miércoles, 25 de marzo de 2020

Coronavirus, ¿un Chernobil del neoliberalismo?


1.
Llevamos varios meses asistiendo al desarrollo de una amenaza invisible, de una enfermedad de origen viral que está produciendo miles de muertos y de contagios en todo el planeta y que podría cobrarse muchas más vidas si no se actúa con rapidez y eficacia. La causa de la pandemia que vivimos es un virus, una forma de vida incapaz de sobrevivir y de reproducirse sin encontrar un huésped involuntario en las células de un organismo vivo. El virus es así una forma de vida precaria que, como la nuestra, necesita siempre un otro que la acoja. Como el virus necesita nuestros cuerpos nosotros necesitamos de la sociedad y de los cuerpos que la componen. Los virus siguen así las líneas de nuestras relaciones sociales, las de nuestra propia necesidad de conexión con el otro, las de nuestra intrínseca finitud y vulnerabilidad. En unas sociedades con un altísimo grado de división del trabajo y de interconexión social como las del capitalismo neoliberal los virus gozan de magníficas oportunidades para prosperar. Los virus se difunden por el contacto directo o indirecto con otros individuos humanos, el aire que respiramos, los objetos que pasan de mano en mano o que muchas personas tocan, las mercancías que circulan constantemente. A diferencia de un tsunami, un terremoto o una guerra, la epidemia viral no es espectacular en su despliegue sino en sus efectos directos e indirectos: centenares de miles de contagios, miles y miles de muertos, suspensión de la vida normal y en particular de la vida pública, hundimiento de la producción social y del consumo, miedo latente al contagio. Todo esto no es visible por sí mismo, sino a través de la estadística que nos permite contemplar el comportamiento de las poblaciones.

2.
Los virus son tan invisibles como los átomos de Lucrecio, cuyos encuentros podían dar lugar a nuevos mundos, pero el virus se aloja en nosotros a menudo destruyendo células, tejidos y órganos, matando. También en muchos casos se limita a alojarse en nuestras células, sin síntomas, enlazándose a nuestro material genético. Todo depende de una terrible lotería, del encuentro entre un microorganismo y determinadas formas de vida humana más o menos frágiles, más o menos susceptibles de enfermar gravemente en contacto con el virus. La lógica del virus es aleatoria, todo se juega en los encuentros, que pueden ir de neutros a perjudiciales cuando no letales para el cuerpo humano. El miedo se modula según la capacidad que tenemos de percibir la causa que lo produce. Cuanto más inasible es esa causa más intenso es el miedo, cuanto más podemos determinarla, más se disipa, y más posible es para nosotros adoptar una conducta activa. Quien circule, con las limitaciones que se imponen, por las ciudades de la cuarentena difícilmente puede evitar un miedo latente y permanente, miedo al otro y a las distancias demasiado cortas, miedo a las superficies que tocamos, miedo al propio aire que respiramos. Para paliar la angustia que provoca ese miedo difuso, hay quien se protege con máscaras y guantes, lo que tiene una cierta utilidad como medida de protección para uno mismo y para los demás, pero también hay quien acumula provisiones, compra masivamente papel higiénico o, como en los Estados Unidos, compra armas, como si éstas pudieran dar al bicho microscópico un cuerpo visible contra el cual disparar.

Nos enseñan Epicuro y Lucrecio que la filosofía tiene por finalidad luchar contra el miedo a cosas invisibles e intangibles como los dioses, el dolor, la muerte o el destino y conquistar, vencido ese miedo, la tranquilidad. Para ello es necesario situar de manera concreta la causa del miedo, colocándola en el orden de las causas naturales, más allá de los objetos imaginarios como los dioses o el destino o cualquier otra proyección de nuestra tristeza y culpabilidad -la venganza de la naturaleza!- que nuestra conciencia confunde con las causas. Situar la causa del miedo en la naturaleza, en el conjunto infinito de las causas internas al universo, contribuye a disipar el miedo y hace posible la acción sobre las causas efectivas de nuestros males e indirectamente de nuestros miedos. En el caso de la pandemia de coronavirus que aquí nos ocupa, la causa principal de nuestro miedo está íntimamente relacionada con las sociedades en que vivimos y las relaciones de poder que las atraviesan, unas sociedades que, por sus características propias, están sirviendo de vector al virus.

3.
Para intentar entender algo en todo esto, y antes de hablar de la causalidad social determinante en esta epidemia, será necesario adoptar algunas precauciones epistemológicas. En primer lugar deberemos deshacernos de dos grandes prejuicios relacionados con la actual pandemia: el prejuicio fatalista y el prejuicio de la contingencia. Aunque ambos prejuicios parecen contradictorios, constituyen como muy a menudo en la ideología un par complementario e inseparable.

El prejuicio fatalista es el que pretende explicar la pandemia por el designio de un poder superior, sea este el de los dioses (fatum, hado) o el de una conspiración de fuerzas humanas oscuras. El fatalismo se ha expresado históricamente en la idea de la epidemia como castigo, que encontramos en el relato bíblico de las plagas de Egipto o en la peste de Tebas con la que los dioses castigan a Edipo por su involuntaria hybris. Tiene sin embargo este fatalismo una versión terrena que se expresa en la idea de una conspiración. Históricamente han sido célebres las conspiraciones jesuítica, judía o masónica, pero la imaginación puede urdir muchas más tramas. Los anticomunistas piensan en conspiraciones rojas, los antiimperialistas en conspiraciones de los EEUU o de la Europa capitalista, o del club Bilderberg... Hoy, a propósito del coronavirus, parece que la teoría conspirativa favorece la idea de un “virus de laboratorio” difundido por soldados norteamericanos en el mercado de productos frescos de la ciudad china de Wuhan. No explican sin embargo los autores de estas teorías cómo la liberación de un virus puede cumplir objetivos políticos precisos sin dañar de rebote al propio propagador. Las armas biológicas se han usado muy poco, precisamente por estos efectos de rebote que anulan su eficacia. Lo mismo ocurre con las armas químicas usadas en un frente, como se pudo comprobar en la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, según los primeros estudios científicos sobre el virus parece descartada su fabricación en un laboratorio.

