Sobre su existencia supuesta
El Estado, sencillamente no existe: son nuestras relaciones de cooperación, que se nos presentan como un poder separado en el capitalismo. En otras sociedades, esas relaciones de cooperación, no necesariamente igualitarias porque podían incluir relaciones de dominación eran visibles, como lo era también el dominio de un grupo social sobre otro. El capitalismo es el único régimen que separa dominación y explotación, pues todas las demás sociedades de clase exhibían el vínculo entre ambas como legitimación de la explotación. Solo el capitalismo lo oculta, presentándose, no como una sociedad de clases, una sociedad basada en la desigualdad humana, sino como una sociedad donde los hombres son iguales y tienen derechos iguales en el mercado. El derecho sanciona la igualdad y la libertad de todos los hombres en el capitalismo y así oculta la explotación bajo el contrato laboral y la dominación bajo en contrato social que legitima la dominación política de una instancia separada: el Estado. Lo que nos hace obedecer a esto es, como en toda sociedad basada en la dominación, el temor y la esperanza que sentimos hacia quienes detentan el mando, temor y esperanza que nos hace verlos a ellos como posesores de una cualidad especial, la autoridad o el carisma, y a su sistema de gobierno como algo que va más allá del interés particular. En el capitalismo, como en cualquier otra sociedad de clase, los de abajo, la mayoría, obedecemos, pero lo hacemos normalmente por nuestra propia convicción, haciendo nuestros los motivos de la obediencia y de la sumisión a un régimen de explotación. Si nuestra dignidad estriba en nuestra capacidad propia de actuar y producir efectos en la realidad, nada hay más opuesto a ella que este tipo de obediencia que nos hace súbditos haciendo que nos veamos como sujetos libres. De ahí que el Estado sea nuestra propia indignidad y nada más. El discurso sobre el Estado es "nuestro delirio de indignidad", pues evita, como todo delirio, la realidad, en este caso, la realidad material de las relaciones de cooperación. Tengo una gran simpatía por el anarquismo, pero su límite es teórico. Los anarquistas creen en el Estado, en que el Estado existe y es realidad sustancial que hay que destruir. En eso coinciden con la ideología burguesa que lo presenta como una persona (la personalidad moral de la sociedad) o con los "marxistas" que piensan que es posible tomar el poder o tomar el Estado como si fuera una cosa. El Estado no puede tomarse porque no existe. La única salida del Estado no es su destrucción sino la constitución de una sociedad libre que lo extinga como ilusión.
Sobre el bakuninismo
El problema del texto de Bakunin es que supone como condición de la revolución lo que sería el resultado último de la propia revolución: una sociedad de hombres libres, honrados e inteligentes. Desgraciadamente, la gente acostumbrada a la servidumbre por el hábito de siglos de explotación y de dominación política tiene que liberarse de estas para llegar al estado de racionalidad y libertad del que habla Bakunin. Todo el proceso intermedio, una auténtica travesía de los fantasmas generados por la dominación y la explotación ni siquiera se piensa. Para acabar con el Estado, esa ilusión que entre todos producimos, hay que liquidar las condiciones materiales que lo generan como ilusión: no combatir un molino de viento tomándolo por un gigante, sino rectificar nuestra mirada para ver que no hay gigante alguno. Eso que parece tan simple es un proceso largo y difícil que requiere cambios en las correlaciones sociales de fuerzas que hagan posible llegar a un máximo de ilustración popular. No hay cotocircuitos para ello: es necesario neutralizar los aparatos de Estado que reproducen la relación capital y la sumisión política. Para ello, es indispensable pasar por un Estado-no Estado cuyo objetivo sea la liquidación de la dominación y la explotación. Es esa democracia desbordante que acaba con el Estado y que Marx llama dictadura del proletariado (no confundir con las dictaduras políticas y las reconstrucciones totalitarias del Estado burgués en el contexto del capitalismo de Estado que se llaman "socialismo").
Sobre el decisionismo como teología política
La idea de la política como decisión tiene una genealogía perfectamente definida y opuesta a cualquier concepción democrática. El decisionismo es, como se sabe, de raigambre absolutista en su inicio. Baste leer a Hobbes con su "auctoritas, non veritas", o el importante Du Pape de De Maistre o joyas de la literatura política reaccionaria como el ensayo deCarl Schmitt sobre el catolicismo, antes incluso que su más conocido Concepto de lo político. Si no se quiere ir más allá de los Pirineos, también tenemos a potentes pensadores decisionistas en España como Donoso Cortés o, más recientemente, el poco apreciado por los progres Manuel Fraga. El decisionismo es un pensamiento potente de quien pretende afirmar la soberanía contra la multitud e incluso negarla. El ideal del soberano es que antes de él no hubiese nada. El problema es que esto no encaja lo más mínimo en una tradición de pensamiento democrático, que siempre tiene que reconocer la irreductibilidad de la multitud, incluso bajo las formas de la representación.
Es un grave error teórico y político confundir la tradición del antagonismo, la que ve la política como división y escisión, con la tradición decisionista que pretende muy precisamente suturar o enterrar la escisión y ocultar lo múltiple. Nada, por lo demás, tiene que ver la eficacia con el decisionismo, pues la eficacia es resultado de la articulación de potencias y no de la acción supuestamente decidida y decisiva de una supuesta potencia absoluta...
En política, hay que saber decidir en la coyuntura, pero la coyuntura la determina la multitud, no los que deciden. Pensar que la decisión se toma en el vacío y que es como la enunciación de una palabra mágica que crea la realidad es el modelo mismo de las teologías políticas del absolutismo. La decisión que crea de la nada y que considera la multitud una cantidad y una realidad despreciable (una cuasi nada) no es la decisión en la coyuntura, la de Maquiavelo, la de Spinoza, la de Lenin, la de Althusser, pues en el vacío inicial que niega lo múltiple y se sitúa fuera del mundo no hay coyuntura.
Toda coyuntura exige, en efecto, la conjunción de elementos múltiples...Una coyuntura la determina siempre un encuentro de distintas realidades, un encuentro aleatorio, pues las distintas realidades no son aspectos de un todo sino elementos independientes, con su temporalidad propia cada uno. Por ejemplo, la revolución rusa fue un fenómeno altamente improbable debido al encuentro de varios factores como el desgaste de la tropa en el frente, el descontento obrero en la retaguardia, las escisiones en el bloque de poder zarista, etc: Hoy en España nos encontramos con la confluencia de una crisis de régimen a nivel político, una crisis económica crónica convertida en modo de gobierno, un retorno de la cuestión nacional tanto en Cataluña como en la propia España, etc. La conjunción de estos factores generales y de otros elementos secundarios determina una coyuntura. Hay grandes pensadores de la coyuntura y todos se integran en la tradición materialista, que es una filosofía de la relación y del encuentro: de la co-yuntura, de los átomos, de los hombres, de la fortuna y la virtud...Maquiavelo es el gran clásico moderno y Gramsci, ese refinado teórico de la complejidad es uno de sus discípulos más aventajados. Para salir de las mistificaciones absolutistas del decisionismo, hay que pensar en términos de complejidad y de coyuntura, pues en la coyuntura, la decisión se ve a sí misma como determinada y quien decide nunca se ve como un Dios creador.