la no relación reconocida por Lacan en cuanto
a la sexualidad humana, también se aplica, si se lee adecuadamente
la obra de Marx a la supuesta « relación social ». Por
otra parte, veremos cómo la idea de dictadura del proletariado
coincide con la desaparición con el proletariado como clase y no con
su perpetuación a través de formas de representación del
proletariado como totalidad. El proletariado nos aparece así como un
« no-todo », un « pas-tout » que corresponde
al lado femenino. Quizá allá que dar la razón y a la vez la vuelta
, al menos en lo que se refiere a los tunecinos, al viejo proverbio
xenófobo marroquí que afirmar que: « Los
argelinos son perros, los tunecinos mujeres y los marroquíes
leones. » En las últimas revoluciones las « mujeres »
se están llevando la parte del león.
La no
relación sexual
[1.Como principio
básico del descubrimiento de Freud: el sentido del determinismo
sexual. 2. El sujeto dividido por el lenguaje: animal loquens.
3. Lenguaje distinto de un aparato instintivo: ni naturalidad del
lenguaje ni language instinct. La entrada en el lenguaje como
ruptura. El Edipo, la castración y el nombre del Padre. 4.
Significante y sujeto. 5. El falo como significante "común"
a los dos sexos: la sexuación. No hay relación sexual. ]
1.
El escándalo que supone la obra de Freud suele asociarse con el
descubrimiento de la etiología sexual de las neurosis y con la tesis
general de la determinación sexual de la actividad inconsciente.
Este escándalo es, sin embargo, un escándalo menor, un escándalo
que sólo afecta a ciertos tabúes morales del puritanismo
decimonónico y que, hoy en gran medida, ha quedado neutralizado por
la moral sexual permisiva de nuestras sociedades liberales.
Ciertamente, el propio Freud, en un momento inicial, pudo tener la
tentación de considerar que la cura de las neurosis podía consistir
en una completa liberación sexual, que de lo que se trataba era de
liberar el deseo a la manera de las contraculturas de los años 60.
Esto es lo que aún se aprecia, por ejemplo, en su correspondencia
con Fliess donde la etiología sexual de la neurosis se identifica
con la mera represión sexual y se propone explícitamente como cura:
« La única alternativa -según Freud, a la neurosis-
sería la libre relación sexual entre jóvenes varones y mujeres de
condición libre, pero esto sólo sería viable si existieran métodos
contraceptivos inocuos. »
(Cf.Freud a Fliess, Borrador B. Sobre la etiología delas neurosis).
Este texto constituye un curioso punto de encuentro entre un mito de
la contracultura y el paraíso islámico, pero, aunque se confunda
con la primera y última palabra de Wilhelm Reich, dista de ser la
última palabra de Freud sobre la sexualidad. El fundamento de la
solución que propone tiene ciertamente que ver con la etiología
sexual de las neurosis, pero parte como vemos del ideal de una
relación sexual completa y satisfactoria, de una imaginaria
complementariedad de los sexos en la madurez genital.
El
problema de la determinación sexual de las neurosis y, más en
general, del psiquismo humano tiene una dimensión más radical, que
hace palidecer el pequeño escándalo moral de la supuesta liberación
sexual, pues su punto de partida es el hecho clínicamente constatado
de que no existe forma « normal » de la sexualidad
humana. La sexualidad en el ser humano no obedece a la normalidad y
la regularidad del instinto, sino que, como demuestran los Tres
ensayos sobre la teoría sexual (1900) de
Freud, es esencialmente
perversa y aberrante desde el punto de vista de sus objetos y de sus
objetivos de satisfacción. De ahí que Freud definiera al niño como
« perverso polimorfo » y sostuviera que las formas
aparentemente « naturales » de sexualidad resultan tan
problemáticas como las llamadas « perversas ». De ahí
su afirmación de que « la independencia de la elección de
objeto respecto del sexo del objeto, la libertad de disponer
indiferentemente de objetos masculinos o femeninos » es
considerada por el psicoanálisis como « la base originaria a
partir de la cual se desarrollan, tras una restricción en un sentido
o en otro, el tipo normal así como el invertido. [...] Desde el
punto de vista del psicoanálisis, por consiguiente, el interés
sexual exclusivo del hombre por la mujer es también un problema que
requiere explicación y no algo evidnete y que habría que atribuir a
una atracción quílmica en su fundamento ». (Freud, Tres
ensayos, Las aberraciones sexuales, nota añadida en 1915.). No
existe, efectivamente, en el hombre una relación natural entre los
dos sexos comparable a la complementariedad imaginaria que estos
tienen en el mundo animal, donde, merced al instinto, puede decirse
que ambos sexos « encajan », están en relación.