Se busca consuelo frente al miedo en este prejuicio, pues gracias a él se identifica un origen del mal y el miedo parece disiparse, pero ese consuelo desaparece y se convierte en una angustia aún mayor cuando se intenta indagar la realidad de la conspiración, lo que conduce a reconocerla en un número creciente de circunstancias, en cualquier acto de otras personas que parezca sospechoso, incluso en la maldad evidente de quienes negando la realidad de la conspiración se hacen cómplices del Mal. La idea de un sujeto origen del mal, sea un hombre o un dios consuela porque parece posible apaciguar al Dios con oraciones o sacrificios o, si se trata de un sujeto colectivo humano puede pensarse en vencerlo, y, sin embargo, la indefinición esencial de esos sujetos que no son sino personificaciones de nuestro miedo nos impide actuar sobre ellos de una manera que no sea imaginaria. Se crea así un círculo del miedo en el cual atribuyo el origen de mi miedo a un sujeto imaginario y veo los efectos de esa acción originaria en todos los acontecimientos, con lo cual confirmo constantemente mediante “pruebas” mi hipótesis inicial. El miedo se convierte así en un universo que habito solo o con otros. El virus “creado en un laboratorio” y difundido en Wuhan por unos extraños soldados americanos golpea la economía china, pero también la economía mundial: no importa la aparente contradicción, pues todo obedece a un plan en el que están las sanciones comerciales de Trump, una estrategia de privación de China de recursos energéticos, las denuncias de la situación de los derechos humanos en ese país, etc. Todo viene a confirmar ese objetivo: incluso si las economías occidentales y en particular la norteamericana salen maltrechas, todo indica, según quienes sostienen esta hipótesis irrefutable que los EEUU saldrán reforzados de la prueba y podrían incluso invadir China...Por cierto, también existe la hipótesis inversa, a saber que el coronavirus es un arma de los chinos para lograr la hegemonía mundial. La utilidad de estas hipótesis para el conocimiento de la situación que atravesamos es nula. Esto no quiere decir que no existan conspiraciones en la historia y en la política, pero para poder determinar su existencia y su eficacia es necesario tener un conocimiento muy preciso de sus actores, de sus tramas, de sus contextos, algo que los conspiracionistas ponen siempre en segundo lugar, pues primero afirman la existencia de la conspiración y luego se ponen a buscar las “pruebas” que acreditan su existencia.

El prejuicio contrario es el de la contingencia absoluta. Quien sostiene esta idea afirma que el coronavirus es un fenómeno natural cuyo encuentro contingente con las sociedades humanas era absolutamente imprevisible e inevitable pues no obedecía a causas humanas. El coronavirus sería algo así como un meteorito de trayectoria errática que hubiese golpeado nuestro planeta perturbando gravemente las condiciones que hacen posible la vida. Ningún sujeto humano ni divino está detrás de este acontecimiento que, si acaso obedece a una ciega necesidad natural que, para nosotros, equivale a una contingencia absoluta. Frente a un acontecimiento de ese tipo la sociedad no tiene responsabilidad alguna, no existen ni relaciones de poder ni clases sociales y la humanidad es una y sin fisuras. De ahí el llamamiento de numerosos gobiernos a combatir el coronavirus como se combate una amenaza exterior, identificando la lucha contra el coronavirus con una guerra. De este modo, el poder, en una circunstancia incómoda, pretende consolidarse señalando un enemigo, sin preocuparse lo más mínimo de las condiciones que han hecho posible la existencia y la difusión del virus. Este tipo de reacción permite unificar a la población de un país e incluso a la “Humanidad” en una lucha dirigida contra un peligro existencial que se presenta como un hecho, de tal modo que la indagación de las causas puede ser vista, ya que “estamos en guerra”, como una traición. El virus es algo que hay que combatir y que solo hay que intentar conocer en sus aspectos meramente naturales, dejando de lado sus determinantes económicos, sociales y políticos. Este tipo de reacción basada en la metáfora de la guerra no difiere mucho de la reacción desesperada de los infelices que compran armas para protegerse del coronavirus.

La conspiración que todo lo explica o el vacío total de explicaciones propio de la contingencia absoluta impiden, cada uno a su manera comprender el aspecto social y las dimensiones económicas y políticas de la epidemia a la que nos enfrentamos. Nos impiden además pensar  a los individuos que somos como sujetos de una acción política, pues en ambos casos somos juguetes de una fatalidad preñada de sentido o de una contingencia insensata y puramente mecánica en la que no tenemos parte. Ambos esquemas de explicación tienen como raíz una idea de trascendencia absoluta de las causas respecto de la naturaleza y, en concreto, de esa parte de la naturaleza que es la sociedad humana: por un lado un sujeto más allá del mundo o un sujeto mundano pero esencialmente oscuro que da sentido al mundo, por otro, una causalidad ajena a nuestro mundo social sobre la que no podemos actuar. El primero es una proyección de nuestro temor y de nuestra esperanza en una figura antropomórfica donadora de sentido, el segundo no es en realidad independiente del primero, pues se basa en un tipo de causalidad también trascendente a la sociedad humana, al mundo humano, que no deja de ser parte del mundo en general. Es posible que un meteorito destruya la vida en la tierra sin que podamos evitarlo. Es posible una invasión extraterrestre hostil que acabe con nuestra especie, pero fuera de esos casos extremos, dentro de los límites de la vida humana en la tierra, lo determinante no es la naturaleza “desnuda” sino nuestra relación social con la naturaleza. La vida humana en la tierra depende del entorno natural, pero también de la capacidad humana de afectar este entorno y de ser afectada por él, en otros términos, de la capacidad productiva de nuestras sociedades. Esta capacidad se expresa en relaciones sociales de producción que son según recuerda Marx la base de nuestras relaciones políticas, no porque lo económico determine lo político de manera unilateral, sino porque lo político está siempre ya presente en nuestro modo de producir, esto es de relacionarnos con la naturaleza.

4.
Si se quiere entender el coronavirus, por consiguiente, hemos de interrogar nuestras relaciones sociales de producción. El coronavirus no es un virus marciano, sino un tipo de vida que sigue de cerca los circuitos del sistema económico vigente, encontrando en él sus lugares de incubación y sus caldos de cultivo, así como sus vectores de transmisión. El coronavirus es un virus transmitido por el mercado mundial. Ya en los albores del capitalismo, en el siglo XIV se transmitió la peste bubónica siguiendo la Ruta de la Seda. Tras el descubrimiento de América, la viruela acompañó la conquista europea de los nuevos territorios matando a más del 60% de sus habitantes que carecían de defensas inmunitarias contra esta enfermedad. No es pues la primera vez que una globalización fuera de control desplaza un agente patógeno. La particularidad del coronavirus actual así como de otros virus semejantes como los causantes de la gripe aviar o de la gripe porcina es que el agente patógeno no solo es  transportado por los circuitos comerciales sino que, incluso, es producido como un subproducto o una externalidad necesaria por la agricultura intensiva capitalista que entra en contacto de manera cada vez más frecuente con territorios salvajes y especies animales silvestres. La agricultura intensiva destruye cada vez más zonas vírgenes que resguardaban dentro de un cierto equilibrio ecológico especies animales que podían ser portadoras endémicas de virus como los murciélagos o el pangolín, de los que se habló a propósito del mercado de Wuhan. Estas especies portan el virus sin enfermar. Este se transmite al hombre, ya directamente, ya a través de las granjas aviares o porcinas que desarrollan una producción intensiva y constituyen un terreno predilecto para una rápida mutación y selección de las distintas variedades de virus, algunas de las cuales pueden resultar nocivas o incluso mortíferas para la especie humana. Esto es lo que describe con precisión el biólogo y epidemiólogo animal Rob Wallace en una obra indispensable, Big Farm Makes Big Flu, (Monthly Review Press, 2016), en la que analiza diversos brotes virales asociados a la agricultura intensiva en China y en otros lugares. La búsqueda de un máximo de rendimiento en las explotaciones a costa de la salud del ganado explotado, las condiciones de hacinamiento de los animales en las explotaciones, la velocidad misma con la que se sacrifican animales antes de que lleguen a la edad adulta, el uso masivo de antibióticos, todo esto favorece una mutación y selección acelerada de los patógenos en condiciones que nada tienen que envidiar a las de un laboratorio. A esto se añade la destrucción masiva de bosques y otras zonas vírgenes para desarrollar monocultivos como el de la soja o la palma. Esta destrucción destruye el hábitat de especies silvestres y las pone en contacto con poblaciones humanas. Muchas de estas especies, sobre todo los murciélagos que representan más del 20% de las especies de mamíferos, son portadoras de virus inocuos para ellas pero que pueden resultar nocivos o letales para el ser humano. No es así necesario buscar ningún tipo de complot ni de conspiración, ni tampoco intentar localizar el oscuro laboratorio que produce el virus: el virus se produce en los entresijos mismos del sector agrícola capitalista y su velocidad de mutación está directamente determinada por la búsqueda de un beneficio cada vez mayor a través de una producción intensiva de proteína animal o de cultivos intensivos a menudo destinados a la producción de proteína animal, aunque también a abaratar a costa de la salud humana el coste de la reproducción de la fuerza de trabajo (aceite de palma).