Ciertamente, la especie humana llega a reproducirse y se producen las
operaciones y combinaciones de material genético necesarias para
ello, pero esto sólo ocurre a través de un proceso complejo y
azaroso mediado por el lenguaje. La supuesta madurez genital de la
sexualidad, que supuestamente culminaría una evolución desde formas
de sexualidad perversas supuestamente « primitivas » o
infantiles es más un ideal social -asumido y desarrollado por las
tendencias psicoanalíticas de influencia norteamericana- que una
realidad clínica o un objetivo posible de la cura. No existe en el
animal hablante ni una norma ni una normalidad sexual que pueda
determinarse y aun menos perseguirse.
3.
Este apartamiento radical de toda economía instintiva está
relacionado con el hecho de que el hombre es de manera no
contingente, sino esencial, animal loquens.
Este hecho ya constatado por Aristóteles y por buena parte de la
tradición filosófica, tiene, sin embargo, un sentido particular en
el psicoanálisis, pues el enlace que el psicoanálisis tematiza
entre lenguaje y sexualidad hace perder al lenguaje todo carácter
« natural ». A diferencia de lo que sostiene Aristóteles
o de lo que afirman hoy los psicólogos cognitivistas defensores del
« language instinct » como Steven Pinker, para el
psicoanálisis lacaniano el lenguaje no es ningún equipamiento
instintivo ni natural del ser humano. El lenguaje tiene poco que ver
en el animal hablante con equipamientos instintivos tales como el
sónar de los murciélagos caro a los teóricos del instinto
lingüístico.
El
ser humano entra en el orden del lenguaje, en el orden del
significante, no a través de la maduración de una capacidad
instintiva innata, sino mediante una ruptura típicamente ilustrada
por el mito de Edipo, ruptura que representa también el abandono
definitivo del instinto y de las necesidades animales. El animal
hablante pasa así de la satisfacción inmediata, imaginaria, que le
aporta la fusión con la madre, a una separación de esta motivada
por la irrupción de la tercera persona del drama familiar infantil
que es el Padre. El Padre representa a la vez la ley y el lenguaje:
la ley que excluye la satisfacción inmediata y fusional, y el
lenguaje que, simultáneamente, permite e impone que toda búsqueda
de satisfacción se vea mediada por una demanda, por un enunciado
verbal dirigido a otro. El fin de la relación fusional con la madre
se denomina castración, pues castración no es sólo amenaza de
ablación de un órgano físico como en la resolución clásica del
conflicto edípico, sino « privación de la mujer », como
en el mito del Padre de la horda. La castración, el corte, la
ruptura por excelencia, es lo que determina el ingreso en el orden
del significante y el abandono del orden instintivo y puramente
imaginario. Esto trae consigo una pérdida irrecuperable. Por otra
parte, el lenguaje nos permite e impone una demanda que siempre se
queda corta en relación con el deseo. El deseo nunca renuncia al
objeto perdido, pero el objeto perdido, a su vez, nunca es
representable en la demanda, no puede simbolizarse en el lenguaje.
Entre demanda y deseo queda siempre un resto irrepresentable que es
la causa del deseo. Estrictamente, se trata de un objeto perdido, de
una nada, de una carencia (un manque)
que tiene estatuto de causa. De ahí que la cadena del deseo, « the
train of desires », coextensiva con la propia vida según
Hobbes, sea un proceso infinito en el cual, de un significante se
pasa a otro dentro de una sucesión metonímica sin límites, movida
por la reiteración de esa irremediable carencia.
Junto a esta cadena
metonímica que se expresa en el deslizamiento de un significante a
otro en el proceso infinito del deseo, tenemos un orden metafórico
en el cual cada término pueden ser sustituido por otro. Es lo que en
lingüística se ha llamado el orden paradigmático y que en el
psicoanálisis lacaniano tiene una función inaugural, una función
de ingreso en el orden del lenguaje, pues la metáfora inicial con la
que el sujeto entra en el orden lingüístico no es otra que la
metáfora paterna, el Nombre del Padre que sustituye al significante
primordial, el falo, que no era inicialmente sino el significante del
deseo de la madre. Esta sustitución constituye la castración
simbólica. La relación al nombre del Padre será, por lo demás,
esencial a la hora de constituir una realidad, un mundo con otros, a
través del orden del significante. La completa exclusión del
Nombre del Padre conduce a la psicosis, a la pérdida de una realidad
que sólo existe para el animal hablante como tal realidad en tanto
que simbolizada en la cadena significante.
4. La entrada en el
orden del significante es también simultánea a la constitución del
sujeto. El sujeto no preexiste al lenguaje, sino que, estrictamente
es un efecto del lenguaje y más precisamente de la cadena
significante. Por ello, no puede afirmarse que el lenguaje sea un
instrumento de comunicación, un sistema de signos, pues un sistema
de signos, de pares significante-significado, supone ya la existencia
del sujeto que se vale de ellos para comunicarse con otros. La tesis
lacaniana es en esto sumamente radical: lo que se tiene
primordialmente en cuenta en el lenguaje no es el signo, sino el
significante, esto es la materialidad del signo lingüístico
saussureano. Lo que determina el surgimiento del sujeto como tal es
el significante, siendo el significado un efecto del significante. La
definición lacaniana del significante no parte del concepto de
sujeto como ocurre con la de signo, sino de la relación entre
significantes. Será, por consiguiente una dfinición o determinación
indirecta. Un sujeto representa una cosa para otro sujeto mediante
un signo; mientras que « un significante representa a un sujeto
para otro significante ». La materialidad de la palabra, el
significante separado del significado y puesto en posición de
anterioridad respecto del significado, determina a un sujeto que,
como el pueblo según el Leviatán de Hobbes, sólo puede ser en
tanto que representado, que sólo existe como tal en y por su entrada
en el orden del significante. Por otra parte, el significante es algo
que siempre está en el lugar del Otro. Esto es algo que, incluso
empíricamente puede comprobarse por el hecho de que venimos a un
mundo en que existe siempre ya un lenguaje constituido, en el que se
nos nombra. Las palabras que usamos son siempre las palabras del Otro
que constituye el tesoro de los significantes. Esto hace que el
sujeto, más que hablar « sea hablado » por la propia
cadena significante. El sujeto no es el que habla, sino lo que es
hablado, por un ello que es lo que realmente habla: « ça
parle ».
5.
Dentro de este contexto, la diferencia sexual, la sexuación, se
plantea en Lacan, no en términos de diferencia fisiológica, sino de
relación a un significante primordial, el falo. La particularidad de
la sexualidad humana es que, a diferencia de la sexualidad animal
regida por el instinto y la identificación imaginaria, está
enteramente determinada por el lenguaje, por el orden significante en
que habita el animal hablante. No hay en este plano del significante
dos sexos orgánicamente definidos que se complementen, sino un sólo
significante para los dos sexos: el falo. Como sostiene Lacan en un
provocativo ejemplo que propone en RSI (p.106): « Le
singe se masturbe, c'est bien connu! Et c'est en quoi il ressemble à
l'homme, c'est bien certain! [...] La seule différence entre le
singe et l'homme, c'est que le phallus ne consiste pas moins
chez lui en ce qu'il a de femelle qu'en ce qu'il a de dit mâle, un
phallus, comme je l'ai illustré par cette brève vision de tout à
l'heure, valant son absence.”
El falo no es el pene,
no es un órgano natural, sino un significante cuya fundamento es una
propiedad del órgano viril: « El falo,
afirma Lacan, es pensable como excluido »,
pues es « aislable en sus funciones de tumescencia y
destumescencia ». Como significante es originariamente el
significante del deseo de la madre, ese imposible falo materno que el
niño viene a suplir a riesgo de su propia existencia como sujeto. El
descubrimiento de la castración materna coincide con la amenaza
paterna de castración dirigida al niño. El falo aparece así como
algo separable, como un primer significante que puede estar o no
estar, que el sujeto puede tener o no tener en una primera toma de
distancia respecto de la naturaleza y lo orgánico. La relación de
cada uno de los sexos al falo será distinta: uno lo tiene o hará
como que lo tiene, y otro lo es o hará como que lo es, pero ambos
sexos se determinarán como tales en relación exclusivamente al falo
y al goce fálico. Esto determina el surgimiento de dos lógicas
diferenciadas en la posición de cada uno de los sexos.