Las relaciones sociales de producción en las que producimos y vivimos son relaciones sociales capitalistas. El capitalismo ha sido en la historia de las sociedades humanas un poderosísimo acelerador del desarrollo de las fuerzas productivas. Ha ido infinitamente más allá de lo que hicieran los grandes imperios de la Antigüedad en términos de movilización y de composición de la fuerza de trabajo humana y, a diferencia de los despotismos antiguos, lo ha hecho mediante mecanismos flexibles aparentemente voluntarios. El resultado ha sido una enorme y nunca vista multiplicación de la riqueza, un aumento generalizado, aunque sumamente desigual entre países y dentro de las propias sociedades, de la riqueza social, un aumento también a nivel mundial de la esperanza de vida de nuestra especie, efectivo aunque marcado por inmensas desigualdades. El capitalismo no sólo ha satisfecho deseos existentes, sino que también los ha creado, anticipándose a la propia imaginación humana. Nunca ha habido tantos libros en circulación ni han proliferado tantos objetos culturales accesibles a partes muy importantes de la humanidad. Las fuerzas de la cooperación se han desplegado enormemente en los últimos cuatro siglos, pero a costa, como ya lo advertía Adam Smith, de que esa cooperación fuese enteramente ciega y no tuviese en ningún momento como guía el interés general sino la ganancia privada de los distintos actores del mercado capitalista. Todo esto ha generado una desigualdad creciente cuyos niveles actuales no han sido conocidos nunca por la humanidad desde que existe como revela Piketty en El capital en el siglo XX. La monstruosa desigualdad dentro de esta gigantesca riqueza es un gravísimo problema pues mientras un sector considerable de la población mundial ha accedido a grandes niveles de riqueza, otro sector también considerable se hacina en ciudades de chabolas, villas miseria y demás favelas, hasta tal punto que el geógrafo Mike Davis ha llegado a hablar de un Planeta de chabolas (A Planet of Slums, Verso, 2017). Formas de vida hacinada que se convierten en caldo de cultivo para la expansión de patógenos. Desigualdades descomunales, pues, entre el primer y el tercer mundo, pero también dentro de cada uno de estos mundos y dentro de cada sociedad.

Además de esa desigualdad, el reverso tenebroso del capitalismo incluye dos grandes externalidades negativas. Una externalidad es una actividad económica por parte de un agente económico, individuo o empresa, que afecta a otros sin que estos la paguen cuando es positiva ni sean indemnizados cuando tenga efectos negativos. El capitalismo se sustenta en dos externalidades negativas que corresponden a sus efectos sobre el hombre y la naturaleza. Estas externalidades están relacionadas con el hecho de que en este régimen social toda realidad puede convertirse en mercancía incluidos el hombre y la tierra, lo que tiene consecuencias gravísimas para ambos. El hombre no se vende como tal, pero sí que está en venta la capacidad de producir de los individuos humanos, su fuerza de trabajo. Esto significa que cada individuo, como portador de su fuerza de trabajo es sustraído a formas de cooperación social concertadas y directas para ser incluido en el mecanismo de la producción capitalista que se le impone doblemente: como mecanismo de mercado que lo obliga a vender su fuerza de trabajo y como mando autoritario del capital en la producción. Quedan así tendencialmente para un individuo humano solo dos nexos sociales en lo referente a la producción: la compraventa de fuerza de trabajo en la que el individuo vende la capacidad de trabajar en un mercado a cambio de dinero en forma de salario y el intercambio de otras mercancías en el mercado, al cual cada uno de los individuos sólo tiene acceso en cuanto propietario de dinero o de alguna mercancía. El lazo de cooperación que constituye la sociedad se somete así a la mediación de los intercambios de mercancías, pero un intercambio mercantil concreto es particularmente destructivo: el de fuerza de trabajo por dinero, pues este liquida toda forma de cooperación social activa, toda planificación consciente del proceso de trabajo.

La segunda externalidad negativa es la destrucción de la naturaleza. Toda producción es una destrucción, pero las sociedades anteriores al capitalismo o tenían medios de producción/destrucción más limitados o habían establecido formas de limitación de esas destrucciones mediante tabúes, rituales y otros límites sociales. El capitalismo no conoce ninguno de esos límites y liquida sistemáticamente hábitats naturales ocupando cada vez más territorio para la producción de mercancías. Se devastan así recursos naturales, especies y ecosistemas de manera irreversible. Si el capitalismo destruye el nexo social también destruye el pacto social de nuestra especie con el planeta. El hombre y sus sociedades, a pesar de las ilusiones a que nos tiene acostumbrados la ideología moderna, no son realidades aisladas del resto de la naturaleza, sino parte integrante de ella. No existe lo natural por un lado y por otro lo humano-social, sino que todo es naturaleza. Existe la más perfecta continuidad entre el mundo natural no humano y el humano. Las sociedades humanas dependen de un constante metabolismo con su entorno natural, pero un metabolismo no es una dominación y explotación unilateral. El objetivo de Descartes de “hacer del hombre dueño y posesor de la naturaleza”, de convertir la naturaleza en propiedad y en potencial mercancía resume la ceguera del capitalismo y su civilización. Un metabolismo es un proceso de intercambios con el entorno que exigen como condición absoluta para poder realizarse que los equilibrios mínimos del entorno se mantengan a lo largo del intercambio dentrode unos márgenes de variación determinados. Toda producción debe poder reproducir sus propias condiciones de producción, sus instrumentos, sus saberes, sus agentes humanos, pero también el entorno natural que modifica. Es algo conocido desde los albores de la agricultura entre los pueblos neolíticos que sabían y saben cultivar el suelo durante un tiempo y abandonarlo para que vuelvan a crecer en él otras formas de vegetación. Saberes como los de los aborígenes australianos que evitaban los incendios masivos que hoy conocemos mediante pequeños incendios controlados. Todos esos saberes se han despreciado y se ha preferido abandonar una práctica de la producción como intercambio de la especie humana con la Tierra  en favor de la explotación unilateral de esta.