Para
el lado masculino, tendremos una castración universal:
todos los varones están castrados, con una excepción, la de al
menos uno que no lo está. Existe al menos uno que no está castrado.
Esta univrsalidad fundada en la excepción responde a la lógica de
la función fálica fundada en la alternativa tener-no tener. El
resultado es que, gracias a la excepción, se hace posible totalizar
el conjunto de todos los hombres bajo una misma característica: la
castración. La excepción en Lacan como en Carl Schmitt
reafirma así la norma, confirma la regla. Del lado femenino, no
puede decirse que la mujer, al no tener el falo, esté castrada. Por
esta razón, no cabe excepción: no existe ninguna que no esté
castrada. Esta frase puede leerse poniendo el énfasis y los
paréntesis lógicos en distintos segmentos: « no existe
ninguna que no (esté
castrada) » o « no existe ninguna que (no esté
castrada) ». En el primer
caso tenemos que todas están castradas, lo que abre la posibilidad
de una sexualidad fálica también para la mujer, pero también la de
que no sea aplicable a ninguna la propiedad de « no estar
castrada », lo que hace posible un tipo de goce distinto del
fálico. En resumen, si puede hablarse de todos los hombres gracias a
la castración, la no castración de la mujer no conduce a ninguna
totalidad: las mujeres no son todas. Lo característico de la
feminidad es el no-todo.
Esto hace, que la relación a un mismo significante divida los sexos,
pero de una manera no exhaustiva, pues, si bien estos son más de
uno, ese más de uno no hace un dos, no constituye dos todos. Nos
encontramos así con una falla que separa los sexos dentro de algo
que jamás puede reconstituirse como un todo. No existe una relación
formulable en términos de negación entre el hombre y la mujer que
haga posible una negación de la negación. Si la mujer es el « no
hombre », la negación del « no hombre » no da como
resultado un retorno al hombre, sino una serie abierta. De ahí las
fórmulas provocadoras de Lacan: No hay relación sexual o La mujer
no existe y su manera de escribir La
mujer con una barra sobre el artículo.
« El sexo es
el destino » decía Freud. Aquí vemos cómo el destino es un
destino infinito en el cual la dualidad no puede nunca conciliarse en
uno, porque uno de sus dos términos no se atiene a la ley del Uno de
la totalidad, sino a la del uno-a-uno o, más bien una-a-una. De este
modo nos encontramos con una escisión incompleta y con un uno
siempre fisurado. « No hay relación sexual » significa
también no hay economía, ni ontología, no puede haber un orden del
significante completo. La pulsión de muerte, el más allá del
principio de placer, que no se detiene en ninguna satisfacción
parcial impide todo equilibrio económico estable. Veamos ahora cómo
la crítica de la economía política marxista encuentra también su
fundamento en una escisión de los social análoga a la que acabamos
de describir.
II. La
no relación en el plano social
Marx descubre el
síntoma (Lacan). 2. Valor y explotación: la imposibilidad de una
economía política. 3. Las clases como imposible "dualidad"
(Marx, Althusser): dos no se concilian en uno. Un proletariado
« femenino »
1.
Afirma Lacan en varios momentos de su obra que Marx es el inventor
del síntoma.
Esta frase misteriosa se aclara cuando nos remitimos a la concepción
lacaniana del síntoma como « retorno
de la verdad como tal en la falla de un saber »
(Lacan, Du sujet
enfin en question,
Ecrits I, p. 107). Marx es, en efecto quien cuestiona a la vez el
saber absoluto de Hegel, « perturbando » los « ardides
de la razón » y la coherencia de los equilibrios de la
economía política obtenida por obra de la « mano invisible ».
El descubrimiento de Marx es precisamente que el pretendido saber
absoluto hegeliano o el equilibrio del mercado de los economistas
sólo pueden presentarse como tales a costa de omitir las condiciones
reales de existencia y las relaciones concretas y antagónicas de
producción en que viven y producen los hombres reales. A la idea de
un todo del saber o de la economía que funciona sin perturbaciones,
Marx opondrá una determinación material y materialista de todo
saber y una determinación de la propia existencia de la esfera
económica por una relación antagónica fundamental. La crítica de
Marx se ejerce así sobre las coherencias imaginarias postuladas por
la ideología burguesa y sobre el pretendido saber en que estas se
expresan, para abrir paso a una designación de lo real del
antagonismo expresado en la lucha de clases. De ahí que Louis
Althusser, paralelamente a Jacques Lacan reconociera en Marx lo que
denomina una « lectura sintomal » de los clásicos de la
economía política y de la filosofía, una lectura que « descubre
lo no descubierto en el propio texto que lee, y lo refiere a otro
texto, presente en el primero con una ausencia necesaria »
(LA, LLC,
I, 29).. La crítica es así lectura que se orienta a lo « invisible
que se nos escapa como lapsus, ausencia, falta o síntoma teórico »
(LLC, I, 27), esto es, lectura que se orienta a la verdad que se abre
paso a través de la falla del saber. Esta falla del saber que hace
imposible el funcionamiento del dispositivo teórico de la economía
política y desrealiza su objeto, la supuesta esfera económica
autorregulada, no es sino la abierta por la lucha de clases. La lucha
de clases afectará en su mismo centro el proceso de producción del
valor de cambio, pues toda producción de nuevo valor, de plusvalor
es inseparable de la explotación de la fuerza de trabajo.
2. El elemento
central de la crítica marxista de la economía política es como se
sabe una crítica de la teoría del valor. La teoría del valor es
fundamental en la obra de los economistas clásicos, pues a partir de
ella se puede comprender la posibilidad de un intercambio
generalizado de mercancías. El valor de cambio es, en efecto, esa
propiedad de las mercancías que las hace intercambiables entre sí
en proporciones determinadas, cualquiera que sea su naturaleza y sus
características concretas. Para Marx, el trabajo socialmente
necesario será la medida de todo valor de cambio. Ahora bien, el
valor de cambio no surge de la nada. Para que exista en el mercado -y
para realizarse como valor debe existir en el mercado- tiene que
haberse producido. Su producción en el mercado mismo es imposible,
pues, por definición, en el mercado sólo se intercambian
equivalentes. Tendrá que haberse producido, por lo tanto fuera del
mercado mediante la utilización de una mercancía particular capaz
de producir valor. Tal mercancía es la fuerza de trabajo. Su
utilización por el capitalista que la compra y la utiliza producirá
nuevo valor, plusvalía que se realizará posteriormente en la venta
de mercancías en que se incorpora el trabajo realizado con esa
fuerza de trabajo integrada al capital.
Nos encontramos así
en el núcleo mismo de la producción del valor de cambio con dos
posiciones: la del capitalista, dueño del capital y del conjunto de
los medios de producción y cuyo objetivo es aumentar el valor del
capital que posee y el trabajador expropiado de los meidos de
producción y que, para sobrevivir, debe vender su fuerza de trabajo
como mercancía. La explotación capitalista es la victoria
reiterada, la victoria estructural dentro del modo de producción
capitalista de los capitalistas como calse sobre los trabajadores. La
producción del valor se hace así indisociable de un antagonismo
fundamental.
Lo que para Marx
hará, en último término, imposible un sereno cálculo económico
del valor es precisamente el hecho de que un acto violento,
jurídicamente irrepresentable como es la explotación sirve de
fundamento a toda creación de valor. Ese acto violento consistente
en la apropiación por quienes poseen el capital de la plusvalía
producida y por la consiguiente reproducción dentro del proceso
mismo de producción de la expropiación del trabajador respecto de
los medios de producción es la forma característica de la lucha de
clases dentro del modo de producción capitalista. Por esa razón,
Marx no reforma sobre una base más racional la economía política,
sino que destituye enteramente a esa disciplina del carácter de
ciencia y abre paso a una nueva concepción de la historia de las
sociedades de clases como historia de las luchas de clases. No existe
ni puede existir una economía marxista, pero ninguna concepción de
la historia que no resulte disparatada puede prescindir hoy del punto
de vista del materialismo histórico, esto es del punto de vista de
la lucha de clases y de las relaciones de producción.
3.