El capitalismo, se nos dice, podría integrar estos aspectos en sus cálculos económicos e incluso obtener beneficio de una “transición ecológica”. Esta idea es tan utópica, sin embargo, como la de un capitalismo sin explotación de la fuerza de trabajo humana. Un capitalismo que integrase en sus cálculos el restablecimiento de los equilibrios naturales sería tan inviable como un capitalismo que renunciara a la explotación. Hay economistas neoliberales que han intentado pensar la lógica de un capitalismo que compense sus externalidades negativas y las integre en sus costes. Gary Becker, “Crime and Punishment: An Economic Approach”, Journal of Political Economy, Vol. 76, No. 2 (Mar. - Apr., 1968) pensó en la posibilidad de integrar en los costes de una empresa la indemnización a las personas u otras empresas perjudicadas por sus externalidades negativas como la contaminación o el ruido. Esto es posible dentro de ciertos límites. Cuando se trata de compensar la muerte masiva provocada por una actividad industrial como en Bhopal o en Fukushima, ningún cálculo económico es capaz de hacerlo. Yo, como empresario, puedo indemnizar a mis vecinos por las molestias que les causa mi industria y ellos me pueden reclamar, pero ni los ecosistemas destruidos ni las vidas humanas pueden contabilizarse con sentido, pues, entre otras cosas, el propio capitalismo como sistema productivo y social depende de que se preserven la especie humana, la naturaleza no humana y una relación viable entre ambas. Un capitalismo que contabilizase sus externalidades negativas, al igual que un capitalismo que renunciase a la explotación de los trabajadores no sería un capitalismo bueno o ecológico sino un capitalismo muerto. Esto nos conduce a la cuestión de los límites políticos del capitalismo.

5.
Vivimos en sociedades en las que se ejerce y circula un tipo preciso de poder que Michel Foucault llamó “biopolítico”. El poder biopolítico se opone al poder soberano en su modo de funcionamiento y en sus resortes de legitimidad. El poder soberano, típicamente el del monarca absolutista se basaba en una relación con la vida dominada por la posibilidad de dar muerte a sus súbditos. La máxima del poder soberano sería “hacer morir y dejar vivir”, en la medida en que el poder soberano no es directamente productivo sino extractivo, deja vivir y producir a sus súbditos sin intervenir en el ámbito de la vida, pero se reserva el derecho de matar para imponer unas leyes que coinciden con la voluntad del soberano. El poder biopolítico ha venido sustituyendo o completando al poder soberano en los siglos XIX y XX y hasta nuestros días. Su máxima sería “hacer vivir y dejar morir”, la inversa de la que atribuimos al poder soberano. El poder biopolítico interviene activamente en la producción, organizándola en el marco del mercado capitalista y sus diferentes formas de empresa. Hacer vivir es inmiscuirse constantemente en la reproducción de la vida y en las formas de producción que la hacen posible. Por el contrario, este poder tiene a no intervenir en la muerte, hacer de la muerte algo privado, dejar morir. Suprime la pena de muerte, lo cual no le impide dejar crecientemente a los individuos a su propia suerte. En la actualidad, todo poder político se presenta bajo un aspecto biopolítico, como promotor de la vida. En ello se basa su legitimidad y no tanto en su capacidad de hacer imperar la ley y para ello poder dar la muerte. Un esquema de poder biopolítico se refuerza cuando establece un marco de seguridad para la vida, pero ¿qué ocurre cuando el propio marco de seguridad que establece genera agentes de muerte no intencionales en tal cantidad que la vida carece ya de seguridad y corre el riesgo de ser destruida? Nos encontraríamos en tal caso con un límite absoluto, con una gravísima crisis de legitimidad del poder.

Ciertamente, un poder biopolítico nunca es omnipotente: por mucho que fomente la vida siempre lo hace con algún coste, aceptando ciertas formas de enfermedad y de muerte como las generadas por las externalidades negativas del capitalismo a las que nos hemos referido antes. Todo es cuestión de límites: una mortandad excesiva, masiva, provocaría indignación. De ahí que sea necesario para el poder disimularla como lo hicieron las autoridades soviéticas en Chernobil o las japonesas en Fukushima. Minimizar los efectos, ocultar su gravedad y seguir adelante. Tal fue el primer reflejo de las autoridades chinas, afortunadamente corregido tras una primera reacción de descontento popular, pero este reflejo no es solo “socialista”, pues no otro fue el de Donald Trump o Boris Johnson. Se trataba de “dejar morir” a muchos y disimular lo más posible el origen y la entidad del problema. Incluso estos últimos han tenido que rectificar, viendo que las cifras de muertes y su visibilidad podrían descontrolarse y amenazar la legitimidad del poder biopolítico que representan. Un poder biopolítico incluye siempre una faceta necropolítica, la de un necesario juego con la muerte que se presenta como algo exógeno, pero no llega a su límite cuando se comprueba que los que parecía venir de fuera, lo aparentemente exógeno viene de las entrañas mismas del régimen, constituye una externalidad negativa necesaria de su base material capitalista. Del mismo modo que el capitalismo puede llegar a cortar la rama en que está sentado mediante la profusión de externalidades negativas, un exceso de muertes puede liquidar el consenso en que se sostiene un sistema biopolítico. ¿Será posible tras la crisis sanitaria y la más que probable crisis económica que la seguirá una vuelta a la normalidad? Cabe dudarlo. Del mismo modo que un virus es capaz de mutar adaptándose a nuevas condiciones, el capitalismo ha dado pruebas de una enorme capacidad de resiliencia mediante sucesivas transformaciones. Es posible que estemos en los umbrales de una nueva transformación del capitalismo, pero no cabe descartar que estemos ante un límite absoluto de este régimen social. La URSS no pudo sobrevivir al accidente de Chernobil, y todos los esfuerzos de Gorbachev por reestructurar el régimen (perestroika) solo contribuyeron a acelerar su descomposición. El capitalismo nunca en su historia tuvo que parar tan masivamente la producción y los movimientos de personas como lo está haciendo hoy. La solidaridad de las poblaciones parece esencial hoy para combatir la epidemia, una solidaridad que ni el Estado ni el capital pueden organizar por sí solos: el éxito de la lucha contra el contagio del coronavirus depende en gran medida de la movilización moral y cívica de una multitud que toma en sus manos su protección y la de los demás. Una multitud protagonista por primera vez en mucho tiempo, una multitud que puede avanzar hoy en el sentido de una fuerte democratización de un orden político y social que ha mostrado ser incapaz de defender sus vidas.




lunes, 3 de junio de 2019

Sobre pulpos suicidas y ética spinozista


Respuesta a una pregunta de Alfredo Lucero-Montaño en Messenger (publicada junto a la pregunta con permiso de Alfredo)

Hola Juan Domingo: Una consulta spinozista sin causar honorarios. Sabemos que afirma que no hay nada en la esencia de la cosa que se siga  su auto-destrucción (teoría del conatus), sino de una causa externa. Los contra-ejemplos de la bomba de tiempo, la vela que se consume, el suicidio, los resuelve muy bien Spinoza.