Esta afirmación debe sin embargo matizarse de inmediato, pues
existen dos maneras de entender las luchas de clases y las
relaciones de producción. Una
de ellas es la de la economía política clásica la cual desde el
Tableau économique de la France veía en las clases los distintos
grupos a través de los cuales circulaba y entre los cuales se
repartía el producto neto de la producción social. En este esquema
las clases existen como realidades sociales en la circulación y
reparto del producto aunque no tengan necesariamente que ver con su
producción. Así, por ejemplo, en Quesnay, los campesinos, los
terratenientes, los artesanos etc. Se reparten como clases de la
sociedad un producto neto procedente del trabajo de la tierra. Del
mismo modo en Adam Smith o en Ricardo, lo propietarios del capital y
de la tierra y los trabajadores se definen como clases por su
participación en el reparto de la riqueza. La gran originalidad de
Marx consiste en haber desplazado el lugar de la definición de las
clases de la distribución y reparto de la riqueza a su producción,
que es indistinguible de la explotación. Este desplazamiento
trastoca definitivamente la concepción de las clases, instalándolas
en un ámbito de irreductible antagonismo. Efectivamente, cuando las
clases se determinan en el proceso de distribución y circulación de
la riqueza, la desigualdad entre estas puede verse como una
« injusticia », como un reparto « injusto »
de la riqueza social que es posible corregir mediante el derecho. De
este modo, a pesar de las injusticias y conflictos de intereses,
puede afirmarse que existe una sociedad y una relación social, un
todo coherente que puede llegar a ser incluso armónico mediante la
realización del derecho. Cuando, en cambio,las clases se definen
dentro del proceso de producción-explotación-expropiación en que
se produce el valor en el modo de producción capitalista, su
antagonismo no puede verse como el resultado de una injusticia en el
reparto de la riqueza. Desde este segundo punto de vista, el
marxista, las clases no pueden ser entidades preexistentes a un
enfrentamiento basado en diferencias de « intereses »
como lo eran en la economía política, sino una realidad
indisociable de ese propio enfrentamiento.
4. Louis Althusser
afirmará a este respecto en su Respuesta a John Lewis que la lucha
de clases no puede representarse como un partido de rugby con dos
equipos preconstituidos antes del enfrentamiento. Las luchas de
clases no son el enfrentamiento fortuito de dos grupos sociales que
sus intereses dividen, sino el acto mismo, el enfrentamiento
estructural y necesario, por el que se constituyen y reproducen estos
mismos grupos sociales y en concreto las dos clases características
del modo de producción capitalista. Retomando de nuevo los términos
de Louis Althusser: la lucha de clases es anterior a las clases.
Consecuencia de esta anterioridad de la lucha de clases a las propias
clases será la imposibilidad de la relación social entendida como
relación entre intereses más o menos comunes o más o menos
conflicitivos de clases preexistentes. La sociedad no será así un
todo coherente, sino una realidad internamente fisurada, pero la
tesis de la prioridad de la lucha de clases sobre las clases tiene
consecuencias sobre la consistencia de las propias clases, las
cuales, si bien se presentan como dos en el esquema general del modo
de producción capitalista, no llegan sin embargo a serlo
enteramente. Lo que está en cuestión en la lucha de clases es,
efectivamente, el poder que permite la apropiación-expropiación de
los medios de producción. Ese poder desempeña un papel semejante al
del falo en la sexuación: funciona como el significante común a las
dos posiciones de clase. Por un lado están los capitalistas, grupo
unificado por el hecho de no tener el poder político, de verse
privado de él como sociedad civil, existiendo, sin embargo, al menos
uno, el soberano que sí lo tiene. De este modo, puede comprenderse a
la vez el carácter aparentemente apolítico del poder de clase
capitalista y su coexistencia con un principio irrenunciable de
soberanía. Por otra parte, tenemos al proletariado, privado por un
lado del poder político, pero del que se puede decir que no hay
ninguno que « no lo tenga ». El proletariado aparece así
como una clase que puede tanto hacerse representar por un soberano
(el Partido, nuevo Príncipe o el propio Estado burgués) o bien
escapar a toda representación y ser multitud de la que no puede
decirse que « no tiene el poder » y es capaz de
autodeterminación más allá de la representación.
Ambas posiciones
permiten pensar así más de una clase, pero no dos. El proletariado
no constituye estrictamente la otra clase que hace dos junto a la
burguesía, pues siempre presenta un suplemento irrepresentable que
lo coloca del lado de lo que la filosofía política moderna
denominaba multitud, lo de suyo irrepresentable. La imposibilidad de
unificar, de totalizar bajo un uno al proletariado, impide que
existan dos clases y que estas concilien sus intereses en un todo
social, pues el lugar en que se articulan sus posiciones está fuera
de lo simbolizable, en términos lacanianos sería « lo real »
de la lucha de clases.