Ahora bien, acabo de leer un artículo científico donde describen el comportamiento auto-destructivo del pulpo-hembra una vez que procrea sus criaturas. Los científicos han descubierto que una substancia segregada por las glándulas ópticas del pulpo-hembra en el post-parto (por así decirlo) es la responsable en la alteración de la conducta auto-destructiva del pulpo-hembra hasta causarle la muerte. Existen varias hipótesis para explicar este comportamiento, pero ninguna comprobada.

Aquí mi pregunta: ¿este caso no contraviene viene la idea de Spinoza que no hay causa interna en la esencia o naturaleza de la cosa que se siga su aniquilación? ¿Cómo Spinoza resolvería este caso?
10/10/18 6:57


Hola, Alfredo,
No solo el pulpo hembra se suicida: también lo hace a veces el sabio que no quiere ceder ante un tirano, como hiciera Séneca por no ceder a Nerón. El problema de la fórmula spinozista del conatus es su enorme generalidad. La destrucción de una cosa viene siempre de algo mayor con lo que esta se encuentra, afirma el axioma único de EIV. Sin embargo, qué pasa si en la esencia individual de todos los pulpos hembra está el estar dotados de un dispositivo de autodestrucción? Parecería en este caso que una pulsión que Freud llamaría del ego, cedería ante una pulsión erótica autodestructiva. Un elemento exterior como son las crías de pulpo precipitaría un mecanismo de autodestrucción en la hembra. Existen, por cierto, a nivel celular mecanismos de este mismo tipo bastante bien descritos. Spinoza no los conocía, con lo cual tendríamos que preguntarnos hoy: qué diría Spinoza ante esto?
La primera respuesta que se me ocurre es que Spinoza no tuvo nunca en cuenta niveles de esencia inferiores al organismo individualizado que conocemos mucho mejor hoy que en su época: no disponía de una noción de especie que no fuera mera abstracción empírica ni tampoco del concepto de célula, de reproducción celular, de ADN, etc. Su crítica a la escolástica lo pone en cierto modo por detrás de algunos planteamientos aristotélicos y lo incapacita para producir un concepto científicamente viable de la reproducción de las especies.

El problema es que Spinoza lo centra todo en el individuo y en los diversos grados de individualidad, a partir de una tesis materialista fuerte de la primacía del encuentro sobre la forma. Conserva así la tesis antiteleológica fuerte que inspira su mecanicismo multiniveles de los cuerpos.
Lo que no tiene en cuenta es la realidad de la especie, que no puede traducirse en relaciones de movimiento y reposo meramente mecánicas sino que constituye, al menos a nivel celular, del ADN, una estructura estable, una forma, capaz de reproducirse y de marcar un programa al comportamiento del individuo en el que puede haber toda suerte de pautas, incluidas las pautas reproductivas de la madre pulpo o de los pulpos en general.

Creo que este es el problema: que existe sin lugar a dudas la especie como código universal de una serie de individuos y que el spinozismo no parece ser capaz de afirmar el conatus propio de la especie. Una especie, que, repito, no es ninguna abstracción sino una fórmula, una estructura, una relación compleja entre distintos fragmentos de ADN.

Cómo resolver el problema desde el spinozismo? Creo que es posible siempre que se tenga en cuenta que el axioma de EIV tiene un ámbito de aplicación muy general y que puede considerarse que la afirmación del conatus afecta también al ADN en cuanto forma del individuo. Ese ADN es forma del individuo y de la especie, y respecto del individuo es algo tanto interior como exterior: en él se condensan su ley propia, y leyes más generales de la naturaleza como las dela reproducción y evolución de las especies. Creo que estos elementos pueden integrarse en una suerte de "extimidad" (inclusión exclusiva) en la esencia individual de un individuo vivo. De hecho, la afirmación de nuestra propia existencia se da siempre dentro de una cierta dialéctica entre un interior y un exterior que nunca es ajeno sino siempre constitutivo, pues constituyen nuestra esencia activa singular según Spinoza multitud de afecciones y de afectos que nos hacen existir y obrar de una determinada manera. Entre esas afecciones, el individuo que es la mamá pulpo tiene ese fragmento de ADN que la conduce a autodestruirse al tiempo que afirma su propio conatus, del mismo modo que Séneca realizó el suyo suicidándose por no ceder ante un tirano que deseaba humillarlo y destruirlo moralmente.

Lo esencial de todos esto es, a mi juicio, tener siempre en cuenta el aspecto transindividual que tiene para Spinoza toda esencia y el hecho de que una individualidad nunca sea una mónada cerrada sino un haz de relaciones internas y externas. Esto permite a Spinoza mantener la unidad del conatus y evitar su desglose en dos pulsiones contradictorias como las que reconoce Freud. Para Spinoza no hay pulsión erótica como tal, pero por ello mismo tampoco hay pulsión de muerte, pues el Otro de la pulsión erótica o de la pulsión de muerte tiene siempre una alteridad relativa. Somos parte de Dios o de la Naturaleza, somos Dios "en cuanto X", lo cual no excluye sino que implica que, como decía Bayle en su crítica a Spinoza, "Dios modificado en Alemán mate a Dios modificado en Turco" o que, en nuestro caso, "Dios modificado en ADN de la especie pulpo, mate a Dios modificado en mamá pulpo".

viernes, 22 de marzo de 2019

Cataluña: tanto derecho como potencia


Una nación es un grupo de gente que desea autodeterminarse y constituir unidad política independiente, y tiene además la potencia suficiente para ello. Absolutamente nada más. Todo lo demás (la historia, la lengua, la cultura, etc.) son pretextos ideológicos internos o externos a un nacionalismo o al nacionalismo que se le opone. Todas las justificaciones de ese deseo son posteriores a él y no le sirven de fundamento, sino como mucho de pretexto. Una nación se justifica a sí misma por su autodeterminación, igual que cualquier individuo se afirma a sí mismo y afirma su derecho como una potencia que existe en el mundo -se exterioriza- y se empeña en existir. No hay más derecho que la potencia, todo derecho es proporcional a la potencia. Tantum iuris quantum potentiae.

Uno tiene tanto derecho como potencia. Hay quien se pregunta por qué Cataluña tiene derecho a autodeterminarse y no Carabanchel. Cabe responder a esto que, con todo mi respeto por ese municipio, la potencia de Carabanchel para afirmarse como sujeto político independiente es casi nula, por mucho que lo intentaran sus vecinos, mientras que la de Cataluña existe realmente y la autodeterminación tiene el apoyo de una parte muy mayoritaria de la población. Estamos en un juego político y todo dependerá de la correlación de fuerzas. Adelanto que, con más de la mitad de los catalanes a favor de la independencia y un 80% a favor de la autodeterminación el ordenamiento constitucional español atraviesa una crisis muy grave que no se resolverá metiendo gente en la cárcel.

Se dice también que los independentistas catalanes son capaces de hacerse ori, y sin embargo no es solo cuestión de altavoces, de espectáculo y vociferación, sino de potencia efectiva de constituir una comunidad política, que Cataluña tiene de sobra, mientras que una España que tiene que intimidar y reprimir a un importante sector de sus ciudadanos para evitar su secesión está sumamente despotenciada, en este mismo instante. Esa impotencia política que Maquiavelo llamaría escasa "virtù" no es el efecto sino la causa del independentismo catalán y otras tendencias centrífugas. Es estúpido maldecir de los efectos cuando se persevera en las causas.

lunes, 25 de febrero de 2019

Sobre la democracia española y los símbolos



Una España reconciliada consideraría como uno de los símbolos de su tradición democrática la bandera de la República. Una democracia sin adherencias franquistas, aun encabezada por un rey constitucional, no excluiría los símbolos de otros períodos democráticos, sino que los incluiría con legítimo orgullo en su propia historia. Las adherencias franquistas pueden a veces más que la propia democracia.

La cosa es sencilla, aunque -no lo niego- difícil: una democracia Española con altura podría instalarse en un relato multisecular de conquista de la democracia y de las libertades que incluyera la tradición constitucional de la monarquía, las dos repúblicas y la fase actual dejando de lado el paréntesis franquista. Como esto no se puede hacer, pues es obvio el origen de la actual monarquía en el régimen de Franco y ni el padre de Felipe VI ni él mismo han querido nunca instalarse en otro relato, lo que tiene que quedar excluido y marginado es el momento republicano, junto a toda la tradición constitucional y democrática. De este modo, la Transición y la Constitución aparecen como un milagro, como un efecto sin causa determinable, pero sabemos que el milagro consistente en crear una democracia coherente y digna de este nombre manteniendo importantes estructuras de un régimen militarista reaccionario de sangrietos orígenes, es, como muchos pretendidos "milagros", una mera imposibilidad

Podría ser muy sensato adoptar la bandera bicolor como símbolo de la democracia como proponen Errejón y otros y ya propusiera Santiago Carrillo, pero esta aceptación no puede tener lugar sobre la base de la exclusión de los símbolos de nuestra tradición democrática, ni sobre el suelo de unas cunetas que aún albergan las huellas infames del crimen fundacional del franquismo. Un Estado que respete el pasado democrático y excluya el dictatorial y honre con un entierro digno a las víctimas del totalitarismo puede tener la bandera que sea sin que esta ofenda a nadie, pues no será ya el símbolo de la exclusión de una parte de los vivos y de los muertos. Estamos muy lejos de ello y la bandera rojigualda es hoy más que símbolo de un país o de una nación, arma arrojadiza de un bando contra demócratas, republicanos, catalanes, vascos, gallegos y otros sectores del país que no encajan en un relato que excluye de nuestra historia sus momentos democráticos.

Pedro Sánchez cometió sencillamente un acto de indignidad el negarse a reconocer que la República y su bandera son España en su ofrenda floral a Antonio Machado y al presidente Azaña. A la España estrecha, sectaria y cainita de la que Pedro Sánchez es rehén moral no le cabe en su alma mezquina y resentida el pasado democrático y republicano de nuestro país. Precisamente por eso la democracia y la República siguen siendo nuestro futuro, mientras que el régimen del 78 no pasará de un pretérito imperfecto."

jueves, 14 de febrero de 2019

Volverá la derecha

La izquierda española, entendiendo por ello la suma de PSOE, Podemos y lo que queda de Izquierda Unida está según todos los sondeos de capa caída. No renovará según ninguno de ellos ni siquiera la fragilísima mayoría que hoy existe. Volverá la derecha de la mano de la abstención masiva de unos electores de izquierda que ven en los partidos de la izquierda simples manifestaciones de un Estado austeritario y liberticida. Volverá la derecha, pero en una versión mucho más agresiva que cuando gobernaba Rajoy, pues el crecimiento del neofranquismo de Vox produce efectos de contagio en las demás formaciones políticas de derecha. Todo lo diferente, desde la diferencia interna expresada por Cataluña y las otras nacionalidades y regiones, pasando por las mujeres para acabar en los inmigrantes, es para ellos objeto de hostilidad. Algunos sectores de la izquierda procedentes del carrillismo u otras variantes del estalinismo o del populismo europeronista de Podemos han mostrado "comprensión" por los temas de la derecha extrema como la afirmación de la identidad sobre la diferencia, los símbolos del Estado, etc. Las direcciones de Podemos y PSOE parecen anestesiadas, incapaces de cualquier tipo de reacción. No se atisba, en general, ninguna estrategia ni en la izquierda ni en la derecha pues las grandes opciones políticas siguen rigurosamente secuestradas por los mercados financieros. Todo se juega alrededor de temáticas simbólicas, aunque estas puedan tener terribles conscuencias materiales para las personas.

Mientras tanto, los presos políticos catalanes siguen en prisión y sometidos dsde anteayer a un auténtico proceso político en el que la fiscalía aplica con rigor el derecho penal del enemigo y, por consiguiente, el principio de analogía. Así, un referéndum ilegal pero enteramente pacífico y hasta festivo se convierte en un acto violento, porque las personas defendieron con sus cuerpos las urnas y los colegios, pasivamente, sin agresión alguna a una policía española que causó más de mil heridos. Los tipos penales se aplican con elasticidad a fin de condenar a largos años de cárcel a los encausados, que se han mantenido en prisión para evitar el riesgo de que continuasen "su actividad política". El principio que se aplica no es el del derecho penal democrático, el de la tradición del Estado de derecho: "nullum crimen sine lege", no hay crimen sin ley que lo defina con rasgos muy precisos, sino el principio inverso, el fascista: "nullum crimen sine poena", no hay crimen sin castigo, con el que se pretende garantizar la seguridad del Estado por encima de cualquier consideración de derecho.

En estas condiciones, el PSOE, que necesitaba que las Cortes aprobasen su proyecto de presupuestos, intentó un acercamiento a los independentistas catalanes para obtener su apoyo. Este acercamiento iba a materializarse bajo la forma de una negociación formal de la que tomaría nota un relator. Tras la manifestación conjunta de las derechas del domingo pasado que reunió unas 50.000 personas para reclamar el fin de la negociación con los catalanes y la convocatoria de elecciones, el gobierno ha puesto fin a la negociación con los catalanes y no tardará en convocar elecciones. Después de ello, ha seguido, directamente o a través de la mediación de Podemos, pidiendo el apoyo de los independentistas catalanes a sus presupuestos sin liberar a los presos ni proponer nada a los independentistas. Se les ofrecía a cambio de su apoyo mantener la situación actual. Algo evidentemente inaceptable, pues aunque la izquierda española siempre poco exigente en materia de libertades, no los considere así, la existencia de presos políticos y el bloqueo de la situación en Cataluña son problemas gravísimos que apuntan a una crisis institucional de primer orden y tal vez a la ruptura definitiva del marco constitucional vigente.