La
posición de las clases en el registro de lo real en cuanto producto
de su lucha tiene otra importante consecuencia expresada por Marx en
su carta a Weidemeyer: la lucha de clases desemboca necesariamente en
la dictadura del proletariado. Efectivamente, fuera del plano de la
violencia que configura la dictadura de clase de la burguesía, todo
esfuerzo por cambiar la realidad social de la explotación es
rigurosamente impotente, pues allí sólo es posible la mediación de
intereses sociales por el derecho o la contemplación consoladora de
un todo económico o religioso. Lo imposible del fin del
capitalismo sólo puede plantearse en el plano de lo real, en el
plano de la lucha de clases y de la dictadura de clase.
Cuando se trata de la dictadura del proletariado, se da, sin embargo
una particularidad respecto de cualquier otra dictadura de clase.
Como el proletariado se define exclusivamente por esa propiedad
negativa que consiste en estar expropiado de los medios de producción
y por no tener el poder necesario para apropiarse de ellos, el acto
de apropiación del poder, el acto de dictadura que lo representase
como clase debe necesariamente coincidir con su desaparición como
tal clase. La dictadura del proletariado es la desaparición del
proletariado y de la burguesía.
Conclusión
Este pequeño
ejercicio lacaniano-marxista tiene un interés fundamental: mostrar
que los intentos socialistas de mantener y perpetuar al proletariado
una vez desaparecida -supuestamente la burguesía- ocultan
necesariamente el mantenimiento de la burguesía bajo otra forma.
Jacques Lacan calificó al socialismo soviético como una
modificación del discurso del amo que caracteriza a la explotación
capitalista. En esta nueva versión, el amo se ve sustituido por el
saber aunque permanece debajo del saber, oculto, como su verdad. De
este modo aparece un poder que es « todo saber » y que
Lacan identifica con el discurso de la universidad. Todo esto
parecería una simple abstracción de psicoanalistas, si el texto
mismo de la intoducción de Stalin a la constitución soviética de
1936 no viniera literalmente a refrendarlo: « La clase de los
terratenientes, como saben, ya ha sido eliminada como resultado de la
victoriosa conclusión de la guerra civil. En cuanto a las demás
clases explotadoras, han compartido la suerte de la clase de los
terratenientes. La clase capitalista en la esfera de la industria ha
dejado de existir. La clase de los « kulaks » en la
esfera de la agricultura ha dejado de exisitir. Y los mercaderes y
especuladores en la esfera del comercio han dejado de exisitir. De
este modo, han sido eliminadas todas las clases explotadoras.
Queda la clase
obrera.
Queda el
campesinado.
Queda la
intelligentsia. »
(Stalin,
Sobre el proyecto de constitución de la URSS,
25 de noviembre de 1936)
La formulación
empleada por Stalin coincide punto por punto con el discurso de la
universidad lacaniano. El discurso de la universidad es una torsión
del discurso del amo en la cual el amo es sustituido por el saber,
aunque, por debajo del saber, en el lugar de la verdad, quien está
siempre al acecho es el propio amo. Esto es lo que permite a Lacan
criticar la revolución como una vuelta en redondo, una revolución
en el sentido astronómico que desemboca en un cambio de amo. De lo
que se trata en ese discurso es de representar al proletariado a
través de un saber que lo evalúa, que valora la pertenencia a la
clase de cada sujeto. Esto no abole, sin embargo, la
irrepresentabilidad del proletariado como clase, lo cual queda
representado en el matema del discurso de la universidad por el
sujeto dividido, tachado por una barra, que se sitúa en el lugar de
la producción. La irrepresentabilidad del proletariado es lo que lo
constituye permanentemente en una clase al margen de las clases, al
margen del reparto que constituye a las clases como elementos de la
sociedad. En este sentido, los términos de Jacques Rancière que
identifica la democracia con el gobierno de los que no son nadie y no
tienen ninguna competencia ni título para gobernar y los de Marx,
para quien la dictadura del proletariado es la conquista de la
democracia vienen a coincidir.