La derecha llegará al poder, pero puede hacerlo de varias maneras: como coalición de todas las derechas radicalizada por el apoyo interno o externo de Vox a la mayoría gubernamental o como gobierno de coalición entre Ciudadanos y PSOE. En cualquiera de los casos la crisis institucional se agravará, pues incluso la segunda fórmula solo podrá realizarse mediante un programa resueltamente anticatalán impuesto por Ciudadanos. Mientras tanto la izquierda sigue ignorando el único marco en el cual es posible formular una estrategia contra la austeridad: Europa. Se aproximan las elecciones europeas y no surge ninguna propuesta de política europea, ninguna idea, salvo el débil destello de Diem 25. Por otra parte, los presos seguirán en prisión y las direcciones de la izquierda estarán contentas de haber renovado sus mandatos parlamentarios, aunque sea a costa de perder muchos votos y diputados.



lunes, 7 de enero de 2019

Sobre los orígenes de los "nuevos" fascismos



Alguien se había hecho la ilusión de que detrás del neoliberalismo no estuviese el Estado, en su dimensión minimalista que, en términos de Lenin, se define como "un puñado de hombres armados". Hay que insistir sobre todos los términos: el número reducido ("un puñado"), el género ("hombres") y su carácter en último término represivo ("armados"). La expresión mínima del Estado en régimen de hegemonía financiera son los aparatos represivos de Estado, constantemente reforzados a lo largo de todo el período de hegemonía neoliberal. Junto a las armas y a los hombres está también la ideología espontánea de los aparatos represivos de Estado: el fascismo, no solo el histórico aunque existan también conexiones con este, sino el estructural. Este fascismo estructural es un discurso del orden impuesto no a través del mercado y la comunicación sobre los que insiste el discurso manifiesto del neoliberalismo, sino de la violencia de Estado. A esta ideología se conectan formas abiertas de racismo y xenofobia como elementos de gestión selectiva de la mundialización y de definición de la comunidad como "nación o pueblo del Estado".

La mundialización neoliberal nunca ha sido un orden espontáneo sino el resultado de una correlación de fuerzas con las clases populares, con el trabajo vivo a nivel planetario. Hoy lo descubrimos con sorpresa al surgir como de la nada movimientos y partidos abiertamente fascistas, pero esa sorpresa es el resultado de una doble ingenuidad característica de dos sectores de la izquierda y del "progresismo": uno se creyó a pies juntillas el discurso neoliberal manifiesto y pensó seriamente en la posibilidad de establecer un reparto de la riqueza en un marco de economía globalizada de hegemonía financiera, el otro creyó en cambio, de manera tradicional en la virtualidad del Estado como defensor de la democracia y de los derechos cuando el Estado se había convertido en una máquina de privatizar y en un instrumento abierto de domnación de clase.

El surgimiento de los nuevos fascismos se relaciona directamente con la imposibilidad a la que se enfrenta la izquierda de estructurar formas democráticas de hegemonía popular más allá del mercado y del Estado. Esto a su vez responde a la sólida inscripciónd e la izquierda en el dispositivo de poder capitalista, que no es un poder del Capital ni aún menos del mercado, sino el poder conjunto de dos monstruos asociados: Capital y Leviatán. Dos monstruos, que, como todos los monstruos, son los productos de nuestra propia tristeza e impotencia y que se desvanecerán cuando hayamos conseguido articular la potencia productiva y de cooperación de la sociedad sobre bases autónomas. Mientras toda cooperación dependa de formas de obediencia basadas en la coacción mercantil o la violencia de Estado nos será imposible salir del círculo en que nos tienen encerrados los dos monstruos de la modernidad. El problema es que ese círculo, ese eterno desplazamiento entre el Estado y el mercado es lo que define históricamente a la izquierda. La conquista de la democracia y de la cooperación libre deberá, por consiguiente hacerse fuera y más allá de la izquierda.

jueves, 13 de diciembre de 2018

El Estado contra la política (reseña)

El título del último libro de Emmanuel Rodríguez, La política contra el Estado (Madrid, Traficantes de sueños, 2018) suena a día de hoy como una paradoja: ¡cómo va a ser posible pensar un política contra el Estado, cuando toda política se concibe dentro del Estado!. Puede ciertamente pensarse una política dirigida contra un Estado determinado, pero siempre desde la referencia a otro Estado como punto de llegada. Puede también pensarse, como lo hace el joven Marx, y probablemente también cierto Marx maduro, llevados ambos de ensueños saintsimonianos, una desaparición a la vez del Estado y de la política en la que “la administración de los hombres queda sustituida por la administración de las cosas”. Afortunadamente, hay bastante en este trabajo constantemente replanteado que es la obra de Marx para criticar esa escalofriante ilusión. Lo que, en el paradigma actual del pensamiento político es apenas pensable es que exista una política fuera del Estado, o más aún, que en realidad solo exista política en ese fuera del Estado y que el Estado sea en cambio un potente instrumento de despolitización de la sociedad. El libro que comentamos navega pues a contracorriente a fin de recuperar ese terreno de la política sin el Estado que, en los inicios del movimiento obrero y en algunos momentos de crisis revolucionaria que sacudieron la modernidad capitalista pudo parecer una evidencia.

Apuntan los primeros capítulos del texto a esos momentos hoy lejanos en que fue posible para el movimiento obrero y para las clases populares pensar la construcción de un mundo al margen del capital y de su Estado. Es algo en lo que existió un acuerdo bastante amplio entre anarquistas y socialistas, más allá de sus importantes diferencias: era preciso, para acabar con la explotación capitalista crear espacios sociales ajenos al orden capitalista, espacios de convivencia, de solidaridad, incluso de producción material y de educación. El florecimiento de sindicatos, clubes, casas del pueblo, ateneos, mutuas, círculos, bibliotecas populares, etcétera que se dio a finales del siglo XIX y aún a principios del XX tenía por objetivo crear una nueva sociedad y una nueva cultura obrera, heredera de las Luces burguesas, de su filosofía y de su ciencia, pero independiente del mando capitalista. Se trataba de llegar a tal acumulación de fuerzas a nivel social que el mundo de los trabajadores pudiera prescindir del de la burguesía, rompiendo con él ya sea mediante la huelga general o, incluso mediante una arrolladora victoria electoral de la socialdemocracia.

Esta perspectiva de lo que denominaba el anarcosindicalista francés Émile Pouget “acción directa” fue progresivamente abandonada y solo pervivió en los movimientos anarquistas. La política socialista -y posteriormente comunista- terminó decantándose exclusivamente a favor de una estrategia de conquista del poder político por el partido obrero. La autonomía política de los trabajadores quedó supeditada a la hegemonía política del partido hasta desaparecer casi completamente. Solo en los episodios insurreccionales volvió a emerger la autonomía bajo la forma de los soviets, los consejos obreros, etc. o en las colectivizaciones y las experiencias de autogestión de la revolución española. Sin embargo, todas estas experiencias acabaron siendo sometidas a la línea de los partidos de vanguardia y a una política centrada en el Estado.

Emmanuel Rodríguez, a lo largo de los capítulos centrales de su libro repasará la larga historia del olvido de la autonomía. Una historia que es la de la autonomía de lo político, que se confunde con la del mito del Estado como autofundación jurídica del derecho. Desde la revolución conservadora a las doctrinas del Estado de derecho nos encontramos con teorías que fundan el derecho en un hecho ya jurídico, sea esta la decisión legisladora del soberano conforme al planteamiento decisionista de la “revolución conservadora” que se refleja en obras como la de Donoso Cortés o Carl Schmitt, sea la subsunción conforme a derecho de toda norma bajo una norma jurídica de rango superior según el normativismo de Kelsen. Lo que describe minuciosamente el libro que comentamos son los vericuetos de este círculo cerrado que es una política basada en el derecho y el Estado. Vericuetos que tienen sus gloriosos antecedentes en las doctrinas contractualistas del siglo XVII en las que el origen del derecho se situaba desde el principio en un acto jurídico como es el contrato. Toda la doctrina jurídica y política de la modernidad burguesa hasta nuestros días se dirige a mantener este cierre, a impedir con él que se piense el origen histórico del derecho y el Estado, así como las dinámicas internas a la multitud, las formas diversas de cooperación -tanto igualitarias como jerárquicas- que producen la ilusión del Estado como orden jurídico que se funda a sí mismo. La historia de la izquierda, sobre todo marxista, ha seguido de cerca estas pautas sentadas por el pensamiento teórico y la ideología del Estado burgués. Con honrosas excepciones como las que representan el pensamiento a contracorriente de Pashukanis, Althusser o el último Poulantzas. En casi todos los demás casos, la izquierda, incluso radical, ha sido presa de los dispositivos de normalización estatal, incluso, con consecuencias a menudo trágicas, durante los episodios revolucionarios. Si algo puede echarse de menos dentro de la recapitulación del pensamiento político moderno que hace este libro, es alguna alusión a la línea alternativa del pensamiento político moderno. Esta es la que en términos de Antonio Negri constituye la línea maldita de la modernidad, la que considera el poder desde el punto de vista de la rigurosa inmanencia como relación y como correlación de fuerzas, al margen del problema de la legitimidad: la línea Maquiavelo-Spinoza-Marx, enfrentada a la línea “bendita” Locke-Rousseau-Hegel. Esto habría permitido comprender mejor cómo muchas posiciones de la línea bendita constituyen respuestas a las de la línea maldita y subterránea y cómo la problemática jurídico-política de la modernidad no se ha constituido sin antagonismo.

Consideración aparte merecen en el libro las tesis sobre la clase media. La clase media se presenta como un producto del Estado, un producto que es a la vez el asiento material de la estabilidad y la legitimidad del propio Estado. La clase media se convierte así en la forma que adopta a través del Estado total y el Estado social del siglo XX, el mito de la autofundación del Estado. Más allá de las luchas de clases, la clase media se presenta a sí misma como un orden jurídico y como el fundamento mismo del orden jurídico. Si tomamos como referencia la tripartición que hace Carl Schmitt de los tipos de pensamiento jurídico entre decisionismo, normativismo y pensamiento del orden concreto, que constituyen formas de autofundación del derecho y del Estado, la clase media sería la materialización de una fundamentación del derecho en un “orden concreto” basado en la redistribución controlada de poder y recursos a través del Estado como medio de autorreproducción de este y del orden social capitalista. La clase media es así un dispositivo clave de normalización y estabilización, de ahí que las crisis capitalistas se vivan como crisis de “la economía” y de la “clase media” y no ya como efectos de la lucha de clases. La lucha de clases queda ocultada tras el dispositivo clase media, pero esto no la hace desaparecer. La lucha de clases sigue produciendo efectos a través de este dispositivo y de sus mediaciones económicas, políticas y jurídicas como una “causa ausente”, ausente tal vez por no existir sino a través de su realización en y por esas mediaciones que pretenden haberla abolido.

En otros libros del mismo autor el dispositivo clase media ha sido correctamente utilizado a la hora de explicar fenómenos complejos como la transición política española o el 15M. La constitución de una clase media como dispositivo a la vez ideológico y material de ocultación de la lucha de clases y de correlativa legitimación del Estado es una de las claves que permite pensar la derrota de la autonomía obrera en la transición o la normalización del 15M en la política institucional de Podemos o de los diversos institucionalismos. Sin embargo, no hay que tomar la clase media como una realidad, sino como un dispositivo ideológico-material. Cuando no se hace esta distinción se acepta una supuesta realidad objetiva de la clase media al margen de su función de normalización y de legitimación del orden capitalista como Estado, con lo que hace mutis por el foro el carácter capitalista de ese orden, desaparecen las relaciones sociales de producción capitalistas, se desvanecen la explotación y la lucha de clases. Se corre así el riesgo de que la política se convierta en una suma de demandas unidas por una lógica equivalencial bajo un significante vacío en “un laclausismo al revés”. A pesar de que se defiende una política “de parte”, un concepto de la multitud no atravesado por la lucha de clases y no inscrito en el marco concreto de las relaciones de producción capitalistas vigentes y de su modo de acumulación actual corre el riesgo de fomentar una ilusión inversa a la de la autonomía de lo político: la “autonomía de lo social”.

A falta de una perspectiva estratégica que tenga en cuenta la realidad efectiva, el sustrato material -a la vez que el resultado- del dispositivo “clase media” que no es sino la fuerte dispersión espacial, temporal, cultural, sexual, etc. del trabajo vivo en nuestro días, sería imposible plantearse no ya una salida del capitalismo, sino formas efectivas de resistencia. Una de las grandes virtudes del planteamiento de Emmanuel Rodríguez es que permite responder a las políticas de la identidad de clase que hoy proponen las izquierdas de Estado, pero su inconveniente es que, una vez abandonado un concepto sociológico de las clases, abandona también como si lo uno implicase lo otro, la propia lucha de clases. Ahora bien, la lucha de clases no es el enfrentamiento entre dos grupos preexistentes, sino una fractura social originada en las relaciones de producción capitalistas. El que la clase media haya borrado los perfiles sociológicos de las clases no implica que no exista lucha de clases, por mucho que en la fase actual esta produzca y reproduzca un proletariado disperso, múltiple, multitudinario. Es posible pensar el antagonismo social a través de la clase media y del Estado, pero para ello es necesario extraer todas las consecuencias del hecho de que la clase media no es el fin de la lucha de clases, sino el efecto imaginario, ideológico, de la lucha de clases en tiempos de dispersión del trabajo vivo. Un efecto que no cabe atribuir al propio Estado (que forma parte de la ilusión) pues como afirma correctamente Emmanuel Rodríguez: “la clase media es el Estado.”